|
Martí, el periodista
El Congreso de Washington
(La Nación, Buenos
Aires, 8 de noviembre de 1889. Obras Completas, T 6, Editorial Ciencias Sociales, La Habana 1975,
Pág. 33-40)
|
De
Colombia son tres los delegados, José María Hurtado, comerciante de paños, en
Nueva York, y hombre de resolución y consejo; Clímaco Calderón, el cónsul en
Nueva York, perito en hacienda; Carlos Martínez Silva, literato laborioso:
"asistió ayer a misa el Sr. Martínez Silva con el presidente", dice
un diario de Cartagena: redactaba el Repertorio Colombiano: acaba de
publicar la biografía del prócer de la independencia Fernández Madrid.
Venezuela escogió, en estos tiempos de abierta rebelión contra Guzmán Blanco,
al que de las filas de éste salió para combatirlas, y reveló a tiempo el
interés e iniquidad del poderoso: a Nicanor Bolet Peraza, poeta en prosa, que
escribe la Revista Ilustrada de New York con pluma de colores. Por el
Ecuador, cuyo Presidente Flores se ha visto en batallas cerradas con Washington,
viene, como para dar prueba viva de que aun allí van ya amenos las revoluciones
porque en el norte desdeñan la otra América, el Presidente a quien Flores
acaba de sustituir, incisivo con la pluma y poderoso en la costa liberal: José
María Caamaño.
Chile dio su
representación en el congreso al que la tenía ya como ministro residente: a
Emilio C. Varas, que tiene la diplomacia como oficio familiar y ganó en él la
Gran Cruz de la Rosa Blanca del Brasil. José Alfonso es el otro delegado
chileno: "su opinión era ley entre nosotros los jueces", dice quien
lo conoce, "es de los que no se deslumbran y ve debajo de lo que le enseñan
y sabe decidir: es de los de canas útiles". Zegarra, el ministro del Perú
en Washington, representa a su país en la conferencia: quien lea de cosas
americanas conoce su nombre: el haber estado en Washington en la juventud no le
ha ofuscado el juicio ni entibió su entusiasmo y fe en la patria. De Bolivia
viene con sus dos hijos criados en Buenos Aires, José Velarde, el padre del Heraldo
de Cochabamba que habla de la Argentina con afecto y placer: es hombre de
ojos claros y de franqueza que s entra por los corazones. Por el Brasil tienen
asiento en el congreso Lafayette Rodríguez, el presidente de la junta de
arbitramento en los reclamos de aquella guerra en que no se puede pensar sin
dolor: y Amaral-Valente, que no era en New York desconocido para los que saben
de derecho internacional; y Salvador Mendonça, el culto cónsul, amigo de
cuadros y de libros, que dice en palabras breves lo que tiene que decir, y sabe
allegar amigos a su patria, y a su emperador.
Estos delegados estaban ya en New York, o casi todos cuando venía por la
costa con la mayor suma de pasajeros de salón de que hay recuerdo, con
setecientos once, el vapor en que es lujo ahora venir, porque lo tienen como
palacio de la mar y ciudad que anda: El City of París: allí venía
Alberto Nin, el delegado del Uruguay. Y eran las cinco y media de la mañana, mañana
fría, y de lluvia, cuando del parque de la batería, de los carruajes, de la
estación del ferrocarril aéreo que tiende su tronco al pie del parque antiguo
fueron apreciando, camino del guardacostas que los esperaba piafando en el agua
turbia, los que iban a recibir de media ceremonia, a los huéspedes de dos
pueblos invitados, las seis sería cuando entre los remolcadores, las goletas
italianas de casco verde y rojo, los vapores del río, los carboneros
desmantelados, los buques graneros, salió con su banderola del águila al aire
el guardacostas de la aduana. Y fue, y vino, y volvió a ir. El City of París
no debía entrar hasta las once. Pereció el guardacostas por la bahía. El buen
cocinero pudo hallar a bordo unas galletas y un tanto de café. Uno de los
comisionados, hecho a campañas, se trajo de la despensa doméstica un par de
codornices. Y hablando de las leyes y del crecimiento, y de las costumbres de
las tierras del sur, entretuvieron la mañana con el tanto de codorniz y de café
los caballeros que iban de recepción: Charles Flint, comerciante neoyorkino y
uno de los delegados del gobierno en el congreso: William Hughes, jefe de la
casa de vapores de Ward y de la Unión Comercial Hispanoamericana, que iba en
nombre de los comerciantes de New York: Adolfo G. Calvo, el cónsul argentino
que ostenta la ciudadanía como una medalla de honor: el vicecónsul, Félix L.
de Castro, comerciante de los de honra y cabeza respetada en la casa de Carranza
y Cía. ; la casa argentina Ernesto Bosch, el secretario de la legación, que
parece de más años por el peso de lo que hace y dice: Fidel Pierra, persona de
comercio y de letras y secretario de la Unión Comercial; Charles Sawyer,
caballero de Boston que venía en nombre de su ciudad, y el cónsul de Uruguay
en New York.
A una se pusieron
todos en pie. El vapor estaba a la vista, cerca, al doblar del fuerte, al lado
del guardacostas. El pasaje entero está viendo llegar al guardacostas. Otro
llegó antes, cargado de amigos de los pasajeros, que lograron el privilegio de
la aduana. ¿Y así se había de subir al vapor por esa escalera de manos? No
llega a la borda la escalera; pero por ella se ha se subir. Delegados,
comerciantes y cónsules suben por la escalerilla y entran a la baranda del
vapor. De abajo les alcanzan los paraguas y los abrigos.
Por el gentío del puente se van abriendo paso hasta la biblioteca. Allí
espera de pie un anciano noble, y entra a pocos instantes, con paso como de
batalla, un joven vigoroso, Sr. D. Manuel Quintana con Roque Sáenz Peña:
Pinedo, el secretario activo, presenta y acerca: Hughes y Flint ofrecen a los
delegados trasladarse al guardacostas: "aunque tal vez estén más cómodos
si no se trasbordan". No se trasbordan. Se tienden todas las manos para dar
la bienvenida a un hombre de rostro abierto y de sonrisa franca: Alberto Nin, el
delegado del Uruguay. Un cónsul busca en vano flores que ofrecer a la dama
argentina, la esposa de Sáenz Peña. La llegada está prevista; la aduana no
abrirá el equipaje; los comisionados del gobierno y el comercio han preparado
coches; se puede ir en calma al puente, a ver cómo se entra en New York, en día
de lluvia fina.
Rodea la comisión
a los viajeros. Uno va de éste a aquél, hablando ya de negocios. Otros dejan
ver en el rostro la alegría: "Es un buque bonaerense". "En esa
cabeza joven hay una mente de poder". "Es un Chesterfield".
"El joven ha debido ser militar".
En la lluvia fina ancla el vapor, bajan los huéspedes distinguidos y se
van con sus cónsules al Hotel Brunswick.
¿A
qué contar los primeros festejos? Uno fue a todos los delegados, pero no todos
fueron: no fueron los de la Argentina; una casa de seguros quería enseñarles
su palacio y les dio un lunch suntuoso en el comedor de los abogados:
"mucho lo agradecemos, mucho", dijo Mendoça el del Brasil,
"aunque no venimos aquí como personas oficiales"; y los llevaron a
ver la arcada sombría con el techo de cristal de colores y la escalera de pórfido:
y el mirador desde donde se ve toda la ciudad. A los brasileños les dio
banquete Flint, que en el Brasil tiene comercio valioso. Hughes, el que
representaba en la comisión a los comerciantes invitó a los delegados de la
Argentina y el Uruguay a una comida de próceres: estaba Flint, que funge como
de comisionado especial del gobierno, y figura aquí en lo alto del comercio y
la vida ostentosa: padre notable, esposa bella, verano en Tuxedo, invierno en
Florida: estaba Cornelius Bliss, otro de los delegados del gobierno, persona
presidencial, magnate proteccionista de New York: estaba Plummer, príncipe del
comercio de géneros, que bregó mucho y puso más porque el club de
comerciantes que preside sacase electo a Harrison: estaba Ivins, demócrata a lo
Cleveland, socio hasta ayer de los Grace que hacen el comercio con el Perú.
Estaba Adams, presidente del banco; el español Ceballos, que quiere
llevar a la Argentina los vapores de la Compañía Trasatlántica, y preside, más
de nombre que de hecho, la Unión Comercial Hispanoamericana; Bosch, el
secretario de la legación argentina; Pierra, el de la Unión Comercial; Calvo,
el cónsul argentino, y el cónsul del Uruguay. Por la Argentina asistió Sáenz
Peña y el secretario Pinedo; por el Uruguay, Alberto Nin. ¿A qué contar en
detalles el banquete de negocios? Ante los delegados cruzaron argumentos, como
chispas unos y como mandobles otros, los convidados principales. El anfitrión
defendía sus vapores, "que han de llevar a esta gente en dieciséis días
a Buenos Aires".
Plummer quería
que hubiera dos grandes pueblos en América que dominaran el universo, uno del
istmo al norte, otro del istmo al sur. Ivins opinó que con vapores vacíos y
leyes violentas no se podía crear el comercio, sino abriendo créditos como los
europeos, y conociéndose más los del norte y del sur, y respetándose. A lo
que dijo Ivins de que el sistema de créditos era inseguro, contestó Pierra que
no se podía tener por tales a pueblos como Buenos Aires, donde "no le
queda al quebrado más recurso que arreglar sus baúles". Cruzado de
brazos, oía Sáenz Peña: "Levanto mi copa, dijo a su hora, por la gran
nación americana". Nin, convidado a hablar, dijo cómo su pueblo era próspero,
dichoso y libre, y brindó "por todos los pueblos americanos". Al día
siguiente, en carro especial, salieron, con pocas excepciones, los delegados
para Washington. Como un patriarca, con la barba al pecho iba del brazo de
Mendoça,
Lafayette Rodríguez. Todo el mundo quería saber quién era, en el grupo de los
argentinos, "el anciano noble".
|
|