Dickens y yo

Me faltaba poco para llegar a Salem, apenas dos millas, y el camino que había escogido es riesgoso pero rápido. Sube la montaña en un declive de cerca de 90 grados, se hunde en la noche del bosque más fantasmal del planeta y reaparece en la entrada sur de la ciudad. Tenía que llegar allí a las 6 para una cena, y como eran las 5:30 pensaba que tenía tiempo de sobra. Pero no fue así.

Esto me acaba de ocurrir en plenas fiestas, el 23 de diciembre. Desde las 3:30 de lo que en otras partes es la tarde, ya era una noche muy oscura, y el termómetro había descendido hasta 10 grados bajo cero. El riesgo de esa ruta consiste en que hay pocas casas y, si se sufre un percance automovilístico en medio del bosque, es poco probable que aparezca otro carro y que nos auxilie por lo menos hasta el día siguiente.

¿Qué se hace en esas circunstancias? ¿Hasta cuánto bajaría la temperatura? ¿Funciona la calefacción cuando el motor no está en marcha? Eso es lo que estaba pensando cuando ocurrió, y creo que ocurrió justamente porque lo estaba pensando.

La luz de advertencia se prendió en el tablero cuando no había llegado a la cima, y tan sólo tuve tiempo para ponerme a un costado del camino mientras el motor dejaba de funcionar, pero la suerte no me había abandonado completamente. El lugar era un claro en la espesura, y cuando bajé del carro pude advertir que había estacionado en la entrada de una de las poquísimas casas del camino.

Entonces hice lo que todos hacen. Me bajé del carro y abrí el capó. A tientas, levanté el espadín para comprobar la existencia del aceite. Después no supe qué más hacer porque la verdad es que no sé nada de mecánica, pero tenía que mantenerme en esos quehaceres por si acaso el carro se animara a moverse. Golpeé con una piedra la batería, porque así lo he visto hacer, pero nada daba resultados. Mientras hacía de mecánico, un perro enorme salió de un costado de la casa y vino hasta mí. Pero sólo para observarme. Se sentó sobre sus piernas traseras y comenzó a mirar alternativamente el motor y mi cara. Me dio la impresión de que se estaba riendo y eso me fastidió, porque no sé qué gracia le veía al asunto.

–¡Dickens, Dickens! ¿Dónde te has metido, Dickens?

El dueño abrió la puerta de su casa y pudo observar que Dickens, a mi costado, estaba haciendo no sé si de ayudante de taller o de crítico literario. Para mi buena suerte, el dueño era tan gentil como el canino. Me hizo pasar para que no me congelara y me ofreció una taza de chocolate caliente, un pastel hecho con abundante whisky y un teléfono para que llamara al mecánico al tiempo que me presentaba a su esposa y a sus tres hijos.

Mientras usaba el teléfono, pude ver una pequeña biblioteca. Lo que hubiera en ella iba a decirme con quiénes me encontraba, y sólo había colecciones de libros sobre crianza de aves entremezclados con unos cinco metros de Mecánica Popular empastada durante 20 años, Selecciones del Readers Digest, Life y el Almanaque universal Obviamente se trataba de granjeros sin pretensiones universitarias, como después lo comprobé, pero faltaba algo. Allí, enfrente, había otro armario, y todo él estaba dedicado a un solo autor: Charles Dickens.

Oliver Twist, Nicholas Nickleby y David Copperfield aparecían allí en por lo menos 20 ediciones cada uno. Se aglomeraban después Old Curiosity Shop, Barnaby Rudge, Martín Chuzzlewitt, The Chimes, A Tale of Two Cities, Hard Times y Dumbey and Son. Se hallaba, incluso, una rarísima edición del Mystery of Edwin Drood que el novelista inglés dejó incompleto. A Christmas Carol aparecía en unos 12 idiomas, y eso me resultó curioso, porque la familia me había parecido decididamente monolingüe.

Pronto me enteraría de que los libros de Dickens habían pertenecido al abuelo Nicholas Dolan, el inmigrante irlandés llegado a América en los albores del siglo. Por él, la familia era generosa, pelirroja, católica y adoradora del whisky. Aunque sus herederos habían trabajado duramente en la granja y la actual generación de jóvenes no aspiraba a entrar en la universidad, la pasión por el autor de Oliver Twist se había convertido en una suerte de culto religioso que se expresaba en la existencia de ese armario y en el nombre que le habían dado al gigantesco canino, Dickens.

Y por todo eso, no pude negarme cuando Nicholas Dolan Jr., nieto del inmigrante, me rogó que leyera para ellos y para una grabadora atenta la versión castellana de A Christmas CarolUn villancico de Navidad–. "Aunque no entendamos, nos gustaría saber cómo suena Dickens en el idioma de ustedes." Me hicieron sentar en una silla de honor, y mientras yo leía, todos, incluido Dickens, guardaron respetuoso silencio. Y creo que lo hice bien porque me encanta leer en público, y porque en un momento determinado creí adivinar una lágrima en el rostro de la señora Dolan y también en el de su perro literato.

El mecánico, una grúa y un taxi llegaron a la vez cuando ninguno de nosotros deseaba que aparecieran. Habían tardado dos horas desde que los llamara, y si tardaban más, me quedaba abundante material en la biblioteca para leer al pequeño grupo familiar. Además, nuestras coincidencias en el whisky y el catolicismo nos habían acercado mucho, y ya me estaban invitando para que pasara con ellos la Noche Buena.

Leí una vez más una página cuyo sonido les había encantado y abandoné el asiento principal, frente a la chimenea. Los Dolan aplaudieron mientras que Dickens me hacía con la cabeza una señal de indulgente aprobación. Lo que me ha quedado de la escena son una chimenea ardiendo, un grupo rojo de pelirrojos despidiéndome y un perro gigantesco, Dickens, que apoya las patas, se encarama de un salto sobre el asiento principal y se sienta en él a presidir la reunión mientras yo me voy alejando.