La
presencia de María en el misterio del culto
Por
Félix María Arocena Solano
La
Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima
Virgen María y haciendo memoria de Ella así como de todos los Santos y
Santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de
la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. (CEC, 1370)
Repasaba mentalmente este párrafo del Catecismo de la Iglesia Católica
que pone de relieve la presencia de la Virgen María en la celebración
del Sacrificio eucarístico y me encontraba entretenido poniendo en
orden las ideas que he venido recogiendo en torno a este punto, cuando
Jesús Castellano me remite desde Roma una investigación suya donde,
incidiendo de lleno en la materia, nos muestra una síntesis muy lograda
de la reflexión teológica actual en esta área que es relativamente
nueva en el ámbito de la teología litúrgica e, incluso, de la misma
Mariología.[1] Desgraciadamente, los límites asignados a este artículo
impiden un tratamiento más denso y pormenorizado del tema, por lo que
me limitaré a espigar las principales líneas de fuerza subrayadas por
el Prof. Castellano.
En primer lugar, hay que decir que, en la actualidad, los especialistas
dedican una atención preferente a lo mariano en la liturgia y lo hacen
animados, en parte, por el magisterio papal. En efecto, a comienzos del
año 1984, el santo Padre, a raíz de una serie de intervenciones acerca
de la presencia de la Santísima Virgen en la Iglesia y en su liturgia,
afirmaba:[2]
La bienaventurada Virgen María se halla íntimamente unida tanto a
Cristo como a la Iglesia y resulta inseparable del uno y de la otra.
Ella, por tanto, se halla unida en aquello que constituye la esencia
misma de la liturgia: la celebración sacramental de la Salvación para
la gloria de Dios y la santificación del hombre. María está presente
en el memorial la acción litúrgica porque estuvo presente en el Evento
salvífico.
Ella se halla junto a cada fuente bautismal donde nacen a la vida
divina, en la fe y en el Espíritu Santo, los miembros del Cuerpo místico
ya que fue por medio de la fe y de la virtud del Espíritu como fue
concebida su divina Cabeza, Cristo. Ella se halla junto a cada altar
donde se celebra el memorial de la Pasión y Resurrección ya que estuvo
presente, adhiriéndose con todo su ser al designio del Padre, en el
hecho histórico-salvífico de la Muerte de Cristo. Ella se halla junto
a cada cenáculo donde, por medio de la imposición de las manos y la
santa unción, se concede el Espíritu a los fieles, ya que con Pedro y
los otros Apóstoles, con la Iglesia naciente, estuvo presente en la
efusión pentecostal del Espíritu. Cristo, sumo Sacerdote; la Iglesia,
la comunidad de culto; María se halla incesantemente unida con uno y
con otra en el Evento salvífico y en la memoria litúrgica.
Se trata de un texto descriptivo-afirmativo en el que, en medio de una
sobria concisión, se describe la presencia de María en la liturgia de
la Iglesia con referencia a los Sacramentos. La afirmación de Juan
Pablo II se funda, sobre todo, en el paralelismo con que se inicia el párrafo:
María está presente en el memorial la acción litúrgica porque estuvo
presente en el Evento salvífico. ¿Cómo no evocar aquí el n. 103 de
la Sacrosanctum Concílium, semilla fecunda de la teología litúrgica
mariana postconciliar?
“En la celebración de este círculo anual de los misterios de Cristo,
la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de
Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica
del su Hijo.”
La frase central de este número constituye el punctum prúriens de la
presencia de María en la liturgia: Ella está “unida con lazo
indisoluble a la obra salvífica del su Hijo”. Es una expresión preñada
de significado que bien merece una pausa serena de contemplación y
reflexión a la luz de la teología de la Sacrosanctum Concílium. El
texto ofrece una singular valoración de la asociación de María al
Misterio de la Encarnación, como principio y fundamento de la totalidad
de su asociación a la Economía salvífica. Siguiendo el hilo de las
palabras del Papa, se puede afirmar que Aquella que participó en los
misterios históricos de su Hijo intérfuit mystériis está ahora
presente en los misterios hechos presentes en el memorial litúrgico
adest in mystériis.
De ahí que la presencia de María en los acontecimientos salvíficos de
la vida de Jesús sean los presupuestos para comprender la presencia de
María en los misterios los hechos históricos celebrados de la vida de
su Hijo, actualizados en la liturgia. La presencia mistérica de María
en la liturgia depende de que Cristo mismo ha querido asumir como
elemento constitutivo de su acción salvífica (acto teándrico) la acción
de la Virgen (acto puramente humano). En este caso, el acto de la
Virgen, en cuanto asumido por el Verbo e inserido constitutivamente en
su acción salvífica, es, por eso mismo, subsistente en Él y, por
tanto, suceptible de ser re-presentado mistéricamente en la celebración
litúrgica.[3] Esta hipótesis se funda en una doble intuición teológica.
A) La primera se construye sobre la base de que los actos salvíficos de
Cristo han sido asumidos a la gloria; llevados a cabo en la historia,
permanecen en la meta-historia vivos y eficaces. Se trata de un
argumento teológico, de raíz caseliana, recogido en el Catecismo de la
Iglesia Católica:[4]
“En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza
principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús
anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio
pascual. Cuando llegó su hora (cfr. Jn 13, 1; 17, 1), vivió el único
acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado,
resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una
vez por todas” (Rm 6, 10; Hb 7, 27; 9, 12). Es un acontecimiento real,
sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás
acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el
pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede
permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la
muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los
hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos
y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la
Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.”
En efecto, “todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por
los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los
tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente”.[5] A la luz
que aporta este párrafo, se puede decir que el Padre, glorificando al
Hijo en su Misterio pascual momento que recapitula toda la economía
salvífica, ha querido que juntamente con Cristo fuera asumido en la
gloria y se hiciera permanente todo aquello que el Señor ha obrado en
su humanidad histórica: su vida, sus palabras, sus acciones..., en
definitiva, todos los mystéria carnis Christi, por emplear una expresión
muy querida para la tradición teológica medieval.
B) La segunda intuición se refiere a que no sólo los actos históricos
de Jesús han sido asumidos a la gloria, sino también los de su Madre.
Estos últimos lo han sido en la medida en que se hallan
indisolublemente unidos a los actos mismos de Cristo (Sacrosanctum Concílium,
103). Los actos históricos de María, inseridos en la misma economía
del Evento salvífico, inseparables de él por cuanto que el Evento no
se hubiera producido en su historicidad salvífica sin la presencia y la
cooperación del Madre del Señor que obró siempre en comunión con su
Hijo y en la sinergia del Espíritu Santo permanecen también para
siempre.
Es en este sentido que acabo de apuntar donde hallamos una «precomprensión»
de aquel otro texto importante del Catecismo de la Iglesia Católica:
“La dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina”.[6]
A partir de la dimensión petrina, ciertamente, emergen para la Iglesia
elementos tan sustanciales como su estructura jerárquica fundamental...
pero, a la vez, Ella es original y constitutivamente mariana. María está
presente en el consílium salutis desde el primer momento como persona
activamente implicada en él. Consílium, proyecto, plan del que Ella
es, contemporáneamente, fruto y activa cooperadora con una singularidad
personal, única e irrepetible. Así, la dimensión mariana de la
Iglesia y, por tanto, de su liturgia no es algo meramente devocional,
exigido por razones afectivas o de pietismo sentimental. El Concilio
Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda la tradición, ha
recordado que en la jerarquía de la santidad precisamente la mujer,
María de Nazaret, es figura de la Iglesia. Ella “precede” a todos
en el camino de la santidad; en su persona la Iglesia ha alcanzado ya la
perfección con la que existe inmaculada y sin mancha”.[7] En este
sentido afirma Juan Pablo II en una Carta Apostólica se puede decir que
la Iglesia es, a la vez, “mariana” y “apostólicopetrina”.[8]
Pero volvamos a nuestro tema: la presencia mistérica de María en la
liturgia. En el Canon Romano, María Santísima aparece precedida del
significativo adverbio imprimis, (especialmente, de modo
particular...)[9] que se refiere a la singularidad de la presencia de la
Virgen, non parangonable con la presencia angélica ni con aquella otra
de la comunión de los Santos, en razón de la condición gloriosa y
celeste de la persona de María en cuerpo y alma. Tampoco debe ser
entendida como una «ubicuidad», porque el término apunta a una
condición mas bien estática y omnicomprensiva propia de la Divinidad,
cosa que aquí, evidentemente, no procede. La liturgia bizantina se
complace en contemplar a María como la «Deisis», es decir, la «Intercesión
viva», junto a su Hijo, sentado en el trono, ante el cual se inclina
suavemente con las manos extendidas hacia adelante, en medio de una
transparencia pneumatológica, significada por el vestido de púrpura
que simboliza cómo Ella se encuentra envuelta por el Espíritu
Santo.[10] La Deisis supone una imploración constante de la efusión de
la gracia del Espíritu sobre nosotros en orden a nuestra cristificación.
A modo de conclusión, querría condensar algunas expresiones que
glosaran los resultados obtenidos hasta aquí en torno al tema que nos
ocupa. Las preguntas que nos propusimos al principio de nuestra reflexión
eran de este tenor: ¿se puede hablar de una presencia de María en la
celebración del culto cristiano? ¿En qué sentido? ¿De qué bases
teológicas podemos disponer? ¿Cuánto hay de analogía y distinción?
Las respuestas han de ser necesariamente sobrias. Respuestas que
ilustran pero no agotan todo aquello que las preguntas pretenden
abarcar. María está presente en la liturgia de un modo “análogo”
a como está presente su Hijo. Esta palabra “análogamente”, está
tomada de la analogia fídei, de la analogia mysteriorum, y apunta a los
nexos de unidad de todos los misterios en relación al único Misterio
de Cristo.
La “análogía” en relación a Cristo es la clave para intuir lo que
de presencia mariana hay en la liturgia. Pretende esclarecer que es
“en Cristo” como la Madre está presente; en otras palabras, Ella no
adviene al Misterio de culto desde lejos, desde el exterior; ni siquiera
llega por su actual condición gloriosa o su vivir para siempre en Dios,
sino por su pertenencia íntima al Misterio celebrado. La presencia
gloriosa de María Santísima en el Misterio de culto es una presencia
in oblíquo, “transversal”, diría Juan Pablo II, mistérica.[11] No
por ello imaginativa o simbólica, sino presencia real, objetiva. Se
trata de una presencia de comunión que dimana de una perikoresis en el
Espíritu Santo:[12] una recíproca y mutua compenetración e
interioridad de las personas de Jesús y su Madre «en el Espíritu
Santo».
Al hilo de estos párrafos finales aprovecho para subrayar dos
testimonios litúrgico el uno y patrístico el otro ofrecidos por J.
Castellano que podrían corroborar, cada uno desde su angulación
propia, la cuestión que estamos tratando: la presencia mistérica de
María Santísima en la liturgia. Son dos testigos distintos que, en sus
respectivos ámbitos, apuntan a un mismo sentir:
El primero consiste en el uso litúrgico bizantino muy significativo,
según el cual, durante la preparación de los dones, el sacerdote toma
una partícula de pan no consagrado y dice: “En honor y memoria de la
beatísima, gloriosa y soberana Madre de Dios y siempre Virgen María y
por medio de su intercesión, acoge, Señor, este sacrificio que
presentamos sobre tu altar”. El sacerdote entonces toma esa partícula
de pan no consagrado, la sitúa a la derecha del Pan consagrado y dice:
“De pie a tu derecha está la Reina, enjoyada con oro de Ofir, vestida
de perlas y brocado (Ps 44)”.[13]
El segundo testimonio es la confesión de fe de San Germán de
Constantinopla quien, a través de una teología que es contemporáneamente
oración, durante una homilía sobre la Dormición de la Virgen Santísima
y mientras conversa con Ella, confiesa e interpreta la fe de la Iglesia
en la presencia de María en la liturgia y, más allá de la liturgia,
en la vida del Pueblo de Dios:[14]
“O Santísima Madre de Dios... así como cuando vivías sobre la
tierra, no eras extraña a la vida del Cielo, así tampoco eres extraña,
tras tu Asunción, a la vida de los hombres, antes bien estás
espiritualmente presente a ellos... Como en un tiempo viviste
corporalmente con quienes fueron contemporáneos tuyos, así también
ahora tu espíritu vive a junto a nosotros. La protección con que nos
asistes es un signo manifiesto de tu presencia en medio nuestro. Todos
escuchamos tu voz y la voz de todos nosotros llega también a tus oídos...
Tú vigilas sobre nosotros. A pesar de que nuestros ojos no sean capaces
de contemplarte, o beatísima, Tú te entretienes gustosamente con
nosotros y te manifiestas de modos diversos a quienes se muestran dignos
de ti...
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[1] J. CASTELLANO, La presenza di Maria nel misterio del culto, en
Marianum, 159/2 (1996), p. 426 ss.
[2] JUAN PABLO II, Alocución del Ángelus del 12 de febrero de 1984.
(Cfr. Notitiæ, 20 (1984), p. 173), en NOTITIæ, 20 (1984), P. 173-174.
[3] A. M. TRIACCA, Esemplarità della presenza di Maria SS. nella
celebrazione del mistero di Cristo, en Liturgia, 23, n. 41 (1989), p.
232; I.M. CALABUIG, La presencia de marái en la liturgia, en AA.VV., La
doctrina y el culto mariano hoy, México, Centro mariano O.S.M., México
1989, p. 82.
[4] CEC, 1085.
[5] En el texto típico se aprecian todavía mejor los matices: “...quidquid
Christus est, et quidquid Ipse pro ómnibus fecit et passus est, æternitatem
participat divinam et sic ómnia transcendit témpora et præsens effícitur”.
[6] CEC, 773.
[7] Eph 5, 27.
[8] JUAN PABLO II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 27: “En este
sentido se puede decir que la Iglesia es, a la vez, “mariana” y “apostólicopetrina”.
[9] En el Canon romano, la mención de la Virgen viene seguida por la
escolta de 12 Apóstoles y 12 Mártires. Sobre este séquito hago notar
que la cita de los Apóstoles no se realiza según una prelación
determinada a excepción de los 5 primeros: Pedro y Pablo, Andrés,
Santiago y Juan. Éstos son los que son y no otros, por las razones que
exhibe el Evangelio en relación a la preferencia y amistad del Señor
con ellos. La lista, sin embargo, de los 12 Mártires sí que está
pensada en orden jerárquico: cinco Papas, un obispo, un diácono y
cinco laicos: [Lino, Cleto, Clemente, Sixto,
Cornelio]-[Cipriano]-[Lorenzo]-[Crisógono, Juan y Pedro, Cosme y Damián];
5-1-1-5.
[10] Paralelamente, la liturgia romana, en una plegaria de Adviento,
describe a María como la “Sancti Spíritus luce repleta”. (Cfr.
MISSALE ROMANUM, In fériis Adventus, die 20 decembris).
[11] JUAN PABLO II, Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, 43.
[12] El término técnico perikoresis (circumincéssio), propio de la
teología trinitaria, lo empleo aquí, lógicamente, en sentido lato y
según la analogía; como cuando Y. Congar, tratando de los tres oficios
de Cristo (tria Christi múnera), explica que no se deben entender como
divididos y aislados, sino que existe entre ellos un solapamiento y una
«perikoresis».
[13] M.B. ARTIOLI, Liturgia eucaristica bizantina, Torino, 1988, p.
40-41.
[14] S. GERMÁN DE CONSTANTINOPLA, Homilia I de Dormitione, 4; PG 98,
341-348.
Otros
documentos sobre María
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