5. FE Y JUSTICIA: DELICADO EQUILIBRIO
Como
ya adelanté en los capítulos uno y dos, el rasgo común de las teologías
actuales ha sido su tendencia a trasformar la religión en una ética social,
una política o incluso una ecología. En este capítulo intentaré examinar más
detenidamente este fenómeno en cuanto afecta a la vida religiosa contemporánea.
Muchos
teólogos modernos presentan la religión cristiana atendiendo más al modo como
tratamos a nuestros congéneres que al modo como nos relacionamos con Dios. Esta
tendencia es más evidente en las teologías de la “muerte de Dios” de la década
de los 60, pero sigue manifestándose todavía en las obras de algunos teólogos
católicos alemanes y holandeses, en la teología de la esperanza, en la teología
feminista y negra, en la teología de la liberación y, más recientemente, en
algunas teologías de la creación que se interesan por la ecología. Estas
nuevas teologías incitan a la construcción de un mundo de libertad, de
igualdad y justicia, y critican a la teología clásica por su interés en lo
extramundano y su elitismo social.
Mucho
de esto está tomado directamente de Marx, cuyo pensamiento tiene sus raíces en
la Ilustración y en sus tendencias secularizantes. La crítica de Marx a la
religión, como epifenómeno pasajero, se derrumbó últimamente, como lo han
mostrado recientes acontecimientos de Europa Oriental, pero había tenido
efectos saludables. A su aguijón se ha debido, en parte, que la Iglesia haya
centrado su interés en la opción preferencial por los pobres.
Dejando de lado su ateísmo y otros excesos, hemos de agradecer al
marxismo por ayudar a la Iglesia a bajar a tierra, a desempolvar la teología de
la encarnación, a rebajar el tono de una visión cándida de la escatología y
a señalar el pecado en sistemas e instituciones. Por otro lado, hay que
conceder también que su influencia en el interior del cristianismo no ha sido
del todo beneficiosa. Algunas gentes de Iglesia, especialmente algunos miembros
de congregaciones religiosas, han abrazado, bastante acríticamente, algunos de
los puntos de vista y actitudes marxistas más cuestionables. Es muy importante
para el futuro de la vida religiosa en la Iglesia que se examinen y evalúen los
aspectos, positivos y negativos, de ese vuelco hacia la ‘paz y justicia’.
Se
queja el teólogo J.M.R. Tillard, o.p., de que algunos religiosos dedicados a la
paz y la justicia, consideran como central para el cristianismo la tarea de
trasformar lo humano, dando la impresión de estar completamente seducidos por
el ideal del reino terreno (1). El cambio social, los derechos humanos, la
igualdad de oportunidades y la erradicación de la pobreza son para ellos no sólo
algo importante, sino su interés absorbente.
Quizá
suene duro lo que digo, pero me parece que algunos obreros de la paz y la
justicia, a semejanza de Marx, han perdido de vista el sentido profundo del
cristianismo y la esperanza en la Resurrección. Debido, en parte, a la falta de
fe en las realidades escatológicas y ultramundanas, han sentido la necesidad de
buscar un espacio enteramente terrenal para su pasión. Como lo señalé‚
arriba (capítulo primero), siguen hablando de Dios y citando las Escrituras,
pero en sus labios ese lenguaje parece frecuentemente una cobertura mítica, un
vehículo simbólico con el que motivar a la gente a comprometerse en la tarea
que es para ellos más importante: la reforma social, económica y ecológica.
Hablan
a menudo de la necesidad de “construir el Reino” e insisten en que “la
salvación debe comenzar en la tierra”, pero rinden un tributo exclusivamente
verbal a los aspectos escatólogicos del Reino y de la salvación. Sintonizan más
con la acción social y con la política que con la piedad, la oración de
petición o la alabanza del Señor. Abrazan la mayor parte de las causas
sociales del momento, sean liberales o radicales, critican al neoconservadurismo
como un escapismo, aunque ellos guardan silencio sobre algunas cuestiones
morales, como el aborto. Tienden a abandonar, como avergonzados, “el
ministerio exclusivamente sacramental” y en ocasiones trasforman la liturgia
en una manifestación política. Menosprecian la mortificación personal porque
es mera ascesis, que no tiene relación con el alivio de la condición de los
pobres. A veces parece como que no examinan suficientemente las implicaciones
negativas del tipo de libertad y tolerancia propio de la democracia contemporánea.
Algunos no parecen ser bastante conscientes de que, para los cristianos, como
recuerda el teólogo Gerald O’Collins, s.j., el Reino no viene de
la historia, sino que debe ser dado
a la historia. Una interpretación desequilibrada de la Encarnación los ha
conducido a una especie de reduccionismo y, a veces, incluso a un ateísmo implícito.
Para
que esta interpretación mía no parezca excesivamente severa, me apresuro a añadir
que me cuesta mucho criticar la forma que han dado algunos a la implicación
social de la Iglesia. Antes que nada, está claro que, a lo largo de toda
la historia, muchos sacerdotes, religiosos y religiosas se habían comprometido
siempre en todas las formas de acción a favor de los pobres. Prácticamente
ningún campo ministerial había sido desatendido por los religiosos y relegado
a los laicos. Religiosos,
religiosas y sacerdotes han consagrado sus vidas al rescate de cautivos, han
dirigido hostales y hospederías, han colaborado en la construcción de ciudades
y han enseñado el comercio a pueblos primitivos. El “seguimiento de Cristo (sequela
Christi) no sólo tiene que ver con ‘el otro mundo que vendrá el último
día cuando Cristo entregue el Reino a su Padre’ (1Cor 15,24-28). Se refiere
también a este mundo que está destinado a ser cambiado, o en palabras de
Tillard, “un mundo trasformado en
otro”, un mundo en el que la humanidad llegue a ser lo que Dios quiso que
fuera, sustentada en la paz, la justicia y el amor mutuo”(2). Pero la nueva
teología de la vida religiosa ha invertido la estricta jerarquía de los fines
que caracterizaba la misión de las congregaciones religiosas, y que daba la
primacía al esfuerzo por la santidad personal por encima del ministerio a favor
del prójimo.
En
segundo lugar, estoy muy de acuerdo con las palabras del Papa Juan Pablo II
cuando escribe a los obispos del Brasil el 9 de abril de 1986 diciéndoles que,
como extensión de la teología clásica, cierta forma de la teología de la
liberación, es necesaria. No deseo, de ningún modo, proporcionar a ciertos
sacerdotes y religiosos falsas excusas para evitar las cuestiones de justicia
social. En el mundo de hoy, donde los grandes adelantos en el análisis social y
en las comunicaciones nos permiten ser muy conscientes de las gravísimas
injusticias existentes, el compromiso con el ministerio de la paz y la justicia
puede ser la “prueba tornasol” de la auténtica fe cristiana. A veces se
requerirá el compromiso directo del religioso en una acción política.
Más
aún: en mis visitas personales a Perú, Brasil, México y Filipinas, he entrado
en contacto con tierras y pueblos saqueados por la corrupción de los líderes
políticos y por la insaciable rapacidad de las corporaciones multinacionales.
Me he conmovido ante el entierro de niños que morían porque sus padres no tenían
la educación más rudimentaria para proporcionarles la atención higiénica o médica
más sencilla. He tenido que aguantar los olores de las “cortiçoes” de Sâo Paulo, donde familias enteras viven en la mísera
estrechez de una sola habitación. Me he sentido sacudido por los libros de Gutiérrez,
Sobrino y otros teólogos de la liberación, así como por las reflexiones de
Thomas E. Clarke, s.j., sobre el sentido teológico profundo de la opción por
los pobres(3). Yo también deseo, como el P. Clarke, que la Iglesia se trasforme
en una comunidad de anawim -el término
bíblico para los pobres sociales que ponen su confianza en Dios- para bien del
mundo.
El
Papa Juan Pablo II visitó el Brasil en octubre de 1991. Las escenas de la
visita resultaron particularmente conmovedoras. Como es habitual en estas
visitas papales, lo más conmovedor fue su encuentro con los jóvenes. Reunidos
a su alrededor en Salvador, la capital de la pobre región norteña de Bahía,
había 30,000 muchachos. A medida que iba hablando, los muchachos se sentían
sobrecogidos de emoción y por sus mejillas comenzaron a correr las lágrimas.
Dijo que el mundo no será civilizado mientras los niños no sean felices,
mientras no puedan reír y jugar todos. Que hay que dejar de aprovecharse de
ellos con la pornografía, la prostitución y el mercado de drogas. Que se debe
hacer todo lo posible para que todos tengan comida suficiente y ya no necesiten
vagabundear por las calles como bandas de lobos. Los niños no deberían ya ser
encerrados en reformatorios que no sirven para reeducar sino simplemente para
enseñarles nuevos vicios antes de ser abandonados nuevamente en los callejones
de Sâo Paulo.
También
en los Estados Unidos existe la pobreza, pero en una escala completamente
diferente de la que se encuentra en ciertas partes de Brasil, Bangladesh o
Filipinas. Norteamérica no puede ser verdaderamente grande, a menos que lidere
la causa de los pobres ante la familia de las naciones. En este campo nuestros
pecados son de omisión. Miramos un momento y nos conmueve lo que vemos, pero
luego apartamos nuestra vista, nos distraemos y cambiamos de tema de conversación.
Es
por esta razón que los religiosos se han interesado vivamente por los pobres y
los marginados, por eso se han zambullido en la acción social y consideran que
es prioritaria la tarea de trasformar el mundo, en el sentido de remediar la
pobreza y restaurar la dignidad humana, en un momento en el que, por primera
vez, los recursos del mundo parecen ser los adecuados para realizar esa tarea.
Cuando uno se encuentra personalmente con gente que está sufriendo y lee en sus
ojos la súplica de auxilio inmediato, todo lo demás queda resulta perezosa
teoría. Cuando ves a una familia entera viviendo en una miserable habitación,
¿cómo puedes sentirte cómodo siendo dueño de toda una casa habitación?
Como
consecuencia de esto, grupos
enteros de religiosos han puesto su residencia en favelas
para estar con los pobres, para compartir y mejorar su condición. Sus
intenciones han sido admirables y su valor, compasión y celo, fuera de discusión.
Pero, como en todas las aventuras, grandes o pequeñas, ha habido un lado
oscuro. Algunos se han radicalizado y han abrazado las hoy
anticuadas doctrinas marxistas de la lucha de clases, que postulan el
enfrentamiento y la violencia. Otros, aunque evitaron la tentación de la
violencia, quedaron con todo subyugados por alguna forma ideológica de análisis
estructural que les llevó a sobrestimar los aspectos políticos del
cristianismo. Algunos vieron zozobrar su propia vocación en el intento de
compartir todas las vicisitudes de la vida de la gente, quedándose hasta muy
tarde en la noche comiendo y bebiendo con ellos, celebrando sus fiestas y
llorando sus duelos. Extenuados, llegaron a descuidar la oración, el
recogimiento en la soledad y la práctica de los ejercicios comunes. Con el
tiempo un buen número abandonó su congregación alegando que el aspecto
“espiritual” de su compromiso había perdido sentido y ya no tenía
importancia; que mantener una unión personal con Dios era algo simplemente
demasiado individualista porque lo apartaba
a uno de la tarea principal: la reforma social. Ahora bien, privados de esta
fuente primaria de fuerza, se “consumieron” espiritualmente y entonces la
causa misma de la justicia social se quedó sin voceros. Fenómeno del cual
incluso revistas no religiosas, como el U.S.
News and World Report, tomaron nota con tristeza.
Precisamente
porque el empeño social es tan
importante para la Iglesia, sucede que corre el peligro de convertirse en un ídolo
para ella. Por lo mismo que la Iglesia intenta mejorar la condición terrena de
los oprimidos, los que están comprometidos en esa tarea fácilmente pueden
sucumbir a la tentación del secularismo. Porque está tan estrechamente
concentrada en el esfuerzo por trasformar la mala suerte de los demás, puede
hacernos perder de vista al Totalmente Otro.
Para
ser verdaderamente social, la acción debe
tener un centro religioso. Debe poner sus raíces en la afirmación de Dios,
estar centrada en el Evangelio y brotar de una profunda vida de oración. Debe
estar enraizada en una espiritualidad que no sólo sostenga al trabajador
social, sino que le proporcione también las bases para una preocupación social
auténtica.
Al
predicar la preocupación por los pobres y la identificación con ellos, debemos
guardarnos de la tentación, siempre presente, de reducir la humanidad a sus
dimensiones puramente económicas o políticas con exclusión de la religiosa.
La política trata primordialmente de nuestra relación mutua. La religión se
interesa primordialmente por nuestra relación con Dios. La vocación principal
de todo cristiano, rico o pobre, está en adorar y dar gracias al Señor y
celebrar la gloria de Dios. Los pobres mismos tienen viva conciencia de esto.
También ellos están hechos para lo infinito y lo eterno. También ellos tienen
ansia de Dios, como la cierva tiene ansia de las aguas vivas. Su corazón, como
el nuestro, está inquieto hasta descansar en el Señor.
Ir
a los pobres sólo con la promesa de justicia o con dinámicas destinadas
exclusivamente a establecer reformas estructurales o agrarias es como
subestimarlos. Esto no significa que, al trabajar con ellos, debemos limitarnos
a consideraciones sobre la oración contemplativa o la visión beatífica.
Significa que no podemos quedarnos al nivel del mejoramiento material y del
apoyo emocional. Tenemos que ir a ellos con un don mayor. Más aún, debemos ir
a ellos para recibir nosotros ese don mayor. Ya que, siendo ellos los elegidos
del Señor, aprenderemos primero y fundamentalmente por medio de ellos, a
conocer quién es el Señor.
El
marxismo y otros humanismos semejantes fallan, en última instancia, porque
ignoran o niegan que el imperativo social no puede mantenerse en pie sin
referencia a una base religiosa. Como observaba Karl Rahner en su artículo Ateísmo en Sacramentum Mundi:
sólo la fe en un Dios Creador puede fundamentar y establecer el carácter
absoluto de nuestras exigencias morales. Los filósofos seculares, desde Marx y
Mill hasta John Rawls, profesor de Harvard, han intentado fundamentarlas en
consideraciones humanistas y han fracasado.
Como
la justicia ha sido siempre la bête-noire
(la bestia negra) de las teorías utilitaristas, los pensadores contemporáneos,
siguiendo a Rawls en su The Theory of
Justice, han resucitado las teorías del contrato social. Según estos
pensadores el lenguaje sobre la justicia entra en el mundo simplemente porque
los seres humanos no son burdos egoístas en busca de gratificación inmediata,
sino egoístas ilustrados, suficientemente inteligentes para saber que el
respeto a los demás es recompensado con la misma moneda. Se dan cuenta de que
tienen más probabilidades de evitar el sufrimiento si optan por un sistema en
el que cada uno esté dispuesto a sacrificar algunas de sus ventajas por la
felicidad del grupo. A lo que hay que objetar que, cuando las reglas de la
justicia están enraizadas en esos acuerdos hechos de mala gana, propios de
partidos interesados en sus cosas, ya no se experimenta la justicia como un bien
positivo sino sólo como un mal necesario. Así, la justicia se apoya sobre
bases precarias. Lo que a los cristianos nos empuja, en cambio, a actuar con
justicia y reverencia hacia el otro no es la razón kantiana, según la cual
todos somos libres, o las astucias de quienes estipulan un contrato, sino el
hecho de nuestra común dependencia creatural. La razón básica por la cual
podemos decir que todos somos iguales y tenemos una dignidad personal es el
hecho de que somos mantenidos en la existencia por un Dios que no necesita de
nosotros, pero que, movido de amor, nos ha formado a todos y cada uno de la nada
y a su misma imagen y semejanza. El llamado a la justicia social nace no de
acuerdos entre hombres y mujeres interesados en sus cosas, sino del hecho de la
creación; no nace de un contrato sino de la gratitud.
Esto
tiene sus consecuencias para el trabajo entre los pobres y oprimidos. A la vez
que rehusamos reducir la religión a meras preocupaciones seculares, también
reconocemos que el así llamado mundo secular es, él mismo, por el contrario,
profundamente religioso. El mundo es creación de Dios. Es el único lugar donde
podemos entrar en contacto con Dios y conocerlo. La misma revelación tiene que
manifestarse de alguna manera en la creación visible, a través de palabras,
libros, carne, instituciones. Si hemos sido creados por Dios, nuestro deber
primordial es amar a Dios, y nuestra segunda obligación consiste en atender a
aquellos a quienes el Señor atiende. Por consiguiente, toda cuestión social
es, en un sentido profundo, una lucha entre la idolatría y el culto del Dios
vivo. No debemos disociar completamente las cuestiones espirituales y las
sociales. Nuestra energía espiritual no la extraemos únicamente de un pozo
espiritual, para luego lanzarnos a tratar de las injusticias sociales. No. Fe y
justicia son las dos caras de una misma moneda.
Aunque podemos distinguirlas, no pueden separarse completamente.
Pero,
hay prioridades. Existe un equilibrio delicado. Jesús insiste en que lo que
hacemos por los pobres, los desnudos, los encarcelados, a Él se lo hacemos;
afirma con gran énfasis que lo encontramos sobre todo entre los oprimidos. Pero
también establece una distinción entre dos mandamientos estrechamente
relacionados entre sí. El primer mandamiento es amar a Dios con todo nuestro
corazón, y el segundo, -amar al prójimo como a nosotros mismos, es semejante
al primero. Los dos mandamientos están íntimamente unidos, pero el mandamiento
de amar a Dios y ser obediente al Padre es el primero, el más fundamental y básico.
El mandamiento de amar al prójimo es segundo, menos fundamental y
necesita del anterior como su fundamento.
Para
Jesús, aún más que la preocupación por los pobres, era de primera
importancia la unión de amor, de afecto, de obediencia al Padre. Aún más
esencial que el bienestar material del prójimo es mi adhesión personal (y la
adhesión personal de mi prójimo) a nuestro común Dios y Señor.
Los
pobres mismos saben esto por intuición. Si bien agradecen la ayuda de la
Iglesia en la lucha contra el poder corrupto, no desean que la religión se
reduzca a sociología, sicología o política. He visto pobres en Brasil salirse
de la iglesia cuando la liturgia tomaba tonos demasiado políticos. He conocido
iglesias en México que han perdido dos terceras partes de su comunidad cuando
el mensaje de acción social se volvía excesivamente estridente y sofocaba la
preocupación por nuestra relación con lo trascendente. He llegado a oír a un
sacerdote mexicano, demasiado metido en cuestiones políticas, cuando una mujer
le pedía que fuera a administrar
los sacramentos a su esposo moribundo, negarse, alegando que sus esfuerzos por
el cambio social no le dejaban tiempo para esas cosas. Si las sectas
fundamentalistas están avanzando en América Latina no es tan sólo porque
cuentan con un fuerte financiamiento de los conservadores, sino también porque
conceden tiempo a cada individuo, reciben a cada persona, colocan la relación
personal con el trascendente en el centro mismo de la religión y le cantan con
pasión.
Aunque
los pobres del tercer mundo ansían verse aliviados en sus necesidades y recibir
ayuda de la Iglesia, no quieren que la religión sea reducida a un mero estímulo
simbólico o sicológico para el cambio político. Su religiosidad popular se
funda claramente en la creencia de que el trato directo con Dios es posible. Está
empapada en un diálogo íntimo con el Señor, con María y con los santos.
Algunos
podrán objetarme que esto es así sencillamente porque todavía no se les ha
despertado la conciencia, y argumentarán que por eso mismo necesitan la
“concientización”. Pero esto es mucho presumir; peor aún, es dar por
probado lo que hay que probar. Si los pobres son, como lo sostiene la teología
de la liberación, el lugar privilegiado de la revelación divina, entonces
debemos escucharlos como son y como Dios les ha hablado antes de nuestra irrupción
en sus vidas. Debemos escuchar cómo responden ellos desde su pobreza. De otro
modo estaremos enseñando a los pobres a repetir nuestros argumentos y no
haremos más que escucharnos a nosotros mismos.
Creo
que, en su rechazo de un evangelio de la mera
acción social, los pobres nos están enseñando algo más. Nos están diciendo
que, si la religión no es ante todo apertura a una dimensión que trasciende al
mundo, entonces ha perdido todo su sentido; si es tratada únicamente como un
estímulo para la acción social, nunca podrá dar nacimiento al “ultimate
concern” (interés último) de Tillich.
Mi
segunda crítica respecto de los esfuerzos de paz y justicia, según se han
venido desarrollando en la práctica de la Iglesia y más específicamente en la
teología de la liberación, es que son demasiado ideológicos y no
suficientemente pragmáticos. La mayor parte de los recientes debates sobre
justicia social se centran casi exclusivamente en el análisis
de las estructuras, explicadas desde una perspectiva marxista. Como
resultado de ello, muchos trabajadores de justicia y paz han llegado a sostener
que la caridad directa sirve de muy poco para aliviar el sufrimiento humano y
que, de hecho, no hace más que mantener en vigor las estructuras malignas.
Aseguran que estas medidas deben ser reemplazadas por otras que den preferencia
al análisis social y a la reforma de estructuras, pues sólo esto tendrá efectos
amplios y duraderos. Con palabras de John Grindel: “La gran contribución de
la teología de la liberación, ha sido recordarnos que Dios ha liberado a su
pueblo, a través de la historia, no sólo del pecado personal, sino también de
aquellas instituciones que limitan a la persona humana y la esclavizan”(4).
Tanto
insisten algunos en expurgar a la Iglesia de las obras de misericordia directa y
de amor personal que han llegado a criticar los esfuerzos de la Madre Teresa de
Calcuta. Le preguntan qué es mejor: darle un pescado a un pobre o una caña de
pescar. Ella sigue sin perturbarse y responde tranquilamente que ambas cosas son
necesarias, pero que el amor es más importante para los pobres que el pan. Dice
que ella dará un pescado al pobre y que, cuando tenga más vigor, también
podrá sostener la caña de pescar que otros quieran darle.
Hay
que recordar también que, para hacer un análisis social adecuado, hay que
tener una buena capacitación. Hasta las propuestas de los obispos de Norteamérica
sobre la economía han sido respetuosamente criticadas por no mostrar
suficientes conocimientos de la complicada evolución que la economía ha tenido
en los últimos 20 años. Su llamamiento a favor del pleno empleo sin inflación
ha sido declarado impracticable incluso por economistas de muy buena voluntad.
Esto no implica que debamos desentendernos de las cuestiones económicas y
dejarlas en manos de los tecnócratas secularizantes; o que no debamos permitir
que los pobres analicen por sí mismos sus situaciones. Al contrario, creo que
la Iglesia y las congregaciones religiosas deberían tomar la economía más en
serio. En primer lugar, este esfuerzo no debería ser sofocado por una adhesión,
apasionada y fundamentalista, a ideologías pasadas de moda. Y en segundo lugar,
los líderes eclesiásticos, los superiores religiosos y otros, deberían buscar
formas de colaboración en estos asuntos. Deberían coordinar esfuerzos y
liberar un número significativo de sus miembros más capaces para una formación
académica y experimental avanzada en disciplinas que aúnen economía y teología.
Ahora
sabemos que la realidad económica mundial contemporánea desborda los análisis
hechos en términos de cualquier rígida ideología como el marxismo o el
socialismo científico. Esto ha quedado ampliamente demostrado por el colapso
del marxismo en Rusia, su archiprotagonista. El apego servil a las ideologías
impide ver las diferencias y todo un cúmulo de opciones posibles. Ciega nuestra
imaginación y nos abruma con la aburrida jerga de un academicismo sin
creatividad. Es interesante notar que la reciente revuelta de los indígenas de
Chiapas, México, tiene una gran fuerza de atracción sobre todos los mexicanos
precisamente porque no emplea el lenguaje del socialismo científico. Los
partidarios de su revolución dentro de la clase media dicen: “Esa gente no
emplea el lenguaje abstracto de la izquierda. Se expresa con toda una poesía
‘llena de imaginación”. Es como si alguien hubiera dejado libre el alma
india de México, tanto tiempo oprimida, y todos hubieran visto lo hermosa que
es.
Cuando
critico la ideología no me limito a la marxista. También debemos precavernos
de que el esfuerzo de la Iglesia por la justicia social no resulte automáticamente
predeterminada por la política liberal. Con esto no estoy propugnando automáticamente
una política conservadora a ultranza, sino una doctrina social que no quede
encerrada en consideraciones doctrinarias de ninguna índole. Tenemos que
mantener la sensibilidad hacia la parte buena de cada situación, estar abiertos
a otras explicaciones posibles, y estar dispuestos a cambiar nuestras posturas
basándonos en la experiencia. Tomemos como ejemplo el problema de la población.
Durante muchos años los pensadores izquierdistas, siguiendo a Paul Ehrlich, han
resucitado las teorías de Malthus, y sus argumentos sobre el control de la
población. Abrazan los presupuestos de Malthus según el cual el número de
personas que vienen a sentarse a la mesa de la humanidad es potencialmente
infinito en tanto que los recursos de la mesa son limitados. Por supuesto que,
si esto fuera cierto, la única opción posible para alimentar a todos y cada
uno sería recortar el número de los que llegan a la mesa. Ahora bien, en su
libro The Ultimate Resource, (El
Supremo Recurso) Julian Simon sostiene que un estudio de la historia revela el
error de la afirmación central de Malthus de que los recursos son limitados.
Mediante un convincente estudio histórico, Simon demuestra que la cantidad de
cualquiera de los recursos particulares ha aumentado sea en sí mismo sea en algún
sustitutivo inventado por el hombre. Es cierto que durante cierto tiempo puede
darse escasez de algún bien particular. Pero esto no hace más que estimular la
inventiva humana, su ingenio y las inversiones en dinero, y al poco tiempo está
solucionado el problema. Sobre este particular viene a cuento la crisis del petróleo
de los años 70. Hubo un breve periodo de escasez, que despertó esfuerzos
mundiales para desarrollar recursos alternativos de energía, desde la fuerza
nuclear y las sintéticas, hasta el empleo del viento y de las mareas. Ahora el
mundo “se baña en petróleo”, y la preocupación es que está
demasiado barato. Un análisis semejante demostrará que los fantasmas del
hambre, agitados por el así llamado Club
de Roma hacia finales de la década del 60, han sido conjurados por la
“revolución verde”. Hoy, hasta la India, con sus ingentes multitudes, es
neta exportadora de trigo.
Según
esta teoría, el supremo recurso es, por lo tanto, el cerebro humano, cuya
capacidad práctica es capaz de trasformar la cantidad de nuestros recursos de
limitada en ilimitada o casi infinita. La réplica de Simon a Malthus no es sólo
estimulante y renovadora, comparada con los profetas de la desgracia de la
izquierda, sino que tiene el significativo mérito de estar apoyada por la
historia. Relativiza la propuesta malthusiana, periódicamente resucitada, según
la cual hay que reducir los hombres que se sientan a la mesa so pena de que
algunos no encuentren nada que comer. No basta que nosotros, la gente de
Iglesia, afrontemos los problemas de los pobres apasionadamente; hay que
afrontarlos con inteligencia y libres de anteojos ideológicos, de modo que los
fines que elegimos sean dignos, y que sean efectivos los medios que utilizamos.
Ahora
bien, tengo la impresión de que las tendencias liberacionistas y
estructuralistas, entre los jesuitas y en la Iglesia en general, están en
retirada. Esto se debe sólo en parte a la caída del socialismo científico en
el mundo entero, y a la consiguiente desaparición de su método de análisis
estructural. Se debe también al reconocimiento de que dos de los creadores, según
Paul Ricoeur, de la famosa “hermenéutica de la sospecha”, Marx y Freud, están
perdiendo influencia en la cultura norteamericana y que el tercero, Nietzsche,
la está ganando. La influencia de éste se puede ver en el descarado
escepticismo de un deconstruccionismo académico y popular. La crítica de
Nietzsche va dirigida precisamente contra la cultura del primer mundo occidental
y contra los valores que la sostienen. Nietzsche abogaba por el desmantelamiento
de todos los valores cristianos porque - decía - inhiben la libertad y la
creatividad del individuo. Cuestionaba nuestra real capacidad de alcanzar con
certeza la verdad, sea del tipo que
sea. Desató esta guerra cultural en la que estamos envueltos los que
pertenecemos a este mundo postmoderno.
Se
advierte en las comunidades religiosas una ligera tendencia a recuperar la
dimensión contemplativa y un nuevo interés por recuperar ciertos elementos de
la vida ascética, por la dirección espiritual y por la oración en común.
También se levantan objeciones contra el modo cómo se han practicado los
recientes esfuerzos por justicia y paz. Estamos empezando a reconocer, así lo
creo, que Nietzsche tenía razón en un punto: que el motor de la historia no
está en las estructuras sociales o en la economía, sino en los valores y
la cultura. E1 tejido de una sociedad no está gobernada tanto por la
economía o las estructuras sociales que hemos creado, cuanto por los valores
libremente elegidos y que están encarnados en estas estructuras. Según esto,
los factores económicos, como vehículos de cambio, son importantes, pero
continúan siendo secundarios. Como revela el informe de la Sociedad Carnegie de
1994 sobre los niños, es un hecho que el bienestar de los niños ha disminuido
precisamente durante el periodo en que el gobierno aumentó sus gastos en ellos
y en el que se redujo la pobreza.
En
una sociedad, es más importante el estado de la creencia religiosa y el
concepto apropiado de libertad y tolerancia, que la situación de la economía.
Resulta muy incómodo un concepto de libertad que exige a la gente
compartimentar sus conciencias. Los habitantes del primer mundo tienden a
separar carrera pública de vida privada, e incluso a separar luego, en áreas,
su vida privada: recreo, tiempo para los niños, moral y por fin religión. La
religión se está convirtiendo cada vez más en asunto privado,
desprovisto de aspectos comunitarios, y a menudo ni siquiera relacionado
con una iglesia. De este modo, la sociedad ha adoptado un tipo de tolerancia que
excede los límites del respeto hacia el otro y ya no se atreve a declarar falsa
o verdadera una opinión cualquiera.
A
la luz de esta condición agnóstica de la sociedad moderna, denominada académicamente
sociedad “deconstruccionista”, hay que plantear de nuevo la cuestión de la
relevancia. ¿Qué significa realmente, para los miembros de las congregaciones
religiosas, ser relevante hoy? ¿Es el esfuerzo por la paz y la justicia el único
modo de ser relevante? Quizá no sean muchos los que pretendan tanto.
Pero, ¿acaso es la forma principal de relevancia para la Iglesia y los
religiosos de los años 90? ¿No hay demonios más insidiosos que cazar y domar:
-la secularización hecha secularismo, eel culto a una libertad arbitraria en la
que se cuestiona el carácter objetivo de la moral, la cruzada cultural montada
en el primer mundo bajo la bandera de la “political correctness” (perfil de la izquierda)? ¿No se puede
preguntar si los jesuitas y muchas otras congregaciones no han sido algo miopes
en su vuelco omnicomprensivo hacia una fe que hace justicia? ¿Acaso no han
restado importancia a la educación formal, justamente en un momento en que el primer mundo está buscando una nueva
apologética, una especie de “catolicismo medicinal”, que vaya más allá de
las cuestiones de sentido y proporcione respuestas profundas a cuestiones sobre
la verdad de la revelación cristiana, sobre la fe y la moral? Todo esto sucede
como reacción ante las quejas expresadas en voz cada vez más alta en círculos
educativos católicos a causa de la “ignorancia religiosa” de los jóvenes
católicos. En otras palabras, en un momento de profunda descristianización: ¿no
se habrán equivocado hasta cierto punto, en su planificación apostólica
global, tanto los jesuitas, con sus 28 universidades y el doble de escuelas de
segunda enseñanza en los Estados Unidos, como otras congregaciones religiosas
dedicadas a la educación? Ellos, religiosos ¿no se habrán retirado del campo
de la educación y reducido el carácter católico de sus escuelas y
universidades justo en el momento en que se precisaba reforzar ese carácter? ¿Cuándo
son más estratégicas las escuelas y las universidades sino cuando mas rabiosas
son las guerras culturales?
El
texto hizo aflorar en mí cuestiones que habían estado martilleando durante años.
Una y otra vez me había preguntado por qué nosotros los religiosos estábamos
dedicando tanto tiempo y energías al tema de la libertad y la igualdad,
especialmente cuando sólo tenía que ver con nuestra libertad e igualdad. ¿Por
qué una y otra vez proyectábamos el esquema poder-igualdad en cada paso de la
discusión? ¿Por qué nos mostrábamos tan poco sensibles ante un montón de
valores teológicos presentes en cada tema? ¿Por qué nos centrábamos tanto en
los temas del poder temporal, tales como autoridad, sociedad patriarcal,
democracia participativa, ser negro, hispano o blanco, hombre o mujer, o
simplemente estar “realizado”? ¿Por qué estas cuestiones nos obsesionaban
tanto? ¿Qué tenían que ver con Jesús, con el ser siervos? ¿Con las
realidades escatológicas? ¿Con la adoración y la unión con Dios? ¿Era eso
adonde nos quería conducir la fe y la justicia?
En
esa situación me sorprendí a mí mismo deseando ardientemente que la Iglesia
se pusiera ahora mismo a tratar lo que algunos llaman cuestiones de “justicia
interna”. Pero lo deseaba, paradójicamente, no porque fueran lo más
importante, sino porque ahora, de pronto, parecían no tener importancia alguna.
Deseaba despacharlas lo más pronto posible para poder concentrar nuestras
fuerzas en asuntos religiosos más fundamentales.
Esto
no significa, en absoluto, negar la importancia y la hermosura de la libertad y
de la igualdad. Todos los tipos de libertad son muy importantes: la libertad
sicológica para crecer, la sensación de ser considerado por lo que uno es, la
libertad frente al estereotipo y a la opresión. Educado en una familia
italo-americana, tengo algún conocimiento de lo que uno siente al ser
encasillado, al ser considerado ante todo como miembro de un grupo y no por los
méritos propios de uno. Pero creo que, si nuestras prioridades de fe son las
correctas, tenemos que decir que, aunque a cierto nivel libertad e igualdad son
muy importantes, a un nivel más profundo su trascendencia resulta relativa. Las
metas del cristianismo son más profundas. Pues, como dice Martin Buber, todo el
que coloca en primer lugar la libertad y la igualdad “se aparta de la auténtica
existencia humana que implica ser enviado con una misión”.
Hegel
escribió en una ocasión: “El objeto de la religión es Dios”. Es una frase
sorprendente en su sencillez, sobre la cual haríamos muy bien en meditar. Lo
que revela es que, en último análisis, la religión no
habla en primer lugar de nosotros. Y cuando habla de nosotros lo hace en
referencia a nuestra unión y relación con Dios. El equilibrio entre fe y
justicia es muy delicado. La fe no puede ser reducida a la justicia; la religión
no puede reducirse a ética social o política. En palabras de Mons. Butler:
“Cada cosa es lo que es y no otra cosa”. Sólo cuando comprendamos bien
esto, florecerá verdaderamente la búsqueda de la paz y de la justicia. Sólo
entonces dejará de ser un slogan
político para empezar a ser una visión cristiana.