Capítulo IX: La conducción del cambio

Los "error drivers" o propulsores del error

Aún cuando podemos tener una relativa comprensión de los procesos de cambio, seguimos sintiéndonos muy inseguros en lo que al futuro se refiere porque una visión retrospectiva de las decisiones que hemos tomado durante las últimas décadas revela que cometemos errores con demasiada frecuencia.

Nuestros escenarios son solamente aproximaciones a lo posible o alternativas previstas de riesgos calculados. Y en no pocas oportunidades la realidad nos muestra que las probabilidades estaban mal evaluadas, lo posible no estaba completamente integrado y los riesgos se hallaban mal calculados. En otras palabras: todavía nos equivocamos demasiado respecto del futuro.

Métodos de acierto y de error

Es indiscutible que la complejidad del problema es grande. Los riesgos que enfrenta nuestra civilización son múltiples. Quien hoy relea el trabajo que realizaron Kahn y Wiener en 1967 y que luego se publicó en forma de libro bajo el título "El Año 2000", quizás se sientan tentados a ser algo injustos con estos autores por el hecho de que ahora, en las inmediaciones del tercer milenio, las perspectivas se ven de un modo bastante diferente a cómo se veían o anunciaban hacia fines de los ‘60. El hecho es que el mérito de aquella obra reside en que mostró, quizás por primera vez, cómo puede llegar a ser enfocada la tarea de "administrar" o "manejar" el futuro, tanto mediante la utilización de las herramientas que se han ido desarrollando desde la segunda mitad del Siglo XX como mediante la aplicación de reglas, métodos y procedimientos prácticos ajustados - o, por lo menos ajustables - a la realidad como son el razonamiento por escenarios, el análisis de riesgos y la conducción del cambio.

Siguiendo de una forma más o menos libre a Kahn y Wiener, podemos establecer que tenemos - por lo menos - diez formas corrientes y frecuentes de equivocarnos respecto del futuro. Concretamente, podemos tener:

1)- Criterios demasiado estrechos que impiden abarcar la totalidad - o al menos la mayor parte - de los factores concurrentes a un problema o cuestión.

2)- Tendencia a tomar decisiones en los puntos inadecuados de una estructura o un proceso, con lo que no solamente no resolvemos algún problema sino que hasta podemos llegar a crear nuevos problemas innecesariamente.

3)- Una forma de pensar, un mecanismo mental inadecuado que nos impide "ver" o "plantear" determinada cuestión de una manera adecuada, con lo que arribamos a la situación clásica de obtener respuestas equivocadas por haber hecho las preguntas equivocadas.

4)- Mala suerte por la aparición de problemas absolutamente nuevos o problemas cuya existencia ignorábamos por completo.

5)- Mala suerte por la materialización de eventos cuya probabilidad habíamos calculado como muy baja y que, no obstante, se produjeron igual.

6)- Cambio en las "reglas de juego" fundamentalmente porque las personas involucradas, en función de las cuales habíamos realizado nuestra evaluación y nuestras previsiones, cambian o resultan súbitamente reemplazadas por otras que proceden según criterios diferentes y con comportamientos distintos.

7)- Una representación estructural incorrecta de las cuestiones a raíz de la cual suponemos relaciones e interdependencias que no existen o se hallan dispuestas de un modo distinto a como nos las hemos representado.

8)- Una escala de prioridades incorrecta a raíz de la cual no tenemos en claro los "antes" y los "después"; los objetivos "de mínima" y los "de máxima"; lo imprescindible y lo accesorio.

9)- Una excesiva confianza o, a la inversa, una excesiva inseguridad en lo referente a nuestra capacidad de prever el futuro lo que produce una actitud excesivamente temeraria o excesivamente pusilánime.

10)- Una ambición excesiva o, a la inversa, demasiado mezquina en la fijación de objetivos lo que conduce, ya sea a emprendimientos demasiado pretenciosos habida cuenta de los recursos disponibles, o bien a emprendimientos demasiado miopes que no alcanzan a resolver el problema planteado.

Así como podemos aislar al menos diez formas frecuentes de equivocarnos, también podríamos hacer el listado inverso - por supuesto que no exhaustivo - de diez formas de evitar por lo menos las equivocaciones más obvias. En concreto, para modelar escenarios más ajustados a la realidad, percibir mejor nuestros riesgos y comprender mejor los procesos de cambio podemos:

1)- Aumentar nuestra amplitud imaginativa y mejorar la perspectiva de nuestra forma de considerar los problemas, para lo cual es imprescindible deshacerse de conclusiones preconcebidas y colocarse en una posición intelectualmente elástica, abierta y honesta.

2)- Definir adecuadamente los puntos que hacen a la cuestión, para lo cual es necesario designarlos con denominaciones claras, ubicarlos en el contexto de la estructura a la que pertenecen, describirlos en detalle con la mayor precisión posible y analizarlos desde varios ángulos dentro del marco de una discusión positiva.

3)- Diseñar alternativas como método de previsión pero también como método de investigación no mezquinando el tiempo y el esfuerzo invertido en el desarrollo de esquemas y metodologías basados en la respuesta a preguntas al estilo de "¿qué pasaría si...?", "¿qué haríamos en caso de..?" y "¿no podríamos .... en lugar de ...."?.

4)- Reducir cuestiones extremadamente complejas a términos manejables mediante una "conceptualización" del fenómeno, o sea: formulando conceptos abstractos genéricos pero que cumplan con la condición de ser claros (es decir: unívocos y fácilmente comprensibles), realistas (es decir: basados en datos ciertos y, dentro de lo posible, verificables), válidos (es decir: homogéneos con la esencia de la cuestión y carentes de analogías forzadas) y estructurados (es decir: bien relacionados tanto en cuanto a la síntesis del fenómeno al que se refieren como en cuanto al resto de los conceptos empleados en forma conexa).

5)- Mejorar la intercomunicación intelectual entre personas de distinta especialización profesional y distintas actitudes básicas poniendo énfasis tanto en la adecuada exposición de los criterios propios como en la adecuada comprensión de los criterios ajenos. En última instancia esto no es sino una forma algo complicada de afirmar que debemos volver a aprender a saber hablar y a saber escuchar, evitando los verdaderos diálogos entre sordos que con tanta frecuencia se dan en la actualidad dentro de los cuerpos colegiados.

6)- Mejorar nuestras herramientas de monitoreo de la realidad y nuestras técnicas para detectar, aislar y vigilar las variables relevantes de un proceso. Complementariamente, mejorar también nuestras técnicas para la investigación de tendencias, para la aislación de patrones de comportamiento, para el cálculo de probabilidades, la construcción de modelos o escenarios y para la realización de análisis estadísticos en general.

7)- Diseñar planes de acción concisos, concretos y coherentes en los que estén explicitados con claridad no solamente las acciones sino también las consecuencias previstas. Esto permite no sólo desarrollar la acción de acuerdo con las especificaciones establecidas sino, además, ir verificando las consecuencias originalmente esperadas para determinar en qué medida la acción se ajusta - o no - a lo originariamente planificado.

8)- En la selección de proyectos, priorizar aquellos en los que se hayan previsto métodos de toma de decisiones que permitan el máximo de flexibilidad dentro del marco de esquemas "abiertos" y ágiles. Las estructuras creadas para concretar un proyecto deben ser flexibles (capaces de adaptarse a condiciones cambiantes), "abiertas" (atentas y dispuestas a aceptar los cambios) y ágiles (capaces de responder rápidamente a nuevos estímulos).

9)- Diseñar estructuras administrativas dispuestas al cambio. Las normas burocráticas en cuanto al "quién, qué, cómo, cuando y dónde" de los procedimientos rutinarios deben ser los suficientemente amplias y carentes de ambigüedades como para dar seguridad en el funcionamiento del aparato administrativo, pero deben incluir también mecanismos capaces de manejar las situaciones imprevistas así como procedimientos que garanticen su modificación ante cambios internos o externos. Más que estructuras administrativas con alternativas previstas es necesario diseñar administraciones dotándolas de normas, métodos y procedimientos que las hagan capaces de elaborar alternativas ante situaciones imprevistas.

10)- Planificar y conducir centralizadamente. Ejecutar y administrar descentralizadamente. Garantizar un flujo y un reflujo ordenado y constante de la información y las comunicaciones que permita (A) una determinación central, clara, concisa y compacta de los objetivos fundamentales, (B) una discusión amplia y descentralizada de los proyectos, (C) una toma centralizada, homogénea y coherente de las decisiones y (D) una ejecución coordinada y descentralizada de las actividades.

Estos puntos, obviamente, ni son un recetario, ni pretenden ser exhaustivos. Son simplemente guías orientadoras que nos permiten juzgar nuestros actuales métodos, rutinas, objetivos y prioridades con criterios razonablemente fundamentados. Revisar íntegramente las reglas de nuestro pensamiento, las normas que condicionan nuestras reacciones, las ideas que aceptamos como postulados, las reglas que hemos asumido como firmes, sólidas e inamovibles, no es por cierto tarea fácil. En este sentido, los puntos indicados expresan nada más que una serie de buenos consejos, no precisamente fáciles de seguir, y, en cierto modo, constituyen una especie de tautología; como si se dijera que para no equivocarse lo que hay que hacer es no cometer errores. De hecho, nadie, por lo general, comete errores ex profeso. Si aún tratando de evitarlos terminamos cometiéndolos igual es porque, por alguna razón, no los "vemos" o mejor dicho: no los pre-vemos.

Salir de la caja

En la introducción señalábamos que nuestras vidas son, en gran parte, como cajas dentro de cajas. Costumbres, reglas, normas, culturas, prácticas, leyes, obligaciones, doctrinas, ideologías, dogmas, postulados, estructuras sociales, tecnologías, ciencias, religiones, idiomas, mitos y un buen número de elementos más constituyen todo un andamiaje de "contenedores" de nuestro pensamiento y nuestras acciones. Dentro de la "caja" Cultura ponemos habitualmente una serie de elementos. Dentro de la caja "Ley" nos hemos acostumbrado a poner y a encontrar otra serie de elementos. Por un lado, esa estructura de recipientes conceptuales nos es útil: permite ordenar nuestros razonamientos y movernos con cierta sensación de seguridad al encontrar múltiples puntos de apoyo. Pero, por el otro lado, el andar constantemente hurgando en cajas preconcebidas nos impide ver toda la realidad que puede muy bien estar por completo fuera de nuestros esquemas mentales.

El fenómeno se percibe y se comprende cuando, de pronto, un gran cambio nos toma completamente por sorpresa. Alguien, en alguna parte, se ha atrevido a salir de la caja, abandonó el esquema usual, ejercerió su Voluntad de Poder y actuó sobre la realidad mediante algún comportamiento no previsto. Y el hecho nos cae como llovido del cielo. El fenómeno, a veces, puede suceder bajo nuestras propias narices y sólo después, cuando el proceso se ha completado, nos reprochamos el no haber "visto" en su momento las posibilidades que estaban allí, delante de nuestros propios ojos. La verdad es que no las vimos porque la caja en la que tan cómodamente vivíamos nos cerraba el horizonte.

Quien crea que esto solamente le sucede al hombre de la calle y no a los grandes genios del Progreso se equivoca. Le ha sucedido a políticos famosos, a científicos de renombre y hasta a grandes corporaciones. Hubo un científico en la Academia de Ciencias de Francia que rechazó en su momento la existencia de meteoritos con el argumento de que "no pueden caer piedras del cielo por la sencilla razón de que en el cielo no hay piedras". Edison alguna vez pensó que el fonógrafo de su invención serviría primariamente para que ciertos caballeros en su lecho de muerte pudiesen grabar sus últimos deseos. Thomas J. Watson, el fundador de IBM llegó a afirmar que la demanda total de computadoras no superaría nunca la cifra de unas cincuenta máquinas. Y, en este sentido, IBM heredó una verdadera tradición de miopía que la llevó a despreciar las PC, aún a pesar de haber sido la firma que estableció el standard para gran parte del segmento de las computadoras personales. La explosión de las computadoras personales sucedió en pocos años literalmente bajo las propias barbas de la Big Blue sin que sus ejecutivos percibiesen las posibilidades que encerraba.

La regla que parece desprenderse de estos ejemplos y de miles de otros que podrían citarse es que la condición fundamental para prever el futuro es atreverse a hacer lo que los norteamericanos llaman to think out of the box; literalmente: "pensar fuera de la caja". Vale decir: saltar fuera de las limitaciones que constriñen nuestro ángulo visual y subir a un nivel superior que permita abarcar una porción mayor del horizonte.

Por supuesto, esto también no es sino un bello consejo. Fácil de decir y nada fácil de seguir. Nuestras "cajas" están repletas de cerrojos que dificultan su apertura.

Los paradigmas

En infinidad de ocasiones emitimos cierta opinión o realizamos una actividad de cierta manera simple y sencillamente porque "siempre fue así", porque "todo el mundo lo hace así o piensa así" o porque "ésta es la manera correcta". En buena medida la actitud es positiva porque la capacidad de utilizar experiencia previa y ajena es una de las más potentes herramientas de las que dispone el Hombre. Es lo que, en términos prácticos, nos libera de la necesidad de reinventar la rueda todos los días.

Sin embargo, en muchas oportunidades esta predisposición a aceptar las reglas establecidas es lo que nos impide hallar soluciones nuevas a problemas nuevos y hasta a prever la aparición de esos nuevos problemas que requerirán nuevas formas de resolución. Un fuerte vínculo con nuestra tradición nos permite comprender el sentido de nuestros actos y pensamientos, desde el punto de vista de su procedencia y su historia. Pero nos dice muy poco en cuanto a las consecuencias de nuestras opiniones o actos, más allá de ciertos razonamientos por analogía que, por desgracia, resultan demasiado permeables a toda una serie de errores. Una tradición cultural nos permite tomar conciencia de nuestra identidad; nos aclara quienes somos y por qué somos lo que somos. Pero no nos orienta demasiado acerca de cómo seremos ya que eso depende en gran medida de la forma y el modo en que tomemos decisiones en el ejercicio de nuestra Voluntad de Poder.

Este anquilosamiento mental en esquemas establecidos es lo que detectó Joel Baker y de él se deriva la teoría de los paradigmas. Un paradigma es un "método establecido". La palabra proviene del ámbito de la gramática y se relaciona con las normas que regulan, por ejemplo, la conjugación de los verbos. El paradigma nos ejemplifica como "se dice" algo que se quiere expresar; por extensión y analogía nos impone un "se dice así", o un "se hace así". La persona que ha internalizado completamente un paradigma ya ni percibe que bien podría decirse lo mismo de otra manera o que hasta podría decirse otra cosa para expresar mejor lo que se quiere transmitir. Esto nos sucede todos los días cuando utilizamos un idioma: en realidad pensamos en ese idioma y son los paradigmas del idioma los que condicionan nuestra forma de encadenar pensamientos. A veces, tan sólo pensar la misma cuestión en otro idioma basta para que surjan diferencias notables, como lo saben todos los traductores que alguna vez hayan tenido que lidiar con textos filosóficos u obras de real envergadura intelectual y artística.

Cada vez que nos enfrentamos a un problema, lo primero que tratamos de hacer es de resolverlo mediante alguno de estos "métodos establecidos". Si lo logramos, lo damos por resuelto y muchas veces ni nos damos cuenta de que puede estar mal resuelto. Si no lo logramos nos sentimos, por lo general, terriblemente desorientados. Algo "no encaja" en nuestra concepción del mundo. Algo "no puede ser" de acuerdo a nuestros paradigmas. Algo "está mal" según lo que nos enseñaron en la escuela, el colegio o la universidad. Y consecuentemente se hace muy fuerte la tentación de negar la existencia del problema, de manipular sus términos o, a lo sumo, de tratar de resolverlo por analogía con algún caso similar con lo que terminamos creyendo haberlo resuelto - o actuando como si lo hubiéramos resuelto - cuando, en realidad, lo único que hemos hecho es barrerlo bajo la alfombra.

Otra forma ilícita (y quizás la peor) de resolver problemas y quedar atrapado en el paradigma es declarándolo tendencia. Con ello proyectamos la validez del paradigma hacia el futuro, lo declaramos "un ideal" y pretendemos resolver el problema afirmando que el desarrollo de los acontecimientos se encargará por si solo de resolver la incógnita o, por analogía con el cálculo infinitesimal, que lograremos progresivamente una aproximación a la resolución del problema porque la Evolución y el Progreso apuntan en ese sentido.

Lo difícil de salir de los paradigmas reside en que, por un lado, ni nos damos cuenta de su existencia y, por el otro, en que resultan muy útiles la gran mayoría de las veces y en muchísimos casos ni se nos ocurre salir del "método establecido" por la simple razón de que funciona bien. Hay, no obstante, al menos tres formas de comprobar si estamos, o no, atrapados en un paradigma: uno de ellos es la técnica de "pensar el problema al revés", el otro es el buscar no una solución sino todas las soluciones posibles a un problema dado y el tercero consiste en pensar la idea hasta el final.

Hace algunos años, cuando surgió la necesidad de reciclar el papel de los diarios y periódicos, un laboratorio químico gastó mucho tiempo y dinero tratando de lograr un solvente que disolviese la tinta de imprenta sin dañar seriamente las fibras del papel. Los ensayos fueron de fracaso en fracaso hasta que a alguien se le ocurrió plantear el problema al revés: en lugar de buscar un solvente que diluyese la tinta, un grupo de trabajo se puso a elaborar una tinta de imprenta que permitiese la misma calidad de impresión pero que pudiese ser fácilmente eliminada con alguno de los solventes disponibles. En muy poco tiempo el producto estuvo desarrollado y el problema resuelto.

La otra técnica ha sido utilizada instintivamente y con frecuencia por muchos gerentes o jefes de empresa. Rara vez la primer idea es la mejor idea. Sabiendo eso, muchos ejecutivos rechazan sistemáticamente la primer solución que reciben con un "Podría ser pero no me gusta. Inténtelo de otra manera". No es precisamente la mejor forma de ganar simpatías pero obliga a re-pensar la cuestión desde otro ángulo y, haciéndolo, es muy frecuente que algún paradigma quede por el camino.

La tercer técnica es la que Adam Smith no utilizó y que podría haberlo llevado a prever en un grado bastante aceptable nuestro mundo actual. Básicamente consiste en no conformarse con hallar la respuesta a una pregunta, o la solución de un problema o el resultado de un análisis, sino en seguir inquiriendo acerca de lo que ocurre además o lo que ocurrirá después. Es un preguntarse ¿cómo sigue la historia? o poner varias veces seguidas la pregunta de ¿por qué?.

Por lo general, nos resistimos a utilizar la técnica de los varios "¿por qué?" o de los varios "¿y después?" porque la hallamos irritante. Es como tratar de responder las preguntas infantiles de un niño insoportablemente curioso. Pero precisamente de eso se trata: los niños, al no estar atrapados en paradigmas, se atreven a (es más: quieren) pensar las cosas hasta el final. Por eso es que ante la espontánea sinceridad de los niños los mayores tantas veces tenemos que correr a taparles la boca. Cada vez que sintamos cierta irritación intelectual al tratar de responder el tercer o cuarto "¿por qué?", o al tratar de imaginar lo que "viene después", es casi seguro que será porque estamos atrapados en algún paradigma.

Los postulados

Por definición, un postulado es algo que no se discute. Antiguamente distinguíamos entre postulados y axiomas considerando a los segundos evidentes por si mismos mientras que los primeros no lo eran. Hoy solo hablamos de postulados y los entendemos como principios indemostrables que nos sirven ya sea para la comprensión de la realidad, ya sea para la construcción de un sistema científico o para la arquitectura de un orden moral. Por extensión, las ideologías dogmatizadas también operan como postulados.

Lo que con frecuencia perdemos de vista es su carácter de apoyo provisorio. En realidad no son más que muletillas que nos facilitan el razonamiento. Supuestos útiles cuya mayor virtud - y acaso la única - es la de ser cómodos para determinados fines. Pero sólo para determinados fines. Un postulado no es algo necesariamente "cierto". Lo aceptamos como cierto porque no lo podemos demostrar. La geometría euclidiana y las no-euclidianas se basan en un universo de postulados bastante diferentes. ¿Cual es el "verdadero" o "correcto"?. En realidad ninguno de las dos; o ambos a la vez. La cuestión adquiere relevancia solamente si lo miramos desde la óptica de nuestros fines: un carpintero que tratase de diseñar una estantería utilizando alguna geometría no-euclidiana podría tardar más en hacer los cálculos que en fabricar el mueble; un analista matemático de la NASA tercamente aferrado a la geometría euclidiana terminaría poniendo en Venus un cohete destinado a Marte.

Cuando tomamos decisiones, con frecuencia confundimos la "verdad absoluta" con la "verdad práctica". Así como antaño tuvimos una tendencia al dogmatismo, hoy, con el auge de las escuelas relativistas, tenemos una abusiva tendencia a relativizarlo todo. De este modo, mientras durante siglos los Hombres afirmaron que el sol giraba alrededor de la tierra con un cielo arriba y un infierno abajo, hoy nos imaginamos un universo sin puntos fijos en absoluto porque resulta ser que todo está en movimiento y no hay "arriba" ni "abajo" en un espacio infinito o esférico. De este modo, mientras que en el Siglo XI el postulado era un designio divino inmutable y revelado, hoy, diez siglos más tarde, el postulado es que todo resulta relativo y discutible.

Una manera casi infalible de equivocarnos respecto del futuro es tomar a los postulados como verdades absolutas y eternas, olvidando que nadie los ha formulado con ese fin. No tienen más valor que su utilidad práctica y, si un sistema necesita de otros postulados, es perfectamente lícito buscar aquellos que convengan mejor. La única función de un postulado es la de servir de base, o punto de partida, al razonamiento ulterior. Si tras pensar una idea hasta sus últimas consecuencias hallamos que no arribamos a buen puerto, nunca estará de más revisar nuestros postulados. No es nada infrecuente errar el objetivo por haber elegido mal el punto de partida. Y no lo olvidemos: aunque parezca una paradoja, eso de que todo es relativo y que las generalizaciones son siempre malas, también es un postulado.

Los prejuicios

Otra forma muy frecuente de equivocarnos en nuestra decisiones es manejándonos con respuestas anticipadas. El prejuicio es exactamente eso: la respuesta prefabricada a una cuestión que no ha sido siquiera planteada o terminada de plantear. Las personas prejuiciosas "saltan" directamente a las conclusiones aún antes de conocer los detalles de una cuestión. Están, en realidad, más ansiosas por dar la respuesta que por conocer la pregunta.

En la enorme mayoría de los casos, cuando se salta a una conclusión con alguna fórmula preestablecida, esa fórmula proviene de alguna "caja" conceptual. Además, en la raíz del prejuicio generalmente lo que hay es un tremendo complejo de inferioridad: la persona prejuiciosa se adelanta a dar la respuesta porque le parece que esperar a escuchar la pregunta sería confesar una ignorancia que no quiere admitir. Es una actitud muy típica de la burguesía que, en el fondo de su alma, todavía no se ha recuperado del complejo de inferioridad que padeció ante la verdadera nobleza.

Cierto tipo de prejuicio no es sino una forma de decir: "¡Cállese!. Lo que Usted plantea ya lo sé". Consecuentemente se expresa, por regla, en perogrulladas o en lugares comunes que cuentan con cierto consenso universal. Es lo que "todo el mundo sabe" y muchas veces lo que "todo el mundo dice" siendo que, por desgracia, es frecuente que haya una distancia sideral entre lo que la gente realmente sabe, lo que la gente dice y lo que realmente es. Por eso es que la opinión pública está, casi siempre, literalmente plagada de prejuicios.

Otro tipo de prejuicio proviene de la invasión de lo emocional en el área del pensamiento racional. Es el rechazo de una consecuencia lógica o deductiva porque choca con una ilusión cara a nuestros sentimientos. Es lo que lleva a ciertas personas a negar la realidad porque ésta no les gusta, o a afirmar ciertos dogmas de fe sencillamente porque sí les gustan. El "enojarse con la realidad" y mandarla de paseo porque no concuerda con alguna de nuestras preferencias emocionales, es una forma muy extendida del prejuicio.

Un tercer tipo de prejuicio proviene de la esfera moral y es uno de los más complicados. Nace tanto de lo que "siempre fue así" (y, por lo tanto, es "correcto") como de lo que "debe ser" de acuerdo a un precepto establecido por fuera y por encima de la realidad como lo es, por ejemplo, un mandamiento religioso, un dogma o un sistema filosófico con postulados éticos. La moral, por lo general, da una respuesta anticipada a muchos comportamientos exigiendo un determinado tipo de actitud, ya sea en nombre de las buenas costumbres, ya sea en el de un mandamiento suprahumano. Es, decididamente, una de las "cajas" que nos contiene siendo que, además, genera un buena cantidad de prejuicios.

El problema es que resulta una caja muy necesaria. Sin pautas morales el comportamiento de los individuos de una sociedad se vuelve por completo impredecible y ninguna sociedad puede funcionar en esas condiciones. El dilema es que, mientras necesitamos un comportamiento predecible para garantizar no sólo el órden sino hasta las funciones más elementales de la convivencia, por el otro lado una sujeción esclava y bovina a reglas establecidas impide cualquier tipo de cambio y con ello se derrumban las posibilidades de mejoramiento o avance. Es el dilema de Raskolnikov: ¿quién, cuando y por qué estará autorizado a saltar por encima de las vallas morales?.

Para colmo, la cuestión se complica más aún cuando consideramos las distintas bases posibles de la moral. A una moral mística, revelada, mandatoria del "debe ser así" tal como queda codificada en, por ejemplo, los Diez Mandamientos, el mundo laico liberal ha opuesto la moral utilitaria y práctica del "es conveniente que así sea". Con lo que prácticamente todo el mundo salta por sobre las normas cuando éstas dejan de ser convenientes - o cuando la persona deja de creer en ellas - y sólo una Ley secular arbitrariamente endiosada consigue mantener a duras penas las cosas un poco en su lugar.

Pero tampoco el Estado teocrático o el Estado de Derecho son los únicos marcos morales posibles. Los griegos construyeron una moral sobre la base de la estética, los romanos sobre un superior concepto del sentido del deber, los orientales en general sobre el concepto de la mesura y la armonía. Como lo sabe cualquiera que haya recorrido tan sólo un poco el mundo, hay varias morales posibles y, dentro de ellas, nuestra moral cristiana - más o menos retocada por el agnosticismo liberal - es solamente una de tantas.

Pero que esto sea así no implica que podemos estructurar un comportamiento responsable sobre la base del relativismo moral. La relatividad, tal como vulgarmente se la entiende, es sólo otro de nuestros prejuicios. Que existan varias morales posibles no quiere decir que podemos vivir de acuerdo con varias de ellas. Mucho menos con cualquiera o con todas ellas indiscriminadamente. Pueden haber varias morales pero, si deseamos tener un comportamiento responsable, debemos elegir una. No podemos vivir de acuerdo a todas las morales posibles contradiciéndose constantemente en nuestra conciencia. La persona que debe tomar decisiones, tarde o temprano termina chocando contra un mandato moral, ya sea propio o ajeno. Para la conducta a seguir en estos casos no hay recetas. Pero, básicamente, las alternativas son sólo tres: la aceptación de la norma moral, la inmoralidad o transgresión consciente de las normas morales, y la amoralidad u omisión deliberada de la moral vigente.

El desarrollo completo del tema excede el marco de este libro. Nos obligaría no solamente a tratar en profundidad la cuestión moral en sí - vale decir: qué está bien y qué está mal - sino además la cuestión ética; vale decir: por qué está bien lo que la moral dice que "está bien" y por qué está mal lo que la moral condena. Quien entre en conflicto con la moral debe saber que sólo puede resolver la situación siendo moral, inmoral o amoral.

Y, en todo caso, hará bien en recordar lo que Maquiavelo escribió en cuanto a que el éxito justifica los medios. El éxito. No el fin. Porque - y ciertamente es bueno recordarlo - aquello de que "el fin justifica los medios" es una barbaridad que muchos le atribuyeron pero que el pobre Maquiavelo nunca dijo.

El proceso de tomar decisiones

La celeridad con que los cambios radicales invaden nuestra vida cotidiana y la potencia de los recursos de análisis y evaluación que cada día están más a disposición del habitante común del mundo civilizado nos indican de una forma evidente que estamos en el umbral de una verdadera revolución en materia de diseño de proyectos a futuro y en materia del proceso de toma de decisiones que tiendan a materializar esos proyectos. No obstante, debemos ser cautos porque nada nos autoriza tampoco a esperar milagros. Por más que dispongamos de herramientas y métodos muy interesantes, ninguno de ellos está completamente exento de cierto margen de error. Además, las decisiones que tomamos, no sólo están condicionadas por los factores que acabamos de ver sino que se insertan en un contexto en el cual a los márgenes de error se les suman los márgenes de incertidumbre.

Los métodos estadísticos de extrapolaciones, proyecciones y tendencias siguen siendo sólo condicionalmente válidos. Aún los más prolijos cálculos de probabilidades se basan en la presunción de que una secuencia de fenómenos es reiterable si se mantienen inalteradas las circunstancias. Y esa presunción es tan sólo eso: una presunción. La vida no sólo presenta cambios constantes sino que, además, el factor condicionante de "mantener inalteradas las circunstancias" es, en algunas ocasiones, muy crítico y, en otras, de una definición muy ambigua, sobre todo cuando la secuencia teórica de fenómenos se presupone infinita - algo que no se puede dar en la realidad.

Por ejemplo, la teoría de las probabilidades nos dice que si tiramos infinitas veces una moneda al aire, obtendremos la misma cantidad de "caras" que de "cruces". Si efectuamos experimentos empíricos podremos constatar que la tendencia de los resultados concretos es de una aproximación positiva a la probabilidad calculada. Pero seguiremos teniendo un 50% de margen de error para la predicción de un lanzamiento determinado de la moneda; nos resultará mecánicamente casi imposible fabricar una moneda "perfecta" (vale decir absolutamente balanceada), y por cierto que nunca llegaremos a efectuar realmente una serie infinita de lanzamientos.

Lo novedoso de los nuevos sistemas y métodos de previsión, apoyados por la velocidad pasmosa del procesamiento electrónico de datos, no es que nos permitan ser infalibles en nuestras previsiones. Lo novedoso es que nos permiten descubrir nuestras equivocaciones casi en el instante mismo de cometerlas. Con ello aumenta nuestra posibilidad de enmendarlas antes de que terminen por convertirse en errores y nos hagan sufrir las consecuencias. No es que nos permitan equivocarnos menos en las cuentas. En ciertos casos lo que nos permiten es borrar rápido y poner el resultado correcto antes de que la maestra se dé vuelta; pero el error lo habremos cometido igual.

Nuestra posibilidad de equivocarnos va incluso más allá de los "error drivers" que hemos analizado. Existen situaciones en dónde una decisión - bien o mal - tomada es casi instantáneamente irreversible. La persona que aprieta el gatillo de un arma ya no puede ni corregir su puntería ni detener la trayectoria de la bala. El jugador de ajedrez que ha movido una pieza y la ha soltado no tiene más remedio que seguir jugando haciéndose cargo de esa jugada y de cada jugada anterior, siendo que todos los movimientos - tanto los suyos como los de su adversario - condicionarán las jugadas subsiguientes. Hay ocasiones en dónde tenemos que rendir examen con una maestra que nunca mira para otro lado.

Por norma general las situaciones del tipo gatillo son más maleables porque, aunque las consecuencias sean irreversibles, es muy frecuente que se mantenga la posibilidad de suspender - quizás en forma indefinida - la toma de la decisión. Por más irrecuperables que sean las consecuencias de apretar un gatillo, lo normal en este tipo de situaciones es que tengamos abierta la opción de no apretarlo en absoluto. Por el contrario, en las situaciones del tipo ajedrez no suele existir la opción de la negativa de la acción. Si nos hemos sentado a jugar, tenemos que efectuar movimientos, porque precisamente de eso se trata, y no sólo cada movimiento condicionará los subsiguientes sino que las reglas del juego establecen que debemos realizar al menos cierta cantidad de jugadas en un lapso de tiempo determinado. Estas situaciones se vuelven especialmente complicadas porque no sólo jugamos contra los movimientos, en buena medida imprevisibles, de un adversario sino también contra nuestras propias equivocaciones y, para colmo, también contra el reloj. Tomar decisiones en un entorno así puede volverse infernalmente difícil, como pueden atestiguarlo las úlceras gástricas de más de un gerente ejecutivo y de más de un hombre de Estado.

Allá por la década del ‘50, cuando todavía las computadoras se hallaban en el terreno de lo casi mágico y requerían algo así como edificios enteros para la instalación de una capacidad operativa no mayor que la de una PC actual, la literatura especializada de la época desbordaba de sesudos artículos que desgranaban prolijamente todos los argumentos existentes para afirmar que jamás una computadora sería capaz de jugar al ajedrez. Cuarenta años más tarde hemos tenido que archivar todos esos argumentos y soportar con estoicismo que una pantalla se burle de nuestra inteligencia anunciándonos jaque mate en quince jugadas.

Tenemos, pues, herramientas que permiten asistir nuestros procesos de toma de decisiones aún en este tipo de situaciones. Con todo, al igual que los métodos y procedimientos que nos permiten monitorear y controlar procesos prácticamente en forma casi instantánea, tampoco los métodos de análisis de combinaciones múltiples e intercondicionadas nos permiten hacer milagros. Porque, en última instancia, es cierto que las computadoras no "juegan" al ajedrez del mismo modo en que ningún sistema de inteligencia artificial realmente es capaz de "pensar".

Lo que sucede es que, por caminos distintos, los sistemas electrónicos llegan a resultados sumamente aceptables que, adecuadamente evaluados y utilizados, pueden reducir más o menos drásticamente nuestros márgenes de error. No evitan por completo que nos equivoquemos. Evitan únicamente nuestras equivocaciones más estúpidas, - lo que no deja de ser un mérito estimable - y evitan gran parte de aquellas equivocaciones que nacen de la ignorancia, del olvido o de la falta de capacidad para interrelacionar una serie muy grande de información en un lapso de tiempo muy corto. Consecuentemente, nos ayudan a abrir los cerrojos que cierran "cajas": los paradigmas, postulados y prejuicios; pero no evitan un grado bastante elevado de incertidumbre a la hora de diseñar proyectos a futuro.

Elegir un rumbo: misión y visión

Sin importar la actividad que hayamos elegido y el puesto que ocupemos, la vida nos enfrenta con una exigencia insoslayable: tenemos que optar, elegir, escoger. Hay quienes hacen esto a medida que se ven obligados por los acontecimientos, improvisando una decisión tras otra sobre la marcha. Las empresas, los Estados y las grandes corporaciones proceden de un modo más metódico: planifican sus decisiones para el largo plazo.

Todas las escuelas de management coinciden en señalar que lo primero a hacer en cualquier planificación estratégica es definir el rumbo. Para ello se definen normalmente dos parámetros: una visión de futuro y la misión del sujeto actuante dentro de esa concepción del futuro, sea ese sujeto una persona, una empresa o una institución. En otras palabras: se define "lo que quisiéramos que sea" o "cómo queremos que sea el resultado final" y, tomando este parámetro como referencia, se define luego "lo que haremos para lograrlo". La función del primer parámetro es despertar nuestro entusiasmo y generar un compromiso; la del segundo es fijar pautas para la acción.

El problema de todo este tipo de construcciones intelectuales es que se desarrollan casi íntegramente en la esfera de las simples expresiones de deseos. Lo que quisiéramos que sea y lo que realmente será pueden llegar a constituir dos cosas muy distintas. Entre lo que decidimos hacer y lo que después realmente debemos, o podemos, hacer también hay muchas veces una gran diferencia.

Pero la mayor dificultad de todas es que, aún a pesar de su muy escaso grado de confiabilidad, necesitamos de estas construcciones auxiliares. No podemos trabajar sin entusiasmo y mucho menos podemos organizarnos si no tenemos un rumbo trazado. La visión no es suplantable por una mera consideración estratégica. El concepto de "qué nos gustaría lograr" no puede ser suplantado siempre por el más prosaico de "qué podemos conseguir". La gente muere por ideales no por el saldo de una cuenta corriente.

Por su parte, la misión tampoco es suplantable por un constante re-accionar mediante improvisaciones sobre la marcha. Toda organización del trabajo requiere tanto de la visión de un "modelo terminado" como de la confección de un "plan de operaciones" que establezca las tareas primarias, las secundarias, las simultáneas y las que no se harán. Pero cuando se traza la misión, los proyectos no existen sino en la imaginación de quién los "visualizó" en su imaginación proyectada al futuro.

La visión de una gran empresa, un gran país, una gran obra y hasta la de un simple edificio no es sino una apuesta a futuro. La misión de quienes aceptan esa apuesta (los "stakeholders" en la jerga del management) sólo puede, por lo tanto, formularse ya sea en la forma de un acto de fe, o bien de un compromiso de voluntad. Y todos estos factores, que están en la base misma de nuestro sistema de toma de decisiones, conllevan múltiples incertidumbres.

Juntar los hechos

Todas las teorías de management coinciden en que, para tomar decisiones, lo primero a hacer es "recabar los hechos".

El consejo, sin duda, es bueno; pero ¿qué hechos; cuales hechos?. La contestación clásica, por supuesto, es "todos los que sean relevantes para la cuestión". Otra vez: excelente consejo, pero: ¿cuales son los hechos relevantes, cuales los irrelevantes y cuantos son "todos"?. En una etapa en que la acción todavía no se ha desarrollado y el objetivo es tan sólo una apuesta a futuro ¿cómo hacemos para diferenciar lo relevante de lo irrelevante y, además, cómo se supone que sabremos cuando debemos parar de coleccionar datos?. Se ha hablado mucho de estos temas y se han publicado gruesos libros pero lo único que queda después de apartar la verborrea es nada más que una apelación a la intuición y al sentido común de la persona que se encuentra con la difícil responsabilidad de tener que tomar decisiones. La verdad es que no hay demasiadas reglas para todo esto.

La Historia está repleta de ejemplos para demostrar que lo aparentemente irrelevante era, en realidad, lo más importante para el futuro. Los incas conocieron la rueda; los griegos la máquina de vapor y ambos pueblos sólo utilizaron estos inventos para hacer juguetes. Los chinos inventaron la pólvora y durante siglos no la usaron para mucho más que para fuegos artificiales. El reloj digital es un invento suizo, pero cuando los relojeros suizos vieron por primera vez un reloj digital de cuarzo lo desecharon como algo poco serio. Años más tarde, los japoneses producían un terremoto en la célebre industria relojera suiza inundando el mercado mundial con relojes digitales. Es muy fácil formular - a posteriori - la conclusión académica de que muchas veces lo aparentemente intrascendente es lo que produce el cambio. Pero, cuando tenemos lo aparentemente intrascendente debajo de las narices ¿cómo hacer para darnos cuenta de que eso es justamente lo relevante para el futuro?. Durante siglos se conoció la existencia de un líquido negro, pegajoso, de olor repulsivo que no parecía tener muchos usos prácticos. Hasta que un día alguien inventó el motor a combustión interna y el petróleo se convirtió en uno de los bienes estratégicos más críticos del mundo.

A la dificultad de establecer lo relevante se le suma la de saber cuando tenemos una cantidad suficiente de datos para juzgar una cuestión dada. Para analizar una trayectoria balística, es evidente que debemos incorporar la fuerza de la gravedad como dato. Pero ¿tendría sentido seguir y traer a colación toda la ley de Newton referida a la atracción de las masas en el espacio?. También es evidente que tendríamos que estudiar la química del explosivo que impulsó al proyectil. Pero ¿de qué nos serviría extender nuestro análisis hasta abarcar los explosivos nucleares?.

Nuestro cerebro tiene una capacidad limitada. Precisamente por ello construimos sustantivos genéricos. Cuando decimos "enfermedad" es porque, en una operación de economía mental, agrupamos en un sólo concepto toda la vasta gama de patologías conocidas. Si cada vez que necesitamos usar el concepto de "enfermedad" tuviésemos que hacer la lista de todos los males conocidos no terminaríamos nunca el razonamiento. Hegel señaló, y con razón, que no podríamos pensar si para cada cuestión tratásemos de traer a colación toda la relación universal.

Consecuentemente, el "recabar todos los hechos" es un buen consejo dictado por el sentido común que aconseja no ser superficial en el análisis. Pero su aplicabilidad práctica resulta difícil. Aún cuando el procesamiento electrónico de grandes bases de datos nos brinde hoy una ayuda que no tuvieron las generaciones anteriores, la pregunta sigue en pié: ¿cuanto es suficiente?.

Analizar la realidad

Lo paradójico de toda esta problemática es que, básicamente, la reducción de nuestros márgenes de error y de incertidumbre no es tanto una cuestión de descubrimiento como una cuestión de selección. En la enorme mayoría de los casos los datos están allí, casi al alcance de cualquiera, delante de nuestros propios ojos. No es tanto una cuestión de encontrarlos sino más bien de verlos y evaluarlos correctamente. Lo que sucede es que se hace bastante difícil realizar esta operación cuando, como sucede por lo común, lo que se nos presenta es una realidad constituida por una maraña casi indescifrable de hechos, datos y fenómenos en dónde lo relevante y lo irrelevante se mezclan de un modo muy difícil de separar.

El panorama se aclara bastante, sin embargo, si aprendemos a mirar y a ver de un modo algo diferente al que estamos acostumbrados. Tenemos una visión demasiado mecanicista y dogmática del mundo, heredada, en parte del utilitarismo del Siglo XVIII y en parte de la escolástica tradicional. El futuro se nos escapa en muchas oportunidades por nuestra tendencia a querer reducirlo todo a esquemas mecánicos de causa-efecto regidos por principios universales absolutos. Nuestros análisis de la realidad se parecen demasiado a los que haría un mecánico para entender el funcionamiento de un juego de engranajes ubicado dentro de una máquina cuya finalidad es un misterio.

Frente a esto, estamos empezando a comprender la necesidad de adquirir una percepción sobre la base de procesos y sistemas estructurados. Ya el análisis meramente cuantitativo de la realidad, desde un criterio de causa-efecto, apunta en esta dirección. Wilfredo Pareto, por la vía del análisis estadístico, descubrió hace mucho tiempo que, para una cantidad muy grande de fenómenos, aproximadamente el 20% de las causas origina cerca del 80% de las consecuencias. Esto se condice muy bien con la llamada distribución normal o Curva de Gauss, puesto que el 80% de los fenómenos cabe cómodamente dentro de dos desviaciones standard de la media, lo cual ya nos permite al menos sospechar que debe existir cierta coherencia interna en la mayoría de los fenómenos.

Lo que sucede es que esta coherencia interna es muy difícilmente accesible mediante el razonamiento físico-mecánico puro. Un proceso es mucho más que la simple suma de fenómenos encadenados. Un sistema es mucho más que la simple suma de sus partes. Una estructura es mucho más que un simple "collage" de elementos interconectados. Para entender estas categorías hay que abandonar en alguna medida los ámbitos de la física y entrar en los de la biología. De hecho, para entender la realidad como un proceso, la analogía más inmediata que podemos establecer es con la Vida misma ya que, si hay algo en el mundo que constituye un proceso y un sistema, ese algo es un organismo viviente.

Si queremos realmente atacar a fondo nuestras fuentes de error y lograr reducir al mínimo nuestras incertidumbres, el análisis que cabe hacer es el de la realidad entendida como un proceso en el cual interactúan sistemas estructurados y sistemas abiertos. Recién poniendo los datos dentro de este marco general podremos entenderse en profundidad los factores que impulsan el cambio y prever posibilidades, probabilidades y grados de factibilidad con la mirada puesta en el futuro. No hacerlo así implicaría seguir buscando un determinismo, o algún incontrolable azar universal, que ejecute alguna fatalidad histórica.

La visión de conjunto

La pregunta fundamental es, pues, ¿qué sabemos realmente del mundo en que vivimos?. En el ámbito de las empresas y corporaciones estamos empezando a utilizar muy refinadas herramientas de análisis y procesamiento de datos. En el ámbito del Estado nos seguimos manejando con las antiguas estructuras heredadas de los siglos XVIII y XIX. Todo ello en medio de todavía muy amplios márgenes de error e incertidumbre que sólo podremos ir reduciendo con una visión de conjunto más abarcadora, integral y estructurada del universo que nos rodea.

El siglo XX fue el siglo de los grandes inventos y los grandes avances tecnológicos. El siglo XXI, con toda probabilidad, será el siglo de los grandes desarrollos estructurales y culturales. El desafío es detectar las esferas en que los cambios se producirán y prever la medida en que resultarán posibles en absoluto.