Poemas de Gustavo Adolfo Becquer


Al ver mis horas de fiebre
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¿quién se sentará?
Cuando la trémula mano
tienda próximo a expirar
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?
Cuando la muerte vidrie
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
¿quién los cerrará?
Cuando la campana suene,
si suena en mi funeral,
una oración al oirla,
¿quién murmurará?
Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
¿quién vendrá a llorar?
¿Quién en fin al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo
quién se acordará?


Primero es un albor trémulo y vago,
raya la inquieta luz que corta el mar;
luego chispea y crece y se dilata
en ardiente explosión de claridad.
La brilladora lumbre es la alegría;
la temerosa sombra es el pesar.
¡Ay! en la oscura noche de mi alma,
¿cuándo amanecerá?


Como enjambre de abejas irritadas,
de un oscuro rincón de la memoria
salen a perseguirme los recuerdos
de las pasadas horas.
Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil!
Me rodean, me acosan,
y unos trás otros a clavarme vienen
el agudo aguijón que el alma encona.


Como guarda el avaro su tesoro,
guardaba mi dolor;
le quería probar que hay algo eterno
a la que eterno me juró su amor.
Mas hoy le llamo en vano y oigo al tiempo
que le acabó, decir:
¡ah, barro miserable, eternamente
no podrás ni aun sufrir!


Llegó la noche y no encontré un asilo
¡y tuve sed!... mis lágrimas bebí;
¡y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos
cerré para morir!
¿Estaba en un desierto? Aunque a mi oido
de las turbas llegaba el ronco hervir,
yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba
desierto... para mí!


¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura,
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.
¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eterna nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.


¡Qué hermoso es ver el día
coronado de fuego levantarse,
y a su beso de lumbre
brillar las olas y encenderse el aire!
¡Qué hermoso es tras la lluvia
del triste Otoño en la azulada tarde,
de las húmedas flores
el perfume beber hasta saciarse!
¡Qué hermoso es cuando en copos
la blanca nieve silenciosa cae,
de las inquietas llamas
ver las rojas lenguas agitarse!
¡Qué hermoso es cuando hay sueño
dormir bien... y roncar como un sochantre...
y comer... y engordar... ¡y que desgracia
que esto solo no baste!


No sé lo que he soñado
en la noche pasada.
Triste, muy triste debió ser el sueño
pues despierto la angustia me duraba.
Noté al incorporarme
húmeda la almohada
y por primera vez sentí, al notarlo,
de un amargo placer henchirse el alma.
Triste cosa es el sueño
que llanto nos arranca,
mas tengo en mi tristeza una alegría...
¡Sé que aún me quedan lágrimas!


Al brillar un relámpago nacemos
y aún dura su fulgor cuando morimos;
¡tan corto es el vivir!
La gloria y el amor tras que corremos
sombras de un sueño son que perseguimos;
¡despertar es morir!


¡Cuántas veces al pie de las musgosas
paredes que la guardan
oí la esquila que al mediar la noche
a los maitines llama!
¡Cuántas veces trazó mi silueta
la luna plateada
junto a la del ciprés, que de su huerto
se asoma por las tapias!
Cuando en sombras la iglesia se envolvía
de su ojiva calada
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
vi el fulgor de la lámpara!
Aunque el viento en los ángulos oscuros
de la torre silbara,
del coro entre las voces percibía
su voz vibrante y clara!
En las noches de invierno, si un medroso
por la desierta plaza
se atrevía a cruzar, al divisarme
el paso aceleraba.
Y no faltó una vieja que en el torno
dijese a la mañana,
que de algún sacristán muerto en pecado
acaso era yo el alma.
A oscuras conocía los rincones
del atrio y la portada;
de mis pies las ortigas que allí crecen
las huellas tal vez guardan.
Los búhos, que espantados me seguían
con sus ojos de llamas,
llegaron a mirarme con el tiempo
como a un buen camarada.
A mi lado sin miedo los reptiles
se movían a rastras,
¡hasta los mudos santos de granito
creo que me saludaban!


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