CRONICA SOBRE LLALLAGUA | ||
Por Víctor Montoya |
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LLALLAGUA, UNA POBLACION MINERA EN LOS ANDES | ||
En
estos cerros, que los indígenas bautizaron con el nombre de Llallagua,
porque sus formaciones se parecían a la del tubérculo de la buena
suerte, Simón I. Patiño, uno de los oligarcas de la minería
boliviana, halló el yacimiento de estaño más rico del mundo a fines
del silgo XIX. Desde entonces, Llallagua se convirtió en el nuevo Potosí,
y Simón I. Patiño, que luchó contra las rocas como un conquistador
sin espada ni coraza, se convirtió en el “Rey del Estaño” y en uno
de los pocos multimillonarios junto a Ford y Rockefeller. Cuando
llegué a vivir en Llallagua, donde todo es piedra sobre piedra, no
conocí a Patiño ni vi sus riquezas distribuidas entre los hambrientos
de esta tierra, salvo las maquinarias modernas de su Empresa, donde se
trituraban los trozos del mineral con la misma intensidad con que se
explotaba a los mineros. En Llallagua pasó lo que pasó en otras
partes; unos cardaron la lana y otros se embolsillaron la plata, pues el
hecho de vivir como yo vivía, en una casa donde faltaba la luz eléctrica,
el agua potable, la cocina a gas y los vidrios en las ventanas, me hizo
comprender que la vida es como un embudo: ancho para unos y angosto para
otros. En
esta zona periférica de Llallagua, donde las casas parecen la normal
prolongación del suelo, transcurrió mi infancia sin más consuelo que
una vida hecha de sueños y esperanzas. Viví como viven los habitantes
del altiplano, en medio de los cerros escarpados y a cuatro mil metros
sobre el nivel de la miseria. Sabía, sin embargo, que las famosas minas
de Siglo XX, que están al otro lado de este río, dieron de mamar al
mundo su riqueza a cambio de pobreza. Los
mineros -conscientes de que el estaño que extraían del vientre de la montaña, arrojando sus pulmones petrificados por la
silicosis, volvía a la nación convertido en armas y dinero, que los
ricos usaban para perpetrar masacres y tramar golpes de Estado- se
apoderaron de lo más avanzado de la doctrina revolucionaria y se
lanzaron a luchar por mejorar sus condiciones de vida en una actitud
beligerante, que los poderes de dominación se encargaron de arremeter y
ahogar en sangre. Así ocurrió desde la masacre de Uncía en 1923 hasta
la masacre de San Juan en 1967; un suceso trágico que me tocó vivir de
cerca y del que todavía conservo un espeluznante recuerdo, pues sucedió
el mismo año en que se desarrollaba la guerrilla del Che en Ñancahuazú
y el mismo año en que los esbirros del gobierno hicieron desaparecer al
dirigente sindical Isaac Camacho, a quien lo vi por última vez en mi
casa, por donde pasó enfundado en un abrigo gris y un cigarrillo en los
labios, pocos días antes de que fuera apresado y desaparecido. Si
se considera que el medio ambiente es decisivo en la formación del carácter
del individuo, entonces es lógico suponer que el mío se parece a la
topografía árida y pedregosa del altiplano. No es casual que de niño,
incluso estando entre los amigos, me sentía casi siempre como un
convidado de piedra; era parco en las palabras y huraño con los
desconocidos. Mas no por esto dejé de jugar en el canchón de piedras
apiladas, construido entre las paredes de mampuesto y el río, donde jugábamos
fútbol con una pelota de trapo, hasta reventarnos los pies de tanto
tropezar con las piedras. Por las noches, reunidos en este mismo canchón,
nos contábamos los cuentos de espantos y encantos. Cuando los niños
menores se recogían a dormir, los más grandes, sentados al alrededor
de un mechero de carburo, pasaban de los cuentos de aparecidos a los
cuentos colorados, en medio de una algarabía que parecía hacer ecos en
las laderas del río. A
veces, agrupados en bandas de rapazuelos, nos enfrentábamos en una
batalla campal contra los niños que vivían en la calle paralela.
Ellos, los de “pata calle” (calle de arriba), nos atacaban haciendo
silbar las hondas en el aire, mientras nosotros, protegidos por escudos
de lata, cartón o madera, resistíamos la embestida sin más armas que
el coraje. O sea que en este río, seco en verano y caudaloso en épocas
de crecida, no faltaban niños que se retiraban a sus casas con la
cabeza rota por una pedrada. En
esta población, donde las calles y las casas han sido construidas sin
la precisión de los arquitectos, nació el primer bastión del
sindicalismo minero y en ella se echaron a rodar los dados de la suerte
económica del país, hasta que el gobierno de Paz Estenssoro lanzó el
decreto 21060, obligando a las familias mineras a desplazarse hacia las
ciudades en calidad de “relocalizados” (despedidos de la mina y
echados a la calle). De modo que Llallagua dejó de ser “el
laboratorio de la revolución boliviana” y el “Tío” (deidad del
bien y del mal; amo y señor de los mineros y las riquezas minerales)
quedó abandonado en los socavones. Y, lo que es peor, varias de estas
casas, que a la distancia parecen una manada de llamas trepando al
cerro, dejaron de existir desde cuando alguien prendió una vela cerca
de los cajones de dinamita que guardaba un comerciante. La explosión,
según me contó un amigo a su paso por Suecia, tuvo consecuencias
funestas; los techos de calamina volaron por los aires y las paredes
volvieron a su estado natural. Un hecho inverosímil que no quise
aceptar, porque en mis adentros sentía como si una parte de mi infancia
hubiese quedado suspendida en el vacío. Con todo, esta fotografía captada por Michel Desjardins, y publicada en el libro “Bolivia, beskrivning av ett u-land” (Bolivia, descripción de un país subdesarrollado), de Sven Erik Östling, ha sido un motivo suficiente para reflexionar sobre la tragedia de esta población minera y para recordar, con amor y odio, la casa donde transcurrió mi infancia, y que, por los azares del destino y por esa maldita explosión de dinamitas que la esparció sobre el río, no la volveré a ver ni a pisar por el resto de mis días. |
Copyright © Jhonny Tórrez S. - febrero 2002 |