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Martí, el escritor
Patria y Libertad
(Obras Completas, T 7, Editorial Ciencias Sociales, La
Habana 1975, Pág. 223-238.
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Y como el auvernés muere en París alegre, más que de deslumbramiento,
del mal del país, y todo hombre que se detiene a verse anda enfermo del dulce
mal del cielo, tienen los poetas hoy, –auverneses sencillos en Lutecia
alborotada y suntuosa, –la nostalgia de la hazaña. La guerra, antes fuente de
gloria, cae en desuso, y lo que pareció grandeza, comienza a ser crimen. La
corte, antes albergue de bardos de arquiler, mira con ojos asustados a los
bardos modernos, que aunque a veces arriendan la lira, no la alquilan ya por
siempre, y aun suelen no alquilarla. Dios anda confuso; la mujer como sacada de
quicio y aturdida; pero la naturaleza enciende siempre el sol solemne en medio
del espacio; los dioses de los bosques hablan todavía la lengua que no hablan
ya las divinidades de los altares; el hombre echa por los mares sus serpientes
de cabeza parlante, que de un lado se prenden a las breñas agrestes de
Inglaterra, y de otro a la riente costa americana; y encierra la luz de los
astros en un juguete de cristal; y lanza por sobre las aguas y por sobre las
cordilleras sus humeantes y negros tritones; –y en el alma humana, cuando se
apagan los soles que alumbraron la tierra decenas de siglos, no se ha apagado el
sol. No hay occidente para el espíritu del hombre; no hay más que norte,
coronado de luz. La montaña acaba en pico; en cresta la ola empinada que la
tempestad arremolina y echa al cielo; en copa el árbol; y en cima ha de acabar
la vida humana. En este cambio de quicio a que asistimos, y en esta refacción
del mundo de los hombres, en que la vida nueva va, como los corceles briosos por
los caminos, perseguida de canes ladradores; en este cegamiento de las fuentes y
en este anublamiento de los dioses, –la naturaleza, el trabajo humano, y el
espíritu del hombre se abren como inexhaustos manantiales puros a los labios
sedientos de los poetas: –¡vacíen de sus copas de preciosas piedras el agrio
vino viejo, y pónganlas a que se llenen de rayos de sol, de ecos de faena, de
perlas buenas y sencillas, sacadas de lo hondo del alma, –y muevan con sus
manos febriles, a los ojos de los hombres asustados, la copa sonora!
De esta manera, lastimados los pies y los ojos de ver y andar por ruinas
que aún humean, reentra en sí el poeta lírico, que siempre fue, en más o en
menos, poeta personal, –y pone los ojos en las batallas y solemnidades de la
naturaleza, aquel que hubiera sido en épocas cortesanas, conventuales o
sangrientas, poeta de epopeya. La batalla está en los talleres; la gloria, en
la paz; el templo, en toda la tierra; el poema, en la naturaleza. Cuando la vida
se asiente, surgirá el Dante venidero, no por mayor fuerza suya sobre los
hombres dantescos de ahora, sino por mayor fuerza del tiempo. –¿Qué es el
hombre arrogante, sino vocero de lo desconocido, eco de lo sobrenatural, espejo
de las luces eternas, copia más o menos acabada del mundo en que vive? Hoy
Dante vive en sí, y de sí. Ugolino roía a su hijo; mas él a sí propio; no
hay ahora mendrugo más denteado que un alma de poeta: si se ven con los ojos
del alma, sus puños mondados y los huecos de sus alas arrancadas manan sangre.
Suspensa, pues, de súbito, la vida histórica; harto nuevas aún y harto
confusas las instituciones nacientes para que hayan podido dar de sí, –porque
a los pueblos viene el perfume como al vino, con los años, –elementos poéticos;
sacadas al viento, al empuje crítico, las raíces desmigajadas de la poesía añeja;
la vida personal dudadora, alarmada, preguntadora, inquieta, luz bélica; la
vida íntima febril, no bien enquiciada, pujante, clamorosa, ha venido a ser el
asunto principal y, con la naturaleza, el único asunto legítimo de la poesía
moderna.
¡Más, cuánto trabajo
cuesta hallarse a sí mismo! El hombre apenas entra en el goce de la razón que
desde su cuna le oscurecen, tiene que deshacerse para entrar verdaderamente en sí.
Es un braceo hercúleo contra los obstáculos que le alza al paso su propia
naturaleza y los que amontonan las ideas convencionales de que es, en hora
menguada, y por impío consejo, y arrogancia culpable, –alimentada. No hay más
difícil faena que esta de distinguir en nuestra existencia la vida pegadiza y
postadquirida, de la espontánea y prenatural; lo que viene con el hombre, de lo
que le añaden con sus lecciones, legados y ordenanzas, los que antes de él han
venido. So pretexto de completar el ser humano, lo interrumpen. No bien nace, ya
están en pie, junto a su cuna con grandes y fuertes vendas preparadas en las
manos, las filosofías, las religiones, las pasiones de los padres, los sistemas
políticos. Y lo atan; y lo enfajan; y el hombre es ya, por toda su vida en la
tierra, un caballo embridado. Así es la tierra ahora una vasta morada de
enmascarados. Se viene a la vida como cera, y el azar nos vacía en moldes
prehechos. Las convenciones creadas deforman la existencia verdadera, y la
verdadera vida viene a ser como corriente silenciosa que se desliza invisible
bajo la vida aparente, no sentida a las veces por el mismo en quien hace su obra
cauta, a la manera con que el Guadiana misterioso corre luengo camino
calladamente por bajo de las tierras andaluzas. Asegurar el albedrío humano;
dejar a los espíritus su seductora forma propia; no deslucir con la imposición
de ajenos prejuicios las naturalezas vírgenes; ponerlas en aptitud de tomar por
sí lo útil, sin ofuscarlas, ni impelerlas por una vía marcada. ¡He ahí el
único modo de poblar la tierra de la generación vigorosa y creadora que le
falta! Las redenciones han venido siendo teóricas y formales: es necesario que
sean efectivas y esenciales. Ni la originalidad literaria cabe, ni la libertad
política subsiste mientras no se asegure la libertad espiritual. El primer
trabajo del hombre es reconquistarse. Urge devolver los hombres a sí mismos;
urge sacarlos del mal gobierno de la convención que sofoca o envenena sus
sentimientos, acelera el despertar de sus sentidos, y recarga su inteligencia
con un caudal pernicioso, ajeno, frío y falso. Sólo lo genuino es fructífero.
Sólo lo directo es poderoso. Lo que otro nos lega es como manjar recalentado.
Toca a cada hombre reconstruir la vida: a poco que mire en sí, la reconstruye.
Asesino alevoso, ingrato a Dios y enemigo de los hombres, es el que, so pretexto
de dirigir a las generaciones nuevas, les enseña un cúmulo aislado y absoluto
de doctrinas, y les predica al oído, antes que la dulce plática de amor, el
evangelio bárbaro del odio. ¡Reo es de traición a la naturaleza el que
impide, en una vía u otra, y en cualquiera vía, el libre uso, la aplicación
directa y el espontáneo empleo de las facultades magníficas del hombre! ¡Entre
ahora el bravo, el buen lancero, el ponderoso justador, el caballero de la
libertad humana, –que es orden magna de caballería, –el que se viene
derechamente, sin pujos de Valbuena ni rezagos de Ojeda, por la poesía épica
de nuestros tiempos; el que movió al cielo las manos generosas en tono de
plegaria y las sacó de la oración a modo de ánfora sonora, henchida de
estrofas opulentas y vibrantes, acariciada de olímpicos reflejos! El poema está
en el hombre, decidido a gustar todas las manzanas, a enjugar toda la savia del
árbol del Paraíso y a trocar en hoguera confortante el fuego de que forjó
Dios, en otro tiempo, la espada exterminadora! ¡El poema está en la
naturaleza, madre de senos próvidos, esposa que jamás desama, oráculo que
siempre responde, poeta de mil lenguas, maga que hace entender lo que no dice,
consoladora que fortifica y embalsama! ¡Entre ahora el buen bardo del Niágara,
que ha escrito un canto extraordinario y resplandeciente del poema inacabable de
la naturaleza!
¡El poema del Niágara!
Lo que el Niágara cuenta; las voces del torrente; los gemidos del alma humana;
la majestad del alma universal; el diálogo titánico entre el hombre impaciente
y la naturaleza desdeñosa; el clamor desesperado de hijo de gran padre
desconocido, que pide a su madre muda el secreto de su nacimiento; el grito de
todos en un solo pecho; el tumulto del pecho que responde al bravío de las
ondas; el calor divino que enardece y encala la frente del hombre a la faz de lo
grandioso; la compenetración profética y suavísima del hombre rebelde e
ignorador y la naturaleza fatal y reveladora, el tierno desposorio con lo eterno
y el vertimiento deleitoso en la creación del que vuelve a sí el hombre ebrio
de fuerza y júbilo, fuerte como un monarca amado, ungido rey de la naturaleza.
¡El poema del Niágara! El halo de espíritu que sobrerrodea el halo de
agua de colores; la batalla de su seno, menos fragosa que la humana; el oleaje
simultáneo de todo lo vivo, que va a parar, empujado por lo que no se ve,
encabritándose y revolviéndose, allá en lo que no se sabe; la ley de la
existencia, lógica en fuerza de ser incomprensible, que devasta sin acuerdo
aparente mártires y villanos, y sorbe de un hálito, como ogro famélico, un
haz de evangelistas, en tanto que deja vivos en la tierra, como alimañas de
boca roja que le divierten, haces de criminales; la vía aparejada en que
estallan, chocan, se rebelan, saltan al cielo y dan en hondo hombres y cataratas
estruendosas; el vocerío y combate angélico del hombre arrebatado por la ley
arrolladora, que al par que cede y muere, blasfema, agítase como titán que se
sacude mundos y ruge; la voz ronca de la cascada que ley igual empuja, y al dar
en mar o en antro, se encrespa y gime; y luego de todo, las lágrimas que lo
envuelven ahora todo, y el quejido desgarrador del alma sola: he ahí el poema
imponente que ese hombre de su tiempo vio en el Niágara.
Toda esa historia que va escrita es la de este poema. Como este poema es
obra representativa, hablar de él es hablar de la época que representa. Los
buenos eslabones dan chispas altas. Menguada cosa es lo relativo que no
despierta el pensamiento de lo absoluto. Todo ha de hacerse de manera que lleve
la mente a lo general y a lo grande. La filosofía no es más que el secreto de
la relación de las varias formas de existencia. Mueven el alma de este poeta
los afanes, las soledades, las amarguras, la aspiración del genio cantor. Se
presenta armado de todas armas en un circo en donde no ve combatientes, ni
estrados animados de público tremendo, ni ve premio. Corre, cargado de todas
las armas que le pesan, en busca de batalladores. ¡Halla un monte de agua que
le sale al paso; y, como lleva el pecho lleno de combate, reta al monte de agua!
Pérez Bonalde, apenas puso los ojos sobre sí, y en su torno, viviendo
en tiempo revuelto y en tierra muy fría, se vio solo; catecúmeno enérgico de
una religión no establecida, con el corazón necesitado de adorar, con la razón
negada a la reverencia; creyente por instinto, incrédulo por reflexión. En
vano buscó polvo digno de una frente varonil para postrarse a rendir tributo de
acatamiento; en vano trató de hallar su puesto, en esta época en que no hay
tierra que no los haya trastrocado todos, en la confusa y acelerada batalla de
los vivos; en vano, creado por mal suyo para empresas hazañosas, y armado por
el estudio del análisis que las reprime cuando no las prohíbe o ridiculiza,
persiguió con empeño las grandes acciones de los hombres, que tienen ahora a
gala y prueba de ánimo fuerte, no emprender cosa mayor, sino muy suave,
productiva y hacedera. En los labios le rebosaban los versos robustos; en la
mano le vibraba acaso la espada de la libertad, –que no debiera, por cierto,
llevar jamás espada; –en el espíritu la punzante angustia de vivir sobrado
de fuerzas sin empleo, que es como poner la savia de un árbol en el corpecillo
de una hormiga. Los vientos corrientes le batían las sienes; la sed de nuestros
tiempos le apretaba las fauces; lo pasado, ¡todo es castillo solitario y
armadura vacía!; lo presente, ¡todo es pregunta, negación, cólera, blasfemia
de derrota, alarido de triunfo!; lo venidero, ¡todo está oscurecido por el
polvo y vapor de la batalla! Y fatigado de buscar en vano hazañas en los
hombres, fue el poeta a saludar la hazaña de la naturaleza.
Y se entendieron. El torrente prestó su voz al poeta; el poeta su gemido
de dolor a la maravilla rugidora. Del encuentro súbito de un espíritu ingenuo
y de un espectáculo sorprendente, surgió este poema palpitante, desbordado,
exuberante, lujoso. Acá desmaya, porque los labios sajan las ideas, en vez de
darles forma. Allá se encumbra, porque hay ideas tales, que pasan por sobre los
labios como por sobre valla de carrizos. El poema tiene el alarde pindárico, el
vuelo herediano, rebeldes curvas, arrogantes reboses, lujosos alzamientos, cóleras
heroicas. El poeta ama, no se asombra. No se espanta, llama. Riega todas las lágrimas
del pecho. Increpa, golpea, implora. Yergue todas las soberbias de la mente.
Empuñaría sin miedo el cetro de la sombra. Ase la niebla, rásgala, penétrala.
¡Evoca al Dios del antro; húndese en la cueva limosa: enfríase en torno suyo
el aire; resurge coronado de luz; canta el hosanna! La Luz es el gozo
supremo de los hombres. Ya pinta el río sonoro, turbulento, despeñado, roto en
polvo de plata, evaporado en humo de colores. Las estrofas son cuadros: ora ráfagas
de ventisquero, ora columnas de fuego, ora relámpagos. Ya Luzbel, ya Prometeo,
ya Icaro. Es nuestro tiempo, enfrente de nuestra naturaleza. Ser eso es dado a
pocos. Contó a la Naturaleza los dolores del hombre moderno. Y fue pujante,
porque fue sincero. Montó en carroza de oro.
Este poema fue impresión, choque, golpe de ala, obra
genuina, rapto súbito. Vese aún a trechos al estudiador que lee, el cual es
personaje importuno en estos choques del hombre y la Naturaleza; pero por sobre
él salta, por buena fortuna, gallardo y atrevido, el hombre. El gemidor asoma,
pero el sentidor vehemente vence. Nada le dice el torrente, que lo dice todo;
pero a poco pone bien el oído, y a despecho de los libros de duda, que le alzan
muralla, lo oye todo. Las ideas potentes se enciman, se precipitan, se cobijan,
se empujan, se entrelazan. Acá el consonante las magulla; el consonante magulla
siempre; allá las prolonga, con lo cual las daña; por lo común, la idea
abundosa y encendida encaja noblemente en el verso centellante. Todo el poeta se
salió a estos versos; la majestad evoca y pone en pie todo lo majestuoso. Su
estrofa fue esta vez como la ola que nace del mar agitado, y crece al paso con
el encuentro de otras olas, y se empina, y se enrosca, y se despliega
ruidosamente, y va a morir en espuma sonante y círculos irregulares y rebeldes
no sujetos a forma ni extensión; acá enseñoreándose de la arena y tendiéndose
sobre ella como triunfador que echa su manto sobre la prisionera que hace su
cautiva; allá besando mansamente los bordes cincelados de la piedra marina
caprichosa; quebrándose acullá en haces de polvo contra la arista enhiesta de
las rocas. Su irregularidad le viene de su fuerza. La perfección de la forma se
consigue casi siempre a costa de la perfección de la idea. Pues el rayo ¿obedece
a marcha precisa en su camino? ¿Cuándo fue jaca de tiro más hermosa que potro
en la dehesa? Una tempestad es más bella que una locomotora. Señálanse por
sus desbordes y turbulencias las obras que arrancan derechamente de lo profundo
de las almas magnas.
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