Odin
 ::  Berkana
:: Thurisaz :: Gebo :: Mannaz
Estás en Thurisaz >>  Rascacielos 
>>Tiempos malos, de Click^Here
 
        
 
        :: IRC
  
 
  | 
      
      
       
 TIEMPOS
      MALOS Un cuento de Click^Here              
      
      En medio de todo esto, Javier, que veía con certeza nítida el
      futuro inmediato, tenía a su pesar otras preocupaciones. Para él los
      tiempos eran malos porque su mujer lo acababa de dejar. En una de tantas
      trifulcas por cualquier nimiedad, Elena dijo que ya no aguantaba más y lo
      dejó con la palabra en la boca. Y si Elena se iba de casa es que la cosa
      no era tan sencilla. Mucho debían trabajar ahora para que las cosas
      volvieran a su cauce, y lo peor es que ni siquiera estaba seguro en ese
      momento de si merecería la pena intentarlo. Volvió a encender otro
      cigarrillos y se preguntó qué haría ahora. “Quizás sea bueno un poco
      de soledad y de vida bohemia”; se consoló. No cabe duda de que podría
      disfrutar a sus anchas de su libertad recién adquirida, pero Javier
      estaba seguro que acabaría hartándose. No era solitario de un natural,
      sino a veces por evasión, casi más todavía por travesura, pero
      necesitaba a Elena. Había llegado a centrar su vida en ella casi sin
      darse cuenta, la había amado, se había entregado por entero, había
      llegado a olvidarse hasta del tiempo que vivía. Faltarle ahora Elena era
      como si le faltara el aire, y sin embargo la dejó ir.            
      Lo
      mismo que ella, también Javier estaba al límite. Era hermoso el amor,
      pero agotador. Tras de cada asalto las fuerzas disminuían y el
      entendimiento se deterioraba. Hombre y mujer no han nacido para entenderse,
      desde luego, pero el anhelo de ser feliz en estos tiempos de miseria de
      ilusiones hacía precipitarse las cosas. Se perdía la paciencia con
      relativa facilidad. Sobrevenían las disputas, más que todo, por tonterías
      fuera de control. La dejó ir, en fin, encogido como un gusano, temeroso
      de volver a alargarse y encontrarse fuera de sus límites.            
      
      En otro punto de la ciudad, una mujer de ojos enrojecidos cargaba
      pesadamente su equipaje y se dirigía a las ventanillas de la estación.
      Lo hacía despacio, como si no se lo acabara de creer, dudosa de la
      realidad que vivía. Hubiera deseado tardar un siglo en llegar a la
      ventanilla, y otro siglo más en coger el tren que la sacaría de
      Barcelona. Esperaba ardientemente que todo se convirtiera en un simple
      amago, que Javier volviera para rescatarla de su soledad. “Si de verdad
      me quiere no dejará que me vaya”, se decía Elena. Pero alguna voz de
      su interior le decía que él no vendría. Sus ojos, sin embargo,
      escrutaban anhelantes los rostros de las personas que iban llegando al andén.
      Antes siquiera de traspasar los umbrales ya ella había adivinado de quien
      se trataba. Un viajante, algún soldado, una señora con su prole.
      Inesperadamente un acceso de llanto incontrolable la inundó y refugió su
      pudor en los servicios de señora. La megafonía de la estación la
      advirtió que disponía de cinco minutos para subir al tren, y todavía,
      desde la ventanilla del vagón, esperó inútilmente la llegada de Javier.            
      Finalmente
      la ciudad se convirtió en una neblina de luces sin brillo que acabó
      perdiéndose en la oscuridad.            
      Fue
      un viaje agotador, doloroso. Tuvo tiempo de pensar y de serenarse.
      Comprendió lo definitivo de su acto y que una parte de ella había muerto
      para siempre. Ya no volvería a confiar en él tan ciegamente, ya no podría
      entregarse tan sin reservas. Dudaba incluso de si volverían a encontrarse
      y vivir juntos. Habían arruinado oportunidades preciosas de entenderse
      para siempre, “por culpa de nadie”; pensó Elena. Faltaba equilibrio
      entre su naturaleza instintiva e irracional, y la serena y apacible de
      Javier. Una canción de moda le vino de imprevisto a la memoria, “ay,
      amor de hombre, que estás haciéndome llorar una vez más”: ¿Cómo
      podría ella expresar lo que sentía, tan profundo que se resistía a las
      palabras?. Su desgarro interior la empujaba a llorar sin freno, mas se
      contenía por vergüenza. Dos monjitas y un extranjero cargado de mochilas
      compartían su departamento. El tren tecleaba entre los raíles de una
      manera monótona que invitaba al sueño. Trató de dormir y hacer más
      corto el viaje, pero no lo consiguió. En vez de eso salió al pasillo
      exterior y dejó entrar el aire frío por su cuerpo. Allí, asomada a la
      ventanilla en absoluta soledad, mirando la noche sin luna, sintió ella
      también el miedo de la muerte, el vacío de la vida sin amor, la
      frustración del fracaso. “Son malos tiempos”, se dijo y pensó que
      quizás Javier tenía razón. Todo era cosa de los astros.            
      
      El teléfono sonó impertinente durante un buen rato. Javier lo oyó
      como en sueños, ajeno de sí mismo, y lamentando no haberlo desconectado
      a tiempo. En su malhumor incluso mandar a paseo a quien quiera que fuese,
      mas sospechando que podía ser Elena se contuvo y descolgó el teléfono.
      “Sí, dígame”. “Oye,¼Javier”.
      Una tímida voz femenina lo llamaba desde el otro lado. Javier la conoció
      en el acto. “Sí, soy yo, ¿cómo estás?”. “Regular, ¿y tú?”.
      La voz de Javier sonaba ronca al otro lado del teléfono. Elena apenas la
      reconocía. Su tono seco y cortante la dejaba indefensa y sin saber
      reaccionar. Siguió una conversación cortés y anodina, preguntas
      rituales, recuerdos a la familia y amables consejos, “cuídate bien.
      Hasta otra, un abrazo. Adiós, adiós”. El malhumor de Javier se
      acrecentó. Cuatro días hacía que Elena lo abandonó y todo ese tiempo
      había vivido en el más absoluto desarreglo. Quería convencerse que todo
      aquello no iba a durar mucho, que Elena volvería pronto a su lado. Pero a
      medida que pasaban las horas y los días se abrió paso en Javier la idea
      de que la separación podía ser definitiva. Cuatro días sin tener
      noticias de ella, cuatro días de olvido de sí mismo, de total enajenación,
      de lucha contra el recuerdo, de voluntad de sobrevivir frente al deseo de
      morir que sentía nacer de su desencanto. “Todo al fin no es para
      tanto”, se decía Javier, “después de todo no soy el único que vive
      esta situación”. Su mente analítica trabajaba sin cesar, buscando
      razones y asideros, encontrando ocupaciones, soñando oportunidades. Ahora,
      de una vez, se volvía a estropear todo. La voz de Elena no sólo le
      llegaba desde la distancia en el espacio, también sus espíritus se habían
      distanciado. Algo irreversible había cambiado entre ellos, la pasión había
      cedido anta la fingida indiferencia. El temor al engaño y al dolor era más
      fuerte que el impulso de la entrega.            
      El
      teléfono sonó nuevamente. Javier lo dejó sonar un rato antes de
      descolgar. “Sí, dígame”. “Ey, Javier, ¿qué pasa, hombre, cómo
      estás?”. “Yo bien, ¿y tú?”, contestó sin acabar de conocer a su
      interlocutor. “Bien, hombre, bien. Debes venir esta tarde a casa.
      Hacemos una reunión y encontrarás gente que te encantará. No faltes
      eh”. Javier reconoció a Sánchez, un aprendiz de músico con el que a
      menudo coincidía en el Conservatorio. No, no faltaría, después de todo,
      ¿qué otra cosa podía hacer ya?. Había andado demasiado por las calles,
      había visto demasiada televisión, había agotado todos los recursos que
      le permitía su soledad. Se sentía, empero, vacío y deprimido, sin fe en
      nada, y dudaba que alguien que no fuera Elena lograra volver a encantarle.
      Alguna vez sintió el impulso de llamarla, de pedirla que volviera, pero
      sabía que sería inútil, que debía ser ella quien decidiera volver. Debía
      dejarla libre, y él debía tragarse su independencia y su soledad. “Son
      malos tiempos”; se volvió a decir, mientras recordaba los últimos
      titulares sobre el rearme aparecido en la prensa.             
      
      A muchos kilómetros de allí, Elena aún seguía pegada al teléfono
      incrédula y apenada. Había tenido la esperanza de que con aquella
      llamada todo se resolvería, pero la frustración no había hecho más que
      aumentar. Tanto esfuerzo baldío, tanto esperar y desear, todo había
      quedado en nada ante la realidad de un encuentro desconocido. Durante
      cuatro días había esperado febrilmente la llamada de Javier, hubiera
      deseado ser nuevamente raptada por él, como aquella vez que lo vio
      emerger de la anda y se sintió llevada al paraíso. Pero un silencio de
      cementerio rodeaba el sitio en que vivía. Allí no ocurría nada, nada la
      estremecía. Sólo los gritos descompasados de su madre, y sus preguntas
      insidiosas, la irritaban. Cuatro días de vacilaciones, de inquietud, de
      ignorancia. “Qué estará haciendo?, ¿por qué no me llama?”. 
      Cuando al fin comprendió que Javier no la llamaría se armó de
      valor y tomó el teléfono. Javier de repente se le tornó desconocido. En
      sólo cuatro días que no estaba con él ya había perdido las referencias,
      no supo qué decirle y colgó con un amarguísimo sabor de boca. ¿Que había
      pasado?. Quizás hubiera sido mejor escribirle una carta, siempre podría
      expresarse mejor, ¿quién sabe?. Como de pasada oyó las noticias de la
      radio. Según un general de la OTAN, la tercera guerra mundial era
      inevitable. El Pacto de Varsovia estaba reunido en Praga. Un satélite
      nuclear iba a caer sobre la Tierra. ¡Oh Dios!, cuánto desenfreno.            
      
      Cuando Javier llegó a casa de Sánchez, la reunión estaba en su
      apogeo. Allí se encontraba toda clase de gente variopinta. Desde el mismo
      Sánchez, aprendiz de músico con fortuna, que al mismo tiempo era
      empleado de banca, hasta don Max II, caricatura burlesca del personaje de
      Valle Inclán, pasando por Martínez, dibujante de comic y sin dejar atrás
      a Pierre Ladoux, un francés con pretensiones filosóficas. Cómo podía
      reunirse esta gente era algo que Javier no supo nunca. Tampoco entendía
      por qué razón lo invitaban a él, ni que tenía que aportar a la reunión.
      Pero no cabía duda que las reuniones resultaban amenas y agradables. Había
      bebidas y cosas para picar, rigurosamente pagado entre todos, y el lugar
      era cómodo y acogedor.            
      Enseguida
      que llegó Javier varió el tema de tertulia y de la influencia de la música
      en la medicina se pasó a discutir sobre el peligro de una guerra nuclear.
      Javier captó la ironía, pero permaneció callado. A lo largo de las
      pocas veces que había asistido a la tertulia se había hecho acreedor de
      una fama de advenedizo, él era el personaje catastrófico que infundía
      escepticismo en la conversación. Su horizonte era tan ilimitado como el
      de todos los demás, pero él presentía el peligro real, y estaba
      convencido, a su pesar, que la crisis actual podría tener un desenlace bélico
      en el que las armas atómicas arrasaran el mundo. Era una conclusión íntima,
      más bien un íntimo temor, compartido raramente, y en el fondo le
      molestaba que todo aquello sirviera para discutir banalmente y sin sentido.            
      Don
      Max II, azuzándose la barba y adoptando una pose estudiada, argüía que
      la belleza clásica estaba viéndose alterada por lo que él llamaba la
      impudicia del poder. Sostenía que el equilibrio del terror generaba el
      terror al equilibrio. En esas condiciones el artista desequilibrado no
      expresaba su estado buscando la belleza al modo clásico, sino que se
      escondía en su propio terror y lo cuadriculaba. Además añadía, como si
      le pareciera poco, que el hombre tardaría al menos un siglo en volver a
      los antiguos conceptos.             
      En
      ese punto intervino el francés aduciendo que un Renacimiento en la Era
      Electrónica era impensable. Se había produciendo una auténtica revolución
      con los medios de masas y el paso adelante dado por el hombre eran tan
      inconmensurable que la Humanidad entera podría verse en la disyuntiva de
      recrearse a sí misma y a la Naturaleza, valiéndose de la técnica, de
      modo que Dios ya no fuera necesario, “como efectivamente ya está
      ocurriendo”, apostilló.            
      Alguien
      más, que Javier no conocía, añadió que como en la Edad Media y el
      encuentro con América, se estaban creando las condiciones precisas para
      un encuentro con civilizaciones extra-planetarias. Los medios de
      comunicación aunaban criterios y culturas enteras, así la Humanidad
      alcanzaría cohesión y estaría lista para soportar el choque.            
      “Está
      visto que los desvaríos, dichos con elegancia, provocan murmullos de
      admiración”; se dijo Javier, que permanecía en silencio y
      despreocupado de lo que allí se decía. Había tomado un vaso de vino y
      se había acercado un poco más a la estufa. Tenía la sensación de ser
      un perro callejero acogido durante un rato y al que se le ofrecía
      compasivamente calor y comida. Se sentía bien rodeado de aquellos hombres
      extraños, que discutían como si realmente estuvieran arreglando el mundo,
      y hasta se llegó a olvidar de Elena y de la soledad que se encontraba.            
      Poco
      habría de durarle, sin embargo, esta tranquilidad, pues Sánchez, que era
      quien mejor lo conocía, siguió insistiéndole con la guerra nuclear y
      acabó pidiéndole que hablara. Advirtió a los presentes que Javier era
      un ser de extraordinaria intuición al que se le debía de tener en cuenta
      sus dotes de futurólogo. Javier se mostraba remiso. No tenía ánimo ni
      claridad mental. Finalmente habló y su voz sonó queda y preocupada para
      todos los oyentes.            
      “En
      estos momentos, aunque no lo parezca, ya se ha traspasado el umbral tras
      el cual el hombre pierde el control sobre la guerra y es la misma guerra
      la que maneja al hombre. Los tiempos, desgraciadamente, son ahora más
      propicios para el choque de fuerzas antagónicos que para el diálogo.
      Cada bloque, por su parte, se ha venido preparando para este choque y es
      llegado el momento de que la Humanidad, como algunos árboles en invierno,
      se vea podada sin piedad. La segunda guerra mundial fue un juego de niños
      comparada con la que se avecina. No sólo desaparecerán naciones enteras,
      todos los mapas se verán alterados, y cuando la guerra concluya, la
      dualidad de fuerzas habrá desaparecido del planeta y una exigua y débil
      unidad emergerá por el horizonte. Este poder único aglutinará a todas
      las fuerzas que hayan sobrevivido y la prehistoria de la Humanidad habrá
      terminado. La Humanidad será, entonces, un ser completo, con una sola
      cabeza y un sólo corazón. Lo que nadie sabe cuánto costará”.            
      
      “Hombre,
      Javier, lo pintas de una manera¼¿Habrá
      otras alternativas, no?”, preguntó Martínez, el dibujante de comic.
      “Sí, hay otra; contestó Javier, “la destrucción total y sistemática
      de todos los logros de la técnica, la destrucción de la civilización, y
      un retorno a la prehistoria de los pueblos. Pero eso es todavía más
      indeseable”.            
      Unos
      segundos de silencio siguieron a sus palabras. Javier se sintió incómodo.
      Había hablado demasiado y ahora había acaparado toda la atención. Quiso
      quitar importancia a lo dicho y añadió que en cualquier caso sólo se
      trataba de una visión particular, que todavía las había más apocalípticas
      y destructoras. “No, si eso ya lo sabemos”, comentó don Max II con
      una sonrisa.            
      La
      charla continuó hasta bien tarde. En un momento dado Javier se excusó y
      quedó con Sánchez para verse en el Conservatorio. Saludó a los demás y
      salió al aire frío de la noche. Afuera seguía la luna nueva y el cielo
      aparecía estrellado. Observando el refulgir de la bóveda celeste un último
      pensamiento asaltó a Javier: “Sí, posiblemente Marte sea el causante
      de todo”:            
      
      Pasaron dos semanas más en las que Javier hubo de acomodarse a su
      nueva vida. El trabajo, las clases del Conservatorio y las minucias de la
      vida cotidiana eran su único refugio, pero seguía sintiéndose
      incompleto. Había recibido carta de Elena, una carta tierna y sincera en
      la que no le decía nada de volver. El piso le parecía un inmenso
      desierto, todo le seguía hablando de ella. Alguna noche no pudo conciliar
      el sueño y la soledad le volvía irritable. ¿Que llama de ilusión podía
      encenderse ahora?. Tomó papel y escribió una larga carta. Dejó entrever
      sus sentimientos y lloró sobre el papel sus tristezas. Su mundo se
      derrumbaba poco a poco, necesitaba su amor y su compañía, anhelaba sus
      caricias, su trémula voz pidiéndole amor, el ir cogidos de la mano hacia
      la eternidad. Todo era distinto sin ella. Qué poesía no había en sus
      silencios, en sus sonrisas entreveradas, en sus gestos delicados. Cómo
      los añoraba. No le pidió abiertamente que volviera, no se atrevía. Se
      dejó llevar por la añoranza y el recuerdo, se vació de amor, y terminó
      la carta con un adiós seco y distante. Después se quedó dormido.            
      
      Cuatro semanas después de haberse marchado, Elena volvió al hogar.
      Sabía que Javier no estaría, pero lo prefirió así. Tampoco lo había
      avisado, sería una sorpresa. Llegaba alborozada, feliz y contenta. Una
      buena nueva la había transformado. Un fruto delicado, algo sagrado,
      maduraba en su vientre. El milagro de la vida había anidado en su
      interior. Pronto podría dar un hijo a Javier. Todo un nuevo futuro se le
      prometía, de golpe se le fueron los últimos recuerdos amargos. Habría
      algo por lo qué luchar, una nueva ley, más allá de ellos, dictaría las
      reglas, tendrían derecho a esperar felicidad. Sólo una nube oscurecía
      todavía la dicha de Elena, ¿cómo lo tomaría Javier?. Se inquietaba
      cuando pensaba en eso, “los hombres son tan raros”, pero terminó
      desechando las preocupaciones con un mohín de desenfadada indiferencia.
      Inspeccionó el piso y se alarmó ante tanta muestra de abandono. Empezó
      a hacer las maletas, pero no pudo terminar. Un ataque de impaciencia
      repentina la llevó hacia el teléfono y la hizo descolgar y marcar un número.
      Al otro lado del hilo telefónico la voz de Javier la sobresaltó y dio un
      respingo como si hubiera sido cogida en falta. “¿Javier?, soy yo,
      Elena”, pudo decir. Algo en su garganta la impedía hablar con libertad.
      Balbuceó un poco hasta que pudo decir que había vuelto, que estaba en
      casa esperándoles, que, en fin, “tenían que hablar¼”            
      
      Algunos meses después la noticia saltó a la calle con fulgurante
      rapidez. Todos los medios de comunicación no hablaban de otra cosa. Desde
      la madrugada las ciudades y los cuarteles estaban en estado de máxima
      alerta. La tercera guerra mundial podía comenzar en cualquier momento.
      Los Gobiernos de los Estados aguardaban expectantes el resultado de las últimas
      conversaciones. Dos satélites espías habían sido abatidos en el espacio
      y la gravedad del hecho no podía quedar sin represalias. Las armas
      estaban prestas, el mundo tenso, todo podía esperarse ya.            
      Ajena
      a la tragedia, Elena no podía sospechar que el semblante preocupado de
      Javier se debiera a otra cosa que a sus dolores de parto. Habían
      comenzado la noche anterior y Javier pensó que era hora de llevarla al
      hospital. Compró algún periódico para acompañar la espera y se alarmó
      ante los titulares de la edición extraordinaria. Los gemidos de Elena lo
      acompañaban sin cesar, intermitentemente. El médico los tranquilizó,
      “todo va bien, falta muy poco, tranquilícense. Será un niño precioso”.
      Elena sonreía. Javier en cambio, se debatía entre sentimientos
      contrapuestos. Su corazón oscilaba entre el miedo y la esperanza. Vida y
      muerte, creación y destrucción, felicidad y dolor, “en qué momento va
      a venir, Dios mío, cuando todo en el mundo se prepara para destruir”.            
      Elena
      seguía sonriendo, dolorida y dichosa. Ajena a todo consumía las últimas
      horas alimentando proyectos e imaginando ilusiones. Para ella su hijo
      nacería inmortal. 
             
   | 
  
![]()
Copyright © 1998 - 2004 Criss