2. VIDA RELIGIOSA Y MODERNIDAD

 

Para reevaluar los intentos de renovación de la vida religiosa que han tenido lugar a partir del último concilio ecuménico parece conveniente pasar revista a lo sucedido desde entonces. Mi descripción no pretende ser definitiva, lejos de ello, y la presento con la mayor humildad y con la esperanza de despertar otras descripciones e iniciar un diálogo  duradero.

Hay muchas maneras de describirr lo sucedido en los últimos 30 años transcurridos desde el Vaticano II. Dicen los historiadores que después de cada concilio ecuménico ha sobrevenido siempre una sacudida y que se requieren aproximadamente 25 o 30 años para que el espíritu de un concilio arraigue y dé sus mejores frutos. Los que comentan la evolución de la vida religiosa des­de el Vaticano II parecen estar de acuerdo con esto. Presentan esta evolu­ción en tres periodos: (1) el de la rigidez anterior al Vaticano II, (2) el del caos inmediatamente posterior al Vaticano II, y (3) el periodo actual de sana reevaluación con su discurso sobre refundación. Algunos estudiosos de la vida religiosa actual denominan a “estos periodos Modelo I, Modelo II y Modelo III.

El Vaticano II fue un esfuerzo de apertura y aggiornamento. Sus cambios fueron radicales. Reconoció la eclesialidad de otras denominaciones cristianas, abrió el camino al diálo­go con las religiones no cristianas, tomó una posición radicalmente nueva respecto de la libertad religiosa, afirmó la bondad propia del mundo secular, y llamó a una renovación de la liturgia y de la vida religiosa, reco­nociendo que, a través del bautismo, los laicos están llamados al mismo grado de santidad que los religiosos y los sacerdotes.

Cosas todas ellas muy atrevidass para aquel momento, estimulantes y por muchos motivos positivas y provechosas. El Vaticano II puso a la Iglesia de frente al mundo y la obligó a considerar tanto su gloria como su debili­dad. No creo que nadie quiera verdaderamente volver atrás. Pero hasta el Vaticano II tuvo sus sombras. Una de sus consecuencias fue que el catolicismo en general y la vida religiosa en particular parecieron perder importan­cia. Al exaltar la conciencia personal, al desplazar el énfasis desde el pecado y el infierno al amor y al cielo; al comenzar a citar a los adversarios tradicionales de la teología protestante a la par de Rahner y Lo­nergan; al borrar muchas distinciones y fronteras y al desvanecerse el ghet­to católico, -ya no había dragón que matar. Ahora bien, aunque los enemigos, los distingos, los ghettos y los dragones no sean cosas muy deseables, producían sin embargo una cosa: identidad. Su remoción fue una de las razones principales que explican por qué, a partir del Vaticano II, una de las grandes cuestiones que ocuparon a las órdenes y congregaciones religiosas ha sido, hasta la náusea, el problema de la identidad. ¿Qué quiere decir ser religioso: ser Jesuita, o Dominico, o Franciscano, ser Ursulina o Hija de san Pablo?

Pero el problema de la identidaad tenía también otras causas no eclesiales. El mundo, después del Vaticano II, se encontró de pronto sumergido en una agitación cultural de la que el concilio no era el causante. Las congregaciones religiosas ya no estaban simplemente rodeadas por una cultura escéptica y materialista, estaban sumergidas en ella. Ella se había infiltrado dentro de los muros de los conventos. Dice J.M.R. Tillard, o.p., que el fracaso de la vida religiosa es un fracaso del entusiasmo, de la pasión, del compromiso, y  que tiene su raíz en un cambio de creencias, en una vacilación de fe. El teólogo Walter Kasper ha hecho notar que lo que hoy combatimos no es sólo un ateísmo exterior, sino un ateísmo que está dentro de nuestros corazones.

La cultura moderna ha sido caliificada una y otra vez como la irrupción de la secularización (1). Es como si en la segunda mitad de nuestro siglo la Ilustración hubiese llegado a las masas. Lo que hasta el presente habían sido posturas de intelectuales, filósofos y excéntricos ateos, ahora se han convertido, debido a las mejores comunicaciones y a la extensión de la educación, en una fábrica de cultura universal. La muy estudiada y comentada revolución cultural que ha venido extendiéndose desde los años 60, parece haber consistido en una extensión cuantitativa de las ideas que se venían ventilando desde el siglo XVIII.

Pero Paul Ricoeur subraya que lla Ilustración ha pasado por dos periodos distintos. Para nuestro propósito, podemos hablar de una primera y de una segunda Ilustración: la de los siglos XVII y XVIII, y la otra, que comenzó en el siglo XIX y ha florecido en el siglo XX.

Ambas comenzaron con una duda. Una duda metódica. Pero la primera recobró la conciencia y encontró una certeza, mientras que la segunda, al recobrar la conciencia encontró sólo sospecha. Descartes empezó dudando de todo, por  método, pero al final desechó la duda, porque creyó que podemos encontrar un lugar para la certeza en nuestra conciencia. Aún dudar era una forma de pensar, y lo único de lo que no puedo dudar es de “que pienso”. Cogito, ergo sum. En el centro de la conciencia había una fuente de claridad y de distinción (les idées claires et distinctes), una vía por la cual desterrar el escepticismo acerca de la existencia del mundo o de la verdad de la moral. De modo que la primera Ilustración se caracterizó por una confianza excesiva en un cierto tipo de razón y por una exaltación de la

conciencia subjetiva del hombree. Su campeón fue Kant, para quien el sujeto era creador, en parte, del objeto conocido.

Pero la segunda Ilustración, fuundada en Marx, Freud y Nietzsche, fue muy diferente. Habiendo comenzado de manera parecida con una duda científica metódica, estos pensadores, regresaron hacia el sujeto consciente y pensante, pero no encontraron en él ningún lugar para la certeza, sino nuevos motivos para la sospecha. Para ellos la conciencia misma resultaba ser creadora de ilusiones, fabricante de máscaras, la gran impostora. La conciencia misma tenía que ser desenmascarada, especialmente cuando  fraguaba lo religioso. La religión era el engaño por excelencia. Era un opio, que provocaba la languidez entre la gente oprimida (Marx), era una obsesión neurótica colectiva (Freud), era un disfraz de la voluntad de poder de los débiles y envidiosos (Nietzsche). Prescindiendo de los finos matices presentes en sus sistemas, podemos decir que, para estos pensadores, la conciencia urde un lenguaje engañoso acerca de Dios, para encubrir lo que hombres y mujeres realmente buscan y desean: gratificación sexual, riqueza y poder.

Este ateísmo moderno, el ateísmmo de la conciencia impostora, ha recibido con razón el calificativo de ateísmo “bonito”. Porque tiene su lado ético y se presenta como moralmente atractivo. Nace del deseo de quitarse máscaras y presunciones. El ateo moderno es ateo porque no quiere continuar viviendo con una falsa conciencia. Quiere ser honesto; no quiere decir mentiras. El gran impulso moderno, el impulso de la segunda Ilustración, es ser auténtico, no adorar un ídolo. Por eso sus genios: Freud, Marx y Nietzsche, pueden presentarse como moralistas. Esta es también la razón por la cual Sartre, siguiendo a Nietzsche, puede presentar la fe en Dios como mala fe. La conciencia, en la segunda Ilustración, es el prestidigitador de la evasión, el hábil estafador. La conciencia así concebida logra salvarse cuando trata de sorprenderse a sí misma en sus propias artimañas.

A la luz de lo dicho, podemos explicar dos fenómenos morales que han ocurrido en nuestros tiempos. Primero, el hecho de que para muchos contemporáneos del siglo XX, la hipocresía se convirtió en el gran pecado y la sinceridad en la gran virtud. Era hipocresía no admitir quién y qué eras tú. Si eras homosexual, debías decirlo. Si estabas en situación de adulterio, debías admitirlo. Ser moral significaba salir de los escondrijos. Pero, desafortunadamente, muchos dejaron de preguntarse si actuar abiertamente de acuerdo a esos instintos ocultos era bueno o malo. Algunos consideraban que todo

 estaba permitido con tal de que uno asumiera la responsabilidad de sus actos. Otros, atormentados por una culpa secreta, trataron de conquistar la aprobación pública de lo que estaban haciendo en privado; aspiraban a ver públicamente sancionada su moralidad privada.

El segundo fenómeno característtico de la segunda Ilustración es que los pensadores contemporáneos se han interesado más por la significación que por la verdad. Así se explica la muerte de la apologética durante los últimos treinta años. Hugo Meynell deplora el hecho de que el último apologista verdadero haya sido C.S. Lewis. Se lamenta de que hoy los teólogos estén más preocupados por mostrar que el cristianismo es relevante. Lo que inunda el mercado son los escritos sobre las implicaciones sociales y políticas del cristianismo, o acerca de su capacidad para proporcionarnos una vida personal  más plena y auténtica. Aun admitiendo la importancia de tales escritos, Meynell cree, sin embargo, que una apologética seria, que mire, más allá de la utilidad, a la verdad, es absolutamente indispensable para la Iglesia y que muchos de sus males actuales derivan de esta negligencia. Sin una apologética apropiada, dice Meynell, “el no creyente puede inferir que los cristianos educados están convencidos de que la suprema aspiración religiosa debería estar dirigida efectivamente a la reforma social, la acción política y la higiene sicológica como a su meta última”(2).

En relación con esta desviación  - del interés por la verdad al interés por la utilidad - está  el hecho de que los seminaristas, tanto diocesanos como religiosos, durante los últimos 20 años, han manifestado universalmente un disgusto por el argumento intelectual. Incluso los más inteligentes tendían a esquivar el entrar en discusiones acerca de la verdad o de la falsedad de posiciones morales o de problemas dogmáticos espinosos como por ejemplo la interpretación de la Resurrección, y se quedaban satisfechos con que una determinada doctrina de la Iglesia tuviese algún sentido para la gente. En los tests de Myers-Briggs son cada vez más numerosos los religiosos que resultan ser más sensibles que reflexivos. Educados en una Ilustración de la sospecha, sospechan visceralmente que la búsqueda de la verdad es una misión imposible, y que las diferentes filosofías son simplemente un desfile de ideologías, sin que exista un criterio que permita discernir cuál es verdadera y cuál es falsa. Este es probablemente el motivo más profundo de la crisis vocacional entre los jóvenes de la segunda Ilustración. Si la conciencia sospecha de sí misma, ¿cómo puede comprometerse a sí misma con algo para un futuro a largo plazo?

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Ricoeur cree que tenemos que haacer frente y resistir a lo que él llama la “hermenéutica de la sospecha”. Tenemos que tomar en serio y reconocer la contribución de los pensadores que la crearon. No podemos retornar a la primitiva naiveté (ingenuidad). Pero también insiste en que no podemos quedarnos en un estado de negación, en un vacío de verdad, en la mera negación. Tenemos que llegar a un nuevo lugar de afirmación. Y, para lograr esto, no sólo tenemos que respetar a los creadores de la sospecha, tenemos también que cuestionarlos. Tenemos que sospechar de los sospechadores y someterlos a prueba. Tenemos que trascender la Ilustración en sus dos fases.

No llegaremos a hacerlo esforzáándonos por volver a una conciencia concebida como un pensamiento puro, como un yo pensante que se basta a sí mismo separado del mundo. Según los filósofos contemporáneos, semejante proceder es imposible. La conciencia sólo puede ser encontrada como siendo ya conciencia en el mundo y del mundo. La única manera de descubrir cómo es la mente y la conciencia humana consiste en examinar las obras que ha venido sembrando en el mundo a través de los siglos; es decir, mediante el examen de las instituciones y de los documentos de la cultura. Ricoeur apuesta a que, después de una tal reflexión el escándalo de la cruz va a seguir siendo tan escándalo para la conciencia moderna como lo fue para la conciencia anterior. Apuesta a que se descubrirá que el escándalo de la cruz es transcultural, un escándalo no solamente para los hombres de un periodo de la historia, sino para la condición humana en cuanto tal.

En la era moderna el método missmo de la teología ha cambiado. No se va inmediatamente a lo trascendente, a Dios, a lo sagrado,  para intentar después relacionarlo con el mundo. Se encuentra a Dios a través del mundo; se descubre lo trascendente como lo profundo del mundo. Se busca una aproximación encarnacional a la escatología y a la trascendencia. Tratamos de encontrar a Dios dentro del mundo como su Momento Creador, como la fuente sin la cual justicia e igualdad, en cuanto imperativos morales absolutos, carecen de motivación y de fundamentación racional.

La Ilustración y la re-definición de la vida religiosa

 

Ya sea que consideremos  la Ilustración en su primera o en su segunda fase, toda ella está marcada por los mismos ideales: el destronamiento de la autoridad y de la tradición en favor de la razón, del libre pensamiento y de la fraternidad humana. Los ideales de ambas Ilustraciones pueden resumirse muy bien en el slogan de la Revolución Francesa, cuyo segundo centenario se celebró en 1989: libertad, fraternidad e igualdad.

 

A estos tres mismos ideales es a lo que la vida religiosa echó mano durante el tiempo que coincidió casi con nuestros años de vida, en un intento por re-definirse a sí misma; por forjarse una nueva identidad. Tenía que habérselas con esos ideales, tal como habían sido roborados por Nietzsche, Freud y Marx. Nótese que esos ideales son un reflejo de los tres votos y en cierto sentido los objetivos, los ámbitos correspondientes a los tres votos: (libertad) obediencia, (fraternidad) castidad, e (igualdad) pobreza.

El primero de los ideales de laa Ilustración en hacer su dramático ingreso en nuestra cultura y vida religiosa fue el  ideal de la libertad personal o individual (su héroe, Nietzsche). Nunca antes había gozado de tanto poder en una cultura en general la noción “Yo quiero tal cosa”, como motivo para convalidar moralmente un acto. En el clima de un periodo anterior, el hecho mismo de que alguien deseara ardientemente alguna cosa hacía sospechosa su opinión y su juicio en la materia. En ese clima anterior un tema como el aborto, por ejemplo, precisamente por ser tan importante, no podía dejarse a la libre decisión de una persona que estuviera subjetivamente involucrada en ese problema. Difícilmente podría tener una visión objetiva. Pero ahora, precisamente porque era un asunto tan importante, por eso mismo debía ser dejado a la libre elección del individuo. Importantes obras se escribieron para documentar y criticar este deslizamiento hacia la libertad individualista: After Virtue (Después de la Virtud), de Alasdair McIntyre; The Closing of the American Mind (El cerrarse de la conciencia americana), de Allan Bloom; Habits of the Heart (Hábitos del corazón), de Robert Bellah. Algunos de sus críticos distinguen entre un espíritu liberal, que es admirable en su búsqueda de la discusión y el intercambio de ideas, y un dogma liberal, que es pernicioso por sus exageraciones, porque no nos ha permitido construir una comunidad sobre valores sociales aceptados por todos.

La actual democracia norteamericana tiene muchas facetas de grandeza. A diferencia de la Revolución Francesa y de la Rusa, que acabaron en reinados de terror o totalitarismo, la Revolución Norteamericana obtuvo un solo gran resultado: producir una democracia auténticamente representativa del pueblo. Los Estados Unidos del siglo XX han sido el escenario de muchas revoluciones sociales positivas en el ámbito de la igualdad de las razas y de los sexos. En este camino han sido los pioneros del mundo, aventajando a otras naciones de Occidente que apenas están comenzando a imitarlos. Su grandeza, sin embargo, estriba no en la arbitraria y caprichosa libertad que últimamente ha desarrollado dentro de sus fronteras, sino en las responsabilidades que ha asumido, en su disposición a sacrificar la realización de los deseos personales en favor del bien de los demás. Ha pedido a su pueblo que domine todo impulso de rechazar o subyugar a aquellos cuyo color, sexo o religión es diferente del suyo. Les exige seguir la norma de la ley y del debido proceso que garantice incluso al criminal más endurecido, la presunción de inocencia y un proceso justo. Todo cuanto Norteamérica posee en grandeza y dignidad no ha nacido de una borrachera de libertad. Fundamentalmente nace del sacrificio aceptado con el propósito de preservar profundos valores humanos. Su grandeza estriba en respetar a los pecadores aun cuando denuncie sus pecados.

 

Por los años 60 y comienzos del 70 la sociedad norteamericana y la vida religiosa fueron invadidas por una forma arbitraria de libertad, una exageración de las libertades nacida de la Ilustración. La mayor preocupación de los religiosos y seminaristas de ese momento fue la auto-realización y la idea de que no podían auto-realizarse a menos que ellos mismos hicieran sus propias opciones en la elección de su estilo de vida y sus ministerios. Era la época en que muchos seminaristas, del mundo entero, desterraban normas que habían sido sacrosantas durante siglos, rehusaban arrodillarse en la capilla y se negaban a reconocer que existiera alguna diferencia entre ellos y sus profesores. Su slogan era el de la cultura juvenil de los años 60: “¡No te fíes de nadie mayor de 30 años!” Los artículos sobre obediencia religiosa que aparecían por entonces en Review for Religious trataban menos de la autoridad del superior como representante de Dios o como líder de un grupo comprometido en una misión religiosa; y recalcaban en cambio que debía ser una persona comprensiva, atenta a las necesidades de los miembros de su comunidad. En lugar de “órdenes de santa obediencia” se pasó a hablar de acompañamiento. Los superiores fueron sustituidos por coordinadores que gobernaron por consenso y a los que se capacitó en la aplicación de los principios de subsidiaridad y colegialidad.

 

El segundo ideal de la Ilustracción que se utilizó en el intento por re-definir la vida religiosa fue el ideal de la fraternidad, interpretado como intimidad (su héroe, Freud; su obra favorita, “El arte de amar”, de Erich Fromm). Al final de los años 60 y comienzos de los 70 la fraternidad entró en el escenario en forma de necesidad de intimidad y comunidad. Algunos pensaban que la religión en sí misma era una proyección de necesidades afectivas. Todos parecían convencidos de que sin relaciones sexuales, al menos sicológicas, uno no podía realmente desarrollarse como persona. Un buen número de sacerdotes y religiosos abandonó la vida religiosa mientras eran todavía núbiles en la convicción de que la Iglesia despertaría pronto y cambiaría las reglas del juego. Otros adoptaron lo que por breve tiempo se llamó “la tercera vía”, esto es, permanecer en cierto modo castos y célibes, pero teniendo al mismo tiempo ciertos encuentros. Todo esto se exacerbó más tarde debido al movimiento gay, homosexual, y a la incapacidad de algunos para darse cuenta de que dentro de la vida religiosa, -piénsese como se piense de las relaciones homo-eróticas en general-, todos los religiosos, estén orientados homosexualmente o heterosexualmente, han pronunciado un mismo voto.

Los que eligieron quedarse y guuardar los votos lucharon por una forma de vida comunitaria más fraterna e íntima, y comenzaron a usar la palabra “compartir” como verbo intransitivo. “Compartir” duraba hasta que amanecía.  Un “gracias por compartir” y un fuerte abrazo parecían el final obligado de toda conversación, hasta de aquella en la que el provincial había dicho ¡No! en términos inequívocos.

En contrapartida de sus aspectoos positivos, esta época de libertad individualista y de fraternidad-intimidad-comunidad fue la “época del corazón dividido”. Una época, no del todo superada, en la que muchos de nosotros nos descarrilamos, nos distrajimos, no nos entregamos del todo a la tarea, no fuimos nada felices. Para muchos religiosos, la vida, en vez de ser una vocación, se convirtió en un pasatiempo. Hicieron un buen trabajo y no estaban del todo desinteresados en la comunidad religiosa; pero su tesoro, el interés que les movía, parecía estar en otro lado. En aquel momento no se dieron cuenta de ello, y no se les puede reprochar; pero absorbidos en sí mismos, en sus proyectos personales y en sus necesidades afectivas, desechando las practicas tradicionales sin reemplazarlas por nuevas formas comunitarias, minaron la energía del grupo.

Como por inconsciente reacción a este viraje, apareció en los círculos de la vida religiosa el discurso acerca de una visión compartida o de un sentido de misión común. Se gastaron muchas fuerzas en escribir declaraciones de misión que todos firmaban y aceptaban a regañadientes en ceremonias paralitúrgicas. Pero había un falso supuesto, cuando se escribían dichas declaraciones de misión: el supuesto de que todos quisieran tener una visión común. Aunque en la Iglesia siempre haya habido un cierto grado de pluralismo y de confusión, lo que parecía diferente ahora es que algunos religiosos parecían casi alegrarse con esta confusión. Abandonaban la búsqueda de una misión compartida no simplemente por la dificultad de alcanzarla, sino porque en un sentido profundo no querían tenerla. Puede sonar duro, pero creo que es verdad que muchos de nosotros, y hasta cierto punto todos, no deseábamos tener una verdadera unidad de mente y de visión; por lo menos no una que fuera detallada y que pudiera invadir nuestra vida e interferir en ella.

 

El tercer ideal de la Revolución Francesa y de la Ilustración que entró en nuestra vida religiosa en el periodo en que se intentaba re-definirla, fue el de la igualdad (su héroe, Marx). Fue el mismo ideal que dio lugar a la teología de la liberación y a la opción preferencial por los pobres. Se hizo presente con mucha fuerza por los años 80. Comenzando con la 32a Congregación General de los jesuitas, retumbó en la vida religiosa bajo el título de fe y justicia. De pronto se pusieron de moda los análisis sociales y los Comités de Justicia y Paz. Religiosos y religiosas dejaron apostolados de larga tradición como la educación y los hospitales, y se fueron a trabajar entre los pobres y los oprimidos del tercer y primer mundo. Pronto el movimiento se vio implicado en cuestiones de justicia tanto dentro de la Iglesia como fuera de ella, en el primero y también en el tercer  mundo. Ahora, repentinamente, toda cuestión era interpretada en términos de un esquema de poder-igualdad. Por todas partes se hablaba de la necesidad de hacerse valer, de las tácticas de confrontación, de la maldad del patriarcado, de la lucha de clases. En el centro de la vida religiosa se puso no sólo la política, sino la política liberal. En el Boston College en 1984, el historiador jesuita John Padberg dijo: “Hay que admitir que desde un punto de vista histórico, muchos de los cambios introducidos en las comunidades religiosas femeninas no derivan del Concilio Vaticano II, sino del movimiento feminista secular”.

 

Yo creo que todos estos intentoos de re-definición de la vida religiosa han fracasado, porque los religiosos se quedaron en un nivel superficial al pensar acerca de la libertad, la fraternidad y la igualdad. En su efecto global, el empuje de estos nuevos valores es maravilloso y estimulante, y están ahí para quedarse. Pero hay que rescatar su profundidad y significado cristiano.

La secularización y la vuelta de la religión

 

Hoy en la Iglesia estamos en una situación de polarización: liberales contra conservadores. Este hecho puede documentarse leyendo cualquier revista o diario religioso. Avery Dulles, de hecho, distingue cuatro cuasi-ideologías en la iglesia liberal, tradicionalista, neoconservadora y radical(3). Signos de la resistencia al secularismo liberal aparecen no solamente en forma de un creciente fundamentalismo en la práctica religiosa, sino también en ciertas posturas “postliberales” o “postmodernas, de la teología académica, lideradas por hombres como Lindbeck, Huston Smith y Stanley Hauerwas. Esta resistencia es también manifiesta en el área de las vocaciones sacerdotales y religiosas. En todo el mundo industrializado las órdenes que continúan declinando son las órdenes progresistas, mientras que las congregaciones conservadoras experimentan un importante crecimiento.

 

Pero lo que se está comprendiendo es que el hecho mismo de la polarización tiene una significación religiosa: significa que la modernidad no puede ser comprendida como si fuera un único fenómeno de secularización continuada. Está  ocurriendo también algo diferente. Las evidentes resistencias al secularismo liberal apuntan hacia la posibilidad de un gran cambio, de un gran movimiento que conduzca a lograr  una síntesis mas elevada.

 

Muchos quieren ver una significación religiosa en la secularización. La interpretan como el deseo de ser auténtico, de estar libre de ídolos, de evitar a toda costa decir mentiras. ¿Pero acaso no hay también una profunda significación religiosa en la confrontación liberal-conservador y en el surgimiento del fundamentalismo y del neoconservadurismo? ¿No es, este también, un signo de los tiempos? Parece simplista considerar que la resistencia a tendencias que han estado de moda desde el Vaticano II es una mera reacción refleja o una fuga neurótica en busca de seguridad por miedo al mundo secularizado. El hecho mismo de estos contramovimientos tiene un sentido religioso. Revela, entre otras cosas, que los hombres y mujeres de hoy reconocen todavía la presencia del misterio y la trascendencia, y que sienten que, sin ellos, la libertad, la fraternidad y la igualdad continúan siendo superficiales y, a fin de cuentas, sofocantes.

 

En un artículo titulado Can the West be converted? (¿Puede convertirse el Occidente?), Leslie Newbigin, el famoso misionero anglicano de la India, pregunta: “¿puede haber un verdadero encuentro misionero con esta cultura -cultura tan poderosa, persuasiva, confiada- que se consideraba a sí misma (por lo menos hasta hace bien poco) como “la futura civilización mundial”?

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Newbigin deplora y considera excesivo el criticismo de que es objeto el movimiento misionero del siglo XIX por parte de los cristianos social-pensantes, y rechaza el intento de abandonar el término “misiones extranjeras” en favor de otros como “ministerios de ultramar” o “ministerio intercultural”. Dice: “la perplejidad contemporánea frente al movimiento misionero del siglo pasado no es, como nos gusta creer, signo de que nos hemos vuelto más humildes. Mucho me temo que, más bien, evidencie un desvío de la fe. Es evidente que estamos menos dispuestos a afirmar el carácter único, central y decisivo de Jesucristo como Señor y Salvador universal; el Camino, aquél por el que el mundo va a ser probado; la Verdad por la cual se ha de discernir toda otra pretensión de verdad; la única Vida en la cual puede encontrarse vida en plenitud”(4).

 

En vez de pesar la experiencia religiosa cristiana en la balanza de la razón, tal como nuestra cultura entiende la razón, supongamos, dice Newbigin, que el Evangelio es verdad; que, en la historia de la Biblia y en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo se ha manifestado realmente el Creador y Señor del universo para revelar y realizar su propósito, y que, por lo tanto, todo lo demás, incluyendo las realizaciones y postulados de nuestra cultura, debe ser evaluado, y sólo puede ser válidamente evaluado, con la balanza que esta revelación nos proporciona. ¿Cuál sería el sentido que resultaría de tratar de entender nuestra cultura desde el punto de vista del Evangelio?

 

El rabino Abraham Heschel dijo algo similar hablando a un grupo de teólogos en una conferencia sobre el futuro de la teología: “siempre me ha resultado intrigante lo muy apegados que parecen estar ustedes a la Biblia y cómo la manejan luego igual que los paganos. El gran desafío para aquellos de nosotros que queremos tomar la Biblia en serio, es dejarla enseñarnos sus categorías esenciales propias; y después, pensar nosotros con ellas, en lugar de pensar acerca de ellas”(5).

 

Algo nuevo se está  agitando, algo nuevo trata de nacer. Un significativo grupo de teólogos está  alcanzando una posición postliberal que podría alimentar el hambre de verdad y de un sentido más profundo, que existe en América. El profesor Huston Smith lo expresa así: “Mientras el ‘cerebro’ de Occidente que, para nuestros propósitos presentes, podemos equiparar con la universidad moderna, sigue rodando cuesta abajo por su camino reduccionista, otros centros de la sociedad -nuestras emociones, por ejemplo, tal como se expresan en nuestros artistas, y nuestros deseos- protestan. Estos otros centros de nuestro ser sienten que están siendo arrastrados, entre gritos y pataleos, dentro de un túnel cada vez más oscuro”(6).

 

El primer mundo se mueve hacia el suicidio, las drogas, el fanatismo violento (hooliganism) y los grafitti, a causa de la falta de sentido que acompaña la vida de sus miembros. La cultura es el sistema de sentido de la sociedad. Según algunos sociólogos la religión es el elemento más profundo de ese sistema de sentido. Pero la religión que nos va quedando en la sociedad occidental está empobrecida. La religión de nuestras culturas secularizadas está altamente intelectualizada, disminuida, desprovista de misterio y de pasión. Los misterios nos causan desconcierto, y se les da una explicación reductiva. Los templos modernos tienen el aspecto de locales bancarios. En muchos templos católicos las imágenes han sido eliminadas o bien relegadas vergonzosamente a los rincones oscuros. La ardiente devoción, tan evidente en la religión popular de una Iglesia anterior, nacida de la inmigración, ha dado paso a una desnudez purista así como a la palabrería en la liturgia. Poco es lo que queda del sentido del misterio y del misticismo, de la invisible realidad que hay más allá  de lo material, de lo que Blake llamaba “el infinito en un grano de arena” y “la eternidad en una hora”.

¿Y qué es lo que ha germinado en el desierto de la modernidad? La así llamada ‘pipeline religion’ (religión de tubería) de los carismáticos y pentecostales, el resurgir de una forma de oración emocional unida a una necesidad de apego personal a Jesús expresada emotiva y públicamente, el ministerio de sanación. En suma, el anhelo de un telón de fondo para la vida, de una dimensión más profunda, de un mundo invisible; una vez más, la necesidad de sentir que Dios está presente y de que podemos estar en comunión con Él, la necesidad de sentir la presencia de un Dios que es trascendente a la vez que inmanente. Nuevamente son visibles las oscilaciones pendulares de los debates cristológicos de la Iglesia primitiva. Deseamos ver la faz divina de Jesús así como la faz humana de Dios.

 

La tercera re-definición de la vida religiosa en términos de igualdad y de justicia es un progreso respecto de las dos primeras re-definiciones basadas en términos de libertad y fraternidad, especialmente cuando son interpretadas como libertad individualista y como intimidad-comunidad sentimentalizada. El individualismo no puede ser fuente de comunidad. Ni podemos ser, los religiosos, meramente intimistas en nuestra espiritualidad. No podemos darnos por satisfechos simplemente porque proclamamos en alta voz nuestros sentimientos de amor a los demás y al Señor. Debemos salir afuera y hacer algo. El amor debe ser activo, social e incluso político. Los cristianos no pueden estar exclusivamente preocupados por su salvación, sea terrena o celestial. “¿Qué nos diría el Señor”, preguntaba Charles Péguy, “si fuéramos a Él sin todos los demás?”

 

Por otra parte, este tercer modo de re-definirnos y de descubrir una perdida identidad, era (es) en cierto modo más seductor, más propenso a convertirse en ídolo, porque de por sí está fuertemente arraigado en el Evangelio y exige grandes sacrificios. La búsqueda de la justicia social es una “parte constitutiva del Evangelio”, dice un texto, frecuentemente citado, del Sínodo de los obispos de 1971. Pero también tiene su lado oscuro. Fue un progreso porque cambió de foco, desplazando al sujeto individual, el Yo; pero no fue suficiente, porque reemplazó el sujeto individual por el sujeto social, otro sujeto terreno, el sujeto-especie, el Gattungswesen de Marx, o también, con una parte de la sociedad, los pobres, los oprimidos del género humano. Definir la vida religiosa principalmente en términos de justicia social es repetir la maniobra marxista consistente en sustituir la religión por la tarea de criar hombres y mujeres socializados. Ampliaremos esta idea en el capítulo cuarto.

 

Mientras que el temor a la idolatría movió a los hombres de otras épocas a poner a Dios por encima del mundo y más allá de las imágenes, hoy el peligro de la idolatría vuelve centuplicado cuando buscamos a Dios en las entrañas del mundo.

 

Algunos dirán que el nuestro es un doble-discurso engañoso y que ellos no quieren tener nada que ver con una religión que no trabaje ardorosamente por la liberación, la igualdad, la compasión y el mejoramiento de la condición de la gente. Pero esta conclusión no es lo que se sigue de lo que estoy diciendo. Todo lo contrario. A menos que vivamos iluminados por la verdad de que el mundo pertenece a Dios y que nuestro deber prioritario es alabarlo agradecidos por sus dones, no podremos siquiera empezar a construir un mundo de justicia. A menos que veamos que Dios es el Primero y el Creador, y que el ser humano es segundo y creado, no podremos encontrar una base sólida para la igualdad humana o para tratar a todos con justicia y amor.

 

Los evolucionistas convertidos en filósofos dicen que los seres humanos son iguales sólo por el hecho fortuito de que un grupo de seres con un tamaño cerebral parejo florecieron en un momento de la historia. Estos pensadores no pueden encontrar, en consecuencia, ningún fundamento para un imperativo moral de justicia. Semejante imperativo se da solamente cuando y si consideramos que los seres humanos tienen una relación al Absoluto cuya esencia es el amor. Los humanos tienen una dignidad, no por el hecho de tener un cerebro complejo que les confiere algo así como un querer libre, sino porque son amados y porque el verdadero sentido de su existencia consiste en amar de la misma manera que ama el Padre. Como decía Martin Buber: quienquiera que hace de la libertad la característica primaria del ser humano, es ciego para la verdadera naturaleza de la vida humana, que consiste propiamente en “ser enviado y ser comisionado”(7).

 

El universo tiene sentido y la justicia social es un imperativo porque el amor de Dios hacia nosotros no brota de una necesidad personal de Dios sino que es gratuito. En esta revelación encontraremos la verdadera libertad. Porque el Dios del perfecto futuro es un Dios de plenitud, que ni esclaviza ni tolera la esclavitud.

 

Los pensadores contemporáneos andan obsesionados por la idea de que hay que superar los dualismos a toda costa, que todas las distinciones deben ser derribadas: lo natural y lo sobrenatural, laicado y clero, Iglesia y mundo. En esta misma línea, a causa de la doctrina de que todos están llamados al mismo grado de santidad por el bautismo, tienden a creer que la distinción entre laicado y religiosos no puede ser mantenida en última instancia. Pero hemos de tener cuidado, no sea que, combatiendo los dualismos, nos olvidemos de ciertas importantes distinciones. Bien puede haber otras distinciones entre vida religiosa y vida laical que no estén en conexión con la común vocación bautismal a la santidad. Los religiosos, creo, están llamados a una manera diferente de separación del mundo. El religioso no debe estar por encima ni más allá del mundo, ni tratar de sustraerse a sus fatigas. Pero la suya que ha de ser una vida distinta y separada, adoptando el muy diferente estilo de vida del peregrino, como lo hicieron los apóstoles, que no se quedaron en sus casas, sino que acompañaron a Jesús por el camino.

 

J.M.R. Tillard y Marcello Azevedo definen la vida religiosa como un modo particular de seguir a Jesús, que supone también la elección de un particular estilo de vida inspirado en el grupo de discípulos del Evangelio, como Pedro y Andrés, que desearon seguir a Jesús en sus viajes por Galilea y Judea.

 

Se distinguían de los que se quedaron en su casa, como José de Arimatea o Nicodemo. No está claro que Pedro y Andrés fueran más santos que José o Nicodemo, dice Tillard. De hecho hay ciertas evidencias de que eran menos santos, pues cuando menos ellos no negaron a Jesús y Pedro sí. A pesar de todo, Pedro y Andrés se adhirieron a Jesús de modo diferente: fueron discípulos de modo más explícito, directo y público. Ellos hicieron de Cristo y de sus propósitos, su profesión y su carrera. Las obras y caminos de Jesús alteraron más drásticamente el carácter concreto de sus vidas.

 

Además, si el religioso debe ser un profeta en el mundo de hoy, como lo reclama más de un comentarista, entonces debe ser diferente de los demás, a la manera que un profeta es diferente de aquéllos a quienes es enviado. El profeta es alguien que muestra el camino. Los religiosos deben enseñar con sus vidas que todos los cristianos deben estar en el mundo pero no ser del mundo; que su grandeza no provendrá de rendirse a los valores del mundo. Sin una distinción entre religiosos y laicos la relevancia y la identidad de una auténtica laicalidad cristiana puede estar también en peligro de perderse.

                                            

“El religioso”, dice Tillard, “es el hombre que desafía la idolatría del progreso con su misma existencia, que a menudo, está dedicada a una obra de humanización... él proclama que la humanización del mundo encaja dentro de un plan que se extiende mucho más  allá  de ella. Y declara que el corazón humano puede llenar su esperanza únicamente acogiendo al Uno, al que es el creador de ese plan”(8).

 

Está  surgiendo algo nuevo: una síntesis superior. Consistirá sustancialmente en la recuperación, para la conciencia humana, del sentido de lo trascendente y en una nueva comprensión de lo que significa la separación del mundo. El problema del tercer mundo es la pobreza; el problema del primer mundo es el paganismo. El tercer mundo conserva todavía el sentido de lo trascendente, aunque en el acto de abrazarlo pueda a veces mezclarse mucho la emoción y las supersticiones, y no se traduzca en acción social. El primer mundo en muchos casos ha renunciado simplemente al abrazo. Y haciendo esto no encuentra ya ningún fundamento adecuado para amar al prójimo, al enemigo o al extranjero.

 

La antigua espiritualidad enseñaba que sólo reconociendo la soberanía de Dios podemos evitar el orgullo. Mediante este mismo reconocimiento es como nos haremos compasivos y trabajaremos por la justicia. La verdadera kenosis consiste en caer en la cuenta de que todos los seres humanos -pobre o rico, hombre o mujer, nosotros o los demás- son de importancia secundaria. Lo que es de primera importancia está  más allá. Pero el Dios del más allá nos reenvía al mundo cuyos habitantes son amados incondicionalmente por Él como personas y como sociedades. Él nos impone el imperativo moral de la justicia y el mandato del amor.

 

A través de una relación con el Señor fundada en la oración, se nos revelará la amplitud de nuestra tarea como cristianos. En la trascendencia redescubriremos la inmanencia. La modernidad y sus religiosos necesitan ponderar de nuevo las palabras del salmista: “En tu luz veremos la luz”.

 

NOTAS

 

1)  A favor de la posición de un disenso minoritario, véase: Andrew Greeley y Michael Hout: “The Secularization Myth” en The Tablet, June 10, 1989, pp. 665-667.

 

2)  “Faith and Reason”, The Tablet,March 11, 1989, p.276                                                          

3) Ver “Catholicism  and American Culture” en America January 27, 1990, pp. 54-59.

 

4) International Bulletin of Missionary Research, April 1988, p.51 .

 

5)   Citado por el Prof. Albert Outler, en “Toward a Postliberal Hermeneutics” Theology Today October 1985, p.290.

 

6)  Toward the Post-Modern Mind, Crossroad, 1982, p.25.

 

7) Martin Buber, The Eclipse of God, Harper and Row, 1962, p.69.

 

8)      A Gospel Path: The Religious Life, Brussels, Lumen Vitae, 1978, p.39.