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Soledad Cruz

 

LA ENAMORADA

No voy a decir que lo amaba desesperadamente, aunque me hubiera gustado que esa fuera la razón, pero fue un golpe de los años 90 que me hizo revisar toda la vida pasada, como si con la caída del muro de Berlín aquella armonía conseguida, a pesar de las recriminaciones de mi madre que ya había aprendido a soportar con dulzura, como quien juega una partida inacabable de ping pong, también se hubiera desplomado. Yo creo que me ilusioné porque se parecía a Marcos. Cada amor es diferente, pero como en las novelas siempre hay elementos que se repiten. Después que cumplí los cuarenta me dio la impresión que se iniciaba un ciclo de reciclaje del amor. Comenzaron a aparecer hombres con características que ya había amado o rechazado en otros, pero Darío era una síntesis extraña, alguien a quien acogí como a un viejo conocido y ni el haberme leído las obras completas de Ágata Christie me ayudó a descubrir las pistas de sus secretas intenciones. Si la inclasificable relación con el Profesor Julio quedó consignada bajo el título de Las amistades peligrosas, aunque por motivos muy diferentes a la novela original, las de Marcos se asemejaron a ¿Por quién doblan las campanas? Entonces no había leído El amante de Lady Chatterley. Contra su costumbre, según Coralia, Marcos pasó aquellas vacaciones de verano con ella, y lo decía con picardía, porque en realidad las había pasado conmigo. Aproveché los feriados de julio y casi obligué a mi padre a que me adelantara las vacaciones. Nos fuimos a la Playa de Santa Lucía con sus padres y mi madre, como decir irnos al Varadero camagüeyano. Nadábamos, comíamos, conversábamos y paseábamos a los viejos. Pero sobre todo conversábamos. No había tenido vacaciones desde la llegada de los barbudos. Operación Mambí, Columnas Juveniles Agropecuarias, Columna Juvenil del Centenario. Una pelea constante con los cañaverales. Mientras tú estudiabas en la secundaria y te leías todos los libros de aventuras publicados, yo sólo leía partes de limpia, quema, corte, rendimientos por arrobas, eficacia industrial. No tengo la culpa de haber nacido diez años después que tú, amigo. ¿tú crees que podemos ser buenos amigos, Violeta? Me sonó raro el tono de esa pregunta que no tenía relación con lo que hablábamos y no la contesté porque él siguió de largo con el tema de los cañaverales y a mí los cañaverales me recordaban la humedad cálida entre las piernas, como un sucedo no ocurrido, porque no lo vinculaba a las pasiones leídas en las novelas. Muchas veces me he preguntado si los escritores serán los responsables de mis numerosos descalabros amorosos, mientras los consideré como tales... Fue Marcos quien primero me habló de los Versos del Capitán, porque entre caña y caña leía a los poetas, para atribuirse sus versos cuando le hacían falta para enamorar a cualquier desleída. Pero yo disfrutaba en aquella semana santaluciana de una fraternidad sin peligros, únicamente alterada por mi ingenua pregunta de qué era Pensamiento Crítico. ¿Pero en qué mundo tú vives? Se sobresaltó. Le conté del Profesor Julio, omitiendo la incursión en los cañaverales, y le dije claramente que me molestaba mucho esa pregunta, porque ni en Vertientes ni en Santa Cruz del Sur, ni en Pedernales, ni siquiera en Camagüey había escuchado ninguna referencia del asunto, ni mi padre, ni mi madre, ni el bodeguero Mencho, ni la mismísima Coralia con todo y que tenía un hijo dirigente provincial. ¿Y tú no oíste el discurso? Preguntó un poco airado. Supongo que sí, como todo el mundo, pero si no sabíamos qué era eso... Mejor ni enterarse, muchacha. Eran unos revisionistas, sin saberlo, no digo que actuaran de mala fe, pero algunos dejan volar su imaginación e inventan el agua tibia a cada rato. El tal Julio te contaminó con sus ideitas, ¿eh? Lo mismo que Julio, pero en otra dimensión, Marcos, no entiendo la política, simplemente no la entiendo, quizás porque mamá insistió demasiado en mi conciencia política. Si leyeras los periódicos, si escucharas la radio, si estuvieras al tanto de lo que pasa, entenderías. Este es un momento de gran oportunidad para las mujeres. No me he dado cuenta, contesté sin pensarlo y él se echó a reír diciendo: ya me encargaré yo de tu formación ideológica. Como parte de ese proyecto me leí tardíamente Así se forjó el acero y Campos roturados. Pero seguí prefiriendo a Chejov con su definición de que el amor era un gran secreto. Al regreso de Santa Lucía mi padre me hizo uno de sus escuetos y acertados comentarios. Es un conquistador, como lo fui yo. La indiferencia hacia él será lo único que te permitirá mantenerlo. Y seguimos en nuestra unidad de venta de productos industriales, vendiendo los efectos electrodomésticos que daban a los vanguardias por el Sindicato. Mi padre estaba de acuerdo con esa solución. Pero Margarita Gautier, la feliz, puso el grito en el cielo y fue a la tienda a contarnos su inconformidad porque a pesar de sus muchas horas de trabajo voluntario en los cañaverales, con su marido machetero, no le habían dado el televisor porque no tenía ningún hijo bobo, ni una madre paralítica. Y se había tenido que conformar con un reloj de pulsera. Papá después me comentó que la gran desgracia de la gente es que nunca estaban conformes con nada. Solangel la enfermera nos contó en la tertulia del sábado que había curado a unos heridos de una trifulca en una reunión sindical por un refrigerador. Mamá se ganó el televisor sin discusión y ese momento marcó el final de nuestra tertulia sabatina, porque los tertulianos en vez de conversar, comentar los libros leídos o escuchar las historias clínicas del alma, de los pacientes del hospital, escritas por Solangel, se quedaban ante el televisor embobados. Ignoré la presencia de aquel artefacto en la casa y me sentaba en el portal recordando los días felices en que conseguí que Margarita Gautier, la feliz, leyera la historia de Margarita Gautier, la desgraciada, mientras Solangel leía la Sala número 6 y otros cuentos. Al machetero marido de la Margarita, que en realidad se llamaba Liduvina, le encantaban los cuentos para niños no conocidos en su infancia. Daba gusto oírlo contar El gato con botas, Cenicienta o Blancanieves y los siete enanitos con su vozarrón y sus faltas, comiéndose letras, cambiando m por n. Marcos llamaba a la tienda desde Camagüey, porque en casa no había teléfono, ni en la suya tampoco. Se aparecía los fines de semana. Me entregaba versiones de los Versos del capitán y me invitaba a ir a Camagüey tomándose el trabajo de coordinar con Mario, el ideológico, a quien todavía no le habían dado casa en Elia, de que me llevara, cuando no podía hacerme la visita. Coralia, siempre preservando mi honra en complicidad con mi madre, había escrito a la maestra Zoila de la O para que me acogiera en su casa durante mis paseos por la Ciudad de Camagüey. Me fascinó la maestra de la O desde que la ví. Despedía carisma, luz, calor y a diferencia de la pobre María la O, la de la zarzuela, nunca había permitido ultraje de varón alguno. Me divertían sus consejos respecto a Marcos, porque sea que yo vivía en Babia, como afirmaban mi madre, el Profesor Julio y el propio Marcos, o que me gusta dejarme llevar por los acontecimientos o evadía los compromisos, yo no tenía ningún plan con Marcos, ni con nada. Y existe toda una teoría de la conquista que, como la política, nunca he entendido muy bien. No tenía ningún plan con Marcos, pero me estaba desajustando mi armonioso universo. Los libros que él mismo me conseguía se amontonaban sobre la mesa de noche de mi cuarto y papá empezaba a mostrar signos de preocupación por aquellas conferencias telefónicas que absorbían una parte de mi jornada laboral. No sé qué tipo de componenda hicieron a mis espaldas, pero un día vino la recogida simultánea en mi casa y la de Coralia, al otro dos camiones frente a la puerta y mi madre radiante porque regresábamos a Camagüey y ¡oh maravilla! Seguiríamos siendo vecinos en aquella casona colonial, a la cual le habían convertido la vieja cochera en otra casa. Esa, más pequeña, fue para Coralia y la otra un poco mayor, para nosotros porque éramos tres y muy pronto seríamos cuatro. Mi padre, que ya llevaba demasiado tiempo en Elia-Colombia, rejuveneció con la mudanza y con la posibilidad de volver a una bodega, unidad de venta de productos alimenticios, su predilección y yo tenía una plaza en la librería de la calle República, como decir La Rampa de la ciudad de Camagüey, que como todas las ciudades del resto del país siempre se estaban comparando con La Habana. Aquella casona en la calle General Gómez era un privilegio porque estaba situada en un sitio estratégico. Cerca del parque central Ignacio Agramonte, de la casa natal del famoso Bayardo-Mayor, de la Plaza de los Trabajadores. Se podía ir a pie hasta la Plaza de San Juan y recorrer fácilmente todo lo que llaman el casco histórico de una de las siete primeras villas fundadas en la Isla. Y en la biblioteca provincial podía saciar mi más importante apetito, hasta ese momento. Allí me encontré con Gertrudis Gómez de Avellaneda, George Sand, Collette, Carilda Oliver Labra, Sor Juana Inés de la Cruz, Alfonsina Storni. Leía sus obras y buscaba ansiosa sus datos biográficos. Y me moría de pena por todas. Porque sus historias de vida eran mejores novelas que todas las que había leído escrita por los hombres. Yo, que hasta entonces no pronunciaba ni la más leve mala palabra, me sorprendí preguntándome: ¿por qué, coño, se enamoraban de hombres que no las merecían? Marcos llegaba siempre tarde de las reuniones y actividades de la CJC y nos íbamos a caminar por el viejo Camagüey. Hasta la Plaza del Carmen llegábamos. Me encanta la iglesia con fachada de catedral. De una manera completamente sacrílega empezó a besarme una noche en aquel escenario y así inauguramos nuestro noviazgo y decidió él nuestro casamiento: no puedo seguir esperando, Violeta, mejor nos casamos y así podemos hacer lo que queramos y ni Coralia, ni Venancia se preocupa. No di saltos de alegría, pero de sólo imaginar que Marcos podía besarme así todos los días, me entusiasmaba la idea. Los besos de Marcos me producían un gran estremecimiento en el bajo vientre y como la locuacidad no era mi característica fundamental, aunque mi padre decía que sabía engatusar con mis cuentos, empecé a escribir aquellos textos que describían las cosas tal como las sentía, sin enseñárselos a nadie. Mamá se resignó a aquella boda bajo promesa de Marcos de que estudiaría en los cursos para adultos. Fui a comprar a la tienda de los novios y me acordé de Margarita Gautier, la feliz, que se empezó a sentir feliz cuando su machetero la invitó a firmar los papeles. La enfermera Solangel vino también a mi memoria. Siempre soñando con el divorcio de su médico y el día de hacer las compras en la casa de los novios. Zoila de la O me acompañó a las compras y luego nos sentamos en el parque Ignacio Agramonte para que ella me enseñara el manual de la perfecta casada. Hubiera preferido evitarme todo aquello. De alguna manera se me notaba, porque papá me dijo un día: no estás obligada a casarte. Pensaba todo el día en Marcos, en la mañana recordaba los besos y caricias de la noche y en la tarde los añoraba. Algunas veces nos besábamos por entre las rejas de la ventana cuando él llegaba, como hacían los enamorados en el siglo pasado. Otras nos acurrucábamos en el columpio de nuestro patio interior, bordeado de grandes tinajones. El recorría mi cuerpo sin pronunciar palabra, mientras yo suspiraba conmovida y con ganas de desnudarme. Así todo era más novelesco. ¿Qué pasaría después? Atender a un marido no era una frase común en las novelas leídas. Estaba el famoso portazo de Nora, pero casi todas las historias se referían al flechazo, a la conquista, a la imposibilidad del amor. El amor era tan sólo en su imposibilidad de realizarse. Marcos vivía en otro ritmo completamente diferente al mío. Reuniones, viajes constantes a todos los municipios de la provincia donde estaban las agrupaciones cañeras. Zoila de la O decía que era un hombre muy atractivo para las mujeres. Con sus ojos verdes de mulato remoto y su donde jefe, porque desde la escuela primaria, donde ella le había dado clases, se le notaba la capacidad de liderazgo. Siempre fue codiciado por las mujeres, pero le había ido mal en su anterior intento de matrimonio. Se le había ido la novia para Estados Unidos por Camarioca. Me acordé de las anotaciones de los libros que me habían llamado la atención, los poemas escritos al borde de páginas y que yo creí dedicados a Zoila de la O antes de saberla su profesora. Algo desconocido hasta entonces me oprimió el pecho. Con esa habría recorrido igual las viejas calles adoquinadas de Camagüey, se habrían sentado en las mismas plazas y bancos, seguro pasearon por el Parque Casino bajo la lluvia, bien apretados bajo un mismo paraguas. Y ella la ausente. La Imposible. La recordada. Una no se encuentra con un hombre virgen, sin huellas. Se me escapó esa expresión y Zoila de la O soltó una carcajada y la pregunta a la queme estaba habituando: ¿En qué mundo tú vives, muchacha? Había escuchado a mi madre sus quejas sobre mi padre, pero pertenecían a un pasado lejano del cual no tenía memoria. Nunca escuché una discusión entre ellos. Mi padre no hablaba. Sólo hacía aquellos comentarios escuetos y acertados sobre los sucesos y alguna que otra vez se explayaba en un tema durante largo rato, hasta quedar él mismo sorprendido de tanta elocuencia y se sumía de nuevo en su silencio habitual. Mi madre tenia el don de la palabra y hablaba siempre como si estuviera dando una clase. Pero nunca mencionaba siquiera sus problemas con mi padre, y mucho menos los aspectos íntimos de su relación. Jamás escuché hablar de sexo en mi casa. Los discursos de mamá estaban siempre relacionados con la utilidad de la vida, el aprovechamiento de las oportunidades y la importancia de los conocimientos. Sabía tanto de medicina como un médico; de historia como un historiador y hubiese podido ser una magnífica geógrafa. Pero no le gustaba la literatura, de la cual decía que era una gran mentira para entretener a tontos. Se escandalizaba con los divorcios, los abortos y esas mujeres que se comportaban como los hombres, con su mismo salvajismo primitivo, acostándose con cualquiera, como las perras y las yeguas. Las mujeres tenían que darse su lugar y la vida era orden sobre todo. Cómo había podido soportar los desórdenes de mi padre fue algo que se me reveló mucho después. No estaba claro para mí cómo había tolerado mis relaciones con Margarita Gautier, la feliz, o con Solangel, la amante del médico, mucho mayores que yo y con vida no precisamente ordenada dentro de su escala. Ahora que iba a casarme miraba a mis padres de otra manera. ¿Qué sabía de ellos en realidad? ¿Los conocía bien? Y a Marcos. Comenzaba a inquietarme por asuntos en los que no había pensado en mis 19 años de vida. También la librería me sobrecogía un poco. No era tan fácil como yo pensaba. Me había hecho la idea de conversar con los lectores, sugerirles libros, como había sido en Elia. Las gentes debían ser las mismas, como en Vertientes, Santa Cruz del Sur o Pedernales. Pero en Camagüey existían varias librerías y miles de habitantes, de los cuales algunos pasaban, compraban un libro y no volvían. Y mis hábitos de saludar a todo el que llegaba, como siempre había hecho, como hacía mi padre, producían extrañeza y provocaban una mirada socarrona en la administradora del establecimiento. Ella me intimidaba con su mirada escrutadora. Como si me tuviera bajo un microscopio. Era conocida de Marcos, había trabajado en la Sección de Cultura del Estado Mayor de la CJC. Era de la edad de Marcos, como una hermana, decía, porque habían compartido una parte de su militante existencia hasta que un accidente de tránsito la obligó al sosiego de la librería. Llamaba la atención de los hombres con su figura de guitarra, remarcada por su modo de vestir. Todo ciñéndole las carnes abundantes. Se burlaba de mis vestidos línea A, más largo de lo habitual en pleno furor de la minifalda, y de mi delgadez. Su modo de mirarme dibujaba siempre una pregunta: ¿qué le encontró Marcos a esta? Cuando Marcos me llevó a la entrega del Cañón del Centenario a la agrupación de Ciego de Avila, que era la de mejor resultado en la zafra de aquel año, me sentí igualmente incómoda. Observada por hombres y mujeres. Pero más inquisitivamente por las mujeres. No estaba acostumbrada a fiestas y barullos. En Pedernales las fiestas campesinas eran otra cosa. Corridas de cinta, monta de terneros y aunque la gente se endomingaba, los ojos no perseguían de esa manera, ni se sentía el ambiente sofocante de las miradas reprochativas o acusadoras. Marcos se sentó en la mesa de las esposas. Todas tensas observando las reacciones de sus maridos cuando se acercaban las muchachas a saludarlos. Vi a Marcos hablando con una teñida de rojo intenso. Ella lucía alterada y él apenas podía disimular su molestia. Me levanté de la mesa con la vieja excusa de ir al baño y salí a ver los jardines del antiguo Club de Cazadores de Ciego de Avila, en cuyos salones celebrábamos la entrega del cañón. Marcos, sobresaltado, me encontró recostada a un eucaliptos. ¿Te sientes mal? No, pero me quiero ir. El no dijo nada y echó su brazo sobre mi hombro y me empujó a andar hacia el jeep donde el chofer esperaba. Hicimos el camino hasta Camagüey en silencio. Le pidió al chofer que nos dejara en la Plaza San Francisco y nos sentamos frente a la iglesia con torres de pretensiones góticas. No eres muy sociable que digamos, Violeta. No contesté. Me sentía cansada. Me había producido una gran fatiga la imagen de aquellas mujeres en la mesa. Sus comentario de lo puta que eran las otras, las que miraban con codicia a sus maridos y la satisfacción aparente porque lograban retenerlos a su lado a pesar de la presión de las otras. ¿Era eso lo que me esperaba a mí? Marcos se enredó en una explicación que me fatigó más. Que lo disculpara, aquella pelirroja le había abordado un problema de trabajo en lugar inadecuado. El me había dejado demasiado tiempo sola entre extraños. No le creí una palabra. Dos o tres días después se apareció la pelirroja en la librería. Evidentemente conocía a Maruchy, la administradora. Discutieron en voz baja. Alcancé a escuchar la expresión aquí no. Cuando salí de la librería la pelirroja me estaba esperando. Vamos a la barra del Gran Hotel a tomarnos un trago. Necesito hablar contigo, dijo en tono neutro, pero con cierto matiz imperativo. No tomo tragos, contesté. Niña, no seas boba, no voy a hacerte daño, te tomas una menta con hielo. Es de lo más sabrosa, o una limonada. Nunca había estado en una barra de bar. Me sentí tentada. Cuando entramos al Gran Hotel el portero la saludó y le preguntó por Marcos. Trabajando, estos no son sus horarios, tú sabes... respondió ella como una reina que entra a su palacio. Así debió ser Cleopatra. Tenía estampa de reina la pelirroja, pero las reinas tampoco habían sido felices en amores. Mentalmente la bauticé Cleopatra, pero me dijo que se llamaba Marcia. Prestaba servicios médicos en el Hospital del Centenario. Psiquiatría. Comenzó a hablar con mucha serenidad, casi dulcemente. Y sonrió cuando le confesé cándidamente que nunca había conocido a un psiquiatra. Claro, yo era muy joven, y del campo, desconocía muchas cosas de la vida. Marcos estaba con ella desde la zafra del 70, tenían una buena relación, ella había pedido prórroga de su servicio social para seguir con él, habían hablado de vivir juntos, tenían una relación sexual muy fuerte. Yo era muy joven para él, no era de su altura intelectual y social, sufriría y tendría otras oportunidades. Suspiré. La misma situación de la novela Dos Mujeres de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Estaba asombrada y confusa. El anterior fin de semana, la noche antes de la fiesta en Ciego de Avila habían dormido juntos allí mismo, en el Gran Hotel y al otro día se aparece conmigo y me sienta en la mesa de las esposas. Pedí mi segunda limonada para ganar tiempo, porque no tenía ni la más remota idea de qué podía hacer por aquella mujer que terminaba su historia con lágrimas en los ojos mal disimuladas por la penumbra del bar. Pero usted es muy bonita, todos los hombres la miraban en la fiesta, él no es el único hombre en este mundo, repuse con apuro, impactada por las lágrimas. Tú no sabes lo que es enamorarse. Por eso lo has engrampado, dijo con tristeza. No, Cleo... perdón, Marcia, yo no he hecho nada. Yo estaba en mi casa en Elia-Colombia y él apareció e inventó permuta, trabajo matrimonio. Hable con él y a lo mejor lo convence. Ella quedó desarmada. Pero, ¿qué podía decirle yo? Me imaginaba a Marcos allí con Cleopatra, dándole los mismos besos, recorriéndola con sus labios como hacía en nuestro columpio bajo las estrellas. Y me dieron ganas de golpearlo. No me gustaba la oscuridad de aquel bar, ni su atmósfera propicia a los engaños, ni su música melosa, todo para entretener los sentidos. Sentí un impulso repentino, me levanté, besé a aquella mujer en la frente y la dejé sollozando inclinada sobre la mesa. No me detuve hasta llegar a la casa de Zoila de la O, en la Vigía. La encontré abanicándose en el portal con su pelo de negra estirado y recogido en alto moño. Le conté lo sucedido. Pero cómo se atrevió a decirte todo eso. Se escandalizó Zoila de la O. ¡Ay, ay, Marquitos, Marquitos! Es que las mujeres le sacan los ojos. Y de qué habla Marcia. Cuando ella lo conoció él estaba con Berta y a ella no le importó. Y Berta hizo hasta un intento de suicidio. Horror, pensé yo. ¿Cuál era mi papel en aquella novela? El está hastiado de mujeres fáciles, de aventuras, quiere tener hijos y hace lo que le enseñó su padre, escoger una muchacha decente, que le recuerda a Coralia, su madre, para formar su familia. Tú eres tranquila y sana. Y los hombres de batalla como él, necesitan reposo en la casa. Tú no le hagas caso a las mujeres, ni a nada. No es tu culpa que te haya escogido. Caminar siempre me aclaraba las ideas. Bajé de la calle Gonzalo de Quesada hasta la Avenida de los Mártires. Entré al museo provincial en busca del viejo Pino, el taxidermista que era mi único amigo conquistado en la librería. Entre sus animales disecados siempre había macetas con flores y un agradable olor a perfume de violetas. Estaba triste y con deseos de volverme a Elia, a mi casa de madera, leerme un buen libro, caminar por un cañaveral al atardecer o tumbarme en el bote del bodeguero Mencho en la playa Guayabal. Se lo comenté a Pino sin darle detalles de mi situación. Has vivido entre libros, mi pequeña, con mamá y papá, al margen de las fauces del dragón que es la vida, como en una burbuja transparente y cálida. Ahora has llegado a un puente y te da miedo el otro lado. Hay que salir de la burbuja y arriesgarse afuera. Pino hablaba como si lo supiera todo. Salí del museo reconfortada. Llamé a casa para que nadie se asustara y dejé dicho que estaría en la Casa de la Trova. Marcos se apareció más allá de las diez de la noche, conminándome a salir del patio acogedor que por un rato me había librado de pensar en Cleopatra, Berta e imaginar cuántas más me mirarían como la usurpadora. Me quedé tranquilamente escuchando las viejas canciones de amor y cuando terminó el concierto me levanté y Marcos me siguió: Nunca había venido a la casa de la trova, comentó tímido. Sí, con tantas mujeres que atender, no debe quedar mucho tiempo, contesté mordaz. Ya sé que Marcia fue a verte a la librería. No me voy a casar, Marcos, no me voy a casar contigo.