Vuelvo a los peces muertos
"Manos blancas, beatitas de cera, ovejas de papel: el cielo recién había sido edificado. Papá sereno, sencillo, alegre se sentaba en cualquier lugar de la mesa y desaparecía en una bocanada de humo. Ese instante nos hacíamos pequeños y esperábamos. Al rato, reaparecía lento, solemne, sobrenatural ".
Cada cual tiene para este fin de año una manera propia o una marca especial de champaña. Por mi parte, celebro hoy la llegada del nuevo milenio leyendo y recordando Los peces muertos, mi primer libro.
Cuando lo publiqué, en la década de los sesenta, acababa de sacar mi libreta electoral. Con el párrafo inicial de esta nota comienza el primero de sus cuentos. Al final les contaré el desenlace; ahora quiero narrar alguna de mis aventuras como novel autor que, después, ha tenido consecuencias en el resto de mi obra.
Creo que lo que le trajo suerte al libro fueron las ilustraciones de una niña de cuatro años, Margot, hija de mi amigo Armando Reyes. Mis amigos del grupo "Trilce" de Trujillo lo anunciaron con pancartas en los patios de la universidad. Javier Sologuren tuvo la bondad de prologarlo. Sebastián Salazar Bondy diría, en su comentario crítico, que se anunciaba un formidable escritor y una promesa... que, por mi parte, trato con dificultad de cumplir cuando ya llega el 2000.
Arturo Corcuera escribió un soneto para hacer la presentación del libro en la Casa de la Poesía de Barranco, pero no llegó a atinar con la rima del último verso y juró que la redondearía al día siguiente Un día nos encontraremos para terminar de leer su poema en el otro mundo.
A esta altura de la nota, creo que no podré contar cómo escribí el primer libro porque tendría que escribir otro primer libro. Lo que sí puedo relatar son los azares de un adolescente escritor que, a la vez, tuvo que hacer de su primer editor, lo cual es obvio, aunque a mí no me sonaba de esa manera.
A la semana de editado, mi ingenuidad me hizo creer que, probablemente, los gratos comentarios aparecidos en todos los periódicos habían motivado un best-seller, o algo por el estilo, pero no era así. Inés de Guijón, de la "Librería Peruana" de Trujillo, está encomendada por el destino de comunicarme una de las primeras decepciones de mi vida: "Lo siento. Solamente cinco personas (naturalmente, geniales) han venido a comprar tu libro".
Aconsejado por mis amigos del grupo "Trilce", o más bien envalentonado por algunas biografías de hombres célebres, decidí ser, además de escritor y editor, el primer vendedor de "los peces".
Con varios ejemplares bajo el brazo, me encaminé al café "Demarco" de Trujillo. En una mesa del mismo, rodeado por un grupo de probables seguidores, hacía tertulia un caballero anciano, delgado, imperioso, con el aura de aquellos que alguna vez han ejercido el poder y no se acostumbran a su carencia.
Era don Octavio Alva, cacique político de Cajamarca durante más de medio siglo, diputado, senador, ministro de varios regímenes, hacendado todopoderoso y, por cierto, acérrimo conservador.
Señores, como los lectores no se acercan a las librerías, un escritor está frente a ustedes para ofrecerles su primer libro
Don Octavio, a quien yo no conocía personalmente hasta ese momento, interrumpió mi discurso para preguntarme quién era mi padre, descubrir de inmediato un parentesco que yo ignoraba y proclamar ante el grupo:
Señores. Este joven es mi sobrino. En consecuencia, tiene que ser un gran escritor. Ustedes tienen que comprar el libro, y yo me convierto en su primer canillita.
Y el anciano político, en un gesto que no olvidaré jamás, recorrió mesa por mesa aquel café y el vecino ofreciendo Los peces muertos a boquiabiertos parroquianos que no pudieron hacer otra cosa que comprarlo.
Los peces muertos se agotó a mes y medio de tirado y, por eso, muchos de mis mejores amigos no lo han leído. Sin embargo, soy muy afortunado porque la mayoría de ellos declara, sueña o cree que sí lo ha leído. Volvamos al cuento del comienzo:
"Aquello debió durar mucho tiempo. Un día amanecí serio, ronco y con diecinueve años. No jugué por la mañana, hube de pasarme fumando toda la tarde. En la noche, todo volvió a repetirse: nos sentamos juntos, charlamos, ahora con ironías y juegos de palabras. Papá sereno, sencillo, alegre prendió un cigarrillo y se envolvió en albas nubes de humo. Nos quedamos pensativos esperando su retorno".
Eduardo González León, mi padre, falleció poco tiempo antes de que yo publicara Los peces muertos. Por él nació este libro, y no deja de crecer este recuerdo.