Pero lo mejor de todo, lo más
reconfortante, lo más importante, lo positivo de
toda esta producción que se armó
sencillamente de escuchar opiniones –a
favor y en contra-, fue la polémica que desató.
Enterarme días después que
con quienes había charlado este tema lo habían conversado con amigos, en el club, con
los vecinos, con los abuelos. Observarlos discutir serenamente, acaloradamente, sobre
cómo somos los argentinos. Sobre cómo no somos los argentinos. Sobre Discépolo. Sobre
tangos. Escudriñar en el sentimiento y descubrir que cuando se cuestiona al ídolo la
gente toma su crítica como un ataque personal y lo defiende y se apasiona y hasta se
ofende. Y por ahí ni te saludan más. No importa. El objetivo estaba logrado: propiciar
el diálogo y obligar a pensar desde otro lugar.
Me gusta provocar porque la
provocación moviliza, activa las neuronas, agita la memoria, enerva la sangre y lo pelos,
las vísceras, la piel. Y genera la reacción propia para el pensamiento espontáneo, para
el análisis adecuado, para la definición de
la idea.
Será por eso que me gusta
tanto la gente... Porque defiende con ensañamiento aquello que critica y con lo que no
esta de acuerdo. ¿Qué no? Si todavía dicen que para vivir bien en este país tienen que
volver los militares, o que pongamos un paredón y cien fusiles como hizo Fidel. Que este
es un país de mierda que ya no va a cambiar y que hay que rajarse de acá. Pero en este
mismo país es donde están las minas más lindas y donde se come la mejor carne del
mundo...
Los argentinos somos así ... ¡Qué grande, viejo!
Esto que conté más arriba fue
el verdadero premio a este trabajo.