Una crítica de los intentos actuales por renovar la
vida religiosa, antes de encarar los aspectos específicos de la vida religiosa,
debe ocuparse de algunas cuestiones previas fundamentales,. Esto me quedó claro
al participar recientemente en algunos debates sobre "refundación" de
la vida religiosa. Estos debates llegaron a caldearse bastante y a veces
terminaron sin lograr acuerdos. Los grupos involucrados estaban cansados y
atareados, es cierto, pero esto no explica suficientemente el hecho. El
acaloramiento tan manifiesto en los debates acerca de los posibles remedios
para los males de la vida religiosa actual, nace de una causa más honda.
Proviene de un desacuerdo de fondo sobre la naturaleza del cristianismo y la
religión.
Cuando por primera vez me encontré con la idea de
"refundación", actualmente en boga, la acogí como una idea que
mejoraba con mucho, la idea de "renovación", pues parecía exigir una
conversión más profunda y una reconstrucción más radical. Me venía a la mente
la reforma carmelita a manos de Teresa de Ávila y de Juan de la Cruz a través
de una recuperación creativa del espíritu y de la disciplina original de los
fundadores. Refundación parecía invitar a crear nuevas estructuras, nuevas
expresiones simbólicas del ser auténtico de nuestras congregaciones, para así
emprender una aventura religiosa que pedía un gran sacrificio y un compromiso
con el mundo compatible con una cierta y necesaria separación del mundo.
Sin embargo, fue creciendo en mí la desilusión y la resistencia a la noción de refundación
al oír que quienes la promovían centraban su preocupación en identificar los
"agentes de cambio" cuyo rol principal se reduciría a fomentar la creatividad
en el ministerio y a desarrollar modos de vida alternativos para la comunidad.
Cuanto más limitaban los oradores sus tópicos a "sistemas pedagógicos”
para el cambio, y ensalzaban modelos de liderazgo derivados de la antropología
o incluso introducían alguna técnica importada de la sicología empresarial, es
decir, cuanto más debatían ellos exclusivamente sobre los medios, tanto más
sentía yo que me empujaban por un sendero encantado pero peligroso. Antes de
discutir sobre los medios a mí me interesa discutir sobre los fines. Antes de
aceptar los procedimientos a adoptar en el futuro, quiero saber a dónde me quieren llevar, y a dónde quieren
llevarnos a todos. Esto se debe a que sospecho que yo no quiero ir adonde
algunos oradores me quieren conducir, o a que la opinión de un orador sobre los
medios, contiene algún sentido oculto acerca de los fines, con el que yo no
estoy de acuerdo. En una conversación reciente sobre refundación me sentí de
repente obligado a formularle a mis interlocutores algunas preguntas, tan
curiosas como básicas, no ya sobre la
vida religiosa sino, lisa y llanamente sobre la religión: “¿Qué constituye para
ustedes, el corazón de la religión cristiana?, pregunté al grupo. “¿Cuál es el
significado fundamental y la intención de la religión?” “¿Qué es lo que da
origen a la religión, en primer lugar?” se me ocurrió hacer estas preguntas
porque me di cuenta, de pronto, que nuestro desacuerdo radicaba en niveles más
profundos, es decir: que no podíamos dar por supuesto que todos estuviésemos de
acuerdo en estas cuestiones fundamentales. Aunque nadie hubiera negado
explícitamente algún punto de fe que yo sustentara, sin embargo, algunos
parecían apartarse o dejar de lado ciertas cuestiones, considerándolas fuera de
moda o no en línea con los pasos recomendados.
Estas ganas de plantear cuestiones fundamentales me
vienen especialmente cuando siento que se está reduciendo la religión a
sociología o a sicología, o incluso a moral (personal, social o ecológica). De
hecho, la tentación de reducir la religión a pura moral me enciende más que las
burdas reducciones sociológicas o sicológicas, porque siendo una reducción
menos evidente, resulta más sutil y plausible y por consiguiente más seductora.
Pero permítaseme poner las cartas sobre la mesa. ¿Cuál
es para mí el corazón de la religión cristiana? (Ignoraré la esotérica
distinción que hacen algunos entre fe y religión y la teoría de que el
cristianismo no es una religión sino una fe). Aunque el cristianismo, como las
demás religiones, es una amalgama de muchos componentes, creo que su elemento
estrictamente religioso consiste en que da respuesta a la experiencia de
contingencia humana y de contingencia del mundo. Mucha gente, en algunos
momentos de su vida experimenta la existencia suya y del mundo como algo
extraño, y se enfrenta con el vacío de la propia muerte. Algunos han ido más
allá de dar por supuesta la realidad del mundo y los ha atemorizado el
pensamiento de que nada en absoluto pudiera existir, ni siquiera la posibilidad
de que algo existiese. Se han preguntado si la vida tenía un sentido último o
si los hombres no son sólo un juego de la naturaleza. La doctrina central del
cristianismo es que el mundo no existe por necesidad, sino que fue objeto de la
creación de un Dios bueno. El cristiano creyente está convencido que en
el corazón del universo no hay un absurdo irracional sino un Amor personal.
El filósofo Ludwig Wittgenstein no era creyente.
Norman Malcolm, su antiguo discípulo y luego biógrafo, decía que no podía
considerarse persona religiosa, pero que estaba apasionadamente interesado en
la religión y siempre parecía estar cerca de la posibilidad de la religión.
Wittgenstein dio una vez dos ejemplos de lo que él consideraba experiencias
religiosas auténticas en contraste con experiencias morales o estéticas. Aun
cuando pensaba que, al considerar estas experiencias, pateaba contra los
límites del lenguaje, las respetaba. Una era la experiencia de extrañeza ante
el hecho de que el mundo exista. La segunda era la convicción que tenía a veces
de que sucediera lo que sucediera, él estaría a salvo.
Ninguna de estas experiencias apunta, necesariamente,
a la existencia de un Dios trascendente. Sin embargo, a mucha gente le
proporciona el fundamento experiencial, la base afectiva, el trampolín desde el
que se lanzan para afirmar la existencia de Dios. En estos sentimientos y
experiencias es donde la afirmación de que Dios existe se sustenta
existencialmente, pasa a ser algo más que una proposición intelectual, echa
raíces, encuentra hogar. La primera experiencia es el sentimiento de que un
mundo fugaz debe tener sus raíces en una Realidad fundamental estable. La
segunda expresa la confianza de que este mundo no puede ser explicado sin la
presencia de un centro del universo que es amor.
Mis propios pensamientos sobre la religión giran alrededor
de experiencias de este tipo. Admito que mi idea de la religión tiene fuertes
tonalidades místicas; es una respuesta a nuestra contingencia radical y, en su
sentido más primitivo y profundo, tiene poco que ver con la moral. La religión
se refiere primeramente a un espacio "santo" fuera del cual nacemos
nosotros y el mundo, y nos impone a cada uno de nosotros el imperativo de
hacernos santos, de vivir la vida en Dios y para él.
A más de esto, sé que la religión y la moral están
íntimamente entrelazadas y que una persona religiosa o santa debe ser también
moralmente buena. No se puede ser santo y malvado a la vez. La santidad
significa en parte al menos, que uno es extraordinariamente amable, socialmente
justo, honesto, moderado, hombre de paz. Y sin embargo la religión no puede
reducirse a la práctica de esas virtudes morales. En efecto, se puede pensar en
alguien moralmente bueno, que guarde escrupulosamente las reglas de un sistema
moral, apoye la justicia social, sea casto y amable, y sin embargo no sea una
persona religiosa. Puede ser moral por gusto personal, por temperamento, por
razones estéticas, o por simpatía natural hacia los demás, pero no serlo por su
relación con Dios. Philippa Foot, filósofa moral de Oxford y atea confesa, dijo
una vez a un grupo de seminaristas que ella era una persona moral en el sentido
del que venimos hablando, pero que rehusaba ser tratada con condescendencia y
como recibiendo un favor, con el título de "cristiana anónima".
La persona cristiana religiosa no sólo actúa
moralmente, sino que también ve el mundo de manera diferente: en el sentido de
que es dependiente, para su misma existencia, de una realidad trascendente. Y
en esto está toda la diferencia. La visión cristiana, por el hecho de estar
centrada en lo trascendente, tiene implicaciones éticas diferentes a las de las
teorías de la Ilustración, que colocan a la persona humana o la libertad en el
centro del comportamiento moral. Para el cristiano la respuesta primaria al
mundo no es la que da un hombre que fuera su dueño y creador prometeico, sino
la de la creatura humilde y obediente; no es un regusto empresarial de poder y
libertad, sino una gratitud mariana ante Dios por todo lo que Dios ha hecho. De
esta gratitud cristiana nace el imperativo de amar a Dios y venerar la creación
de Dios, la disponibilidad para permitirle a Dios que manifieste su divina
bondad por medio de nosotros, especialmente hacia los débiles y abandonados. La
gratitud cristiana y sus implicaciones éticas se alimentan y cobran profundidad
mediante la estrecha unión con Dios en la oración.
Esta visión fundamental es, a mi parecer, lo que
debería estar en el corazón de la vida de todo religioso consagrado. Si quieren
ser proféticos, han de serlo en eso, en que por su vida señalen constantemente
hacia el momento trascendente del universo y traten de alimentar lo que eso
significa. Toca a cada congregación religiosa decidir el modo de expresarlo;
pero es algo esencial. Como cristiano que soy, me impresiona ver a sacerdotes,
religiosas o religiosos embebidos en la contemplación de Dios o verlos
recogiendo a una persona moribunda en las calles. Cuando veo a uno de ellos
comprometido sin descanso en cualquiera de estas dos cosas, me siento en la
presencia de un santo.
Algunos católicos de hoy, así como ciertos miembros de
congregaciones religiosas, parecen haber perdido de vista el polo trascendente
del cristianismo. Su modelo de cristianismo se ha convertido en aquello que
Charles Davis etiqueta como pragmático. Le versión pragmática del cristianismo
surgió, dice, cuando “la religión cristiana dejó de funcionar míticamente como
una totalidad globalizante... Así pues, el énfasis pasó a ponerse en un
cristianismo reducido a una manera práctica de vivir o como sistema ético. Esto
se concibe y se sigue expresando todavía en términos religiosos: como por
ejemplo la paternidad de Dios, la fraternidad de los hijos de Dios, el reino de
justicia,... Pero todas estas expresiones son modos diferentes de formular los
imperativos morales que gobiernan la humana existencia" (1) (What is Living, What is Dead in
Christianity Today? San Francisco,
Harper and Row, 1986, p. 39)
Conservadores y liberales han impuesto en cierta
medida, este cambio en el cristianismo. Los conservadores subrayan la moral
personal y familiar, y cuestiones tales como el aborto y la eutanasia. Mientras
que los liberales hablan incesantemente de justicia social., ecología y
derechos feministas. Los futuros historiadores podrán estimar que hasta el
mismo Vaticano, aunque en menor grado, se ha dejado llevar en lo que estoy
caracterizando como un énfasis exagerado en la moral. Podrán recordar al papa Juan Pablo II como el "papa de la
moral” a causa de sus repetidos juicios sobre la moral personal así como sobre
la moral social. Si no en la teoría, al menos en la práctica, el amor al
prójimo o al enemigo parece haber tomado más importancia que el interés por la
unión con Dios. Las herejías de hoy parecen ser todas herejías morales. No son
muchos los católicos mayormente interesados por los dogmas, por los errores
trinitarios, soteriológicos o cristológicos. Y, sin embargo, la historia de la
Iglesia de los primeros siglos revela que esto no fue siempre así. (¿No
deberíamos poner de moda alguna nueva herejía trinitaria para estimular un poco
más el pensamiento sobre Dios y menos sobre nosotros mismos?). En ese énfasis
excesivo sobre la moral la Iglesia moderna refleja el tono de nuestro tiempo
secularizado, la época que confundió el mundo con Dios.
A finales de los años 60, tiempo marcado por su aire
revolucionario, nuestro seminario reunió una vez a los seminaristas para un
debate sobre la cuestión: "¿Cuáles son las cualidades más importantes para
ser sacerdote y religioso hoy?" Algunos sugirieron la disponibilidad,
otros la ciencia y la competencia, otros en fin la amabilidad y alguna otra
virtud. Me sorprendió que ninguno hablara de la santidad - tema que hubiera
sido candidato seguro 10 años antes - y l señalé esto al grupo. Uno de los
seminaristas fijó en mí su mirada y me soltó con un aire desdeñoso:
"¡Basta ser humano Padre!"
Hace pocos años tuve el gusto de entrevistar a Kiko
Argüello, un laico y artista español, fundador del movimiento neo-catecumenal.
Este movimiento ofrece una serie de pasos, un camino, para que los católicos
modernos lleguen a redescubrir su bautismo y se comprometan con la
evangelización. Adopté el papel de abogado del diablo y le pregunté si este
camino para educar a los laicos durante un periodo de varios años no originaba
una élite arrogante y no acabaría por crear más división que unidad dentro de
las parroquias. Su respuesta estaba en completo contraste con la del
seminarista. Insistió en que ser cristiano hoy no era cosa fácil, como muchos
de los sacerdotes formados del Vaticano II para acá parecían creer. No
basta gritar simplemente el slogan del amor. Es difícil, en una cultura
secularizada, creer que Dios existe y que Jesús es de alguna forma, el Hijo de
Dios. Aparte de esto, nuestro mundo de la droga y la violencia, del adulterio
suburbano y el aborto, la eutanasia y el consumismo, está lleno de asechanzas.
No basta una predicación que se limite simplemente a brindar una especie de
refuerzo positivo. Hay que convocar a la gente a una confesión pública de su fe
en Jesús Dios; hay que moverla a que sienta la necesidad de conversión, hay que
probarla en su resolución; hay que sostenerla con una comunidad unida
fuertemente entre si; hay que enriquecerla con una liturgia cordial y
participativa. A su modo de ver, se necesita un método, un camino, una
estructura, un catecumenado, para poner a la gente claramente frente a su
bautismo y frente a las implicaciones que éste tiene para su vida. Este
discurso de Kiko Argüello pone de manifiesto qué simplismo encerraban las
palabras de aquél seminarista de 1968: “¡Basta ser humano Padre!"
Sí, Cristo actúa en el mundo dondequiera se hace el
bien, y tenemos que reconocer y fomentar la bondad donde la encontremos. Pero
también debemos ser conscientes de que, para ser un cristiano católico no basta
fomentar los valores humanos. A más de exigirnos que seamos raíz y rama moral,
el catolicismo nos exige la fe en muchas cosas extrañas, como la encarnación,
la necesidad de la redención, la
resurrección, la presencia real de Jesús en la Eucaristía, el papel de María,
etc. Como ha señalado James Hitchcock, la idea del dogma es esencial al
catolicismo, y el dogma es importante precisamente porque nos protege contra
"la casi fanática inclinación que cada época manifiesta por remodelar toda
la realidad para hacerla coincidir con sus propias especificaciones" (2)
(“Eternity’s Abiding Presence”, en Why Catholic?, de. John J. Delaney, N.Y., Image
Books, 1980, p.80)
Durante cierto tiempo de mi adolescencia deseé haber
tenido una educación neutra en materia de religión, de modo que a la edad de 21
años hubiera podido examinar las religiones más importantes y elegir entre
ellas sin el prejuicio de una educación o lavado de cerebro anterior, en el
catolicismo. Ahora sé que esto es una ingenuidad, pues he constatado que los
jóvenes que no han sido educados en ninguna religión acaban por no tener ningún
sentimiento religioso ni religiosidad. Tienden a permanecer neutrales en cuanto
a religión y a menudo son incapaces de hacer una elección en favor de una
religión determinada. George Lindbeck, teólogo protestante, cree que, a menos
que se nos enseñe una religión cuando somos jóvenes, a menos que se nos enseñe
alguna práctica religiosa, probablemente no seremos capaces siquiera de una experiencia
religiosa. Quizás esto sea una exageración, pero estoy seguro que
contiene su partecita de verdad. Una cosa es cierta: Nadie recibe una
instrucción en un vacío de visión y de valores. Si no se absorben una visión y
unos valores religiosos, se absorberá la visión secular y los valores
no-religiosos del cine y la televisión.
Especialmente en Europa han nacido algunos movimientos
y órdenes religiosas de laicos cristianos con la conciencia clara de esto: el
movimiento de los focolari, la comunidad de san Egidio, el neocatecumenado, el
León de Judá, etc. Todos ellos creen
que ser cristiano en un mundo secularizado es especialmente difícil. La
secularización puede producir una purificación de nuestra fe y puede ser
bienvenida por ésta y por otras razones, pero contiene sus peligros
particulares. Para caminar en la fe se necesita un método, pertenecer a una
nueva forma de sub-cultura cristiana dada por esos nuevos movimientos y
comunidades cristianas, los cuales tienen su nueva forma de kenosis, de
abandonarse y vaciarse uno mismo como preparación para una decisión radical por
Cristo y por Dios. Karl Rahner dijo una vez: "El cristiano en el mundo de
hoy deberá ser un místico o no lo será en absoluto". Y a
continuación hablaba de mistagogia: de la necesidad de buscar métodos para
llevar a la gente a ver todo en Dios.
Creo que una de las razones por las que las
congregaciones religiosas viven hoy una situación de pura supervivencia es
porque, en su esfuerzo admirable por adoptar una visión positiva del mundo, han
identificado demasiado religión y moral humanista, cosa que las inclina a ser
secularistas, individualistas y mayormente igualitarias en sus énfasis. La
historia muestra que casi todas las congregaciones religiosas gozaron de fuerte
crecimiento en sus comienzos. Producían entusiasmo y atractivo en parte porque
eran nuevas. Pero su atractivo principal radicaba en otra cosa: los primeros
miembros tenían la sensación de emprender una aventura religiosa y servir a una
causa más grande que ellos, que les disponía a renunciar a muchos derechos y
privilegios personales. Eran miembros de lo que se ha llamado comunidades
“intencionales” en oposición a las comunidades “burocráticas” de simple
asociación, que han nacido a partir del
Vaticano II (3) (Cf. Patricia Witberg, SC, Creating a Future for Religious
Life, New York, Paulist Press, 1991, caps 2,3 y4. Véase también el uso de estas
categorías que hace Elizabeth Mc Donough, OP, en “The Past is Prologue: Quid
Agis?”. en
Review for Religious, 51(1992) Nº 1 Jan-Feb., pp. 78-99). Les importaba poco la auto-afirmación y
la igualdad, y ofrendaban voluntariamente cierto control sobre sus opciones, no
porque fueran ingenuos y serviles (caricatura de hoy), sino porque habían sido
ganados para una causa religiosa superior y deseaban transformarse en una
fuerza dinámica para la Iglesia y para Dios.
La mayor parte de las congregaciones religiosas fueron
fundadas para estos tres fines principales: (1) la salvación de las almas de
sus miembros, (2) la salvación del prójimo y (3) la dedicación a una devoción,
o una forma de realizar el apostolado. Su carisma no consistía solamente en el
tercer elemento, sino en los tres. Sus fines eran decididamente religiosos y
escatológicos, así como encarnacionales. Hoy la teología escatológica ha sido
reemplazada por la encarnacional, interpretada de modo muy secular y humanista.
Los temas trascendentes han perdido relieve en favor del fuerte énfasis puesto
en los derechos de igualdad, y en un tipo de justicia interpretada no sólo en
el sentido de equidad sino de uniformidad, una especie de horror frente a las
diferencias. Todos sabemos que sólo en la unidad se da la fuerza. Pero el
igualitarismo doctrinario produce atomiza y distancia a los miembros de un
grupo, porque considera más importantes los derechos y deseos individuales que
la causa y el sueño religioso propio de todo el grupo.
Tenemos que reconocer que este acento exagerado sobre
los ideales igualitarios y humanistas es una ideología. Es una forma -sólo una,
entre otras posibles- de interpretar la democracia y la justicia en la sociedad
y en los grupos religiosos.
Combatir esto no es renunciar a la democracia, sino
verla bajo otra luz y dar de ella una definición diferente. La posibilidad de
dar varias interpretaciones de la democracia se me hizo evidente hace pocos
años cuando escuché una conversación entre un sacerdote norteamericano - un
recién convertido al igualitarismo - y una mujer joven de la comunidad seglar
de san Egidio de Roma. Ella describía la forma como funcionaba la comunidad y
dijo que en su comunidad particular, a causa de su composición e historia
particular, sólo podían hablar, durante los actos de oración, algunos hombres
pero no las mujeres. El sacerdote norteamericano objetó que esto era un grave
error, que era del todo importante, si no para ella personalmente, como símbolo
y signo para los demás, que se permitiera a las mujeres predicar en cada
comunidad. Ella respondió que la comunidad de san Egidio afrontaba las
cuestiones no desde una ideología, sino de forma pragmática. Algunas
comunidades sí que tenían mujeres predicadoras, pero, a causa de su historia
especial y sus talentos, su grupo prefería no tenerlas y que ella estaba muy
satisfecha de que las cosas fueran así. Explicó que para el grupo de san Egidio
había tres cosas de suma importancia: (1) la oración en común sobre la palabra
de Dios, (2) la amistad y la ayuda mutua y (3) el trabajo para los pobres y con
ellos. Todo lo demás está subordinado al logro de estos objetivos. La voz del
sacerdote americano subió de tono enérgicamente, diciendo que ella estaba en un
error y que la interpretación americana de los derechos de las mujeres era la
correcta. Pero ella se mantuvo firme en su terreno y hábilmente cambió de tema.
Así han venido a estar las cosas en la vida religiosa.
Por los años 60, después de muchos años de represión y exagerado
supernaturalismo, necesitábamos dejar de lado muchas reglas inútiles de nuestra
vida que nos habían hecho caminar rutinariamente sin tocar nuestro corazón o
motivación. Teníamos que reconocer nuestra obligación ante Dios de participar
en la construcción del reino de la justicia y de la paz, luchando por los
derechos civiles de las mujeres y de las minorías. Pero esto no significaba que
ese interés moral debía convertirse en
el programa cardinal y sobresaliente de las congregaciones religiosas
para barrer todo lo demás en su estela. Ahora que luces y sombras de dichos
énfasis en la vida religiosa han alcanzado su mayor relieve estamos en mejor
posición para creer y redescubrir que nuestro compromiso con el mundo debe
comenzar más allá del mundo.
Mientras las agendas sicológicas dentro de la vida
religiosa y las agendas cuasi-políticas en nuestros apostolados fueron muy
importantes, ninguna de ellas fueron el unum necessarium. Si ha de ser
verdaderamente cristiana, la vida religiosa debe centrarse sobre el aspecto del
cristianismo que relaciona nuestras vidas con lo trascendente. En este aspecto
de la ecuación es donde la vida religiosa debe buscar su carácter profético.
Recordando a la gente el encanto divino del mundo es como descubrirá su
misión esencial. En esto es en lo que debe insistir nuestra reflexión sobre la
reforma de la vida religiosa.
En su articulo "Religious Life and the Need of
Salt"(4) (Religious Life Review, 30 (1991) Nov-Dec, pp. 284-291) Joan
Chittister plantea las preguntas correctas acerca de la vida religiosa actual.
Comienza con la sabia afirmación de que hoy, unos 30 años después del Vaticano
II, el proyecto de proporcionar auto-afirmación a los religiosos
tradicionalmente reprimidos y de proveer a sus necesidades sicológicas ya se ha
cumplido. Los que claman por libertad y
diálogo están golpeando puertas abiertas. Dice que ahora debemos proceder a
considerar cuestiones relativas al sentido del grupo y a cómo se puede ser
profético en el mundo de hoy en respuesta al carisma de los fundadores. Ella
clama por la pasión religiosa. Pero sus respuestas, cuando da la interpretación
de lo que es profecía, están todavía demasiado centradas en preocupaciones por
la ecología, la asistencia social y los derechos humanos. Se quedan en el
modelo "pragmático" del cristianismo y no parecen sino simple
repetición del programa de los políticos liberales. En cuanto tales, hacen
imposible la verdadera pasión religiosa. Esas preocupaciones liberales son
importantes y deben ser afrontadas por la Iglesia - por los seglares, los
religiosos y el clero. Pero afrontar esas cuestiones no traerá, en mi opinión,
la salvación de la vida religiosa, porque los problemas de la vida religiosa no
se suscitan por falta de atención a esas cuestiones. El problema de la vida
religiosa no consiste en la ausencia de compromiso moral en el campo social,
económico y ecológico, sino en la ausencia del centro religioso, del tomar
conciencia de lo que los mismos pobres
saben y expresan en su religión popular, de que mi unión con Dios por medio de
Jesús es lo central, de que debo entregarme a ello y de que ante todo es en
ello donde seré realmente contra-cultural. ¿Qué es más contra-cultural -decir:
‘tenemos que tratar de salvar el planeta tierra’, o decir, ‘creemos de verdad
que los muertos están con Dios porque Jesús resucitó de entre los muertos y
porque esto es lo verdaderamente lo importante’?
Estas son palabras duras y acepto con todo gusto un
diálogo sobre ellas. Pero estoy convencido que contienen su granito de verdad.
Me siento animado a manifestarlas, visto el cambio de interés de los jóvenes
tanto en Europa como en Norteamérica en favor del sentido místico de la
religión. Por los años 60 los jóvenes estuvieron atrapados por los valores
humanos de la sicología y la sociología, pero la juventud de hoy muestra un
gran interés por el misticismo, los cultos y los movimientos religiosos, las
apariciones, y las curaciones, la vida después de la muerte e incluso por la
reencarnación y el satanismo. De este giro, tan profundamente enredado en lo
esotérico y lo irracional, no podemos concluir automáticamente que estemos en
la aurora de una nueva era de la fe cristiana. Sin embargo, una cosa es cierta:
que muchos de nuestros contemporáneos están experimentando un profundo vacío de
sentido en un mundo anoréxico y bulímico, en donde dinero, notoriedad, poder,
individualismo e igualdad han venido a ser los valores supremos. ¿No indica
este cambio que el humanismo secular, a pesar de sus realizaciones morales,
carece de profundidad, no pacifica nuestro inquieto corazón, y en cierto grado
ha sido un empobrecimiento? ¿No demuestra que el positivismo moderno está basado
en el fracaso de la imaginación religiosa? ¿No es un signo de los tiempos el
que la gente que vive en sofisticadas culturas tecnológicas, empiece a sentirse
atraída hacia credos religiosos interpretados de manera muy simplista?
Soy consciente de las probablemente inmediatas
reacciones que puede suscitar la distinción que estoy haciendo, entre moral y
religión, dentro del cristianismo. Muchos la tacharán de dualista -el epíteto
más condenatorio para los críticos modernos. Dirán que estoy separando cosas
que van esencialmente unidas, que el amor de Dios y el amor al prójimo están
estrechamente unidos y son dos aspectos
de una misma cosa. Si no te interesas por la persona que ves, ¿cómo puedes
decir que amas a Dios a quien no ves? Los que aman a Dios han de encontrar la
expresión primera de ese amor en su entera dedicación a la atención al prójimo,
amigo o enemigo. La oración es misionera y la acción misionera es oración,
etc., etc.
Otros dirán que hago una falsa descripción de la
actual situación de la vida religiosa, que no es cierto que los comprometidos
en la justicia social y la ecología tiendan a orar menos o no se interesen por
lo trascendente, por los sacramentos o por la escatología.
Sé que estas réplicas son parcialmente verdaderas,
pero que también son en parte falsas. Sé que los dos aspectos del cristianismo,
la religión y la moral el amor de Dios y el amor al prójimo, están
estrechísimamente entrelazados, y soy consciente del brillante esfuerzo de Karl
Rahner por unirlos esencialmente (5) (Cf. “Reflections on the Unity of
the Love of Neighbour and the Love of God” en: Theological Investigations Vol
II, Chap. 16, Baltimore, Helicon Press, 1969, pp. 231ss). Pero sé también que conceptualmente son
distintos, porque los he visto separados en la historia de la Iglesia. La
iglesia a veces ha experimentado los extremos del quietismo, el super-énfasis
en la fe sin buenas obras, y otras veces la herejía de la acción, la entrega
ansiosa a las obras importantes de la justicia y la caridad, con detrimento de
la vida de fe la oración y la interioridad, que son el alma misma del
apostolado.
Corresponde a cada uno examinar su propia vida para
determinar dónde está. Pero estoy convencido que los problemas de la vida
religiosa no se deben principalmente a la falta de sistemas pedagógicos
adecuados o a la ignorancia de la sicología, de los sistemas sociales y de los
modelos antropológicos en una época de cambios rápidos. Estoy convencido que su
causa más profunda se encuentra en la confusión existente entre religión y
moral y en la insistencia sobre la última, a causa de una pérdida de fe y de
interés por la primera.
Si el catolicismo se centra casi exclusivamente en la
obligación de hacer el bien moral, de promover la justicia social y la ecología
o de luchar contra la pornografía o el aborto, entonces ¿cuál es el sentido de
sus doctrinas teológicas y sus dogmas? ¿Cuál es el sentido de la redención por
Cristo, para una religión reducida a la moral? ¿Cuál es el sentido de la
Eucaristía? ¿Son estos dogmas y estos sacramentos tan solo estímulos para la
acción, historias y símbolos que nos mueven sutilmente a hacer lo que es
realmente importante: fomentar la construcción de un mundo socialmente justo y
ecológicamente sólido, crear el reino de la moral? ¿Son sólo adornos
religiosos? Si son adornos, ¿por qué no ser honestos y simplemente dejarlos
caer? ¿Es acaso la Resurrección un cuento cuyo significado real se reduce a
todas esas pequeñas resurrecciones que pueden acaecer en la sociedad, la
historia, la vida personal de cada uno?
Una congregación religiosa que se centra tanto en la
moral ¿en qué puede distinguirse de grupos como la UNICEF o la FAO, en donde
unos hombres y mujeres se dedican también a ciertas causas humanas a veces por
salarios muy alejados de los que podrían obtener en otras partes?
A partir del Vaticano II, algunos teólogos incluidos
Rahner y Schillebeeckx, han ilustrado la tesis de que Cristo actúa en el mundo
doquiera que se hace el bien y se promueven las causas del hombre. Se han
presentado ciertas teologías que interpretan el trabajo de construir el reino
de Dios como enfocado prioritariamente a nuestra vida humana actual, afirmando
que la salvación empieza aquí y no sólo
después de la muerte, y que la gloria de Dios es el hombre (y la mujer)
viviente. Sintonizo con estos énfasis y también con los esfuerzos modernos por
crear una nueva forma de vida religiosa que dependa más del diálogo
interpersonal que de la reglamentación impersonal. Pero debo admitir que
ninguno de esos esfuerzos por sí mismos, me inflama. Y, a juzgar por las
estadísticas vocacionales de las congregaciones "progresistas", sobre
las cuales trataremos en el capítulo 3, sé que no han emocionado a los jóvenes.
Sospecho que ello se debe a que esos énfasis son profundamente incompletos,
nacidos, en parte, de la falta de una fe viva en el Dios trascendente. Están
muy bien intencionados y pretenden responder a las críticas contra el
cristianismo provenientes del moderno humanismo ateo. Son reacciones reflejas a
verdades parciales contenidas en los ateísmos de Marx, de Freud y de Nietzsche,
quienes han acusado al cristianismo de ser la causa original de las
alienaciones de la sociedad actual. En su esfuerzo por responder a las críticas
de estos pensadores seminales, se han desarrollado variadas formas de teología
encarnacional que recalcan la colaboración estrecha entre Dios y los hombres en
el mundo.
Estas teologías han sido de desigual valor. Algunas
incluso, disminuyen la infinitud de Dios en su esfuerzo por situar al hombre
casi a la par de la Divinidad. Aunque puedo simpatizar con mucho de esto, creo
que se ha ido demasiado lejos. Debemos ciertamente subrayar las causas segundas
y no recurrir de inmediato a la Causa Primera para responder a los problemas
humanos. Esa es la doctrina del mismo santo Tomás de Aquino. Pero el
cristianismo exige una respuesta al mundo y a la humana existencia bien
distinta de la del humanismo contemporáneo. En tanto que el humanismo centra su atención en el poder humano y en la
libertad, el cristianismo comienza con una humilde gratitud ante un Dios de
quien recibimos incluso nuestro poder y libertad. Una de las preocupaciones
vitales de la fe cristiana es nuestra ingénita tendencia a torcer nuestra
libertad, que surge de lo que Lutero llamó la “desviación” de nuestra voluntad.
Nunca debemos relegar al inconsciente el hecho de que el cristianismo se ocupa
de Dios, del pecado y de nuestra
necesidad de que la mano bondadosa de Dios nos ayude a hacer uso adecuado de
nuestra libertad.
La religión cristiana no debe ocuparse de Dios y de
nuestra relación con Dios sólo implícitamente, sino explícitamente. De la unión
con Dios en la oración emana la luz para ver cómo nos hemos de relacionar con
Dios, con el mundo, y entre nosotros. Y si uno quiere vivir su vida de manera
particularmente religiosa, si quiere que su vida sea una vida religiosa
consagrada, debe vivirla no sólo de manera ideal sino estructuradamente. La
Vida Religiosa debe estructurarse de tal forma que la vida del grupo fomente en
sus miembros esta preocupación prioritaria por la relación con Dios y dé
testimonio de ello a los demás. Una vida así, empapada de oración personal, de
diálogo en la fe, de devoción comunitaria y también de devociones,
producirá algo que acaso hemos perdido, un buen número de hombres (y de
mujeres) santos cuya vida tiene un centro profundo. Si esto se logra, estoy
seguro de que los jóvenes volverán a sentirse atraídos hacia la vida religiosa,
no tanto porque les resulte más relevante o más interesante que el mundo, sino
por la sencilla razón de que la vida religiosa así construida y así vivida es
lo que pretende ser: religiosa.