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El patrimonio genético (Quim Monzó)
Cada año, un grupo de científicos concede el
premio Darwin a algún cretino muerto sin descendencia
Charles Darwin expuso su teoría evolucionista en un libro que llevaba
por título "Sobre el origen de las especies por medio de la selección
natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la
vida". Como esa teoría chocaba con lo que proclamaban las religiones
al uso, los beatos arremetieron contra él. Les resultaba inadmisible que
el hombre, en vez de haber sido creado a partir del barro y el famoso soplo de
vida divino y tal, fuera un mero pariente de los simios. Uno de los indignados
fue el fabricante del badalonés Anís del Mono. Tan indignado
estaba que para burlarse, en las etiquetas colocó un mono con la cara de
Darwin. Es el mismo mono que aparece aún hoy abrazado a una botella de anís.
Basta tomar una botella de ese anís y una fotografía de Darwin de
alguna enciclopedia, por ejemplo, para comprobar la semejanza entre ambas caras. Pero
el tiempo pasa inapelable y las polémicas que antes despertaba se han
convertido -en esta época, con un Atapuerca en cada esquina- en adoración.
Cada año, un grupo de científicos americanos concede un curioso
premio Darwin, que se otorga a una persona que haya muerto en un accidente
particularmente estúpido. Según ese grupo de científicos,
la distinción recompensa a quien, aunque sea involuntariamente, haya
efectuado una "contribución excepcional a la selección
natural de la especie por medio de su propio sacrificio". Los premiados
deben desaparecer de este mundo sin haberse reproducido, con lo que sus genes
-esos genes que, en un rinconcito u otro, almacenan el estigma que los ha
llevado a una muerte cretina- no pasan a generaciones posteriores, como mínimo
por su parte. Esa es su contribución: al matarse sin haberse
reproducido, el premiado contribuye a mejorar el patrimonio genético de
la humanidad. El ganador del premio Darwin del año 1995 fue un señor
que un día se colocó delante de un distribuidor automático
de refrescos e intentó sacar una ¡ata de Coca-Cola sin pagar. Como
no lo conseguía, empezó a dar golpes y patadas a la máquina,
a ver si así salía la lata. Pero lo único que consiguió
fue desequilibrar la máquina, que le cayó encima y lo chafó.
En 1996, el premio Darwin fue a parar a un ciudadano cuyo coche quedó
empotrado en un risco, a treinta y ocho metros del suelo, con él dentro.
El hombre había colocado en la parte trasera de su coche uno de esos
pequeños cohetes que utilizan ciertos aviones para facilitarles el
despegue en pistas muy cortas. Al arrancar el coche salió despedido y
durante quince segundos fue a 500 kilómetros por hora, pero de repente
despegó y se empotró en el risco. El ganador del premio Darwin
correspondiente a 1997 se llama Larry Walters, era de Los Ángeles y
camionero. Por problemas de vista no había podido servir en el Ejército
del Aire y esa había sido siempre su frustración hasta que un día,
para ver cumplido su su eño de volar, ató cuarenta y cinco globos
a una silla de jardín, los llenó de helio y se sentó en la
silla, con un "pack" de seis cervezas y un fusil de aire comprimido.
Walters calculaba descender disparando a los globos, uno a uno, para que la cosa
fuese suave. Pero en cuanto desligó la silla de su sujeción, en
pocos segundos se colocó a más de tres kilómetros de
altura. Aterrorizado, no hizo uso del fusil por miedo a desequilibrar la silla y
caer. Fue así como durante catorce horas estuvo a la deriva hasta que un
helicóptero le lanzó una cuerda. De vuelta a la tierra lo acusaron
de imprudencia en vuelo y lo multaron con 26.000 dólares. Todo eso sucedió
en 1982 y, a pesar de no haber muerto a consecuencia de esa estupidez, el jurado
la considera tan notable que le han concedido el premio, tras haber comprobado
que murió el año pasado sin dejar descendencia
Article: El patrimonio genético Autor: Quim Monzó
Secció: Seré Breve Publicació: Magazine de la
Vanguardia, pàgina 6, 6-7-1997
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