Dénes
Martos - Los Espartanos
|
|||||
|
|
|
|
|
|
![]() ![]() ![]() ![]() |
LOS GUERREROS DE ESPARTA
1)- Los persas y los griegos
Una de las tragedias más grandes de Grecia fue su incapacidad de entender a los persas. El cuadro, obligadamente oscuro y sombrío, que tenemos de la Persia de aquella época; esa casi automática identificación que se hace entre lo "persa" y el llamado "absolutismo oriental", proviene de la distorsión griega que hemos heredado sin revisar.
Nunca olvidemos una cosa: los griegos eran unos incurables, incorregibles y fenomenales mentirosos. Nos hablan de 600.000 persas en la batalla de Maratón con el mismo descaro con que hoy algunos políticos se ufanan de concentraciones masivas de varios cientos de miles de personas en una plaza de 10.000 metros cuadrados. Si dudan de lo que digo, hagan una cosa muy simple: tomen un mapa de Grecia. Fíjense en la superficie de la llanura de Maratón. Si alguien consigue meter a 600.000 guerreros peleando en ese espacio, me como el mapa.
![]() |
Los espartanos arrojaron a los
embajadores persas a un pozo...
|
Es cierto que los griegos eran muy distintos de los persas en muchos aspectos. Como que también es cierto que la comparación no favorecería a los griegos en todos los casos. A los persas, por de pronto, les importaba un cuerno llevarle rosas a ninguna deidad. Para ellos, la ciudad perfecta era la ciudad inexpugnable. La pederastia les resultaba abominable. Los persas eran puritanos. Monoteístas. Zaratustra los había educado para eso. Era proverbial su amor y su apego por la verdad. Y, contra todo lo que se diga, también lo fue su caballerosidad.
Cuando una vez, poco antes de la segunda invasión, dos embajadores persas llegaron a Esparta para ofrecerle la posibilidad de una rendición a los lacedemonios, éstos - ni cortos ni perezosos - los tiraron a un pozo. Después, parece ser que, tanto el Ministerio de Relaciones Exteriores espartano como su propia conciencia, no los dejó dormir tranquilos durante un buen tiempo. Pronto se hizo evidente que tamaña violación del Derecho Internacional constituía, por una parte, una barbaridad y, por la otra, un peligroso precedente que podría llegar a ser imitado por los persas con los embajadores espartanos. El hecho es que, en un gesto muy típico, el Estado espartano pidió dos voluntarios para ir a la corte del rey persa Jerjes y para ofrecerse como víctimas expiatorias por el crimen cometido. Algo así como: "Te maté dos embajadores. Aquí te mando dos míos. Los matas y quedamos a mano".
Los dos voluntarios, efectivamente, aparecieron: Espertias y Bulis. Ambos de buena posición y familia, como corresponde a embajadores de categoría, se ofrecieron para ir y morir a fin de lavar el honor espartano. Otra vez, muy típico de Esparta. ¿Por qué no decirlo?: ¡Digno de Esparta!
Los dos voluntarios parten. Pasan por Susa, en dónde Hidarnes, el Comandante persa de la ciudad, trata de sobornarlos con promesas. Los espartanos rechazan la oferta. Vinieron a morir por el Honor de la Patria y no para entretenerse con corruptelas diplomáticas. ¡Digno de Esparta! ¡Sin duda! Los voluntarios dejan Susa y llegan, por fin, ante el Gran Rey. Allí, los adulones de la corte quieren obligarlos a caer de bruces ante Su Majestad como lo requiere el protocolo persa. Los dos espartanos se niegan rotundamente. Voluntarios dispuestos a morir por su Patria no caen de rodillas ante ningún ser humano. Ni aunque se llame Jerjes y sea el rey de todas las Persias habidas y por haber. ¡Bien por los espartanos!. Uno casi puede escuchar el aplauso cerrado de los que quedaron en casa ¡Esos son hombres! Los voluntarios levantan, orgullosos, la cabeza y de pié, plantados como corresponde a dos guerreros espartanos, le informan a ese Rey persa Comosellame que han venido para morir y expiar el crimen cometido con los emisarios.
![]() |
Jerjes
|
Y en ese momento sucede lo inexplicable. Jerjes los mira y ordena que se vayan. Se niega a matarlos. Su argumento es tan simple como obvio: los espartanos violaron el Derecho Internacional matando a dos embajadores. Por lo tanto, cometieron un crimen. Ese es su problema. Él, Jerjes, Rey de Persia, no piensa librarlos de su culpa cometiendo exactamente el mismo crimen por segunda vez. Un Rey de Persia no hace justicia cometiendo crímenes. Si los espartanos violaron la ley, pues que carguen con la culpa y asuman la responsabilidad por su bajeza. Además, el Gran Rey no se ensucia las manos matando embajadores. Punto. Retirarse. Siguiente asunto.
Eso fue lo que los griegos no entendieron jamás. Ni siquiera los espartanos.
Me pregunto si, incluso hoy, habría muchas Cancillerías en dónde
un gesto así sería correctamente apreciado.
2)- La batalla de Maratón.
Las colonias griegas del Asia Menor siempre habían vivido rodeadas de "bárbaros", término que - dicho sea de paso - los griegos usaron para designar simplemente a todos los extranjeros. No se las habían arreglado mal con ninguno de ellos. Se habían llevado razonablemente bien con los frigios, los lidios y hasta con los asirios y los babilonios.
Algunas colonias incluso florecieron, sobrepasando bastante a las ciudades de la Madre Patria. Mileto, Pérgamo, Samos o Mitilene fueron centros importantísimos de la Hélade; a veces muy adelantados respecto de Atenas, Tebas, Paros o Esparta. Mientras en Delfos todavía se creía en una Tierra plana, Anaximandro de Mileto y Pitágoras de Samos ya trabajaban con planetas esféricos y órbitas en el espacio. El eclipse del año 585 AC fue prolijamente calculado por Tales. Y Tales también era de Mileto.
Lo que sucedió fue que - allá por el reinado de Ciro - los persas, poco a poco, fueron convirtiéndose en Potencia Mundial. Mientras Atenas trataba de organizar su vida bajo la tiranía de Pisístrato, los persas conquistaron Media, Asiria, Babilonia, Elam, Siria y Lidia. Después, con Cambises, la aplanadora persa se dirigió más hacia el Sur y allanó Palestina hasta llegar a Egipto en dónde el Rey persa tuvo la humorada de hacerse coronar faraón. Alrededor del 550 AC ya todas las ciudades griegas del Asia Menor se encontraban dentro de la esfera de influencia persa. Aun así, no existe absolutamente ningún dato fehaciente que nos permita afirmar que el "imperialismo" persa hubiese sido excepcionalmente duro o intolerable. Comparada con la de las anteriores potencias, la hegemonía persa hasta puede considerarse razonablemente benigna.
Pero, como ya lo dijimos, los griegos no entendieron nunca a los persas. Dicho sea de paso, tampoco los persas entendieron jamás a los griegos. La enemistad creció. Las colonias jónicas se rebelaron. Darío intervino y aniquiló la rebelión. Las ciudades jónicas fueron abandonadas a su suerte por la Madre Patria continental. Solamente unos veinte barcos atenienses molestaron un poco a la flota persa. El resto de Grecia se hizo la distraída y miró para el otro lado mientras los persas iban liquidando una ciudad jónica tras otra.
Cuando, en el verano del 490 AC, la flota persa se hizo a la mar para ajustar cuentas con los demás griegos, el pánico entre las ciudades del continente se hizo bastante difícil de disimular. El miedo les hizo ver los famosos 600.000 persas con sus 600 trirremes allí en dónde solo hubo unas 100 naves y aproximadamente 20.000 hombres.
Datis, el Comandante en Jefe de los persas, no era sanguinario. Pero era efectivo. Delos cayó. Eretria cayó. Atenas pidió socorro. Cleomenes de Esparta prometió ayudar pero necesitaba tiempo para juntar al ejército espartano. Los persas zarparon de Eretria y desembarcaron en Maratón. La cosa se hacía una cuestión de horas. No había tiempo para esperar a los espartanos.
Así lo comprendió también Miltíades y, perdido por perdido, decidió hacer lo único que le quedaba: jugarlo todo a una sola carta. Salió de Atenas con unos 10.000 hombres en total y le hizo frente a Datis en Maratón. Los persas tiraron su famosa nube de flechas pero Miltíades lanzó sus hoplitas a la carrera y todos pasaron por debajo de los proyectiles. El truco resultó. Los atenienses ganaron la batalla y los persas huyeron para volver a sus barcos y partir.
![]() |
El emisario de Maratón
|
El ejército griego, extenuado, no pudo perseguirlos. Pero un hombre cubrió corriendo los 42 kilómetros que hay entre Maratón y Atenas para llevar la noticia de la victoria a la ciudad. Cuando llegó, dió la buena nueva y cayó muerto, agotado. La Historia ha sido terriblemente injusta con él. Se llamaba Fidípides y hoy ya nadie lo recuerda porque la carrera que le costó la vida, y que aun se corre en todas las Olimpíadas, ha tomado el nombre de "maratón" por el lugar de la batalla.
El ejército ateniense volvió a marchas forzadas a Atenas. Para cuando la Armada persa también arribó al puerto de la ciudad, los militares persas casi no pudieron creer lo que veían sus ojos. Las tropas griegas estaban otra vez allí, dispuestas a hacerles frente. Datis era un hombre práctico. Decidió dejar el ajuste de cuentas para otra oportunidad. Dijo "¡Volveremos!" como Mac Arthur, dio la media vuelta y regresó al Asia Menor.
Exactamente al día siguiente llegaran los espartanos. Justo veinticuatro horas demasiado tarde.
Atenas había producido lo increíble: había vencido sola a los persas.
No me hubiera gustado ser espartano en ese momento.
3)- Interludio democrático.
Durante casi medio año los atenienses vivieron y gozaron la ebriedad de la victoria. El genio, la rapidez y la inventiva atenienses habían superado a la pesada eficiencia de la máquina bélica persa.
![]() |
Miltíades
|
Miltíades, el héroe de Maratón. estaba en la cumbre de su gloria. Como la mayoría de las personas que llegan a esa cumbre, también él se mareó. A principios del 489 AC concibió un plan realmente estúpido. Consistía en lo siguiente: como recompensa por su brillante desempeño en Maratón, la ciudad de Atenas le "prestaría" la flota y el ejército de la ciudad para invadir la isla de Paros, lugar en dónde el buen hombre pensaba construir un imperio privado y dar rienda suelta a su vocación particular que era la de tirano. ¿Locura? Seguramente. Pero no les pareció así a los atenienses que, luego de Maratón, hubieran emprendido cualquier aventura.
La de Miltíades se puso en marcha pero Paros cometió la imperdonable desfachatez de no rendirse. Más aún: combatió. Peor todavía: ¡ganó la batalla! Miltíades, gravemente herido, apenas si pudo volver a Atenas. ¡Inconcebible! ¡El vencedor de los persas derrotado por los habitantes de una isla de mala muerte! ¿Quién lo hubiera creído? El Pueblo de Atenas se reunió en las calles comentando los hechos. El Pueblo de Atenas se puso a discutir. El Pueblo de Atenas se puso furioso y la cosa terminó como siempre terminan estas cosas: la multitud pidió la cabeza del derrotado.
El Arconte de Atenas por esa época era Arístides. En los libros de Historia figura como Arístides "El Justo", aunque la traducción correcta del apodo sería, probablemente, "El Intachable", "El Impoluto"; quizás hasta "El Perfecto". Proveniente de una familia de rancio abolengo, había sido no solamente el primer estratega de Maratón sino, incluso, amigo íntimo de Miltíades. También supo ser íntimo amigo de Temístocles, su rival político más importante. Pero dejemos eso para más adelante.
Concretamente, Arístides no se había opuesto demasiado a la aventura de su amigo Miltíades. Por más intachable que fuese - y realmente era intachable, de eso no hay duda - también a él terminó arrastrándolo la ola del exitismo y, en su momento, había votado favorablemente la expedición a Paros. Pero, ahora que Miltíades - herido y derrotado - había vuelto y el Pueblo pedía su cabeza, con Xantipo y su yerno Megacles lanzando grandes peroratas al respecto, ¿qué podía hacer? La ley lo obligaba a iniciar una investigación. Era el Arconte encargado del tema. Lo llamaban "El Justo". No había escapatoria. Tuvo que dar luz verde para que se hiciera la investigación.
![]() |
La Acrópolis de Atenas
|
Con ello, automáticamente, el caso se le escapó de las manos. Arístides era sólo un Arconte. En la Atenas de esa época el juez era la masa. Y la masa estaba furiosa. Por de pronto metió a Miltíades en la cárcel, aún a pesar de sus heridas. Al final, no lo condenó a muerte pero lo sentenció a pagar una suma sideral en concepto de indemnizaciones. Hoy hablaríamos de unos 50 millones de dólares - por supuesto que sólo aproximadamente.
Pero la masa ateniense no llegó a cobrar esa suma. Miltíades, el glorioso héroe de Maratón, murió en la cárcel del pueblo a causa de sus heridas.
Con todo, el mundo no se detuvo. El espectáculo tenía que seguir. Otra isla, la de Egina, comenzó a preocupar seriamente a los atenienses. La gente de Egina proporcionaba los mejores marineros de toda Grecia. Pero, por un lado, los de Egina eran un poquitín piratas y, por el otro, eran aliados de los espartanos. Atenas envió sus barcos contra Egina. ¡Y fue otro fracaso, igual al de Paros! Nuevamente los gloriosos vencedores de los persas resultaron apaleados por los habitantes de una isla de mala muerte. ¡Era como para no creerlo! Después de Maratón: ¡Paros! Después de Paros: ¡Egina! Parafraseando el dicho shakespeareano sobre Dinamarca, algo forzosamente tenía que estar muy podrido en el Estado de Atenas.
De hecho, lo estaba.
Había un buen montón de cosas podridas en Atenas. Por de pronto, había una institución llamada "ostracismo". Instaurada probablemente por Clístenes, el ostracismo era una fiesta popular. Todos los años se sometía al plenario de la Asamblea la pregunta de si el querido y estimado pueblo deseaba celebrar un ostracismo. ¡Por supuesto que casi siempre quería! ¡Es tan fascinante ejercer el Poder! Aunque más no sea una vez al año, ¡es tan lindo jugar a Dios y decidir el destino de los hombres más ilustres!
Porque precisamente de eso se trataba con lo del ostracismo: de decidir el destino de una figura destacada.
Si la mayoría se decidía por la celebración de la fiesta, se repartían entre los asambleístas unos fragmentos de arcilla parecidos a ostras. Cada uno debía luego grabar en su fragmento el nombre del ciudadano que consideraba peligroso para la democrática evolución del Estado. Si un mínimo de 6000 "ostras" presentaba el nombre de una persona, el individuo en cuestión era desterrado por 10 años. Nada dramático ni deshonroso. No perdía ni sus derechos ni sus bienes. Simplemente debía irse al demonio por la pequeñez de toda una década y después, si le quedaban ganas, podía volver y nadie le iba a negar el saludo. También podían llamarlo y hacerlo volver antes. Eso, en caso de necesitarlo desesperadamente, claro.
En realidad, lo que estaba sucediendo en Atenas era nada menos que una feroz pugna entre criterios políticos contrapuestos. La masa se sentía contenta y feliz luego de las glorias de Maratón. Se organizaban expediciones idiotas que terminaban en desastres. Se metía en prisión a los culpables. Se votaba el ostracismo de los notables. Se discutía, se hablaba, se disputaba, se gritaba, se oraba, se amaba, se comía y se dormía. ¿Los persas? A los persas se les había dado la gran paliza en Maratón. ¡Y conste que sin la ayuda de los espartanos! ¿A quién le importaban los persas?
A nadie excepto a Arístides y a su íntimo amigo Temístocles. Los hombres con más de dos dedos de frente - que no parecen haber sido más en Atenas que en cualquier otra parte - sabían positivamente que los persas volverían. Maratón había sido un golpe de suerte y de audacia. Ese demonio de Miltíades había hecho pasar a los hoplitas por debajo de la nube de flechas y había conseguido sorprender a Datis. Esas son triquiñuelas brillantes, extraordinarias, todo lo que se quiera; pero que se pueden usar una sola vez. A la próxima oportunidad, los arqueros persas, o tirarían antes, o tirarían más bajo. Y, en ese caso: ¡adiós victoria! Los persas volverían. La masa no entendía nada de eso. No quería entenderlo ni le importaba demasiado. Al fin y al cabo, ¿cuándo vendrían? ¿Dentro de un año? ¿Dentro de dos? ¿Tres? ¿Cinco?
Volvieron en el 480 AC; diez años después de Maratón.
Arístides y Temístocles supieron todo el tiempo que sucedería. Pero se enfrentaron con dos problemas. En primer lugar, ¿cómo explicarle a la masa que había que hacer diez años de sacrificios y prepararse para un acontecimiento políticamente inevitable pero que, con todo, podía llegar a no materializarse? Y, en segundo lugar, ¿cómo prepararse para el futuro: montando un ejército o una poderosa flota?.
El primer problema no fue resuelto en realidad. A ningún pueblo se le puede explicar un plan contingente a diez años. La masa vive en el hoy pensando, quizás, en el mañana. Lo que está más allá de pasado mañana es algo que ya veremos. En esto, los estadistas de Atenas recurrieron al método que inevitablemente han tenido que usar todos los políticos, antes y después de Maquiavelo: sencillamente engañaron a la masa y, con una serie de medidas y de discursos bien ubicados, la llevaron de las narices hacia el cumplimiento del objetivo necesario.
Había, pues, que prepararse. La gran cuestión era cómo. Ejército o Armada, that is the question. La solución salomónica de montar ambas cosas al mismo tiempo resultaba económica y políticamente imposible. Arístides dijo "¡Ejército!" Temístocles dijo: "¡Armada!" Al día siguiente se formaron dos partidos políticos contrapuestos. Veinticuatro horas más tarde, los dos amigos estaban tan peleados como sólo pueden estarlo dos amigos que militan en partidos opuestos.
La masa ateniense aullaba de alegría. Hubo peleas, discursos, polémicas y clamores a granel. El piso de la ciudad quedó sembrado de fragmentos de arcilla. En el 487, el Arconte Hiparco fue mandado al ostracismo. En el 486 le tocó a Megacles. Dos años más tarde, en el 484, lo mandaron de paseo por diez años a su suegro Xantipo, el mismo que había encabezado el griterío contra Miltíades.
Pasaron otra vez dos años. En el 482, como siempre, a la Asamblea se le pregunta si desea celebrar un ostracismo. ¡Por supuesto que sí!
Se reparten los fragmentos de arcilla.
![]() |
Arístides escribiendo su
propio nombre
(Grabado de J.Ryder según un dibujo de S.Shelley - 1788) |
Arístides está en el Ágora, en medio de la multitud. De
pronto, el sujeto parado a su lado - un analfabeto total - le alcanza su "ostra"
y le pide que escriba en ella el nombre de... ¡Arístides!
- ¿Conoces a Arístides? - le pregunta el ex-Arconte al
ignorante.
- No. - es la respuesta un tanto sorprendente pero obvia, dadas las circunstancias.
- ¿Te ha hecho algún daño? - pregunta nuevamente
Arístides.
- No - confiesa el otro con ingenuidad bovina y agrega: - Pero estoy
harto de escuchar por ahí que lo llamen "El Justo", "El
Perfecto".
Sí. Eso era. Ya en aquella época la masa no perdonaba ningún atentado a la mediocridad. Cualquiera que levantara la cabeza por sobre el nivel de la mediocridad masiva ya entonces corría el riesgo de perderla. O, por lo menos, se arriesgaba a recibir una bofetada.
Arístides no perdió la cabeza. Ni se desesperó, ni se la cortaron. El ostracismo aun no era la guillotina de la Revolución Francesa. Pero el Pueblo de Atenas lo abofeteó. Arístides escribió su propio nombre sobre la "ostra" del analfabeto y, no lo sé, pero supongo que habrá ido a su casa, asqueado, a hacer sus valijas sin esperar el recuento de los votos del Pueblo soberano.
Los votos cayeron en su contra. Los analfabetos lo mandaron al ostracismo.
Se fue a Egina.
Por favor, no lo malinterpreten. No necesariamente debemos entenderlo como un gesto de malevolencia. Es poco probable que fuese a Egina porque la isla había sido la enemiga y vencedora de Atenas. Egina queda a apenas 25 Km. de Atenas. Más bien creo que eligió a Egina porque desde sus playas todavía puede verse la Acrópolis contrastando contra el cielo azul de Grecia.
4)- Vuelven los persas.
![]() |
Temístocles
|
El hombre del momento pasó a ser Temístocles. La discusión amainó. Sería una Armada y el ejército quedaría en un segundo plano.
Algunos insisten en hablar del "partido aristocrático" de Arístides y del "partido democrático" de Temístocles. Considerando que el primero perdió la controversia, el criterio no es sino un transparente recurso para tratar de prestigiar a la democracia. Porque, en realidad, no hubo nada de eso. Tanto Arístides como Temístocles eran nobles y cultos. A los efectos sociales, ambos eran netamente aristócratas.
La discusión de "Ejército versus Armada", sin embargo, tenía sus grandes implicancias sociales y políticas. Un ejército habría fortalecido la posición política de la nobleza terrateniente. Una Armada, en cambio, solidificaría la posición de los acaudalados comerciantes del Pireo. La discusión, como se ve, no fue entre aristócratas y demócratas. Si hemos de catalogarla de algún modo, deberíamos decir que fue entre terratenientes y plutócratas. Y la ganaron los plutócratas. Los dueños del dinero.
Indiscutible, en todo caso, es que ya resultaba más que urgente adoptar medidas definitivas. Era el 481 AC. Habían pasado nueve años de discusiones políticas, idas, venidas, ostracismos y diatribas. Resultado: Atenas no tenía ni ejército ni flota. La democracia ateniense se había pasado nueve años discutiendo. Mientras tanto, los persas se habían dedicado a consolidar su Imperio.
Al noveno año, sin embargo, las noticias provenientes de Persia eran como para poner nervioso al más pintado. Persia era eficiente. Podía darse el lujo de la eficiencia ya que no se había dado el de la democracia. Los espías y los embajadores griegos informaban de 100.000 hombres bajo armas; de 700 barcos de guerra; de un "Camino Real" de 2.000 Kilómetros, prolija y eficientemente sembrado de 111 postas. El ejército persa había recibido órdenes de movilizar y de estar dispuesto para otoño del 481. Debía cruzar el Bósforo sobre un puente hecho con barcos y luego marchar en dirección Sur, acompañado por la flota que navegaría a lo largo de la costa. Definitivamente, Jerjes no se andaba con pequeñeces. Esta vez, la cosa iba en serio.
Temístocles se lanzó a una carrera armamentista. Si había una cosa que no se podía perder, esa cosa era tiempo. Ordenó la ampliación y fortificación del Pireo. Tomó la decisión de construir 200 barcos. Invirtió en la empresa hasta el último centavo disponible en las arcas del Estado. Presionó a los comerciantes y a los hombres de negocios para que cada uno de ellos armase un barco de su propio bolsillo. Asumió todos los riesgos políticos que la operación implicaba.
Por ejemplo, la masa de obreros empleada en los astilleros, ni era de Atenas, ni tenia derechos ciudadanos. La gente había sido traída del interior de Grecia y, para colmo, nadie había venido solo sino con toda su familia. Atenas se llenó de extranjeros, de los cuales uno trabajaba y el resto eran tres, cuatro o seis bocas para alimentar. Y, por si fuera poco, a esta gente se la podía hacer trabajar pero - puesto que no eran ciudadanos - no se la podía incorporar a la Marina de Guerra. Ahora, las 200 trirremes proyectadas necesitarían nada menos que la friolera de 30.000 remeros. ¿ De dónde sacarlos?. Temístocles tomó el toro por las astas. Le otorgó la ciudadanía a los obreros - los tetes - en un hermoso y democrático gesto que levantó un huracán de aplausos en las masas proletarias.
Al día siguiente, decenas de miles de tetes - de los cientos de miles que había - fueron reclutados en masa y quedaron bajo bandera como conscriptos por la Armada. Ahora que eran ciudadanos libres se los podía obligar a cumplir órdenes. Ni Maquiavelo lo hubiera organizado mejor. El problema militar quedó resuelto. El problema político y social así creado no se resolvió jamás.
A todo esto, Jerjes continuaba desarrollando su plan con la minuciosidad de un Jefe de Estado Mayor descendiente de una familia de relojeros. El plan persa no sólo preveía una ofensiva militar. Incluía también una campaña de acción psicológica y una ofensiva diplomática. Los persas eran eficientes, ya lo dijimos.
Por toda Grecia aparecieron de repente emisarios y embajadores con la misión de convencer a las ciudades griegas de la conveniencia de rendirse. Esta ofensiva diplomática - que ni siquiera fue demasiado hábil si vamos al caso porque en esta materia los persas procedieron aproximadamente con el tacto del proverbial elefante en el bazar de porcelanas - resultó más bien triste para los griegos: Tesalia, Epiro, Etolia, Fitiotis, Locris, Eubea del Norte, Tebas, las Cícladas orientales, Aquea y Argos se sometieron al Rey persa. Focea, Eubea del Sur, Tespia, Platea, Atenas, las Cícladas occidentales, Megara, Egina, Argólida y Elis rechazaron la oferta.
Esparta tiró los emisarios a un pozo.
Media Grecia se había entregado sin combatir.
Incluso los que se negaron a someterse anduvieron de largos cabildeos. El Servicio Secreto persa había intoxicado a la Inteligencia griega y los estrategas manejaban cifras aterradoras. Los agentes griegos informaban ya de 1.207 barcos de guerra y 3.000 naves de transporte; de 80.000 jinetes persas, 1.700.000 infantes regulares a los que aun había que agregar las tropas de los pueblos aliados y una infinidad de carros de combate. Se hablaba de 2. 317.000 hombres en total por tierra y por mar. A esto, todavía había que sumar el enorme convoy de Intendencia, con sus cocineros, sus eunucos, sus prostitutas y sus esclavos. La CIA griega terminó trabajando sobre una hipótesis de 5.000.000 de enemigos en marcha.
¿Les parece ridículo? Es posible que lo sea. Pero la Historia Universal, la contemporánea incluida, está plagada de este tipo de cifras. Un poco de miedo, un poco de intereses creados, un poco de acción psicológica, un poco de propaganda, y las cifras crecen, engordan, se multiplican, crían ceros y se hinchan que es un contento. ¿Les interesaría saber cuántos persas movilizó realmente Jerjes?. Las estimaciones de los especialistas varían pero, en todo caso, fueron no más de 175.000 guerreros y 1.200 barcos en total. Aun así, una maquinaria de guerra enorme para la época. Esparta mandó solamente 300 hoplitas con Leónidas y, en Platea, las fuerzas conjuntas griegas no pasaron de los 30.000 hombres. Casi seis veces menos.
No es de extrañar que aquellos Estados griegos que rechazaron la oferta persa estuviesen sumamente preocupados. Los Generales fruncían el ceño; los Almirantes se rascaban la barbilla; los estrategas trabajaban horas extras analizando alternativas.
Temístocles no debe haber dormido mucho en esos días.
5)- Interviene el Vaticano.
Por suerte quedaba aun un último recurso: consultar a los Dioses.
![]() |
Las ruinas de Delfos
|
Grecia tenía la fortuna de no depender de los caprichos de una revelación divina esporádica y casual. Tenía su propia línea de comunicación con el Olimpo. Delfos, el Vaticano de la Hélade, tenía un aparato que comunicaba directamente con los Dioses: la célebre Pitonisa de Delfos.
Por cierto que, en cierta medida, estas comunicaciones no eran tan fáciles de establecer. Al fin y al cabo, se trataba de una comunicación de muy larga distancia en el año 481 antes de nuestra Era. Por de pronto, el delicado aparato se hallaba custodiado por expertos sacerdotes. Además y obviamente, no cualquier infeliz mortal podía ir y molestar a la Pitonisa con preguntas imbéciles. Por otra parte, la comunicación no era del todo clara de modo que, aún cuando el infeliz mortal se hubiera puesto directamente al habla, lo más probable es que no hubiera entendido absolutamente nada. No; decididamente el sistema no funcionaba persona-a-persona.
Era un poco más complicado. El infeliz mortal venía con su pregunta (adecuada ofrenda mediante) al sacerdote. El sacerdote (tasaba la ofrenda y) transmitía la pregunta a la Pitonisa. La Pitonisa se ponía en trance y establecía la comunicación. El sacerdote escuchaba atento, descifraba el mensaje entre los crujidos, los silbidos y los chillidos de la línea, tomaba nota y después pasaba todo el telegrama en limpio.
Es decir: en todo lo limpio que podía. Porque, aun así, las palabras emitidas por la Pitonisa no siempre tenían mucho sentido. A todo esto, el infeliz mortal esperaba pacientemente el texto definitivo como corresponde a todo creyente bien educado. Salía, pues, el sacerdote y se lo entregaba, con lo cual nuestro atribulado consultante podía regresar a su casa a tratar de entender el galimatías.
Discúlpenme si acabo de pecar de irrespetuoso pero no puedo remediarlo. Consultar a Dios sobre nuestro destino personal; pedirle un favor para satisfacer nuestras pequeñas y grandes mezquindades humanas siempre me ha parecido un sacrilegio. No es que me parezca inútil. De última, Dios puede contestar o darnos una mano si se le da la gana. Pero pedírselo así, explícita y descaradamente, es algo que siempre he considerado como una falta de respeto. Sobre todo, si no se tiene el coraje de hacerlo en persona y se terminan usando intermediarios.
Frente a la amenaza persa, los intermediarios de Delfos no se hacían muchas ilusiones. Los Vaticanos de todos los tiempos han tenido siempre los mejores Servicios de Informaciones del mundo. En Delfos no se trabajaba con la hipótesis absurda de los 5.000.000 de persas, por supuesto. Pero 175.000 zoroastristas puritanos y monoteístas eran harto suficientes como para infundir un saludable respeto al más aplomado sacerdote de Apolo.
![]() |
Santuario de Apolo en Delfos
|
Además, en materia religiosa, los persas eran bastante tolerantes. Tenían, es cierto, su concepto bien definido de Dios; su visión muy particular de la eterna lucha entre las fuerzas del Bien y del Mal, su código de honor y sus ritos rigurosos. Pero no se metían mayormente con los dioses de los pueblos sojuzgados. Por las dudas. Y lo más interesante era que tampoco se metían mucho con los sacerdotes de esos dioses. Por cálculo político.
De modo que, en Delfos, había fundadas esperanzas de capear el temporal de la invasión persa, aún a través de una rendición. Los primeros telegramas de Zeus, recibidos por la Pitonisa, apuntaban bastante claramente en esta dirección. Podían interpretarse como un llamamiento a la neutralidad y, con un poco de perspicacia, hasta podía percibirse cierto tufillo filopérsico entre líneas. A medida en que el Batallón de Inteligencia de Delfos fue procesando su información, los telegramas de Zeus se fueron haciendo cada vez más sombríos. De pronto, un día, Atenas recibió el siguiente mensaje:
"¡Oh desdichados! ¡Huid hasta el fin del
mundo!
¡El rápido Ares lo derribará todo!".
Temístocles no sufrió un infarto por pura casualidad. Considerando la gramática habitual de Delfos, eso se llamaba hablar claro. El clero daba por perdida la batalla.
El revuelo que se produjo fue fenomenal. Para empezar, los creyentes atenienses hicieron lo que hacen todos los creyentes cuando su Iglesia dispone algo que no les gusta: no estuvieron de acuerdo con el mensaje. Exigieron un segundo oráculo.
Mientras tanto, no nos consta (nunca quedan documentos de estas cosas) pero, seguramente, el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto de Atenas inició febriles tratativas con el Nuncio Apostólico de Delfos. La situación era grave, de acuerdo, pero todavía quedaban alternativas. Esparta haría lo suyo por tierra. Por mar se tenía a la flota ateniense creciendo a toda la velocidad que se podía exprimir de los flamantes ciudadanos. Además, Delfos ya había hecho lo humanamente posible... Ningún rey persa podría argumentar que el clero había azuzado a la guerra. Nadie podía decir que no había sido adecuadamente neutral.. ¿Qué podía Apolo perder?. Todo lo que en Atenas se necesitaba era un oráculo un poco menos... ¿cómo ponerlo?... ¿digamos: menos derrotista?
Que fuese ambiguo no importaría tanto. De última, los telegramas de Zeus nunca se habían destacado por ser unívocos. Todo lo que Temístocles pedía era algo que no alarmase al Pentágono persa pero que, al mismo tiempo, pudiese interpretarse en Atenas como un guiño entre conspiradores que están de acuerdo en engañar a un tercero.
El "brain trust" de Delfos se reunió y, ante la segunda requisitoria, produjo una insuperable obra maestra de ambigüedad jesuítica. Fue un oráculo de esos que lo decía todo sin decir nada; que prometía cualquier cosa sin comprometerse en absoluto; que afirmaba lo que negaba y que negaba lo que se suponía que podía haber afirmado; que era lo suficientemente claro como para ser legible y lo suficientemente incoherente como para ser incomprensible; que se prestaba a, por lo menos, tantas interpretaciones como palabras había en el texto pero que, buscando los sinónimos adecuados, podía tener versiones interpretativas en cantidad exponencial. En suma, una verdadera obra de arte.
Una parte del oráculo rezaba:
"¡Oh divina Salamina!
Perderás o llevarás a la desdicha
a los hijos de las mujeres."
De esta parte se agarró Temístocles como de un clavo ardiendo. Lo de "perderás" y "desdicha" parecía hablar de derrota, de acuerdo. Pero Zeus decía allí "divina" Salamina y eso significaba que nadie había perdido el favor del Olimpo. De haberlo hecho, el mensaje habría tenido que decir "miserable" Salamina, ¿no es cierto?. Además, decía allí: "los hijos de las mujeres". Pero ¡no decía de qué mujeres!. La desgracia, la pérdida y la desdicha podía muy bien ser para las mujeres persas. ¿O acaso los persas no eran hijos de mujeres? Por otra parte, los hijos de las mujeres de Salamina no podían ni perderse ni desdicharse si Salamina era "divina". Si hubiese sido "miserable", o simplemente "Salamina", vaya y pase. Pero, siendo "divina", ¡jamás! ¡Nunca! ¡Zeus no permitiría que los divinos hijos de las divinas mujeres de la divina Salamina se volviesen desdichados o se perdiesen! ¿No era eso evidente de toda evidencia?.
Por aquella época, Temístocles tenía alrededor de unos 46 años. Resulta increíble las cosas que un político tiene que inventar a esa edad cuando, en una democracia, hay que obligar a los respetables ciudadanos a cumplir con el elemental deber de defender a la Patria.
Con todo, Temístocles debe haber sido un orador con gran poder de persuasión porque, créanlo ustedes o no, su argumento de la "divina" Salamina prendió. Puede parecer fantástico, pero los atenienses se lo creyeron. La masa lo aceptó porque ¿a quién no le gustaría ser "divino"? Y los entendidos le dieron su apoyo porque, divina o miserable, la palabreja "Salamina" era la clave del mensaje. La clave secreta. El guiño entre conspiradores.
No me digan que no se les ocurrió ya. ¿No lo descubrieron? ¿No recuerdan la historia del colegio secundario? ¡Hagan un poco de memoria! Es bastante obvio, dentro de todo. ¿De dónde sacó Delfos lo de Salamina en absoluto? Nosotros sabemos que en Salamina se libró la batalla final y decisiva contra los persas, pero estamos a más de 2.400 años después de los hechos. Cuando la pitonisa dio su célebre oráculo, Delfos estaba a casi un año antes de esa batalla.
El plan de Temístocles, efectivamente, consistía en destruir la flota persa en Salamina. Pero la "Operación Salamina" forzosamente tuvo que haber sido uno de los secretos militares más celosamente guardados de todos los tiempos. Y, así y todo, en Delfos, la expresión "divina Salamina" fue elegante, pulcra y cuidadosamente plantada en el texto del oráculo. Es innegable: los Vaticanos de todas las épocas siempre han tenido los mejores Servicios de Informaciones del mundo.
Pero lo más brillante de la diplomacia de Delfos fue algo que, seguramente, no se le escapó al mismo Temístocles, ni tampoco a su Estado Mayor. Si los griegos hubiesen perdido la guerra, la diplomacia de Delfos hubiera podido esgrimir tranquilamente ante Jerjes el argumento de que el clero había prestado un inapreciable servicio a la Gran Persia puesto que ¿no había sido acaso Delfos la primera en revelar (dentro de lo humanamente posible, claro) el lugar exacto en el cual los atenienses pensaban librar la batalla decisiva?
¿Brillante? No. Es más que eso. ¡Es hermoso! ¡Es griego! Sólo un Consejo de Sacerdotes de Apolo podía producir un oráculo que fuese un valioso servicio al Estado y, simultáneamente, un acto de la más acabada traición a la Patria.
Temístocles se lanzó a terminar su Armada a ritmo febril. Ya no había forma de detenerse. Cuando viniesen los persas hallarían a - media - Grecia dispuesta a combatir.
Los persas no faltaron a la cita.
6)- Es la guerra.
La guerra
es el padre de todas las cosas
Heráclito
A fines de Mayo del 480 AC Jerjes ordenó poner en marcha a la aplanadora
persa. En Julio estaba en Tesalia. Eficiencia persa. La aplanadora avanzó
hacia el Sur - hacia Atenas - mientras la flota la acompañaba siguiendo
la costa. Sincronización persa. De pronto, estalló una feroz tormenta
que hundió a 400 barcos de la flota de Jerjes. Suerte griega.
Y ahora, les pediría que, por favor, tomen un mapa de Grecia. Me temo que no puedo contar lo que sigue sin la ayuda de un mapa. Por si no tienen uno pasablemente práctico a mano, incluyo aquí un pequeño esquema que, espero, podrá servir.
Después de la tormenta, la flota de Jerjes siguió navegando. De
pronto, al llegar a Artemisión, se topó con la Armada griega.
Al verla, los persas desconfiaron. ¿Sólo 270 barcos? No podía
ser. Tenía que haber alguna trampa. En alguna parte tenían que
estar las demás naves helenas. Era una trampa, sin duda. ¿Acaso
el Servicio Secreto no había estado constantemente diciendo algo acerca
de una trampa de Temístocles?
La verdad es que no había ninguna trampa y, en cuanto a Temístocles, el pobre hombre debía estar de un humor de los mil demonios. Por esas cosas que tienen las alianzas político-militares, se había decidido que el comandante de la flota sería el espartano Euribíades. Temístocles sólo había llegado a ser el primer estratega.
La idea de Euribíades era simple: había que parar a los persas
y derrotarlos. Para eso había dos lugares óptimos:
1)- Artemisión, que es la entrada al canal que separa la isla de Eubea
del continente y
2)- Las Termópilas, que es un sitio de la ruta por tierra hacia Atenas
en dónde las montañas se acercan tanto al mar que apenas si queda
un estrecho desfiladero muy fácil de cerrar.
Por lo tanto, plan de batalla, según Euribíades:
· Cerrar las Termópilas y frenar al ejército persa por
tierra.
· Destruir la armada persa en Artemisión.
· Llevar las fuerzas liberadas luego de la batalla naval de Artemisión
hasta las Termópilas y tomar al ejército persa entre dos fuegos.
Así de fácil.
Así de imposible. El buen Euribíades era un gran soldado, de un coraje a toda prueba. Pero era espartano y sabía tanto de batallas navales y de barcos como sólo puede saber un eximio General de infantería. Temístocles debe haberse agarrado la cabeza con ambas manos. Pretender el cierre de Artemisión con 270 barcos - frente a 800 del enemigo - es algo así como tratar de cubrir el arco dejando solo al arquero frente al avance masivo de los diez jugadores del equipo contrario.
De hecho, cuando apareció la Armada persa, hasta Euribíades tuvo que darse cuenta de que no podía ni soñar con ganar una batalla naval en Artemisión. Los barcos griegos tuvieron que limitarse a navegar de un lado para el otro en el estrecho, haciendo fintas pero sin presentar batalla.
La situación se puso descabellada. El ejército griego ya estaba apostado en las Termópilas. Si se abandonaba Artemisión, la flota enemiga podía meterse en el canal y tomar a las Termópilas por el flanco. Si no se abandonaba Artemisión, el ejército persa quedaba libre para atacar a las Termópilas y - en caso de abrirse paso - terminaría colocándose a las espaldas de la flota griega.
![]() |
Barco de la época
|
Por suerte para los griegos, la situación también resultaba endiabladamente compleja desde la óptica persa. Mientras la Armada persa observaba con desconfianza los ridículos 270 barcos de Termístocles, el ejército persa, en su avance hacia el Sur, se topó con las vallas que cerraban el paso de las Termópilas. La aplanadora de 175.000 hombres se detuvo. Jerjes analizó la situación y se rascó la barbilla. ¿Cuántos hombres podía haber detrás de esas vallas? El lugar estaba lleno de bosques y podría haberse escondido en ellos, tranquilamente, a todo un ejército. ¿Dónde estará el resto de la flota griega? ¿Qué puedo hacer? Si fuerzo el paso por Artemisión, y es una trampa, pierdo mi flota. Si ataco las Termópilas, y en ese lugar los griegos tienen 30.000 hombres, pierdo el ejército.
Durante días enteros las dos fuerzas estuvieron allí, frente a frente, midiéndose, observándose y estudiando el tablero de ajedrez. Euribíades rompiéndose la cabeza buscando una forma de batir a los persas en Artemisión. Temístocles sudando sangre y rezando a todos los dioses para que las Termópilas resistiesen. Jerjes mandando espías para todos lados tratando de enterarse del plan griego. Pasaron cuatro días.
Por fin, Jerjes se cansó y decidió tomar la iniciativa. Ordenó a parte de su flota rodear la isla de Eubea, entrar al canal por el Sur y atacar a la Armada griega por la retaguardia. Simultáneamente, dispuso que la aplanadora forzase el paso por las Termópilas al precio que fuese.
Los persas se pusieron en marcha.
7)- Los espartanos.
A lo largo de las últimas páginas muchos se habrán preguntado dónde están los espartanos. Hemos hablado de Arístides, de Temístocles, de Atenas, de Delfos y, en suma, de media Grecia. ¿Y los espartanos? Pues ahora vienen. Mejor dicho: ya están allí. En las Termópilas.
Lo que pasa es que lo que sigue no tendría sentido si no hubiésemos trazado un cuadro medianamente detallado de toda la situación. Ciertos hechos, ciertos acontecimientos, ciertos actos de algunos seres humanos son tan grandes que quitarlos de contexto implica desmerecerlos sin remedio. Robarles el sentido.
Por eso es tan fácil pararse y perorar acerca de que este o aquél acto heroico carece de sentido y llegar, por extensión, a afirmar que todos los actos heroicos son, al fin y al cabo, una reverenda estupidez. Ese es el criterio imperante hoy en día. Hoy se festeja más al cobarde que sobrevive que al valiente que se sacrifica para que otros puedan sobrevivir. Es que el beneficio emergente del acto del cobarde resulta inmediato y su motivación es obvia: quiere salvarse y lo logra. No hay ninguna dificultad para entender eso. Que, en ello, muchas veces deja el honor por el camino es algo que sólo importa a quienes saben en absoluto qué es el honor. Nuestra época ya no lo sabe. Por eso no entiende y hasta desprecia a los valientes cuando se encuentra con ellos fuera del cine y de la pantalla del televisor.
Sucede que el "beneficio" que obtiene el valiente, en primer lugar, no es para él; en segundo lugar, no es inmediato sino que puede llegar a surgir años, décadas o siglos más tarde - y hasta puede no surgir en absoluto - y, en tercer lugar, su motivación es compleja, enmarañada, a veces hasta muy probablemente subconsciente. Nunca obvia. Nunca evidente.
Un acto heroico es ininteligible para quienes han nacido con un espíritu ruin. Es incomprensible para quienes no ven nunca más allá de su propio provecho. Un héroe de carne y hueso es un enigma de siete sellos para quien vive sumergido en lo cotidiano. Un acto heroico es perfectamente "inútil". Un acto heroico es siempre "en vano". Las explicaciones que se le encuentran después son siempre fortuitas y, a veces, hasta forzadas. Entenderlo no es una cuestión de raciocinio. Es una cuestión de resonancia. Ante un acto heroico vibran solamente quienes - sea en la medida en que fuere -tienen el heroísmo en la sangre. Los demás quedan afuera. Como convidados de piedra. Vociferando peroratas acerca de la "insensatez", la "locura" y hasta la "irresponsabilidad" de quienes se arriesgan y se atreven.
El heroísmo es música para músicos; poesía para poetas; mística para místicos. Los que han apagado la chispa divina de lo heroico en sus corazones se vuelven sordos e insensibles para apreciarlo.
Por eso, si entre ustedes hay alguien que piensa que un Hombre que se deja cortar en pedazos por cumplir con su Deber es un idiota; si alguno de ustedes llamaría estúpido a un Hombre que arriesga absolutamente todo lo que tiene para que este mundo se vuelva solamente un poco menos miserable de lo que es; si alguno de ustedes está convencido de que el Hombre que muere sin tener un beneficio inmediato a la vista es un loco irresponsable; a ése hipotético lector sólo le pido una cosa: no siga leyendo. Lo que viene ahora no es para Usted. No lo entendería. Y, perdóneme por decírselo tan brutalmente, pero estoy seguro de que, al final, hasta terminaría ensuciándolo. Sin embargo, para que no me eche en cara que le robo el final de la historia, voy a romper todas las reglas del suspenso y se lo cuento ya: los persas fueron derrotados. No fue fácil, pero al final terminaron perdiendo. ¿Conforme?.
¿Cómo? ¿Que, entonces los héroes se justifican porque obtuvieron la victoria?. No, mi amigo. Justo lo contrario. La victoria, como casi todas las victorias, la obtuvo la diosa Fortuna y un par de personas inteligentes. Los héroes fueron derrotados.
Y ahora sí, por favor, deje de leer ...
**************
Detrás de las vallas que cerraban el desfiladero de las Termópilas
había apenas 7.000 griegos. Los comandaba el rey de Esparta, Leonidas,
que había traído consigo a 300 espartanos.
![]() |
Leónidas
|
Cuando los exploradores persas inspeccionaron la zona para averiguar el número de las fuerzas griegas, lo único que consiguieron ver fue, precisamente, a los espartanos. Estaban delante de la valla. Delante. No detrás. Habían apoyado sus armas contra el muro y algunos hacían gimnasia mientras los otros se peinaban el cabello.
Cuando se informó de esto a Jerjes, el Gran Rey no entendió nada. Tuvieron que explicárselo: los espartanos, antes de combatir, hacían gimnasia para estar en forma y, antes de morir, se arreglaban como corresponde porque en Esparta no se estilaba ir a la muerte hecho un zarrapastroso. Jerjes creyó que era una bravuconada. Se equivocó.
Cuando, al quinto día, dio la orden de ataque, la aplanadora persa de 175.000 hombres se estrelló contra la formación griega. Hora tras hora, oleada tras oleada, a lo largo de todo el día, las formaciones de los medos y los quisios del ejército persa trataron de romper el frente heleno. En vano. Clavados en sus puestos, los griegos resistieron como un bloque de granito y causaron terribles bajas, sobre todo entre los medos.
Jerjes montó en cólera. Al día siguiente decidió lanzar sus mejores tropas. Según cuenta la leyenda, les decían "Los Inmortales" porque su número era constante: a las bajas producidas por el combate o por la enfermedad se las cubría inmediatamente. De este modo, el número del contingente era siempre estable. Ascendía a 10.000 hombres.
Y tampoco pudieron. Sus lanzas eran más cortas. No tenían espacio para maniobrar a fin de hacer valer su número. Además, no tenían ni el adiestramiento ni la disciplina de los lacedemonios. Durante la batalla, los espartanos jugaron con ellos al gato y al ratón, empleando una táctica que, más tarde, sería la favorita de Atila y sus hunos: a la vista de un ataque enemigo, las tropas espartanas simulaban batirse en retirada como presas del pánico. El enemigo, creyendo que huían, se les tiraba encima desordenadamente. En el último momento, sin embargo, las formaciones espartanas daban media vuelta, tomaban posición y se lanzaban al ataque tomando a todo el mundo de sorpresa. Los perseguidores, antes de darse cuenta, se transformaban en perseguidos. La mayoría de ellos, en perseguidos muertos.
![]() |
Las Termópilas
Desfiladero cercano al lugar de la batalla |
A lo largo de todo el segundo día los persas, con sus tropas de élite, trataron de forzar la resistencia de los griegos. Sin éxito. Las vallas seguían allí y, delante de ellas, los espartanos encabezados por Leónidas no cedieron ni un milímetro. Iban 48 horas de combate. Desde el amanecer hasta la caída del sol. Oleada tras oleada. Escaramuza tras escaramuza. Combate tras combate. Sangre. Muertos. Gritos. Órdenes. Ataques. Retiradas simuladas. Contraataques. Maldiciones. Amigos que caen bañados en sangre. Camaradas de toda la vida que se tiran contra el enemigo y terminan atravesados por dos, tres, cuatro lanzas. Heridos que gimen antes de morir. Estertores. Alaridos. Ruido. Sangre. Más muerte.
Pero nadie abandona su puesto. Al camarada que cae adelante lo vengan los que vienen atrás. La formación resiste. La formación aguanta. La formación da un paso al frente y ataca. La formación se cierra. Los persas se estrellan contra la falange erizada de lanzas. No pasan. No pueden pasar. No deben pasar. Si pasaran, quedarían a la retaguardia de la flota.
No pasaron. Cayó la noche y Jerjes tuvo que admitirlo: estaba atascado. Atascado en Artemisión. Atascado en las Termópilas. ¿De qué sirven 175.000 hombres si no se tiene entre ellos a un Leónidas con 300 espartanos? ¿De qué sirve el número cuando no se tiene la calidad? ¿De qué sirve llamar "inmortales" a un cuerpo de ejército solamente porque siempre son 10.000, cuando ninguno de ellos tiene verdadera vocación de gloria? ¿Para qué sirve la masa de un Imperio? ¿Para qué sirve la muchedumbre?
![]() |
Los "Inmortales"
|
Los persas - los auténticos persas - eran, en realidad, tan escasos como los espartanos. Se habían conquistado un Imperio y ahora arreaban delante de si a una masa de otros Pueblos, con la esperanza de lograr la fuerza por la cantidad. ¡Oh la cantidad! Esa eterna ramera que ha engañado a tantos grandes hombres. ¡Cuantos han pasado por alto el hecho que la Naturaleza sólo produce la cantidad para tener la oportunidad de elegir a los mejores!
Jerjes, sin duda, se dio cuenta de ello después de 48 horas de mandar a una masa a estrellarse contra las aristas de un diamante. Estaba realmente empantanado. Pero, quizás... la parte de la flota que debía circunnavegar Eubea... si tan sólo pudiese conseguir tomar con ella a los barcos griegos entre dos fuegos... O desembarcar y tomar las Termópilas por el flanco... Quizás...
Al tercer día hasta esta esperanza se le desvaneció. Los barcos que debían dar la vuelta a Eubea fueron sorprendidos por otra tormenta y no quedaba ya casi nada de ellos. ¡Cochina suerte griega!
Las opciones se reducen. En realidad, queda sólo una: ¡forzar las Termópilas! Es la única forma de saber si Artemisión es, o no, una trampa. Después de dos días enteros de combate estos griegos tienen que estar cansados. ¡Forzosamente tienen que estarlo! ¡Manden todo lo que tenemos! Muertos o vivos pero los quiero ver al otro lado de esas malditas vallas! ¡Al precio que sea!
La aplanadora persa volvió a ponerse en movimiento. Volvió a mandar oleada tras oleada con una monotonía tan aburrida como macabra. Los mejores hombres trataron de arrastrar detrás suyo a la masa para abrir una brecha, aunque fuese mínima.
Imposible.
Las formaciones griegas resisten. Los espartanos parecen estar en todas partes y, dónde están, los otros los imitan. Las formaciones permanecen cerradas. No hay un hueco en toda la línea y, cuando lo hay, es una trampa que se traga decenas y decenas de persas. Los mejores hombres de Persia caen en primera fila y los que vienen detrás no están a la altura de sus jefes. La masa vacila. Retrocede. Los griegos atacan. Retirada. No se puede. Es imposible.
![]() |
Las termópilas
|
Tres días de combate. Tres largos días de lucha, sangre, muertos, esfuerzo, jadeos, lanzazos, gritos, marchas y contramarchas. Órdenes y contraórdenes. Tensiones sobrehumanas y breves minutos de relajamiento. Luego, otra vez a lo mismo. Mi amigo murió anteayer. Tu hermano cayó ayer. El camarada que hoy por la mañana compartió con nosotros el pan está agonizando. ¿ Cuando me tocará a mí? ¿Cuándo te tocará a ti? ¿Cuanto tendremos para vivir todavía? ¿Cuanto tiempo? ¡Oh dioses! ¿Por qué la vida de un hombre estará atada a un tiempo y ni siquiera podemos saber de cuanto tiempo disponemos?
Y en ese momento, cuando - según Heródoto - el Gran Rey ya no sabía cómo salir de la situación, un factor inesperado vino en su ayuda. Apareció un traidor. Siempre aparece un traidor.
Apareció un griego que le reveló el camino por el cual se podía rodear a las Termópilas y llegar a espaldas de Leónidas y su gente. Yo lo llamo traidor pero sé que hoy muchos lo llamarían tan sólo un tipo inteligente. La recompensa debe haber sido jugosa. Lo que no sé es si la disfrutó. Murió asesinado.
Jerjes destacó a su General Hidarnes con un ejército para que avanzara por el paso que el traidor había revelado y apareciese por la retaguardia de Leónidas. Hidarnes juntó a sus hombres y partió al anochecer. Marchó durante toda la noche y a la mañana del día siguiente estaba del otro lado. Arriba de la montaña pero ya a espaldas de Leónidas. Consiguió engañar a los focenses encargados de guardar ese paso y amenazaba ya con atrapar a los espartanos entre dos fuegos.
Al amanecer, en el campamento griego podía verse la larga fila de enemigos descendiendo de la montaña. Era el fin. Pocas horas más y el camino a Atenas quedaría cerrado. Las Termópilas se convertirían en una trampa mortal.
Leónidas supo entonces que le quedaba poco tiempo. Muy poco tiempo. Es probable que haya sabido también que, en ese instante, Grecia estaba en sus manos. Los 7.000 hombres de su ejército original era toda la infantería que se había podido movilizar. Todos los demás estaban sobre los barcos, en Artemisión. ¿Dar una batalla hasta el último hombre? Se perdería todo el ejército. La Armada quedaría sola frente a los persas. Seria el fin; el fin definitivo de toda Grecia. ¿Retirarse?, ¿Huir?. También sería el fin. La Armada también así quedaría sola. El ejército, en campo abierto, no tendría ninguna oportunidad contra la aplanadora.
Leónidas levantó la cabeza, vio el sol que nacía, escuchó los augurios -que eran pésimos - se enteró de que algunos griegos de entre los presentes estaban pensando en retirarse, miró a sus hombres, y con voz tranquila comenzó a dar órdenes. Cortas, concisas, precisas y secas. ¡Oh el laconismo espartano!.
![]() |
Brian Palmer |
Avisen a la Armada. Que deje Artemisión y que vaya al Sur lo antes posible. No puedo mantener a las Termópilas por mucho tiempo más. La pienso mantener hasta que los barcos estén a salvo. ¡Pero que la marina se mueva!¡Y rápido! En cuanto al ejército: todo el mundo me levanta campamento y se retira hacia el Sur mientras el camino todavía está libre. Los tebanos se quedan. Esparta se queda. Los demás: ¡fuera de aquí!. ¿Alguna pregunta?
No hubo preguntas. Pero 700 tespios no se fueron. Le pidieron a Leónidas su autorización para quedarse y tener el honor de morir con él. ¿Locura?, ¿Histeria colectiva? ¿Insensatez? Dejemos que los enanos respondan a esa pregunta si es que pueden. Dirán que es sí de todos modos. Incapaces de una actitud semejante, su único recurso es denigrarla. Lo que sucedió aquella mañana con los tespios en las Termópilas fue simplemente el fenómeno de resonancia. ¿Esparta se queda? Pues Tespia se queda también, ¡qué tanto embromar! Entre valientes el coraje es contagioso.
A las diez de la mañana de ese día comenzó el último acto en las Termópilas. Poco a poco y lentamente, los barcos griegos fueron desfilando. Sobre las cubiertas, los remeros y los marineros que navegaban hacia el Sur seguramente habrán mirado hacia el desfiladero con una angustia sorda en el corazón. Más de uno habrá inclinado la cabeza en señal de admiración y respeto. Quizás alguno dejó caer una lágrima. Seguramente más de uno masticó una maldición.
Porque allá, en las Termópilas, Leonidas y sus espartanos no esperaron a que llegara Hidarnes y se cerrara la ratonera por delante y por detrás. Salieron, se pusieron en formación de combate sobre una lomada delante de las vallas y avanzaron contra las tropas de Jerjes. ¿Quedó claro? ¡Contra las de Jerjes! Es decir; se lanzaron ¡hacia adelante! Ni siquiera intentaron forzarlo a Hidarnes a presentar batalla. De haber atacado a Hidarnes quizás podrían haber tenido alguna remota esperanza de salir de la ratonera hacia el Sur, hacia Atenas.
Pero, en este tipo de situaciones, una "remota esperanza" no es una opción para un hombre de honor. Leonidas, sus espartanos y los tespios estaban más allá de toda especulación. No se trataba de ponerse a jugar a la ruleta con esperanzas. Se trataba de algo similar a lo que sucedió en medio de la batalla de Waterloo cuando el Mariscal Ney se puso a juntar las tropas dispersas y en retirada gritándoles: "¡Vengan a ver cómo muere un mariscal de Francia!". Se trataba del final. Y cuando llega el final, los hombres de verdad siempre quieren que sea a toda orquesta.
Lo fue.
![]() |
La falange
|
Los persas cayeron sobre los espartanos como langostas. Pero esta vez los jefes persas no iban adelante. Venían atrás, arreando a la masa. ¡A latigazos! Heródoto nos cuenta que a la masa del ejército persa hubo que empujarla a los latigazos para que enfrentara a los espartanos. Arreados como una manada de búfalos, muchos persas cayeron al mar. Otros perecieron pisoteados por su propia tropa.
Los espartanos resistieron a pie firme la avalancha hasta que se les quebraron las lanzas. Después, desenvainaron sus cortas espadas y se tiraron sobre el enemigo.
Ése fue el momento en que cayó Leonidas.
Alrededor de su cadáver se produjo un tumulto infernal. Los espartanos defendían el cadáver mientras miles de persas trataban de llegar hasta él.
![]() |
Lomada que lleva hacia el sitio
de las Batalla Final
Vista del sitio en la actualidad |
Dos hermanos de Jerjes: Abrocomas e Hiperantes, cayeron muertos en el mismo lugar. Y, aunque parezca increíble, los espartanos llegaron a rescatar el cadáver de su Jefe. No sólo eso: batieron a los persas en retirada cuatro veces. ¡Cuatro veces!
Pero, por último, llega Hidarnes y es - definitivamente - el fin. Para no quedar completamente entre dos fuegos, el puñado de tespios y espartanos que aun resiste se repliega contra un farallón. De espaldas al mismo, deben soportar una lluvia de proyectiles. Sí: ¡proyectiles! Más de 100.000 hombres contra un centenar, apretado contra la espada y la pared en el más literal de los sentidos, y todavía se los remata a flechazos y a lanzazos.
¿Es que todavía los persas no se atrevían a acercarse?
![]() |
El sitio de la Batalla Final con
la piedra de la inscripción
|
No. No se atrevieron. Esa es la verdad. Hasta el día de hoy los enanos no se atreven a acercarse a un gigante y se conforman con escupirlo de lejos. Siempre ha sido así. Desgraciadamente, quizás siempre siga siendo así. Pero en los gigantes derrotados de antaño los gigantes de mañana hallarán un espejo en el cual mirarse y reconocerse. Y, algún día, cuando hayamos llegado al fondo de la decadencia, la estupidez, la hipocresía, la falsedad, la mentira, el egoísmo y la mediocridad; cuando el mundo entero esté convertido en un ciénaga infame que devorará y corromperá hasta a los mismos idiotas que la han producido; cuando los seres humanos nos hallemos como Leónidas, con los caminos cerrados por delante y por detrás; ése día ¡Oh Dioses! ¡Cómo quisiera vivir para ver ese día! ese día los enanos se arrastrarán de rodillas a los pies del último gigante y llorando le implorarán que los salve.
Y el último gigante mirará hacia las Termópilas y los salvará. Aún a riesgo de que, una vez a salvo, los pequeños energúmenos mediocres terminen escupiéndolo a él también. Porque para eso están los gigantes. Para eso son héroes. Por eso existen. Por eso, hace ya más de 2400 años, alguien colocó un león de piedra sobre la tumba de Leónidas. Por eso, desde hace más de 2400 años, los que pasan por el lugar en que se batieron los 300 espartanos se encuentran con aquella vieja, triste, terrible pero hermosa inscripción:
Viajero:
Si vas para Esparta, dile a los espartanos
que aquí yacen sus hijos,
caídos en el cumplimiento de su deber.
Hace más de 2400 años esta inscripción le grita su mensaje
al mundo desde la tumba de aquellos gigantes, y en todo ese tiempo muy pocas
personas demostraron entender realmente su significado.
Quizás, en los próximos 2400 años serán algunos más.
Quisiera creerlo.
Creo que - al menos en parte - por eso escribí este libro.
![]() |
Monumento a Leónidas y
a los caídos en las Termópilas
(Erigido por el Rey Pablo de Grecia en 1955) |
![]() ![]() ![]() ![]() |
|||||
|
|
|
|
|
|
Dénes
Martos - Los Espartanos
|