Capítulo VIII: Dominando el cambio

La conducción del cambio

Si bien tenemos métodos y recursos matemáticos bastante sólidos para construir previsiones al menos aceptables; el concepto de cambio, ese substituto contemporáneo del otrora tan idolatrado "Progreso", sigue siendo una especie de nebulosa estratégica definida en la gran mayoría de los casos sólo mediante tautologías. Como ya hemos señalado antes, lo único que muchas teorías del cambio saben decirnos acerca del futuro es que el mañana será diferente al hoy porque el hoy es distinto del ayer.

El problema no sólo es que esto no es intelectualmente serio. El verdadero problema es que ni siquiera resulta práctico. Con decir que el Siglo XXI será completamente distinto al Siglo XX, y que brindará la posibilidad de gozar de sólo Dios sabe cuantas maravillosas innovaciones, todavía no hemos dicho absolutamente nada de utilidad práctica acerca de los próximos cien años.

El gran "descubrimiento" del cambio indica, sin embargo, que hemos variado nuestro enfoque cultural. Los egipcios construían sus pirámides para que duraran por toda la eternidad. Los constructores de catedrales tardaban a veces siglos en terminar su Obra y la concebían para que durase hasta el día del Juicio Final. Todavía en el siglo pasado y bien entrado el presente fabricábamos bienes de uso para que "duraran toda la vida". Hoy hemos abandonado esa concepción estratégica en cuanto al fruto de nuestro trabajo, suplantando la durabilidad y la permanencia por la novedad y la innovación. En el fondo, los padres del Progreso, por más revolucionarios que pretendieron ser, se imaginaron una evolución lenta y sostenida. No previeron lo que sucedería cuando el ansiado Progreso se acelerara alcanzando velocidades imposibles de imaginar en los albores de la Revolución Industrial.

Distintas formas de trabajar

Los constructores de las pirámides, los artesanos del Medioevo, los artífices de las catedrales y los industriales de hasta antes de la Segunda Guerra Mundial producían cosas perdurables. Comparándolos con nuestra cultura de lo descartable, con nuestra aceptación del concepto del "úselo-y-tírelo", es evidente que tenían una visión estratégica distinta de la actual. Pero también trabajaban de otra forma.

Un Maestro carpintero medieval, cuando recibía el encargo de hacer una mesa o una silla, empezaba seleccionando la madera y terminaba puliendo y lustrando el mueble. Lo hacía todo él mismo, desde el principio hasta el fin, dejando a lo sumo ciertas operaciones secundarias en manos de algún aprendiz pero manteniendo siempre un control absoluto sobre la totalidad del proceso. Cuando, como en el caso de las grandes catedrales, la vida de una persona no alcanzaba para abarcar la totalidad de la obra, se encargaban de garantizar la continuidad instituciones tales como la Cofradía, el Gremio, la Corporación o la Orden. Este tipo de organización, con mayor o menor éxito, consiguió suplir al Maestro unipersonal pero, en todo caso y esto es lo importante, el enfoque cultural dominante era la identificación entre Obra y Artífice, construcción y constructor, el objeto y el artesano, aún cuando este artesano fuese un cuerpo corporativo. A veces, hasta de índole mágica o mística como lo fueron, por ejemplo, los sacerdotes egipcios y los bastante misteriosos Maestros Constructores de las catedrales góticas.

Toda esta concepción cambió con la Revolución Industrial que no sólo implicó la utilización de nuevas fuentes de energía como el vapor y el empleo de máquinas tales como los famosos telares de Manchester sino que cambió radicalmente la forma de trabajar y, muy especialmente, la relación de Poder entre los actores de la ecuación económico-social.

Dentro del marco de la Sociedad Tradicional, el Poder se hallaba decididamente en mano de los consumidores. Las cortes, el Vaticano, la nobleza en general, utilizaba a artesanos, artistas y constructores como a simples sirvientes calificados. En una corte era completamente natural que músicos, a quienes hoy consideramos verdaderos genios en su arte, comiesen en la cocina junto con el resto de la servidumbre y hasta resultasen empleados como pajes o mucamos durante gran parte del tiempo. Para los artesanos, comerciantes, prestamistas y productores, el sólo hecho de ser proveedor de la Casa Real constituía un privilegio que muchas veces se adquiría soportando que el Rey pagase sus cuentas cuando se le daba la (real) gana. Y la situación, por cierto, no fue mejor para los proveedores de la nobleza o el clero en general; incluso en rubros tan críticos como la provisión de armamentos o la financiación de grandes proyectos. En términos actuales diríamos que el cliente tenía el Poder, el cliente mandaba, el cliente pagaba y el cliente establecía las condiciones.

Para fines del Siglo XVIII la situación comenzó a cambiar. En 1776, Adam Smith, quien supiera ser profesor de filosofía moral el Glasgow, publicó su "Investigación de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones", un libro que desde entonces se ha convertido en un verdadero clásico. En esa obra aparecen unas cuantas ideas que más tarde contribuirían a dar forma al mundo industrial y a la primera fase de la sociedad de consumo.

Para Smith, el producto anual de cada nación está determinado por lo que se obtiene como producto directo del trabajo y lo que, con ese producto directo, se puede llegar a obtener de las demás naciones. El abastecimiento depende de la proporción que exista entre este producto total y la cantidad de consumidores, siendo que dicha proporción viene regulada por dos variables: (1) la eficiencia con que se trabaja y (2) la relación existente entre el número de personas productivas y las no productivas.

Según Smith, si la situación de las sociedades primitivas en las cuales el trabajo pertenecía íntegramente al trabajador se hubiera mantenido, el salario real hubiera ido creciendo a medida en que aumentaba la eficiencia productiva. En otras palabras: si el trabajador hubiese continuado recibiendo el producto íntegro de su trabajo, frente a un salario relativamente estable, o incluso creciente, los bienes y servicios se hubieran ido abaratando porque la correlación entre eficiencia y cantidad de trabajo es negativa: a mayor eficiencia, el mismo producto se logra con menos trabajo.

Que ello no resultó así se debe, siempre según este autor, a por lo menos dos factores: [A] la propiedad privada de los medios de producción (tierra, máquinas, instalaciones, etc.) y [B] la acumulación del capital. El trabajo no es, pues, ya la única medida del valor de los productos porque en su formación interviene, además, la ganancia del propietario de los medios de producción.

En la distribución de los productos, Adam Smith advertía una contraposición de intereses importante. Mientras que para los dueños de los medios de producción el objetivo es el de lograr el máximo de eficiencia con el mínimo de competencia ya que la ausencia de competencia permite maximizar los precios y, con ello, las ganancias; para los consumidores lo conveniente sería maximizar la competencia ya que ello obliga al empresario a sacrificar ganancias y, con ello, a bajar el nivel de precios.

El problema es que, mientras el trabajador consume de un modo prácticamente íntegro el salario que percibe por su trabajo, el capital acumula ganancias, crece, se expande y se concentra en un número cada vez más reducido de manos. Con ello se desvirtúa una de las variables de la ecuación (la competencia) y la relación de Poder entre los dueños de los medios de producción y los consumidores pasa a quedar muy fuertemente inclinada hacia el lado de los empresarios. Smith concluía señalando que, en el sistema mercantil, la producción y no el consumo es lo que termina siendo el fin y el objeto de la industria y el comercio. Ya no es el cliente el que manda, determina y dispone. Y efectivamente, desde fines del Siglo XVIII la situación comenzó a ser progresivamente inversa: el cliente, a lo sumo, pudo elegir entre lo que le ofrecían las grandes fábricas y, en no pocos casos, simplemente debió conformarse con lo que encontraba en el mercado.

Eso en cuanto a la relación de Poder. En cuanto a la forma de trabajar Adam Smith remarcó de un modo especial la gran tendencia hacia la eficientización del trabajo que comenzaba ya por aquella época. La gran innovación de los empresarios que surgieron con la Revolución Industrial fue la división del trabajo en operaciones especializadas y sencillas. La ventaja de esta técnica era, en primer lugar, un mejor aprovechamiento de la destreza del operario; en segundo lugar, un ahorro del tiempo que normalmente se pierde cuando se pasa de un tipo de trabajo al otro; y, en tercer lugar, la posibilidad de incorporar máquinas que se encargaran de operaciones parciales muy sencillas pero que aceleraban y uniformizaban el proceso. Ya no era un maestro artesano haciendo el trabajo desde el principio hasta el final. Ahora, la nueva forma de trabajar impulsaba un esquema diametralmente opuesto: varios operarios especializados, cada uno haciendo solamente una parte del proceso, con máquinas que tendían a garantizar un ritmo y una calidad uniformes.

La explosión capitalista

Este fue el modelo que suplantó progresivamente a la Sociedad Tradicional europea. En el proceso, quedaron por el camino no solamente los métodos de producción agrarios y artesanales del Medioevo sino también las estructuras sociopolíticas que los habían sostenido. La Revolución Francesa, ocurrida apenas 13 años después de la publicación de La riqueza de las Naciones, asestó un golpe mortal a la monarquía. Poco más de un siglo después sólo quedaban algunas monarquías decorativas en Europa y el mundo entero producía bienes y servicios según el esquema que acabamos de ver.

El lugar del planeta en dónde más se desarrolló el nuevo modelo fue en los Estados Unidos de América. Quizás porque, de un modo similar al del Japón de postguerra, pudo construirse sobre un terreno virgen, sin el lastre de antiguas instituciones y estructuras que actuaran de freno. Quizás porque, con el tamizado que implica todo proceso de emigración, fueron a parar al Nuevo Mundo personas que, de alguna forma, se hallaban favorablemente predispuestas a intentar llevar el modelo hasta sus últimas consecuencias. Quizás porque el nuevo Poder representado por el dinero acumulado y concentrado halló en el norte de América un vacío que pudo ocupar con relativa facilidad. Sea como fuere, lo cierto es que a partir de alrededor de 1820, cuando los norteamericanos comienzan a construir ferrocarriles, la actividad industrial y comercial norteamericana entra en un progresivo crescendo siguiendo los lineamientos expuestos por Adam Smith: división del trabajo, concentración del capital, competencia, eficiencia, espíritu de empresa y una producción más orientada hacia el volumen y las ganancias que hacia la calidad y la diversificación de los productos.

Aproximadamente un siglo más tarde, es precisamente de Norteamérica que surge el próximo impulso que habría de cambiar nuevamente tanto nuestra forma de trabajar como la relación de Poder aunque esto último afectaría ahora no a los actores de la producción dentro de una nación sino más bien a las relaciones de Poder de las naciones entre si. El hombre que produjo el primer impulso se llamó Henry Ford y su innovación fue la producción en serie o, más específicamente, la "línea" de producción.

El principio de la división del trabajo enunciada por Smith implicaba subdividir un proceso en una serie de operaciones tan sencillas que prácticamente cualquiera pudiese aprenderlas y, por lo tanto, ser eficiente en su desempeño laboral. En este esquema, sin embargo, el operario seguía manteniendo cierta iniciativa y cierta independencia personal. En una fábrica cualquiera, al final del día, el operario A podía llegar a armar 10 cabezales de máquina de coser menos que el operario B y no había muchas maneras de inducirlo a ser más rápido. Además, en muchas partes, el operario encargado de cualquier operación, por más sencilla que fuese, seguía siendo el encargado de organizarse, disponer su tarea, buscar las materias primas o las piezas semiterminadas y entregar su parte de la producción. Los supervisores y capataces, por más atentamente que vigilaran, no llegaban a controlarlo todo y tanto los tiempos como los costos de producción podían de esta forma ser sumamente diferentes de una fábrica a la otra y hasta de una sección a la otra. En muchos establecimientos de países poco o mal industrializados esta es la situación hasta hoy día.

La idea básica de Ford consistió en cambiar toda la "filosofía" de un puesto de trabajo. En lugar de llevar al operario hacia la operación inventó una forma de llevar la operación hacia el operario. Una línea de producción literalmente "empuja" al operario a realizar en el tiempo previsto las operaciones encomendadas que, por regla, son ahora aún más simples que las ideadas en el esquema smithsoniano. Quienquiera que haya visto alguna vez alguna de estas líneas a plena marcha no ha podido escapar a la impresión de ver a un montón de pequeñas hormigas dándole de comer a un monstruo insaciable.

La eficiencia que se podía exigir de un trabajo manual humano quedó así maximizada y el Poder que ello le otorgó a los Estados Unidos frente a las demás naciones quedó puesto en evidencia cuando el método resultó aplicado a la carrera armamentista y, más tarde, cuando los productos norteamericanos comenzaron a competir en el mercado internacional. Durante muchos años a los norteamericanos no hubo forma de batirlos: producían más, a menor costo y más rápido que la mayoría de los competidores. Los alemanes perdieron dos guerras mundiales hasta que terminaron de entenderlo.

Los rusos quisieron intentarlo de otra forma y terminaron chocando contra el muro de Berlin. Los japoneses lo entendieron mucho más rápido. Veloces e inteligentes como son, aprovecharon la tabla rasa dejada en su país por la Segunda Guerra Mundial para disponer su nuevo sistema productivo en un todo de acuerdo con este modelo y hasta consiguieron mejorarlo al cabo de algunas décadas explotando las posibilidades de la automatización y la robotización. El resto del mundo terminó simplemente copiando lo mejor que pudo y aceptando, por las buenas o por las malas, el liderazgo americano.

Eficiencia productiva y administrativa

Algún día quizás será considerado como una de las tantas ironías de la historia el hecho de que los norteamericanos llegasen a la cumbre de su gloria y poderío tan sólo para darse cuenta al día siguiente de que su base de Poder comenzaba a resquebrajarse. Cuando cayó el muro de Berlin todo fue festejos en el campamento capitalista y miles de intelectuales oficiosos vaticinaron el desarrollo de la sociedad de consumo hasta límites insospechados. Unos pocos años más tarde, ya fueron varios los que se dieron cuenta de que el muro había caído hacia ambos lados y que el progreso lineal de las tendencias de la producción masiva y la sociedad de consumo de los años ‘60 o ‘70 ya no podría mantenerse en una economía expandida a nivel planetario.

¿Qué había sucedido?. Nada extraordinario en realidad. Simplemente resultó ser que el sistema norteamericano demostró, en el largo plazo, no ser tan eficiente como se lo había supuesto durante décadas. Frente a las pujantes economías emergentes de Japón y el Asia llegó un momento en que, por comparación, hasta resultaba pesado, burocrático e ineficaz.

La razón de ello residió, no tanto en los métodos de producción sino en todo el aparato administrativo que el esquema smithsoniano exigía para encuadrar, dirigir y manejar la actividad. Los hombres de la Revolución Industrial habían conseguido revolucionar la forma de producir los bienes pero, en lo que al management se refiere, la burguesía industrial y capitalista de los siglos XVIII y XIX se había limitado a copiar - casi diríamos que a calcar - el sistema burocrático monárquico. Quizás porque era un sistema de probada eficacia que había permitido a los monarcas construir Imperios y gobernar los destinos de la humanidad por más de seis mil años. Quizás porque le permitía al propietario o administrador de una gran empresa ocupar una posición de Poder similar a la de un rey plebeyo; algo que siempre halagó el ego de cierta burguesía cuyo mayor móvil contra la nobleza no pasó nunca mucho más allá de la simple envidia.

La Revolución Industrial fue una revolución de ingenieros. En materia de dirección, estrategia y administración de las empresas, la burguesía comerciante e industrial de la época se limitó a implementar en el ámbito privado la estructura matricial y piramidal de la administración pública. Con ello, para parafrasear a Clausewitz, el capitalismo incipiente no fue sino una continuación de la monarquía por otros medios. Precisamente por eso, el empuje realmente revolucionario de 1789 halló su válvula de escape en el socialismo y el anarquismo, con las masas proletarias acusando a la burguesía de haber traicionado a la revolución. Algo que, por supuesto, la burgesía había hecho por los dos únicos móviles que siempre la impulsaron: dinero y Poder.

El transplante de la estructura burocrática del Estado monárquico al ámbito de la actividad privada terminó significando que, para cien trabajadores activos, la empresa norteamericana típica de los años ‘70 tenía por lo menos diez supervisores, un jefe de planta, un gerente general, un gerente comercial, un gerente administrativo, 15 empleados administrativos, un jefe de personal, 4 personas en el área de recursos humanos, 20 vendedores, 5 personas en compras, otras 5 en expedición y control, 10 personas en diseño y desarrollo y por lo menos ocho más en auditoría y control. Al final, para lograr que unas 100 personas trabajaran, se necesitaban entre 80 y 90 personas más para administrar ese trabajo.

Clientes, Competencia y Cambio

Hacia principios de los años ‘80 la actividad general de los países industrializados comenzó a salirse de los carriles convencionales por los que había transitado prácticamente desde fines del Siglo XVIII. Cuando Michael Hammer y James Champy, los creadores de la "reingeniería" de las corporaciones norteamericanas, analizaron el fenómeno, concluyeron que las empresas se hallaban bajo la influencia de tres poderosas fuerzas que llamaron "las tres C": Clientes, Competencia y Cambio.

Por un lado, la balanza del Poder volvió a inclinarse hacia los clientes. El consumidor promedio de la sociedad industrializada de hoy tiene muchas más opciones que las que brindaba la sociedad de consumo masivo de los años ‘60 y ‘70. Además, en los países industrializados, el consumidor se ha convertido, para muchos artículos, en un "repositor": ya tiene un automóvil; ya tiene una heladera, un televisor o un lavarropas. Eso significa que no tiene ya la ansiedad por "llegar" a dichos artículos de confort y, por lo tanto, se toma su tiempo para elegir, comparar precios y decidir cuando, qué y a quién comprar. Hace 15 o 20 años atrás el problema de las grandes empresas era la cantidad: la demanda superaba, por lo general, la capacidad de producción y los clientes estaban dispuestos a tolerar ciertas fallas de calidad y de atención al cliente con tal de obtener el artículo. Hoy el problema para las empresas es la calidad: retener al cliente que ya no se conforma con cualquier artículo porque tiene docenas de variantes para elegir y tampoco admite una atención deficiente porque siempre habrá alguien que lo atienda mejor.

Las reglas de la competencia han cambiado. Aún cuando los grandes monstruos tecnoindustriales y financieros se han volcado a una verdadera orgía de fusiones, adquisiciones y joint ventures para construir monopolios, la tecnología disponible ha permitido a muchos pequeños productores explotar lo que se conoce como los "nichos" del mercado. Necesidades muy puntuales o aspiraciones muy exquisitas están siendo cubiertas por empresas pequeñas y medianas, altamente tecnificadas, que no sólo no respetan mayormente las reglas de juego establecidas por las grandes corporaciones sino que hasta llegan a imponer reglas de juego diferentes obligando a las corporaciones a adaptarse.

Una empresa como Microsoft, surgida casi a partir de la nada, pudo obligar a un gigante como IBM a revisar todos sus conceptos. Por otra parte, se acabaron también los cotos de caza domésticos. Ford y General Motors ya no son las empresas automotrices por antonomasia. Tienen que competir, incluso dentro de Estados Unidos, con Honda, Mercedes Benz y Volvo. Japoneses, alemanes, franceses, taiwaneses, coreanos y suecos han declarado que el mundo entero es ahora su coto de caza. En un mercado globalizado, la riqueza de las naciones depende cada vez más de las diferencias cualitativas que la industria de un país pueda ofrecer al cliente de otro país. La estructura política de los Estados ha acusado este golpe y si antes la burguesía copió la estructura estatal para el management de las empresas, ahora se le está exigiendo que el Estado "privatizace" su estructura para copiar la dinámica que han adoptado las empresas.

Todo esto ha llevado al mundo entero a un estado de transformación permanente. El cambio ya no es una medida excepcional, sujeta a un profundo estudio y a una larga y cuidadosa preparación. Los que quieren sobrevivir tienen que cambiar porque las condiciones cambian, las reglas de juego cambian, el comportamiento de los clientes cambia, la tecnología cambia, el mundo entero cambia. Casi todos los días aparece alguien con un nuevo producto, o con una nueva forma de vender un producto, o con una forma novedosa de atender a los que compran, consumen o usan un producto. De nuevo el cliente manda, el cliente paga, el cliente elije y establece las condiciones de a quién, cuando, cómo y en qué condiciones comprará. Por supuesto, el Poder de este cliente no es absoluto. Pero está aumentando.

Por su parte, el trabajo es otra vez especializado. Para el trabajo estúpido están las líneas robotizadas. Las nuevas tecnologías ya no permiten subdividir los procesos que han quedado en manos humanas en operaciones tan simples que hasta un lelo pueda ejecutarlas y cada vez se habla más de operarios "polifuncionales" o "multifuncionales". En cierto sentido hemos recorrido un gran círculo y estamos otra vez en el Medioevo, sólo que esta vez el artesano es el técnico especializado que supervisa una línea robotizada o una operación computadorizada, y el Príncipe es el cliente que decide al menos buena parte de sus condiciones de compra.

Los grandes empresarios han debido bajarse de sus tronos o, por lo menos, están invirtiendo mucho dinero y esfuerzo en tratar de acomodar sus obsoletas estructuras administrativas y sus rápidamente obsolescentes estructuras productivas a las nuevas condiciones asegurándose de que el management y los departamentos de investigación y desarrollo dispongan de radares lo suficientemente sensibles como para detectar los cambios que se vienen. En otras palabras: la realidad ha obligado a las empresas a ocuparse del futuro.

Visión de futuro

La gran pregunta es: ¿Podía Adam Smith en 1776 prever todo esto?. En los albores de la Revolución Industrial ¿se hubiera podido abarcar el proceso que ha desembocado en la realidad actual?. Por asombroso que parezca la respuesta - al menos la respuesta teórica - es: sí.

Si se repasa un poco el pensamiento de Adam Smith se verá inmediatamente que todos - o casi todos - los factores determinantes están presentes: especialización funcional, relaciones internacionales, concentración del capital, papel del consumo, competencia, tecnología, eficiencia, mercados. Realmente infunde respeto la facultad intelectual de Smith si se dejan ideologismos de lado y se valora como es debido su capacidad de análisis. Casi con sólo pensar cada una de sus ideas hasta el final probablemente hubiera llegado a escenarios muy similares a los que hoy vemos en todas partes. ¿Por qué no lo hizo?

Parte de la respuesta es la materia del próximo capítulo y se verá cuando hablemos de los paradigmas. Pero, aparte de ello, ya aquí podemos decir que no lo hizo porque nadie en su época lo hubiera imaginado. El mundo actual no estaba dentro del espectro de los mundos que imaginaban los hombres de la Revolución Industrial. El Progreso de los hombres del Siglo XVIII estaba pensado en términos lineales y prácticamente unívocos: se suponía que la humanidad caminaría en una línea más o menos recta hacia estados de progresivo perfeccionamiento, del mismo modo en que, partiendo de un muy idealizado "estado primitivo" o "estado natural", había llegado a la vida civilizada. Y si Rousseau sentaba la tesis de que la civilización corrompía al "noble salvaje" (algo a lo cual Voltaire contestó diciendo que la filosofía de Rousseau constituía el mejor intento de volver a poner al Hombre en cuatro patas), pues la opinión general de los intelectuales era la de que el propio Progreso - principalmente a través de la Educación - hallaría progresivamente la forma de corregir el defecto. Adam Smith no se ocupó del futuro por la sencilla razón de que lo daba por establecido.

Para los intelectuales del "Siglo de las Luces" el futuro aparecía como la concreción de un destino. Para los creyentes - y muchos de los librepensadores, en el fondo, lo eran - ese destino no era sino un designio señalado por Dios. Para los no creyentes era una especie de "Freiheit im Kreis des Zwanges" o libertad dentro del círculo de la necesidad regida por el determinismo de las leyes naturales. Que el "Progreso", aún dentro del marco de las leyes naturales, podría ser un proceso de múltiples resultados finales, todos dependientes de una secuencia de decisiones recíprocamente condicionantes, fue una hipótesis que no aparece por ningún lado en la cultura enciclopedista del Siglo XVIII. El Progreso se encargaría de guiarnos al futuro, y del futuro se encargaría el Destino, Dios, las leyes naturales o el simple azar.

Adam Smith no "vió" nuestro presente porque su hipótesis de trabajo era la de un futuro. A nadie en su época se le ocurrió pensar que siempre hay varios futuros posibles que vamos simultáneamente construyendo y descartando a medida que transitamos la parte del tiempo que nos toca vivir. En aquellos años nadie elaboró una teoría del cambio. Es más: en realidad, seguimos sin tenerla.

Los "change drivers" o impulsores del cambio

Está muy bien que nos hayamos por fin dado cuenta de que el cambio es una de las poderosas fuerzas que impulsan gran parte de nuestra actividad. La teoría de las "Tres C" - Clientes, Competencia y Cambio - ha servido ciertamente para poner al desnudo el tremendo atraso que tienen nuestras estructuras de management comparadas con la evolución tecnológica y socioeconómica. Han servido para darnos cuenta de que así como antes la actividad privada copió la estructura administrativa pública para manejar empresas, ahora se le pide al Estado que copie la estructura administrativa de las empresas privadas exitosas para manejar los asuntos públicos. Más aún, hasta se le está pidiendo al Estado que deje en manos de estas empresas privadas exitosas lo que la burocracia pública - debido a la obsolescencia del management estatal- no sabe manejar con eficiencia.

Y se nos dice que lo que caracteriza a las empresas privadas exitosas es justamente su capacidad de adaptación a las nuevas condiciones impuestas por las "tres C": mejor atención al cliente, mejor capacidad competitiva y mejor adaptabilidad al cambio. Sin embargo, si se la analiza a fondo, la fórmula no hace sino repetir tres veces lo mismo. En última instancia, la tercer "C" resume e integra a las dos anteriores. Porque el problema es que la actitud de los clientes ha cambiado otorgándole mayor Poder al consumo y las condiciones de competencia también han cambiado merced a la globalización de la economía. Por lo que la pregunta específica sería: ¿qué es el cambio?. Y como la respuesta a esta pregunta es necesariamente tautológica (el cambio es variación) lo que realmente interesaría determinar serían los factores que engendran, determinan e impulsan el cambio.

No es demasiado difícil aislar buena parte de estos factores. Si repasamos la Historia de nuestra evolución socioeconómica de Adam Smith hasta nuestros días podemos apuntar ya unos cuantos. Estructurando esos y otros factores en conceptos homogéneos terminaremos obteniendo tres grandes categorías: la Evolución, el Trabajo y la Voluntad de Poder.

El cambio subyacente

Después de Darwin sabemos que el mundo no ha sido siempre tal como lo conocemos hoy. Los caballos que hoy montamos no existían hace cinco millones de años; hubo una época con dinosaurios y otra con mamuts y ambas especies han desaparecido. Los jazmines de nuestro jardín, hace quinientos mil años, seguramente tenían un aspecto distinto. Ni siquiera los continentes tuvieron siempre la misma forma, el mismo relieve o la misma orografía que hoy conocemos.

Más allá de los cambios por erosión, desgaste o fuerzas telúricas que afectan a la materia inerte, es un hecho que todo lo vivo cambia. Y esto aún a pesar de que, por todo lo que sabemos y según hemos visto, la materia prima de la cuan está hecho nuestro universo - los elementos de la Tabla de Mendeleiev - ha permanecido siendo la misma durante todo el tiempo.

De hecho, nosotros mismos, los seres humanos somos el producto de un largo proceso de cambio. Un Hombre de Cromagnon, bien vestido y afeitado, quizás podría pasar desapercibido en cualquiera de nuestras ciudades. Un hombre de Neanderthal posiblemente ya llamaría la atención en al menos ciertos círculos. Un australopitécido sería poco menos que un personaje para una película de horror. A un lemúrido lo llevaríamos, sin dudar un instante, al zoológico. Y, sin embargo, todos esos personajes son nuestros antepasados más o menos directos. Nosotros mismos hemos ido cambiando. No siempre fuimos como somos ahora y, casi con total seguridad, nuestros descendientes dentro de los próximos dos millones de años no serán iguales a nosotros en muchas cosas.

Llevamos el cambio dentro de nosotros mismos. Está en nuestras células, en nuestros órganos, en nuestro código genético, en la substancia básica misma de nuestro ser. En el colegio nos enseñan que todos los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Para la gran media promedio estadística esto es aproximadamente cierto dentro de un contexto uniforme y sin sobresaltos. Pero Madre Natura tiene sus caprichos. A veces produce algo que no conocemos muy bien pero que llamamos mutación y el ser que nace con ella salta a uno de los extremos de la curva de distribución normal de los caracteres de la especie. Luego viene el proceso de prueba. Si la mutación favorece la supervivencia, la teoría de Darwin nos dice que tenderá a multiplicarse y a reproducirse con mayor frecuencia. Si la desfavorece, sus portadores tarde o temprano sucumbirán. Si resulta indiferente o demasiado débil, la mutación se irá diluyendo en una tendencia que los genetistas llaman la regresión a la media. Pero bastará tan sólo una pequeña correlación entre progenitores portadores de la mutación y su descendencia para que, con el correr de las generaciones, se produzcan importantes cambios en la especie.

¿Qué es la mutación?. No lo sabemos. Conocemos su mecanismo aproximadamente en términos de alteración del código genético. Conocemos algunas circunstancias que la producen: radiaciones, algunas otras causas y eso es todo. Lo demás es literatura especulativa. Podemos ver en ella un azar, un destino o un designio divino. Cada uno es libre de imaginar lo que desee. Darwin sólo nos ha descripto - en parte - lo que pasa después.

El cambio deliberado

En lo que a los seres humanos se refiere, lo que sucede después es que somos los animales que más modificamos nuestro medio. Desde hace dos millones y medio de años que no nos conformamos con el habitat que la naturaleza nos ha obsequiado y tampoco nos conformamos solamente con adaptarnos a él. Desde que aprendimos a usar herramientas, quizás algo así como cincuenta o cien mil años atrás, hemos insistido en adaptar ese medio a nuestras necesidades, deseos y caprichos. En otras palabras: trabajamos.

En nuestras sociedades contemporáneas, quizás debido a esa monotonía aplastante que produjo la división del trabajo en operaciones simples, nos hemos olvidado de la enorme cantidad de elementos que componen el trabajo humano. Aún cuando muchos han terminado considerándolo una especie de mal necesario para sobrevivir, la verdad es que invertimos lo mejor que tenemos en nuestro trabajo. En realidad, si descontamos las horas de sueño, viaje y comidas; invertimos más tiempo y esfuerzo en nuestros trabajos que en todo el resto de nuestras actividades.

En nuestro trabajo ponemos nuestras aptitudes, nuestras destrezas y nuestro talento. En no pocos casos el trabajo se lleva nuestra creatividad, nuestra inventiva, nuestras mejores ideas. Siempre requiere nuestra inteligencia, sea cual fuere la cantidad que poseamos de ella. Demanda nuestra capacidad de lucha; nos hace competir, discutir, pelear por una oportunidad. Nos exige nuestro saber, nuestros conocimientos, lo que hemos aprendido, investigado o descubierto. Nos obliga a organizarnos, coordinarnos y complementarnos. El trabajo es, en pocas palabras, nuestro modo de vida por excelencia; no importa ahora si lo concebimos como una producción de tornillos, un llenar formularios, llevar una contabilidad, construir un dique, pintar un cuadro, escribir un libro o predicar a las masas. El trabajo es todo lo que ponemos en el universo que nos rodea y que la naturaleza no nos ofrece en forma gratuita.

Es un gran tirano, es cierto. Pero gracias a él obtenemos la enorme mayoría de todo lo que tenemos. Cubre nuestras necesidades. El trabajo de los médicos cura nuestras enfermedades. El de los maestros nuestra ignorancia. El trabajo de los artistas llena nuestros vacíos espirituales. Viajamos en automóvil gracias al trabajo de los mecánicos, los metalúrgicos, los petroleros y los constructores de caminos. El trabajo nos da nuestras posibilidades y son estas posibilidades las que nos dan nuestra libertad real, más allá de la meramente declamada en simples declaraciones de principios o fórmulas legales.

Lo que a Adam Smith le faltó desarrollar fue justamente la enorme gama de nuevas posibilidades que se abriría a cada vez más gente gracias a un trabajo más eficiente, más vasto, más diversificado y mejor organizado. Supuso de algún modo que todo se resumiría a fabricar lo ya existente. No es un reproche. Toda su época no se dio cuenta de que el trabajo tiene la propiedad de crear más trabajo. Porque el trabajo crea nuevas oportunidades y los seres humanos, al aprovecharlas, crean el cambio que lleva a nuevos trabajos y a nuevas formas de trabajar.

La Voluntad de Poder

Hemos intentado explicar todos estos fenómenos de muchas maneras: desde quienes creyeron que se trataba sólo de automatismos encadenados mediante relaciones físicas de causa-efecto hasta quienes le adjudicaron al Hombre la misión trascendental de completar en cierta forma la Creación divina primigenia. Después de todas las especulaciones filosóficas lo único concreto y demostrado es que la vida misma es cambio y que no se deja embretar en esquemas inalterables.

Hay una componente propia a todo lo viviente, que se expresa quizás con la mayor amplitud en el ser humano y que ha recibido distintos nombres: elan vital, energía, potencia, fuerza, vitalidad, vigor, dinamismo. Explicamos el cambio biológico y el cambio ambiental mediante la lucha por la supervivencia y el trabajo, pero nos sigue faltando la razón por la cual luchamos y por la cual trabajamos. Realmente: ¿por qué luchamos por sobrevivir; por qué trabajamos para modificar nuestro habitat?. ¿Por qué no nos conformamos simple y sencillamente con nuestro destino y con el mundo tal cual lo hemos encontrado al nacer?. Nietzsche consiguió definir una respuesta como la necesidad inmanente de todo organismo vivo de acumular y desplegar, al máximo posible, esa componente de vigor, fuerza o vitalidad: "La voluntad para una acumulación de fuerza es específica para el fenómeno de la vida, para la nutrición, reproducción, herencia - para la sociedad, el Estado, las costumbres, la autoridad (...) No sólo constancia de la energía sino máxima economía en su consumo, de modo tal que el querer-ser-más-fuerte por parte de cada centro de fuerza es la única realidad; no la autoconservación sino la voluntad de apropiación, enseñorearse, ser más, ser más fuerte."

Una visión exageradamente sensualista ha tratado de fundamentar los cambios producidos por el ser humano en una ecuación de placer y desplacer. La búsqueda de la "felicidad", tal como fue entendida en el Siglo XVIII y aparece por ejemplo en la Constitución de los Estados Unidos, estaría así básicamente sustentada en un concepto de placer. Esto nos ha llevado ciertamente a construir una sociedad hedonista pero, a su vez, el hedonismo ha actuado como una venda impidiéndonos ver la tremenda lucha por el Poder subyacente. De hecho, el placer es solamente un fenómeno periférico: la lucha no es por el Placer, es por el Poder; y el placer aparece cuando se ha alcanzado el objetivo. El placer no provoca, sólo acompaña, el despliegue de vitalidad y no es ninguna casualidad que el grado máximo del placer, lo que conocemos como éxtasis, lo percibamos simultáneamente como una sensación máxima de Poder.

Nuestra actividad no se halla dirigida, en realidad, hacia la "conservación" de la especie. Si ése fuese de verdad nuestro objetivo, jamás hubiésemos salido de las cavernas. Lo que se conserva no cambia. Nuestro impulso instintivo más básico es una Voluntad de Poder que nos empuja a conquistar, consolidar y expandir nuestras posibilidades; a hacer más, a ser más, a tener más. El impulso más fuerte de todo ser vivo es hacia el aumento de sus facultades y energías. Si se lo observa detenidamente se hace claro que está mucho menos preocupado por mantener que por desplegar y aumentar su potencialidad, a tal punto que la conservación es sólo el resultado de actividades en las cuales el ser ha puesto muchas veces toda su fuerza. El poder-ser y el poder-hacer es lo que realmente nos mueve. El placer es solamente una consecuencia bienvenida.

La resistencia a entender el cambio como una consecuencia de la Voluntad de Poder tiene sus raíces sociopsicológicas y nace de suponer que la masa, el público, los clientes, constituyen el motor del cambio. Ya hoy muchos gurúes del cambio han tenido que reconocer que, lo que el cliente quiere, lo que el cliente dice que quiere y lo que el cliente realmente necesita son con frecuencia tres cosas muy distintas. Muy pocas veces una encuesta de opinión masiva revela de un modo claro y preciso una voluntad definida de cambio formulada en términos concretos. La visión de cambio que tienen las masas es, por regla, genérica, difusa, nebulosa. Más una cuestión de "nos gustaría que" que una cuestión de "queremos que".

Esto es así porque la multitud no concibe el "salto cualitativo", la mutación, la creación revolucionaria, la excepción intrusiva que ataca a la monotonía cotidiana y produce el cambio. El instinto de la masa percibe las medias-promedio estadísticas como objetivos deseables por la sencilla razón de que en estas categorías se halla a si misma, se siente cómoda en un ambiente de igualdades y piensa que el número, la fuerza de la mayoría, es la llave que abre la puerta de todas las posibilidades. Si aún así surgen situaciones irritantes o incómodas, el recurso tradicional de las masas ha sido siempre la búsqueda de culpas: ya sea dentro del individuo mismo - como en la doctrina del pecado original - o bien en "el resto" minoritario de la sociedad - como en las doctrinas socialistas y anarquistas. Ha sido siempre uno de nuestros recursos favoritos el creer que podríamos soportar mejor nuestras miserias si hallábamos a alguien a quien echarle la culpa.

Además, el otro recurso de las grandes mayorías ha sido la domesticación de las excepciones. En realidad, la masa odia lo excepcional y, por lo tanto, rechaza enérgicamente toda gran concentración de Poder. La antigua democracia griega enviaba a sus hombres excepcionales al ostracismo. Las democracias actuales presionan a quienes son más fuertes, más hábiles, más sabios, más creativos, más poderosos o más inteligentes, a adoptar el papel de guardianes, custodios, defensores o protectores de la sociedad. Por ello es que todas las grandes guerras contemporáneas fueron libradas en nombre de la paz y aún hoy los grandes enfrentamientos de Poder se dirimen en nombre de los Derechos Humanos, la igualdad de oportunidades o la lucha contra el hambre y la miseria.

Nuestro miedo al Poder es solamente comparable a lo que Erich Fromm nos señalaba como nuestro miedo a la libertad. En algún momento del próximo siglo deberemos convencernos de que tenemos que perderle el miedo al Poder de la misma manera en que no debemos tenerle miedo a la libertad. Con este miedo solamente hemos conseguido crear la ilusión de que el Poder le es inherente a la mayoría y que la acción de la minoría restante debe limitarse a recibir ese Poder en forma delegada para utilizarlo en la defensa de las mayorías. La ilusión que se crea de este modo es la de un estado de cosas en el cual el Poder es esencialmente pluripersonal y la comprensión de los procesos de cambio se diluye en un intento de captar las tendencias a largo plazo de las mayorías.

La realidad opera, sin embargo, de un modo completamente diferente: como lo señaló Noam Chomsky, poderosas minorías utilizan grandes recursos de Poder para "fabricar" modas, tendencias y consensos que la multitud adopta luego, posibilitando así los procesos de cambio impulsados desde las centrales de un Poder altamente concentrado.

El cambio entendido como una tendencia de la voluntad-promedio masiva es sólo una ficción intelectual. La verdadera creatividad no ha sido jamás patrimonio de las masas. No hay una sola gran obra creativa que haya sido concebida por una multitud anónima. El populacho de París fue el objeto, no el sujeto, de la Revolución Francesa. La verdadera fuerza impulsora de 1789 fue una burguesía con vocación y voluntad de Poder. Por otra parte, los grandes líderes y conductores han sacrificado masas en un número por lo menos tan grande de oportunidades como las veces en que las han defendido. Las mayorías decisivas son un invento de los intelectuales y en innumerables casos sólo han servido para hacer aquello que los realmente poderosos no se atrevían o no podían hacer en forma personal.

Porque la Voluntad de Poder es siempre personal-individual. La vitalidad de un individuo biológico tiende siempre a ocupar todo el territorio y a agotar todas las posibilidades que se hallan a su alcance. Eso es lo que precisamente establece el principio de la lucha por la supervivencia dentro de la Naturaleza puesto que dicha intención choca indefectiblemente contra la vitalidad de otros individuos que tienen exactamente las mismas intenciones. Esta lucha puede terminar solamente de dos maneras: o bien como una relación de vencedor y vencidos (una relación dirigente-dirigidos no es sino una versión civilizada de lo mismo), o bien como una relación de alianzas en la cual Poderes que no pueden aniquilarse o sojuzgarse terminan conspirando conjuntamente para la obtención del Poder o de más Poder.

Las leyes naturales, en la medida en que tratan de explicar cambios, no son sino fórmulas que expresan relaciones de Poder. La gran constante de la Naturaleza es la lucha. El trabajo es el arma con la cual el Hombre intenta dominar su medioambiente y su entorno. El "Contrato Social", en la medida en que es viable en absoluto, sólo reglamenta pero no elimina la lucha impulsada por la Voluntad de Poder. Esta confrontación es la que determina la transformación porque la Voluntad de Poder - como toda voluntad - sólo puede manifestarse a través de las resistencias que encuentra a su paso y, por lo tanto, buscará siempre aquello que se le opone creando así su propia dialéctica del cambio.