Revista Horda
N° 1-Año 2000
Volver


El sociólogo en provincias
Y una reflexión sobre la a-historicidad en la disciplina*

Lic.Alberto Tasso

El objeto de estas notas es consignar algunas impresiones acerca de un ámbito urbano y territorial característico –como el genéricamente llamado “la provincia”- donde el oficio de sociólogo es ejercido con arreglo a formas algo distintas a las que encontramos en el ámbito de las grandes ciudades, o metropolitano.
Se nos ocurre que exponer algunas de las situaciones que un contexto local nos propone puede ser ilustrativo para nuestros colegas en la disciplina, sean graduados o estudiantes. Por otro lado nos dirá algo de las nuevas profesiones surgidas en las últimas décadas, y de cómo son ejercidas en la Argentina de fines de los 90.
No disponemos de mucha información acerca del problema, al menos de una información que haya sido recogida de manera orgánica, si bien la escritura de estas páginas nos ha conducido a interrogantes que ahora desearíamos plantear a otros sociólogos, al sólo objeto de comparar experiencias y, naturalmente, verificar el grado de generalidad que las ideas expuestas pueden tener. Creemos conveniente enmarcar nuestros comentarios dentro de la historia reciente de la sociología en nuestro país y en nuestra provincia.
 

La sociología metropolitana y su a-historicidad

La sociología en nuestro país, en tanto disciplina académica “profesional”, surgió en el contexto metropolitano de Buenos Aires. Esto quiere decir no sólo que el centro de origen de la especie posee una filiación geográfica definida, sino también el obvio correlato de que la mentalidad inherente a la profesión está fuertemente señalada por la porteñidad. Está claro que la primacía de Buenos Aires –ciudad– aparece en un sinnúmero de actividades, aún las no académicas, debido al gran peso relativo que la capital argentina posee dentro del esquema territorial argentino (pudiendo esto ser explicado por muchas buenas razones a más de las demográficas), y que ello no podría sino influir en las profesiones, así como lo hace en las comunicaciones, el comercio y la política, por ejemplo. Pero debe notarse que algunos centros académicos provinciales tuvieron un desarrollo notable en forma paralela al de Buenos Aires (La Plata, Tucumán, Rosario y Santa Fe), y aún anteriores al de Buenos Aires (Córdoba). Sin embargo, este desarrollo pasó por el lado de las profesiones “liberales” clásicas, como la abogacía y la medicina, por la ingeniería y la arquitectura, y en ocasiones se dio en las algunas de las ciencias duras: biología, física o química. Dentro del campo de las humanidades, sólo pueden percibirse antecedentes notables en el campo de la filosofía, las letras y la historia. Esto parece bastante lógico, puesto que la sociología, y las otras que hoy llamamos ciencias sociales, no adquirieron identidad profesional en el mundo occidental hasta bastante entrado el siglo.
Las cátedras de sociología históricas no bastaron para dejar una huella que pudiera convertirse más tarde en una carrera universitaria, tal como ahora la concebimos: hasta hoy no existe una carrera de este nombre en la mayoría de las universidades nacionales que hemos nombrado, y allí donde existe (Rosario), se trata de una experiencia reciente. En el caso de Buenos Aires, la primera cátedra se remonta a 1898, a cargo de Dellepiane, y pocos años después se inaugura otra en La Plata. En Córdoba la cátedra de J.Martínez Paz se abre en 1907, y unos años más tarde la de R.Orgaz. Esas décadas muestran cualquier cosa menos ausencia de pensamiento sociológico: las obras de J. Álvarez, Ramos Mejía, J. García, C. O. Bunge y J. Ingenieros así lo muestran. Hay trabajos que pueden ser vistos como casos aislados (la tesis de A. Palacios sobre la miseria, el clásico estudio de J. Bialet Massé sobre la clase obrera) pero quizá sea una impresión superficial surgida de lo poco que todavía sabemos –o más bien de lo mucho que ignoramos- sobre la producción sociológica en ese período.
Mencionamos estos datos conocidos sólo para derivar una posible conclusión: que al momento del nacimiento de la sociología “profesional”, en la década de los 50, la disciplina parece surgir de la nada. No son visibles continuidades, ni derivaciones, ni deudas. Este hecho no es casual en un país formado a lo largo de reiterativas implantaciones (o trasplantes, como decía Canal Feijóo), donde cada etapa es vista como fundacional. Está claro que lo que sucedió en ese momento fue el ingreso de la sociología estadounidense, tanto teórica como empírica, de la mano de Gino Germani y sus colaboradores. No podríamos restarle importancia a una obra que, esta vez sí, tendrá continuidad. Pero sí quisiéramos verla ahora, a medio siglo de distancia, como de un fuerte aliento transformador cuyas conexiones y vínculos son fuertes en contemporaneidad y extroversión, y débiles hacia atrás y hacia abajo.
El caso de la sociología germaniana ejemplifica el modelo cultural argentino, diferente al de otros países latinoamericanos que por su propia constitución demográfica e histórica se orientaron hacia la raza o hacia la tierra.
Ahora bien, si no pueden objetarse los hechos que propone esta interpretación, puede discutirse si es bueno para una disciplina que sus sucesivos paradigmas carezcan de integración, que nos sean presentados como independientes, autónomos y mutuamente ajenos. Creemos que esta a-historicidad no es sólo antipática sino también impráctica desde el punto de vista de nuestra labor, y perjudicial desde el punto de vista de nuestra identidad profesional, si es que hay algo que pueda llamarse de este modo. Somos conscientes de que tal falta de eslabonamiento puede ser “real”, en su sentido lato de constituir un dato que revela una cultura poco articulada internamente, pero que si la viéramos hoy como problema, sería posible trabajar a partir de esa carencia, del mismo modo que se puede pintar sin usar las manos.
No me es posible ahora ilustrar con ejemplos no locales esta idea, y sólo plantearé la necesidad de una lectura integradora de momentos, perspectivas teóricas, protagonistas, obras y temas. Ingenieros lo intentó en su Sociología argentina. Pero pronto habrá pasado un siglo, y esa obra es ya parte de la historia. Creo que necesitamos una síntesis, quizá más interpretativa que historiográfica, del pensamiento y la investigación sociales en la Argentina, donde tengan su lugar aportes tan distintos como los de Sarmiento, el propio Ingenieros, Martínez Estrada o Germani, pero característicos de cada momento, de su formación y personalidad, con sus propias lógicas internas y externas, con sus discontinuidades y contradicciones.
La selectividad de nuestra disciplina en lo que se refiere a la elección de sus antecesores puede ser la propia de todo nuevo campo que se constituye, sobre todo si quiere remarcar su carácter “científico”, y al hacerlo trazar una frontera con otros campos vecinos que, recíprocamente, son definidos como “no científicos”. El énfasis por alejarse del ensayismo y de todas las especies de amateurs de la sociología puede ser útil al momento de conceder matrículas, pero peligroso en el momento de valorar ideas.
Sostengo también que esta a-historicidad es fuertemente metropolitana, y que ella resulta especialmente patética en los escenarios provinciales, que ahora intentaré analizar a partir del caso santiagueño, y de algunos rasgos comunes a varias provincias donde he visto trabajar a los sociólogos.
 

Un escenario provincial

Por distintas razones, las sociedades provinciales presentan una carga de temporalidad que resulta definitoria de su identidad. Esto es especialmente válido para las provincias “históricas”, pero tal vez también podría predicarse de otras. En los casos en que se trata de provincias demográficamente pequeñas, o relativamente aisladas, o rezagadas, esa carga resulta más visible: el crecimiento demográfico, el desarrollo rápido, tendieron a borrar las huellas del pasado en muchas regiones de Buenos Aires, Santa Fe o Córdoba. Vistos desde una capital de provincia, los fenómenos sociales se caracterizan por su inmediatez. Ello es resultado, en primer lugar, de la menor distancia física. En segundo lugar, porque tales fenómenos están incorporados al “discurso provincial”, y siempre hay referentes próximos de los mismos. Aunque muchas veces ese discurso ofrece imágenes estereotipadas y retóricas de esos fenómenos, al menos se habla de ellos.
El sociólogo que se instala en una provincia pertenece, por lo general, a alguno de estos tres casos principales:
? Es un nativo metropolitano que se radicó en una provincia.
? Es un nativo local que estudió en la metrópoli y regresó.
? Es un nativo local que estudió en provincia.
Estas tres formas presentan, por orden de enunciación, cada vez menos metropolitanismo y cada vez más provincialismo. Desde ya que la combinación de ambos rasgos podría ser óptima para un sociólogo, cuyo juicio analítico se verá enriquecido si ha desarrollado una mirada externa. Desde otros puntos de vista esta condición parece más ambigua: es común que en las provincias se desarrollen actitudes contrapuestas hacia el extraño, que van desde la reverencia hasta la hostilidad, a lo largo de un continuo en el que muchos códigos se entremezclan con una lógica que no es fácil descubrir inicialmente.
En una provincia un sociólogo es muy visible, principalmente por lo extraño o distinto de su profesión, que no se corresponde con el generalizado modelo del “profesional”, encarnado de modo típico en el médico, el abogado o el ingeniero. El sociólogo estará más cerca del educador, el géografo, el historiador o el humanista, y esto lo coloca dentro de un sector de relativo prestigio pero siempre levemente marginal, cuando no rezagado, en términos de los estrictos criterios de clase que rigen en muchas provincias.
Qué cosa sea la sociología, y su trabajo, nunca estará del todo claro para sus interlocutores, pero él se arreglará para expresarlo cada vez más breve y concisamente. Las últimas décadas pueden no haber sensibilizado a la opinión pública acerca de lo que es un sociólogo, pero sí acerca de lo que hace. La “opinión del sociólogo” siempre será buscada como un lugar común de nuestro tiempo, fuera y dentro de los medios, pero sobre todo será demandado su dominio instrumental de la encuesta y la entrevista, técnicas que le permiten, aún en situaciones que no son siempre las propias de un proyecto de investigación, recoger las opiniones de otros significativos, sistematizarlas y expresarlas comprensiblemente a los fines de una necesidad práctica.
Si la encuesta representa la lanza del equipo de batalla del sociólogo, su escudo será la docencia. Aunque no esté en la universidad, el sociólogo casi siempre será un docente cuyo aporte resultará necesario en el momento de esclarecer un término, analizar un problema, intervenir en un proyecto, y desde luego si ocupa una cátedra, aunque no sea universitaria. Este aspecto de su rol lo colocará en contacto con personas diversas, le granjeará preeminencia en el largo plazo, y si le dedica la mínima atención que ella requiere, será su reaseguro en los cíclicos períodos de subempleo.
El sociólogo en provincia será a menudo la contraparte local de los equipos técnicos metropolitanos que formulan políticas, programas y proyectos de índole muy diversa. Esto lo colocará en contacto periódico con otros profesionales, sean o no sus colegas, con documentos técnicos que necesitan ser revisados, comprendidos y traducidos al lenguaje común del resto de los mortales. También lo pondrá en contacto físico con Buenos Aires. La peregrinación periódica a la meca argentina es crucial en el desarrollo de la competencia profesional del sociólogo en provincia. Buenos Aires otorga las acreditaciones formales pero también las informales. Allí se publican y se compran los libros que hay que leer; allí están los referentes importantes en la profesión, los popes y las vacas sagradas; allí se instalan y despliegan las modas temáticas, locales o no; allí se produce la discusión significativa que nunca logra remontar vuelo en la provincia; allí están los cursos de capacitación; allí está “el estilo”.
Los sociólogos metropolitanos tienen parte de su público en las provincias, y en muchos sentidos valoran más este tipo de contactos que los que anudan en la propia metrópoli. Los sociólogos no son ajenos al encanto folk y la eventual seducción de las provincias, y por lo tanto un sociólogo de provincia tiene una alta probabilidad de hacer acuerdos productivos en esta interacción. Muchos de ellos se traducen en beneficios económicos, que nunca son, lamentablemente, suficientemente duraderos. Muchas de las relaciones que se establecen en este proceso duran toda la vida, y aunque sean episódicos y con largas intermitencias, otorgan al sociólogo en provincia la seguridad que le dan los contactos en Buenos Aires, tan importantes en cualquier actividad.
Si es que no lo sabía al egresar (pero casi siempre lo sabe), el sociólogo en provincia aprenderá que su principal know how proviene de dos grandes campos: la investigación y la gestión de proyectos.
De una manera u otra, el sociólogo en provincia se integra a ese campo reducido y polifacético de la intelligentzia local, junto a otros intelectuales, escritores, y eventualmente algún político desclasado. Esta experiencia le será, por lo común, grata, pues podrá ver de cerca un microcosmos que en Buenos Aires sólo es accesible a los verdaderamente grandes.
Para muchos sociólogos, la experiencia en provincia es breve, pero siempre formará parte importante de su experiencia profesional. Son muchos los factores que inciden para que sea breve o duradera. Uno de ellos está relacionado con el origen de su pareja: si él o ella son locales, hay una alta probabilidad de que el sociólogo permanezca mucho tiempo en provincia.
Un fenómeno común es que a una parte de los sociólogos en provincia le sea fácil ingresar a otras actividades no estrictamente profesionales. Alternativas comunes son el periodismo, la venta de libros y hasta cualquier forma de comercio. Hay, no obstante, ejemplos muy variados: conozco a uno que fue intendente de un pequeño pueblo del sur; a otro que es director-propietario de una radio de FM; a un tercero que fue panedero.¿Cómo no mencionar que otro es co-propietario de una cadena de cines? En realidad el pluriempleo podría ser ya una característica de la estructura ocupacional argentina, permeada fuertemente por la informalidad, y de ningún modo exclusiva del sociólogo. También están los escritores, poetas y artistas plásticos, la que danza, la que administra una finca y la que logró en el fondo de su casa un jardín casi inglés, pero aquí estaríamos ingresando en ese inclasificable territorio de actividades misceláneas que uno nunca sabe si debe o no consignar en el curriculum.
La debilidad de las comunidades profesionales locales conspira contra el mantenimiento de la identidad profesional, no menos que el desempleo y las internas sociopolíticas que lo provocan. Entonces, hay que hacer un gran esfuerzo para seguir siendo sociólogo en un medio árido donde las fuerzas externas inducen a desdibujar el rol.
El sociólogo en provincia tiene (o tenía) una alta posibilidad de depender toda su vida útil del Estado, y ésta es un arma de doble filo, porque el empleo seguro puede conducirlo a un remanso del organigrama, más parecido a un cul de sac, en el cual terminará  siendo algo sospechosamente parecido a un empleado público.
La estructura ocupacional en muchas provincias es reducida y estable, salvo en períodos de cambio. Siendo muy visible el sociólogo, y por lo común muy concentrado el poder del Estado, deberá hacer alianzas estratégicas con uno u otro dirigente político, con uno u otro partido, para sobrevivir con empleo. Por lo común, esto afecta el sentido de neutralidad política que el carácter tecnocrático de su rol profesional lleva impreso. Está claro que este rasgo se concilia de algún modo con otro, común a todos los sociólogos, sean o no de provincia, que es el de ser un reformador social, latente o manifiesto. Esto puede llevarlo a la militancia política, y hasta hay el caso del que llegó a ser gobernador de una provincia.
Así como el onganiato llevó a muchos sociólogos de Buenos Aires a las provincias, a las entonces nuevas áreas de bienestar social y desarrollo comunitario, el proceso los empujó a la cesantía, el exilio, la cárcel o la muerte. La sospecha pública abierta sobre la sociología y los sociólogos, ominosa realidad de los 70, provino no sólo del macartismo de Estado sino también del clima social de época y de la asociación generalizada entre el sociólogo y el pensamiento de izquierda.
Hemos dejado un tanto de lado el imperativo de la historicidad que se vive en muchas provincias. Aquél proviene de las ideologías con las que se sostienen los discursos provinciales, por un lado, y por otro de las mentalidades de los tipos humanos locales, que son, de suyo, históricas en su sentido lato de arcaicas y tradicionales, con lo que muchas conductas no pueden ser interpretadas sino desde un marco conceptual que incluya la dimensión histórica como una de las dimensiones de su estructura. Pero esto no es frecuente en el equipamiento teórico con que nos formamos hasta dos generaciones de sociólogos. En ellas predominaba algo así como una máscara de los fenómenos históricos (las vulgarizaciones del marxismo, tan recurridas aún en ámbitos académicos) y las teorías que involucran a la modernización como proceso, que también simplificaron y redujeron las formulaciones weberianas, que podrían situarse en sus orígenes.  Además, los programas estatales que la Argentina incorporó en esta segunda mitad de siglo se originaban en las concepciones desarrollistas típicas de las políticas de asistencia externa estadounidense. Ninguno de estos instrumentales teóricos es enteramente apropiado para comprender a un campesino, a un género musical, a una fiesta popular, a un proceso migratorio, a la organización de la vida cotidiana y productiva en el monte, a las rigideces del sistema de clases, a una concepción del tiempo distinta a la de los contextos urbanos metropolitanos. Y, tal vez, no tendría por qué esperarse que un marco de referencia teórica macro sirviese para cuestiones tan puntuales, pero he ahí que el sociólogo en provincia se enfrenta con ellas en forma asidua, y necesitará captarlas con alguna profundidad.
Allí es donde se advierte que el sociólogo en provincia debe salir de las parcelas en que fue formado profesionalmente. Sólo un intercambio con el léxico y la observación antropológica, con alguna versación histórica, con la ilustración sobre los ambientes naturales que proporciona la geografía, con el conocimiento agronómico de las formas de producción agraria, con algunos tópicos de la psicología social, e interactuando con los múltiples campos temáticos surgidos en las últimas décadas que no pueden reconocerse como absolutamente “disciplinarios”, puede ir más allá de la piel de estos fenómenos.
Pero además, debe reconocer que buena parte de estos temas locales han sido abordados, desde registros muy diversos, por los intelectuales de su provincia, a lo largo de por lo menos un siglo. El sociólogo en provincia no completa su formación básica sino cuando se ha introducido en obras que a veces son estudios técnicos, a veces ensayos, a veces libros de historia y otras novelas y cuentos. La lección de este corpus inorganizado y no siempre de fácil acceso es que, a la  manera de una paradoja chestertoniana, el sociólogo no es el primero que se plantea el problema sino el último en hacerlo. No deja de ser otra paradoja que la respuesta del mundo académico consiste en que privilegie siempre los últimos aportes, la vanguardia del pensamiento –cosa por otra parte razonable- pero no en incitarlo a explorar con la misma intensidad los aportes del pasado.
De este modo, la complexión intelectual del sociólogo, metropolitano o de provincia, formado en una disciplina que se nos presenta como no necesitada de una comprensión histórica, y escasamente ilustrada en la comprensión de ambientes sociales y naturales específicos, se parece a la de un viajero que va a la Antártida con ropa de verano, llevando como toda cartografía un mapa de los lagos italianos, en la gráfica imagen de Freud.
Esta es, probablemente, la principal conclusión de esta comunicación, de la que podrían intentarse varias derivaciones que, por el momento, no nos sentimos en condiciones de abordar. Bástenos con plantear el problema, y con escuchar, como contrastación, la opinión de nuestros colegas.
 
 
 

El sociólogo en provincias
Y una reflexión sobre la a-historicidad en la disciplina
 

Alberto Tasso

La ponencia examina las particularidades del desempeño profesional en contextos provinciales, el tipo de demandas que se le plantean y algunos aspectos de su relación con la comunidad profesional, local o externa. Al contraponer la imagen del sociólogo en provincia al del sociólogo metropolitano, es posible captar la forma en que la formación profesional se diseñó en la Argentina de mitad de siglo, acuñando la idea de que la sociología recién acababa de nacer, y colocando a la disciplina al margen de las continuidades con las otras líneas de pensamiento social que estuvieron presentes en el país en el siglo anterior. Esta suerte de a-historicidad de la disciplina es vista como un obstáculo para la comprensión de la dinámica y los procesos sociales que se operan en provincias, que tanto al nivel de fenómenos como de tipos humanos y aún de discurso social prevalente, se nutren fuertemente del pasado.
 

                                                            Volver