6. COMMUNIDADES OBSTINADAMENTE RELIGIOSAS

 

Un punto de especial interés en la actual renovación de la vida religiosa ha sido la discusión acerca de la comunidad religiosa y la forma que ésta debería adoptar en el mundo de hoy.  El problema de la comunidad va íntimamente unido a cómo se entiende la autoridad y cómo ha de vivirse el voto de obediencia en las congregaciones religiosas. Más que cualquier otro aspecto de la vida religiosa, la vida de comunidad ha sufrido cantidad de cambios radicales que requieren examen y evaluación.

 

Durante el periodo de experimentación, iniciado por el decreto Ecclesiae Sanctae II, las congregaciones religiosas respondieron con mucha ilusión al llamado de la Iglesia para remozar las estructuras caducas, y se cuestionaron radicalmente las reglas y observancias exteriores promoviendo preferentemente los valores interpersonales más profundos. Antes del Vaticano II el énfasis de la formación en una congregación, tanto de la formación inicial como de la continua, se ponía sobre todo en exigir la obediencia pública y común a las estructuras, concretadas en una regla ascética que regulaba minuciosamente el día, desde la aurora hasta la noche. La vida espiritual, llamada frecuentemente vida “interior”, era considerada algo privado, que se revelaba únicamente a Dios y al director espiritual. Compartir la fe personal de manera pública e indiscriminada dentro de la comunidad era del todo inimaginable.

 

En el periodo post-conciliar, en cambio, creció la convicción de que, estando la vida religiosa unida al misterio de la Iglesia, la vida de comunidad está en su centro, y la comunidad no debe quedarse en meras formalidades externas sino que ha de ponerse más bien en un compartir interpersonal por el que se ha de caracterizar la vida con Dios, y en dar testimonio ante la sociedad de que el amor y la confianza son posibles. La fundamentación teológica de esta visión ha sido subrayada por el reciente documento de la Congregación para Institutos de Vida Consagrada, Vida Fraterna en Comunidad. Dice: "La comunidad religiosa es participación en, y testimonio cualificado de la Iglesia-Misterio, en cuanto expresión viva... de la gran koinonía trinitaria, de la que el Padre ha querido hacer partícipes a los hombres en el Hijo y en el Espíritu Santo”1.

 

La vida religiosa, considerada como itinerario colectivo hacia Dios, se ha convertido en una importante y fundamental metáfora, a la que echan mano los autores para referirse al carácter propio de la vida religiosa2. Estos autores insisten en que: “lo que los religiosos han estado buscando, lo logren o no, y lo que una comunidad religiosa puede ofrecer, no es un sustitutivo de la vida de familia, ni de un grupo de amigos, ni de la intimidad de un grupo pequeño, sino compañía creyente en el camino espiritual”.

 

El documento Vida Fraterna en Comunidad analiza algunos cambios ocurridos en la Iglesia y en la sociedad que han sacudido la vida de comunidad: los movimientos de liberación que encontraron eco en la asamblea de los obispos de Latinoamérica en Medellín, Puebla y Santo Domingo; las reivindicaciones de libertad y de derechos humanos; la cuestión de la promoción de la mujer, la expansión global de las comunicaciones; y el consumismo y hedonismo modernos. El documento procura, en cada caso, ser muy realista y presentar un balance de elementos positivos y negativos. Reconoce, por ejemplo, que “aún cuando en algunas regiones el influjo de las corrientes feministas radicalizadas están condicionando profundamente la vida religiosa, casi en todas las partes las comunidades religiosas femeninas están empeñadas en una búsqueda positiva de formas de vida común que sean  más adecuadas a la renovada conciencia de la identidad, la dignidad y la misión de la mujer, en la sociedad, en la Iglesia y en la vida religiosa”3.

 

Los actuales esfuerzos por renovar la vida de comunidad han ido dirigidos a fomentar vínculos reales de fe y a mejorar las relaciones interpersonales entre los miembros de la comunidad. Se ha dado preferencia a las comunidades pequeñas sobre las más numerosas; se han flexibilizado los horarios adaptándolos a los ministerios; los superiores locales (si es que había alguno) se han convertido en coordinadores; las órdenes por obediencia se han convertido en diálogo; y a los superiores mayores se les ha limitado los poderes para destinar a alguien a una comunidad sin previo consentimiento de ésta.  La estructura de una comunidad y su localización se determinan cada vez más en función del ministerio o ministerios de sus miembros. Aunque se estaba lejos de considerarlo un ideal, a algunos miembros se les permitió vivir en departamentos o en pisos para estar más cerca de sus lugares de ministerio, reuniéndose con su comunidad sólo ocasionalmente, para compartir algunos momentos fuertes de la vida común. A veces se invitaba a laicos a compartir la oración o bien a ocupar habitaciones dentro de la comunidad religiosa y alojarse allí en forma casi permanente (o sin casi). Se ha pasado a describir la comunidad menos en términos de ‘vivir juntos en un mismo lugar bajo una regla común’ y más en términos de ‘compartir momentos intensos o tiempos fuertes de oración o celebración, dialogando sobre las diferentes obras del grupo y manteniendo viva la tradición religiosa histórica’.

 

Estos cambios llegaron como un alivio, especialmente para las religiosas, cuya vida bajo la “Madre Superiora” había sido, frecuentemente, más exigente y sofocante que la de los miembros de las congregaciones masculinas. Estos cambios continúan siendo estimados como una bienvenida liberación de formas patriarcales de vida comunitaria que habrían estado erróneamente plasmadas conforme al modelo de la vida familiar, con su diferencia entre padres e hijos. Las rígidas prescripciones tradicionales fueron acusadas de ser las causantes del infantilismo, la depresión e hipocondría, que se manifiesta en un cierto número de religiosos más ancianos. Los miembros de las comunidades renovadas eran tenidos por más maduros, más competentes, más autónomos, más seguros de sí mismos, más capaces de intimidad, y más comprensibles para la gente del mundo.

 

El documento Vida Fraterna en Comunidad señala que, aunque se ha aprendido mucho y se han creado nuevas imágenes de una vida ideal de comunidad, uno de los puntos débiles en el periodo reciente de esta renovación es la ausencia del “compromiso ascético, necesario e irremplazable para cualquier liberación que pretenda ser capaz de trasformar a un grupo de personas en una fraternidad cristiana”.  El documento titulado Elementos esenciales de la Vida Religiosa, de 1983, afirmaba que si los religiosos no edificaban su vida sobre “una austeridad gozosa y equilibrada”, perderían “la libertad espiritual necesaria para vivir los consejos”.  Añadía que “no puede haber testimonio público de Cristo pobre, casto y obediente sin el ascetismo”4.

 

A la luz del gran esfuerzo derrochado en trasformar la vida de comunidad, resulta sorprendente, como hemos tenido ocasión de hacerlo notar, que las comunidades renovadas no hayan sido imanes que atrajeran nuevos candidatos. Por el contrario, muchos de sus miembros se fueron y las vocaciones disminuyeron rápidamente, hasta el punto de que las congregaciones que antes parecían “ejércitos en orden de batalla”, ahora resultaban pálidos reflejos de sí mismas. Algunos candidatos, que entraron buscando el ejemplo diario y la edificación por parte de sus hermanos o hermanas, se encontraron con una vida fragmentada e insatisfactoria. De algún modo, las comunidades desinstitucionalizadas resultaban demasiado etéreas, demasiado orientadas a los individuos y a su crecimiento y auto-realización; y a falta de un régimen de ejercicios comunitarios habituales, parecían ser más apropiadas para ángeles que para seres de carne y hueso. Les faltaba el sentido concreto de ser un cuerpo social.

 

En ciertos casos algunos miembros de estas congregaciones se sintieron consternados ante las novedades introducidas, se asociaron a otros con ideas semejantes y, separándose de la congregación madre, fundaron grupos de reforma para vivir de acuerdo al espíritu original mediante el retorno a las costumbres primitivas. Tenían la impresión de que se había perdido la radicalidad, el desierto, la ruptura con los valores del mundo que propone san Juan, el enraizamiento profundo y literal en el Evangelio. Ejemplo de un grupo así reformado es la nueva fundación de capuchinos dirigida por el P. Benedict Groeschel en el Bronx. Comenzó con algunos jóvenes capuchinos que se sentían a disgusto con las costumbres en uso.  Deseosos de redescubrir el primitivo espíritu capuchino y de restaurar estructuras más afines a las de los tiempos anteriores, animaron al P. Groeschel y a otro Padre de mediana edad para que les gobernaran. Refiriéndose al gran número de jóvenes que pedía unirse a este grupo de ruptura, decía el P.  Groeschel: “Resulta claro que tendremos candidatos -nuestro único problema será la selección y la formación”. De modo semejante, un grupo de Hermanas Dominicas de Toulon, Francia, se ha propuesto recuperar el primitivo espíritu de santo Domingo y ha vuelto a la vida de estudio, oración, pobreza mendicante (pidiendo limosna para su subsistencia) y compromiso personal con los pobres. Alrededor de ellas se ha reunido un cierto número de muchachos y muchachas cuya generosidad y hermosura de espíritu es trasparente.

 

De modo análogo, dos de las tres provincias de religiosos dominicos de Francia -las de París y Toulouse- han restablecido algunas de las antiguas costumbres comunitarias, entre ellas el hábito y la recitación coral del oficio divino. Contrariamente a la tercera provincia dominica de Francia, cuyo espíritu se mantiene más crítico y cuyas prácticas son más “progresistas”, estas dos provincias han experimentado un incremento en las vocaciones y cuentan con noviciados bastante numerosos. Uno de los novicios de Toulouse, un joven que abandonó una carrera prometedora en el mundo para irse con los dominicos, explicó que él y otros jóvenes franceses se sintieron atraídos por esos nuevos dominicos reformadores porque les ofrecían ‘una forma de consagración que es visible’.

El movimiento de sacerdotes obreros de Francia había adoptado un estilo de ministerio casi invisible, sin intenciones de hacer prosélitos, trabajando sencillamente codo a codo con los obreros en las industrias y en los sindicatos. He oído que algunos lo denominaban “apostolado por ósmosis”. A través de su estilo implícito y ‘no-triunfalista’, lograron combatir y abatir el inveterado anticlericalismo presente en Francia desde los tiempos de la Revolución. Pero no lograron atraer nuevos candidatos a sus filas. Probablemente esto se debió a un exceso de virtud. Ciertamente que el no-triunfalismo es algo de desear, pero si adoptamos un estilo demasiado implícito y no-directivo de hacer discípulos y predicar el Evangelio, la gente se puede preguntar qué es lo que tiene el cristianismo para ofrecerle al mundo. Hay que atender a la instrucción de Pedro: “Estén siempre dispuestos a dar razón de la esperanza que los anima ante cualquiera que se lo pida” (1P 3,15).

 

¿Una nueva forma de vida religiosa?

 

Como ya he mencionado en otra parte de este libro, ha habido en la Iglesia otros intentos de formar comunidades en los últimos años. Especialmente en Europa han surgido muchos movimientos laicales católicos que han adoptado algunos elementos de vida de comunidad y de observancia religiosa, aunque manteniendo una forma de vida esencialmente secular.

 

Buen conocedor de éstas y otras comunidades semi-religiosas, Joseph Holland, le anunció en 1984 a la Conferencia de Superiores Mayores de hombres en los Estados Unidos, que estaba naciendo una forma completamente nueva de vida religiosa. Predijo que las formas tradicionales de vida religiosa sobrevivirían, pero irían decreciendo numéricamente. Holland, pasó revista a la historia de la vida religiosa, y señaló un patrón que se repite. La vida religiosa ha estado dominada sucesivamente por diferentes formas: primero la eremítica, segundo la monástica, luego la mendicante y, finalmente, el modelo apostólico al estilo jesuita de los últimos años. A medida que las formas nuevas nacían, atraían cantidades mayores de candidatos, en tanto que las formas anteriores perdían tamaño. Como las formas más antiguas todavía constituían expresiones válidas de la vida consagrada, no desaparecían completamente, pero nunca recobraban del todo su preeminencia anterior en vigor o en número. Así, el monaquismo benedictino que había predominado en la Francia de antes de la Revolución,  sobrevivió después de ella, pero con dimensiones mucho más reducidas.

 

Holland predijo que el próximo escalón de la serie, el que superaría numéricamente a las congregaciones apostólicas al estilo jesuita, sería una forma híbrida de vida religiosa y seglar. Más exactamente: tomaría la forma de bolsones de energía espiritual más intensa dentro del ámbito laical. Estas congregaciones religiosas del futuro retendrían una forma seglar en el sentido de que no harían necesariamente votos (o promesas) públicos o privados de pobreza, castidad y obediencia, y de que estarían insertas de lleno en el mundo. Los argumentos de Holland eran que: el Vaticano II descartó un concepto de santidad entendido en el sentido de desprecio del mundo o huida de él, e insistió más bien en que la santidad sólo puede lograrse dentro del mundo. Cuando comiencen a proliferar estos nuevos movimientos religiosos seglares, predecía Holland, las congregaciones activas al estilo jesuita, última forma de vida religiosa que ha dominado la escena, continuarán existiendo, por supuesto, pero no alcanzarán ya los índices anteriores de crecimiento numérico.

 

Esta es una teoría muy sugerente, que se verifica en parte en los nuevos movimientos cristianos laicos de Europa y Latinoamérica. Pero yo me opongo a ella por dos motivos. Primero, por el principio general de que las predicciones son muy frágiles. Como dice el historiador inglés Hugh Trevor-Roper, el rasgo más característico de la historia no es su continuidad, sino su carácter sorpresivo. Este historiador sostiene que si algo nos ha enseñado la investigación histórica es que no podemos predecir el futuro extrapolando simplemente tendencias del pasado o prolongando las líneas de una gráfica. En segundo lugar, la tesis de Holland parece descansar en una interpretación excesiva del modo como el Vaticano II entiende la santidad cristiana y, a fortiori, su teoría de la vida religiosa conserva la noción sutil pero saludable de la “separación del mundo” que no es lo mismo que indiferencia, sospecha o desprecio de este mundo5.

 

Yo prefiero basar las estrategias de futuro en los análisis que hace Hostie sobre los cambios históricos de la vida religiosa descritos anteriormente (capítulo tercero), aunque también aquí mantengo mis reservas. Hostie cita ejemplos de congregaciones antiguas, como los carmelitas, que experimentaron resonante crecimiento mediante una reforma desde la base, nacida del dolor, incluso en aquellos tiempos en que nuevas congregaciones estaban atrayendo un mayor número de personas.

 

Dice Hostie que, históricamente hablando, la verdadera regeneración de congregaciones decadentes ocurrió no por los esfuerzos, aunque fueran notables, de los superiores, sino sólo cuando un grupo significativo de miembros recurrieron al espíritu primitivo de los fundadores y comenzaron a vivirlo decididamente. Una reforma así no se puede decir que fuera un mero culto al pasado. Los reformadores de más éxito fueron gente atrevida, que dieron vida a nuevas y audaces aventuras, a la vez que se mantenían apegados a las intuiciones más profundas del fundador.

 

También nosotros, en los actuales esfuerzos de renovación, hemos llegado al punto en que los esfuerzos de los líderes ya no bastan y se requiere una reforma radical. Preocupados por el número decreciente de candidatos, por las defecciones y la falta de vocaciones, por la elevada edad media, el individualismo, la pérdida de identidad y de disponibilidad, y ansiosos por fomentar la recuperación del carisma y el desarrollo de una visión común  compartida por todos, los líderes han publicado documentos preciosos, han organizado programas de renovación, seminarios sobre el carisma, talleres sobre la comunicación, grupos para avizorar el futuro, células para compartir la fe, etc. Han tomado en serio la opción de la Iglesia por los pobres y han emprendido apostolados y proyectos piloto para dar expresión a esa opción. Han urgido la renovación espiritual por medio de retiros dirigidos y de 30 días, de la Educación Clínica Pastoral, de talleres tipo Myers-Briggs y Enneagrama etc. Pero, a pesar de todos estos esfuerzos, las congregaciones siguen envejeciendo y disminuyendo, la moral no es boyante, los líderes religiosos se sienten frustrados, y los analistas, como Gerald Arbuckle, hablan de un caos generalizado en la vida religiosa. David Nygren y Miriam Ukeritis, autores de un estudio comprehensivo sobre actitudes de la vida religiosa, consideran que sólo tenemos un margen de 10 años como oportunidad para cambiar este estado de cosas.

 

Esta casi ineficiencia de los esfuerzos de los líderes actuales ¿no sirve como una prueba más de la  tesis de Hostie, de que la regeneración efectiva de las órdenes religiosas debe venir desde abajo?  ¿No queda con esto bastante relativizado el fuerte énfasis que pone el informe Nygren-Ukeritis en la necesidad de un fuerte liderazgo desde arriba con visión de futuro? ¿No habrá que oponerle el contrapeso de un énfasis igualmente fuerte en un fuerte  liderazgo desde abajo, que nazca de los instintos religiosos de la base? La atención puesta por Nygren-Ukeritis en la calidad de los líderes elegidos, revela un oculto presupuesto: que la razón principal de la crisis sea funcional: una cuestión de falta de destreza. No niego la importancia de un liderazgo visionario ni de las aptitudes, y de esto trataré con detalle en el capítulo séptimo, pero creo que no debemos cerrar los ojos a la sugerencia de J.M.R. Tillard. o.p., de que la crisis tiene raíces más hondas, que es una crisis de entusiasmo y de fe. Si esto es así, nada lo remediará a no ser la conversión del corazón de un número significativo de miembros en la base, una reforma de las congregaciones a nivel de su fe.

 

Cuando yo era provincial y vicario general, me resistí instintivamente a aceptar las implicaciones de las tesis de Hostie. Me hubiera gustado creer que los esfuerzos decisivos por la renovación, eran los de los superiores mayores. Esperaba que los líderes, actuando desde arriba, alentaran de hecho la formación de grupos de reforma, sin que tuvieran que esperar a que se formaran esos grupos, con dificultad y con dolor, desde abajo. ¿No podría un provincial reunir en una comunidad a aquellos que desearan vivir más radicalmente el carisma del grupo, invitándoles a estructurar su vida como pensaban que el fundador la habría modelado hoy, con las nuevas prácticas ascéticas y los símbolos contra-culturales que esto podría exigir? ¿No podría un capítulo general mandar que cada provincial implantara una comunidad de experimentación que, con pruebas y errores, intentara descubrir las estructuras colectivas necesarias para encarnar y expresar el carisma del fundador en el mundo de hoy? ¿O es esto demasiado artificioso?

 

Análisis de un caso: la comunidad primitiva marista

 

Concedamos por un momento que el impulso para la reforma venga de abajo, de grupos que toman el asunto entre manos, de comunidades locales. La pregunta inmediata es, para muchos de nosotros que no pertenecemos a la vida monástica: ¿cuáles han de ser exactamente los rasgos de una comunidad auténticamente reformada, de una congregación religiosa apostólica? La respuesta diferirá, obviamente, según la congregación apostólica de que se trate, pero quizá valga la pena estudiar un caso particular del que se puedan extraer algunos principios. Me serviré de la congregación de los Maristas para el análisis de ese caso concreto, pues es la que conozco mejor, y pediré al lector que aplique las conclusiones a su propia congregación.

 

¿Cuáles serían los rasgos esenciales de una comunidad que quisiera volver a los ideales del P. Juan Claudio Colin, el fundador de los Maristas en el siglo XIX? ¿Qué rostro tendría? Puedo imaginarme con bastante facilidad cómo sería la vuelta a san Francisco, a san Benito o a santo Domingo. Pero aunque soy un marista, no estoy muy seguro de qué cosas implicaría un regreso al espíritu de mi fundador. La primitiva comunidad franciscana debería contar con mendicantes que confiasen únicamente en lo que les ofreciera la divina providencia, que no almacenasen bienes, cuentas bancarias o provisiones, que quizás ni siquiera tuviesen seguro médico, que se identificasen de cerca con los pobres, ayudándoles a obtener alimentos e incluso a cambiar las estructuras sociales y, junto a todo esto, que les ofreciesen amistad y la infinita alegría de san Francisco y del Señor. Se deberían entregar con frecuencia a la oración de alabanza al Señor, tanto en comunidad como personalmente, y deberían invitar a los pobres a participar en su oración y en su comida.

 

Creo que podría elaborar pautas semejantes para una comunidad dominica, o para una comunidad inspirada en san Benito. Pero, ¿qué es lo que constituiría la vuelta a una comunidad marista primitiva, una vuelta al carisma de una congregación activa que fue fundada en 1836? ¿Qué visión, qué estructuras, qué estilo de vida, qué apostolado?

 

El fundador de los Marianstas dijo que la Sociedad de María no tomaba como modelo ninguna otra congregación ni siquiera la de los jesuitas, de quienes tomó muchísimo, sino a la Iglesia primitiva y su ideal del cor unum et anima una (un solo corazón y una sola alma). Como muchos otros fundadores, estaba impresionado por el radicalismo primitivo de la Iglesia antigua y por la presencia discreta de María entre los primeros discípulos. Sentía que los primeros Maristas se habían  acercado mucho a este modelo de vida después de los estragos de la Revolución Francesa, cuando predicaban misiones en los pueblos abandonados de la región francesa del Bugey, en las cercanías de Lyon. No estaban sujetos a ninguna institución particular, sino que se movían de pueblo en pueblo. Predicaban de una forma nueva, una forma escondida, que buscaba evitar los escollos que algunos clérigos ponen a las personas en su camino hacia Dios: la avaricia, la vanidad, la presunción y la ambición. Se dirigían a los demás en la debilidad, como hombres que admitían su propio pecado. Vivían una vida sencilla en residencias, de las que no eran dueños. Eran diligentes para la oración, y se animaban con la convicción de que su ministerio era parte de la "obra de María" por la Iglesia.

 

Como religiosos apostólicos, los Maristas modelaron su vida de comunidad en función de su trabajo. Tenían un sentido de la tarea que había que realizar. Creían que habían sido llamados por María para llevar a cabo una obra de misericordiosa con aquéllos que se sentían perdidos y en pecado; con aquellos que sentían que la Iglesia ya no los quería porque ellos la habían traicionado durante la Revolución. Tenían que encontrar el modo de hablar a una generación muy sensible, que apenas había empezado a descubrir la libertad y la dignidad y que tendía a rechazar cualquier institución que simbolizara obediencia, tradición o autoridad. Al igual que muchos fundadores de la Francia del siglo XIX, los fundadores Maristas fueron algo así como artistas con sensibilidad para percibir el espíritu de su época. Sentían que el piso de aquél mundo se movía bajo sus pies y que se necesitaba un estilo evangelizador completamente nuevo. El hombre moderno, tan celoso de su libertad, ya no aceptaría imposiciones. Tenían que verificar todo en la experiencia, y creer en Dios, no porque se les decía que así debía ser, sino sólo si lo encontraban dentro de su corazón inquieto.

 

El problema de la adecuada interpretación de la libertad y el otro problema conexo de la auto-realización son cuestiones muy amplias que nos han acompañado desde comienzos del siglo XIX. Estallaron por los años 60 y son de interés central para nuestra cultura. ¿Cuál debe ser la respuesta marista a esos valores? ¿Qué mensaje debe venir de aquéllos a quienes su fundador urgía a ser “instrumentos de la divina misericordia”?  La respuesta marista a la búsqueda moderna de la libertad y la autonomía consiste en verla como la expresión contemporánea del hambre de Dios. Estos valores no son algo negativo que hay que aplastar, sino algo positivo que debe ser rescatado de la superficialidad.

 

Pero si esto constituye el corazón del espíritu marista, se siguen, entonces, algunas repercusiones prácticas. En primer lugar significa que, aunque trabajar con los pobres forma ciertamente parte de la vocación marista, debe ser así sólo indirectamente, cosa que no podría ser cierta aplicada a los franciscanos. Esto significa que el enfoque principal de una auténtica comunidad marista no debe ser fe y justicia, como lo es para un jesuita actual, sino el de la mediación espiritual: estar en el lugar de encuentro entre Dios y el alma, facilitando ese encuentro, removiendo los obstáculos que impiden la acción de Dios en el alma. La vocación marista puede orientarse prioritariamente a los desolados y abandonados espiritualmente, a los cristianos marginados, a los que se sienten confundidos por la sociedad secularizada, a los sinceramente incapaces de creer, a los alejados de la Iglesia que sienten dificultades en pedir la reconciliación debido a la gravedad de sus pecados o, simplemente, porque tienen miedo de decir: "Padre, hace 20 años que no me confieso". Me pregunto si el ministerio propio de una comunidad marista no debe ser lo que siempre ha sido, un ministerio entre los que se sienten avergonzados.

 

Si esto es así, una comunidad marista fiel a su origen no tiene por qué estar ubicada como debe estarlo, casi siempre, una comunidad franciscana, entre los más pobres de los pobres. Más bien debe ubicarse indiferentemente entre ricos o pobres, donde sea que tenga acceso a los que sienten miedo ante Iglesia y andan en busca de una entrada discreta, como por una puerta trasera, o a los que buscan al Señor aunque, por miedo al ridículo cultural, están demasiado impedidos para admitir que lo buscan.

 

¿No podría ser una comunidad que se encontrara en el corazón de una gran ciudad o a mano de una gran universidad? ¿No podría ser una comunidad que animase conversaciones con los laicos sobre cosas que realmente interesan, sobre problemas de educación moral, de crimen y violencia, de moral sexual y matrimonio, sobre doctrina social de la Iglesia, sobre el sentido de la fe en un mundo secularizado, -una comunidad que fuese como un oasis en el desierto de la soledad moderna? ¿No podría seguir el ejemplo de las salas de lectura de la Ciencia Cristiana y colocarse en el corazón de la ciudad secular? ¿No podría ser creativa y hasta prever la organización de seminarios, ocasionales o permanentes, sobre temas como por ejemplo la ética de los negocios, que serían hospedados por Merrill Lynch un día y por la IBM otro día, etc.? ¿No podría ser una comunidad que invitase a los seglares a la abrumadora tarea de convertir al Evangelio nuestra cultura relativista y compartimentada? ¿Una comunidad cuyo propósito fuese tan profundo y amplio como el de la Evangelii Nuntiandi?

 

Jesús y María, activos en el mundo

 

Permítaseme continuar ocupándome un poco más con el análisis del caso en cuestión, teniendo siempre en cuenta que se trata sólo de un ejemplo o de un experimento intelectual que otros religiosos pueden llevar a cabo respecto de sus congregaciones. A medida que seguimos explorando la idea de la primitiva comunidad marista, compruebo que la amplísima brecha existente entre nosotros y nuestros fundadores, entre las actuales comunidades Maristas y las de los primeros Maristas, no se sitúa a nivel del espíritu o de la naturaleza de nuestra actividad apostólica. Se sitúa a un nivel más profundo, a aquel nivel que los franceses llaman le point de départ (el punto de partida) de su vida y actividad.

 

Los historiadores Maristas nos han revelado que la secreta esencia de los primeros Maristas, su punto de partida, era la profunda convicción, por ellos compartida, de que habían sido convocados por María. Estaban convencidos de que María quería algo de ellos. María quería que llevaran a cabo la obra de ella, la obra que la divina providencia le había encomendado a ella: ser el sostén de la Iglesia en estos últimos tiempos como lo había sido para los apóstoles en Pentecostés. El aglutinante que unía las primeras comunidades maristas era la viva convicción de que María estaba activa en el mundo moderno, que ella podía querer algo y realmente lo quería. Esto era el alma de su fervor. ¿Podremos nosotros creer todavía en esto? Si no podemos, ¿será posible seguir siendo maristas? Si tomamos simplemente a María como un ejemplo, como la primera discípula y la mejor, como un modelo para afrontar una cultura secular, como símbolo de un nuevo estilo de apostolado, -¿no estaremos perdiendo de vista lo esencial de la fe de nuestros fundadores?

 

Estoy seguro de que algo semejante podría decirse acerca de la mayor parte de los fundadores de las congregaciones religiosas apostólicas contemporáneas. Para ellos Jesús y María no eran, principalmente, modelos que imitar.  Más bien, eran personas activas y emprendedoras. No somos nosotros los que los elegimos -fuimos elegidos por ellos. Para nuestros fundadores, Jesús y María quieren algo y nos escogen para realizarlo. ¿Creeremos esto todavía hoy? ¿Seremos capaces de descubrir el lenguaje teológico, la hermenéutica, que reformule esto para estos tiempos de hoy, sin que pierda su mordiente? Creo que sí podemos. Creo que debemos hacerlo, porque ahí está el nudo de la cuestión. Esto es lo que

 

 

llenó de dinamismo y pasión a nuestros fundadores y a sus contemporáneos. Esta es la razón que movió a aquellos apasionados hombres y mujeres. Según las epístolas de Pablo, los judíos buscaban signos y los griegos sabiduría, pero nuestro carisma religioso no es una sabiduría, no es un cuerpo de virtudes ni un conjunto de valores; es un llamamiento, una vocación, un ser cazados por Dios.

 

Si no recuperamos ese vivo sentido del llamado de Dios, esa seguridad de que Jesús y María están activamente presentes, todos los intentos por formar una comunidad auténticamente renovada serán vanos. Según Lawrence Cada y sus colegas, la historia de las órdenes religiosas demuestra que sólo sobrevivieron a los grandes cambios las congregaciones cuyos miembros volvieron a un hondo recentrarse, y a creer en la acción de Cristo. Una real revitalización comienza sólo cuando ocurren dos cosas: la conversión personal de los individuos por medio de una experiencia religiosa y “la vinculación de aquellos miembros que hayan experimentado ese cambio profundo formando una red mediante la cual esa experiencia de conversión se mantenga y se intensifique”6.

Tenemos que redescubrir lo obvio -lo trascendente en nuestros carismas- e interiorizarlo una vez más. Para los maristas lo trascendente es: María quiere, María llama. ¿Qué es lo trascendente para su congregación? ¿Cómo lo expresaron sus fundadores? ¿Cómo se encuentra Ud. en relación con eso?  Esta es, en mi opinión, la cuestión crucial, al margen de la cual nada tiene sangre ni color.

 

De modo que en el corazón de la reforma de toda congregación religiosa está una conversión a la fe primitiva de los orígenes.  No basta buscar la renovación sustituyendo simplemente la noción de Iglesia por la de Reino, en un intento de ensanchar nuestro apostolado, más allá de los intereses de la Iglesia, a los intereses del mundo.  No basta considerar el "caminar juntos" como el paradigma fundamental para saber qué es la vida religiosa, oponiéndolo al esfuerzo por alcanzar la perfección (7). Es verdad que esta visión corrige la atomización que había invadido a algunas congregaciones e insiste en que la intervinculación debe consistir en, y provenir de, las experiencias de fe compartidas. Pero su preocupación principal parece limitarse todavía a la salud sicológica del individuo y al buen funcionamiento interpersonal del grupo.

Permítaseme insertar aquí un extracto, algo extenso, de una carta de un Marista neozelandés que trabaja en Fiji, vitalmente interesado en la refundación de nuestra congregación no en términos de número, poder o influencia, sino en términos de “reencontrar su fuente, su verdad, su fuerza profética, su autenticidad, su corazón". Le interesa descifrar cómo debería entenderse eso de la "refundación" y ofrece algunas precisiones en su reflexión.

 

“Con respecto a la cuestión de los ‘medios’, y las ‘metas' de la refundación creo que hay que hacer una pregunta fundamental. ¿Hay una ‘meta’, para una refundación? Yo diría que sí. ¿Hay 'medios' para la refundación? Acerca de esto no estoy nada seguro. Hay medios para adquirir conocimiento, ¿pero hay medios para adquirir sabiduría? Lo dudo. Creo que refundar es una gracia en el pleno sentido de la palabra, la misma gracia de hecho, que dio existencia a nuestra Sociedad por primera vez. Creo que la refundación es algo que nos es ofrecido, algo que recibimos ... ¡es VIDA! o más bien un ‘¡estar vivo!’ ¡No es algo que uno pueda captar, planear, inventar. La refundación debería ser un modo-permanente-de-ser-marista (o cualquier otra vocación). ¿Cuál es la meta de la refundación?.  El peligro de la palabra ‘meta’, es que implica algo 'al final de la línea', algo ‘por lo que se pude trabajar' e incluso, desgraciadamente, algo que puede no ser alcanzado.  Las metas no sólo tienen la capacidad de estimular, sino también, lamentablemente, pueden paralizar.  Y, sin embargo, creo que la ‘refundación’ sí que tiene una meta y que, así me parece, tiene algo que ver con el hecho de conducir a una determinada comunidad a orientarse radicalmente hacia el Trascendente, imprimirle una orientación que tiene que ser el determinante fundamental de las circunstancias mismas de la vida, del estilo de vida concreto de esa comunidad, y que posibilita un amor verdaderamente común, una receptividad permanente ante la ‘gracia fundadora’ -todo esto de tal modo que informe constantemente la conciencia colectiva de la comunidad. Lo Trascendente es absolutamente esencial.  Es la fuente, la fundación de todo lo nuevo, de todo lo profético, de lo contra-cultural.  Todo esto suena remoto y abstracto, incluso a mí mismo. Pero, sin embargo, es algo así lo que yo respondería a la pregunta acerca de la ‘meta’ de la refundación. No entiendo ‘meta’ en el sentido de ‘algo afuera’, algo que se encuentra ‘delante de nosotros’, o ‘que está por llegar’, o una especie de punto bien definido de perfección estática que haya que alcanzar. Supongo que se podría decir que la meta de la refundación consiste en ‘ser’, o ‘vivir’ refundadoramente".

 

Lo que dice tan elocuentemente este misionero en su carta, me confirma. Me recuerda el pasaje del Journal de Dag Hammarskjold: "No somos nosotros los que escogemos el camino sino que el camino nos elige a nosotros, y por eso somos fieles a él”.  En su esfuerzo por hallar las soluciones básicas, esa carta, me da esperanza y reafirma mi convicción de que lo malo de muchos esfuerzos actuales por la renovación de la vida religiosa, es su falta de profundidad religiosa. Profundidad, precisamente, es lo que encontramos en la carta de mi hermano en religión: el latido de un corazón que ama profundamente a Cristo y la misión de la congregación marista a la que el Señor le ha llamado.

 

Este intento mío por recuperar la auténtica comunidad marista ha sido un ejercicio mental sobre la reforma de las congregaciones religiosas en general. Los lectores que sean miembros de otro instituto religioso están invitados a repetir ese ejercicio aplicándolo a su propia congregación. Espero que encontrarán en su historia comunidades igualmente vibrantes, basadas en una fe viva y simple.

Las diferentes formas de vida consagrada aparecidas en la historia, pueden ser consideradas como el modo en que el Espíritu da expresión a los diferentes gestos existenciales de Jesús y  nos recuerda sus enseñanzas y misterios. Cada instituto subraya, a través de su carisma, algún rasgo del misterio de Cristo y al hacer esto viene a ser una memoria viviente de Jesús en la Iglesia.

 

En el otoño de 1993 la Unión de Superiores Generales se reunió varias veces en Roma para preparar el Sínodo sobre los religiosos, fijado para el otoño de 1994. En un resumen de sus debates, entregado a los delegados, se recalcaba la dimensión de la fe en la vida religiosa. Se presenta como una reflexión sobre la creación original por Dios y una mirada hacia el futuro, a la promesa del último día. La castidad, la pobreza y la obediencia son maneras de expresar la impaciencia del Señor Jesús y de la Iglesia, su esposa, por la llegada del reino de Dios. Son aspectos de nuestra "prisa escatológica". Este deseo apremiante se manifiesta de manera más aguda cuando nos adentramos en el desierto, la frontera, los márgenes del mundo, y sufrimos con aquellos que experimentan el tiempo presente como condenación, muerte, desatino, enfermedad o tortura. Los que abrazan la vida religiosa renuncian a aquellas cosas buenas de la creación de las que más se abusa: sexualidad, dinero y libertad. La función simbólica de la vida religiosa no la eleva por encima de la vida de los seglares en ningún sentido mundano de las palabras "por encima". Más bien, como Jesús, el religioso se contenta con decir: "Yo estoy aquí como el que sirve".

 

Confianza mutua y colaboración

 

Para una comunidad religiosa es crucial que todos sus miembros que hayan quedado sicológicamente en la periferia, regresen a su centro y recuperen la confianza mutua  y en su instituto. Una vez más, una fe profunda es lo esencial para que esa confianza sea posible. Los miembros de las comunidades fundadoras de nuestras congregaciones, fueron capaces de dejar de lado las debilidades de los demás y renunciar a las ambiciones personales porque creían de veras que Dios les había llamado a estar juntos. Así, formaron comunidades “intencionales", dirigidas colectivamente hacia ciertos fines, y no meras comunidades “asociacionales” que se asocian para trabajar, pero imponen pocas exigencias al individuo.

 

La confianza mutua es la extensión de nuestra confianza en que hemos sido llamados personalmente por el Señor y en que Él actúa en nuestras vidas.  Damos el suficiente crédito a Dios como para creer que estamos fundamentalmente en el lugar justo y junto a las personas justas. No miramos de reojo a otra comunidad, sino que procuramos amar a los que el Señor ha puesto junto a nosotros y los vemos como importantes símbolos de Dios para nosotros. A veces puede parecer un triste grupo, pero ellos son los que el Señor nos ha dado; con ellos es con quienes estamos llamados a crear una unidad y una alianza y a abrazar su causa.

 

Cuando estamos unidos por la confianza, no nos vemos ya como átomos separados, sino como co-personas, como seres interdependientes y cooperadores, que caminan juntos en una aventura común. Esto significa que cualquier trabajo que se nos encomienda ya no lo hacemos aisladamente, con temor a que alguien nos esté controlando. Más bien, lo compartimos con los demás, pedimos su opinión y la tenemos en cuenta. Ser interdependientes significa que, donde quiera que trabajemos en una provincia, por absorbidos que estemos en un proyecto propio, mantenemos el sentido de la totalidad, consideramos nuestro el trabajo de toda la provincia y expresamos nuestro interés por él.

 

No hemos descubierto todavía el sentido pleno de la colaboración en la Iglesia. Por educación somos auto-suficientes en nuestra acción, y nos escondemos unos de otros por medio de nuestro trabajo. A menudo las comunidades religiosas se parecen a hoteles donde se comparte muy poco la vida. Parecemos múltiples receptores de radio sintonizados con diferentes emisoras. La colaboración no significa simplemente que trabajemos juntos; pide de nosotros una transformación de mentalidad y de espíritu. Implica la capacidad de tener en cuenta a los demás, incluso cuando estamos pensando solos en nuestro cuarto. Implica la convicción de que, al tomar en consideración las perspectivas y los esfuerzos de los demás, nuestras vidas, nuestro ministerio y hasta nuestros pensamientos personales, se verán enriquecidos y mejorados.

Para ser interdependientes, primero tenemos que ser dependientes. Tenemos que creer realmente -no sólo fingir que lo creemos- que el otro tiene algo para ofrecernos. La autosuficiencia no es constructora de comunidad y a menudo esconde una debilidad interior. La habilidad verdadera suele ir junto con el humilde reconocimiento de que no podemos ser perfectos por nosotros mismos, sino que otros pueden complementar nuestras deficiencias.

 

La confianza mutua significa que no tenemos miedo de los logros del otro, de su crecimiento y de su florecimiento o de su influencia entre los demás; sino que por el contrario, más bien los alentamos. La gente que confía no tiene miedo de alabar y apoyar. Amar a alguien quiere decir, desear buenas cosas para esa persona -que irradie, crezca, corra, salte y baile. Gerard Manley Hopkins, buscando los rasgos salientes de la vida de Jesús, dijo: “Le gustaba alabar”.

La alabanza,  en su carácter de confirmación, es también una parte importante de la tarea del superior mayor, que desentierra talentos animando y alentando las cualidades objetivas; que no intenta cambiar personalidades y temperamentos, y se preocupa únicamente de ubicar a cada uno en la tarea. Su meta es conseguir que cada uno contribuya con lo que tiene y sienta que es co-creador de algo importante, no mediante astucias engañosas, sino porque de hecho lo es. El secreto de la política es mantener vivo en el grupo el espíritu de los comienzos.

 

Podemos tener muchos motivos para no confiar en los otros.  Uno de ellos que hayamos sido heridos en el pasado. Cuántos religiosos se quejan de que, en el pasado, han sido encasillados a menudo por alguno de sus superiores, y nunca más han podido librarse ya de la etiqueta! Están como paralizados, porque sienten que, en la opinión del grupo, han sido metidos en un molde. Tienen miedo de romperlo, por no aparecer como actuando contra su carácter. ¿Por qué le ponemos una etiqueta a la gente y los congelamos en una categoría?  "José es un león social”, decimos.  "Pancho es un  manipulador y Pepe un ingenuo optimista". ¿Será porque en un recóndito rincón de nuestra mente creemos que si los demás son de un tipo determinado, nosotros tendremos más ocasiones de destacar como únicos y originales?

Sí, hay muchas razones para no tenerse confianza: hemos sido heridos en el pasado. Pero Jean Vanier, un santo contemporáneo, nos da un buen consejo al respecto. Ofrece algunas definiciones de la vida de comunidad, y recalca a continuación lo siguiente como lo más importante: "La comunidad", dice, “es el lugar del perdón".  Si la celebración es la flor de una comunidad, el perdón es su corazón. Es una ilusión pensar que algún día tendremos la comunidad ideal. Todos somos pecadores, parcialmente convertidos y parcialmente sin convertir, mezcla de luces y de sombras. ¿Cuántas veces tendremos que perdonar? El Evangelio dice que 490 veces, 70 veces siete.

 

Recuerdo un libro de Raissa Maritain que lleva este título precioso: “We Have Been Friends Together” (Hemos sido amigos entre nosotros).  Cuenta en detalle muchas de las conversaciones filosóficas de los visitantes con los Maritain. Esperemos que, en el ocaso de nuestras vidas, al mirar alrededor de una sala o de una provincia, podamos decir con cariño: "Hemos sido amigos entre nosotros", ya que Él nos llamó amigos y nosotros fuimos ganados para su causa.

 

Comunidades obstinadamente religiosas

 

En su libro Self-Renewal (Renovación personal), John Gardner dice que, sociológicamente hablando, el factor más importante en la renovación de un grupo es su motivación y su confianza en sí mismo. "Si los miembros son apáticos, espíritus derrotistas, o incapaces de imaginar un futuro por el que valga la pena luchar, la partida está perdida de antemano”. Además de visión, se necesita firmeza, coraje y decisión. También yo estoy convencido de que si nosotros, los de la base no estamos determinados a cambiar las cosas, si seguimos en retirada, si no nos enfrentamos cara a cara con el mundo y si no nos zambullimos decididamente en el carisma de nuestro fundador, el futuro está perdido. En último análisis, no es el número lo que cuenta. Nunca es cuestión de números. Lo que cuenta es la calidad de nuestra presencia, el grado de nuestro compromiso, la generosidad de nuestro corazón.

 

El principal desafío que se nos presenta es que, como religiosos, superemos completamente las divisiones y el exagerado pluralismo de los últimos 30 años y volvamos a ser una fuerza unida y dinámica -una fuerza impulsada por un sueño común. Esto significa que tenemos que ser entusiastas en nuestra fe y confianza; dejarnos de mirar para los costados y de distraernos con una visión superficial de las cosas; dejarnos de temer que nos vayamos a perder el desfile.

No se me mal interprete. El hecho del pluralismo, las diferentes teologías o los diferentes modelos de la Iglesia, son importantes. Deben ser discutidos y sopesados con mucho conocimiento y pericia. Pero más importante que las discusiones intelectuales es la actitud de nuestro corazón. Antes de ponernos a discutir unos con otros, tenemos que estar unidos. Sólo donde hay concordia puede darse un disenso constructivo. Antes de que haya unidad de mente, de visión compartida, tiene que haber un solo corazón, la unidad a nivel afectivo.

 

Sólo se puede esperar que un debate acabe en acuerdo si, desde el principio, hay amor entre las partes. De otro modo todo se vuelve discutir con el único fin de anotarse puntos y sacar la suya adelante. Así, que discutamos, hablemos, defendamos  posiciones diferentes, pero antes hagamos un voto: el voto de estabilidad, por decirlo así. Decidamos permanecer siempre siendo miembros de este cuerpo. Elijamos estar con ellos y para ellos, ser leales con ellos, amarlos. En Babel, sólo se hablaba una lengua, pero no pudieron entenderse; en Pentecostés se hablaban muchas lenguas y no pudieron menos que entenderse. Y es que en Pentecostés, la relación era la correcta: había un solo corazón en el Espíritu: cor unum.

 

Lo que se precisa es volver a forjar, retemplar un esprit de corps, semejante al que existía cuando los miembros de la congregación trabajaban al unísono, en la educación formal, en los colegios, en los hospitales o en las misiones extranjeras. En aquel entonces el hecho de colaborar muchos en la misma obra actuaba como principio de unidad. En la situación de hoy, donde los trabajos se han diversificado tanto, hay que crear la unidad conscientemente, mediante un esfuerzo concertado. Tenemos que descubrir los modos de mantener el sentir común acerca de una respuesta colectiva que emana de un mismo carisma.

 

Nuestro reto principal es doble: el crecimiento cuantitativo de nuestras congregaciones y la calidad intensificada de la vida comunitaria y del ministerio. Pero ambas cosas están conectadas entre sí y nos ponen frente a un dilema. Necesitamos candidatos fuertes y dignos para asegurar el futuro, pero no los atraeremos hasta que la calidad de nuestra vida común mejore en términos de una fe viva evidente, una confianza mutua y una sensación de que nos movemos hacia una misión claramente religiosa.

 

Necesitamos gente radical, más y más miembros que quieran dejarlo todo, olvidarse de sus propias seguridades, incluso de sus neurosis favoritas, y se abracen de veras con cualquier riesgo; más miembros que no necesiten un reducto, un rincón cómodo, un puerto, una escapatoria. Más gente que no dé como dan los burgueses, confortablemente, sino gente que dé hasta hacerse daño. Necesitamos un grupo de super astutos de alma que no tengan miedo del mundo, que amen tanto el mundo hasta el punto de desafiar todo lo que hay de astuto en él, mediante una vida vivida de acuerdo con el Evangelio. Gente a quien, si se le preguntase -como si se tratara de Jesús- “Rabbí, ¿dónde vives?”, se atreva a responder: “Ven y ve”.

Otros más versados en la historia y la espiritualidad marista decidirán si en el caso arriba estudiado he dibujado adecuadamente la renovada comunidad marista. Los más inclinados a las cosas prácticas podrán hacerme preguntas, legítimas en sí, sobre finanzas, personal y otras cosas por el estilo. Pero una cosa es de vital importancia: la comunidad repristinada de cualquier congregación -si acaso ve la luz del día- no será el fruto de un ejercicio de disquisiciones bizantinas sobre oración y si se está o no de acuerdo con el carisma; tiene que ser una comunidad que de hecho rece, crea, actúe y sea jesuita, dominica, oblata o pasionista. Su espiritualidad y visión no podrá ser “genérica”, sino que tendrá que brotar, sin más, de su carisma fundacional y estar determinada por él. Sus miembros tendrán que extraer su inspiración de los textos de los fundadores, saberse de memoria los textos centrales y atesorarlos en su corazón. Tienen que ser capaces tanto de desafiar al mundo, como de aprender de él. Tienen  que estar dispuestos a sacrificar su inclinación a la vida fácil e insistir en acudir frecuentemente a la oración común, al silencio común (8) y a los demás ejercicios comunes. No pueden rendirse a la pereza, al individualismo y a los hábitos de una sociedad consumista. Deben tener columna vertebral: benedictina, agustina, espiritana o carmelitana hasta la médula, y serlo obstinadamente.

 

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