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I Atención pido al silencio y silencio a la atención, que voy en esta ocasión, si me ayuda la memoria, a mostrarles que a mi historia le faltaba lo mejor. Viene uno como dormido cuando vuelve del desierto; veré si a esplicarme acierto entre gente tan bizarra, y si al sentir la guitarra de mi sueño me dispierto. Siento que mi pecho tiembla que se turba mi razón, y de la vigüela al son imploro a la alma de un sabio, que venga a mover mi labio y alentar mi corazón. Si no llego a treinta y una, de fijo en treinta me planto, y esta confianza adelanto porque recebí en mí mismo, con el agua del bautismo la facultá para el canto. Tanto el pobre como el rico la razón me la han de dar; y si llegan a escuchar lo que esplicaré a mi modo, digo que no han de reír todos, algunos han de llorar. Mucho tiene que contar el que tuvo que sufrir, y empezaré por pedir no duden de cuanto digo, pues debe crerse al testigo si no pagan por mentir. Gracias le doy a la Virgen, gracias le doy al Señor porque entre tanto rigor y habiendo perdido tanto, no perdí mi amor al canto ni mi voz como cantor. Que cante todo viviente otorgó el Eterno Padre; cante todo el que le cuadre como lo hacemos los dos, pues sólo no tiene voz el ser que no tiene sangre. Canta el pueblero... y es pueta; canta el gaucho... y ¡ay Jesús! Io miran como avestruz, su inorancia los asombra; mas siempre sirven las sombras para distinguir la luz. El campo es del inorante; el pueblo del hombre estruido; yo que en el campo he nacido, digo que mis cantos son para los unos....sonidos, y para otros... intención. Yo he conocido cantores que era un gusto el escuchar, mas no quieren opinar y se divierten cantando; pero yo canto opinando, que es mi modo de cantar. El que va por esta senda cuanto sabe desembucha, y aunque mi cencia no es mucha, esto en mi favor previene; yo sé el corazón que tiene el que con gusto me escucha. Lo que pinta este pincel ni el tiempo lo ha de borrar; ninguno se ha de animar a corregirme la plana; no pinta quien tiene gana sino quien sabe pintar. Y no piensen los oyentes que del saber hago alarde; he conocido, aunque tarde, sin haberme arrepentido, que es pecado cometido el decir ciertas verdades. Pero voy en mi camino y nada me ladiará, he de decir la verdá, de naides soy adulón; aquí no hay imitación, ésta es pura realidá. Y el que me quiera enmendar mucho tiene que saber; tiene mucho que aprender el que me sepa escuchar; tiene mucho que rumiar el que me quiera entender. Más que yo y cuantos me oigan, más que las cosas que tratan, más que lo que ellos relatan, mis cantos han de durar: mucho ha habido que mascar para echar esta bravata. Brotan quejas de mi pecho, brota un lamento sentido; y es tanto lo que he sufrido y males de tal tamaño, que reto a todos los años a que traigan el olvido. Ya verán si me dispierto cómo se compone el baile; y no se sorprenda naides si mayor fuego me anima; porque quiero alzar la prima como pa tocar al aire. Y con la cuerda tirante, dende que ese tono elija, yo no he de aflojar manija mientras que la voz no pierda, si no se corta la cuerda o no cede la clavija. Aunque rompí el estrumento por no volverme a tentar, tengo tanto que contar y cosas de tal calibre, que Dios quiera que se libre el que me enseñó a templar. De naides sigo el ejemplo, naide a dirigirme viene, yo digo cuanto conviene y el que en tal güeya se planta, debe cantar, cuando canta, con toda la voz que tiene. He visto rodar la bola y no se quiere parar; al fin de tanto rodar me he decidido a venir a ver si puedo vivir y me dejan trabajar. Sé dirigir la mansera y también echar un pial; sé correr en un rodeo, trabajar en un corral; me sé sentar en un pértigo lo mesmo que en un bagual. Y empriéstenmé su atención si ansí me quieren honrar, de no, tendré que callar, pues el pájaro cantor jamás se para a cantar en árbol que no da flor. Hay trapitos que golpiar, y de aquí no me levanto. Escúchenme cuando canto si quieren que desembuche: tengo que decirles tanto que les mando que me escuchen. Déjenmé tomar un trago, éstas son otras cuarenta: mi garganta está sedienta, y de esto no me abochorno, pues el viejo, como el horno, por la boca se calienta. II Triste suena mi guitarra y el asunto lo requiere; ninguno alegrías espere sinó sentidos lamentos, de aquél que en duros tormentos nace, crece, vive y muere. Es triste dejar sus pagos y largarse a tierra agena llevándosé la alma llena de tormentos y dolores, mas nos llevan los rigores como el pampero a la arena. ¡Irse a cruzar el desierto lo mesmo que un forajido, dejando aquí en el olvido, como dejamos nosotras, su mujer en brazos de otro y sus hijitos perdidos! ¡Cuántas veces al cruzar en esa inmensa llanura, al verse en tal desventura y tan lejos de los suyos, se tira uno entre los yuyos a llorar con amargura! En la orilla de un arroyo solitario lo pasaba; en mil cosas cavilaba y, a una güelta repentina, se me hacía ver a mi china o escuchar que me llamaba. Y las aguas serenitas bebe el pingo, trago a trago, mientras sin ningún halago pasa uno hasta sin comer por pensar en su mujer, en sus hijos y en su pago. Recordarán que con Cruz para el desierto tiramos; en la pampa nos entramos, cayendo por fin del viaje a unos toldos de salvajes, los primeros que encontramos. La desgracia nos seguía, llegamos en mal momento: estaban en parlamento tratando de una invasión, y el indio en tal ocasión recela hasta de su aliento. Se armó un tremendo alboroto cuando nos vieron llegar; no podíamos aplacar tan peligroso hervidero; nos tomaron por bomberos y nos quisieron lanciar. Nos quitaron los caballos a los muy pocos minutos; estaban irresolutos, quién sabe qué pretendían; por los ojos nos metían las lanzas aquellos brutos. Y déle en su lengüeteo hacer gestos y cabriolas; uno desató las bolas y se nos vino en seguida: ya no créiamos con vida salvar ni por carambola. Allá no hay misericordia ni esperanza que tener; el indio es de parecer que siempre matarse debe, pues la sangre que no bebe Ie gusta verla correr. Cruz se dispuso a morir peliando y me convidó; aguantemos, dije yo, el fuego hasta que nos queme: menos los peligros teme quien más veces los venció. Se debe ser más prudente cuanto el peligro es mayor; siempre se salva mejor andando con alvertencia, porque no está la prudencia reñida con el valor. Vino al fin el lenguaraz como a tráirnos el perdón; nos dijo: "La salvación "se la deben a un cacique, "me manda que les esplique "que se trata de un malón. "Les ha dicho a los demás "que ustedes queden cautivos "por si cain algunos vivos "en poder de los cristianos, "rescatar a sus hermanos "con estos dos fugitivos." Volvieron al parlamento a tratar de sus alianzas, o tal vez de las matanzas; y conforme les detallo, hicieron cerco a caballo recostándosé en las lanzas. Dentra al centro un indio viejo y allí a lengüetiar se larga; quién sabe qué les encarga; pero toda la riunión lo escuchó con atención lo menos tres horas largas. Pegó al fin tres alaridos, y ya principia otra danza; para mostrar su pujanza y dar pruebas de jinete dio riendas rayando el flete y revoliando la lanza. Recorre luego la fila, frente a cada indio se para, lo amenaza cara a cara, y en su juria aquel maldito acompaña con su grito el cimbrar de la tacuara. Se vuelve aquéllo un incendio más feo que la mesma guerra; entre una nube de tierra se hizo allí una mescolanza de potros, indios y lanzas, con alaridos que aterran. Parece un baile de fieras, sigún yo me lo imagino: era inmenso el remolino, las voces aterradoras, hasta que al fin de dos horas se aplacó aquel torbellino. De noche formaban cerco y en el centro nos ponían; para mostrar que querían quitarnos toda esperanza, ocho o diez filas de lanzas al rededor nos hacían. Allí estaban vigilantes cuidándonós a porfía; cuando roncar parecían "Huincá", gritaba cualquiera, y toda la fila entera "Huincá", "Huincá", repetía. Pero el indio es dormilón y tiene un sueño projundo; es roncador sin segundo y en tal confianza es su vida, que ronca a pata tendida aunque se dé güelta el mundo. Nos aviriguaban todo como aquél que se previene, porque siempre les conviene saber las juerzas que andan, dónde están, quiénes las mandan, qué caballos y armas tienen. A cada respuesta nuestra uno hace una esclamación, y luego, en continuación, aquellos indios feroces, cientos y cientos de voces repiten al mesmo son. Y aquella voz de uno solo, que empieza por un gruñido, llega hasta ser alarido de toda la muchedumbre, y ansí alquieren la costumbre de pegar esos bramidos. III De ese modo nos hallamos empeñaos en la partida: no hay que darla por perdida por dura que sea la suerte, ni que pensar en la muerte sinó en soportar la vida. Se endurece el corazón, no teme peligro alguno; por encontrarlo oportuno allí juramos los dos respetar tan sólo a Dlos; de Dios abajo a ninguno. El mal es árbol que crece y que cortado retoña; la gente esperta o bisoña sufre de infinitos modos: la tierra es madre de todos, pero también da ponzoña. Mas todo varón prudente sufre tranquilo sus males; yo siempre los hallo iguales en cualquier senda que elijo: la desgracia tiene hijos aunque ella no tiene madre. Y al que le toca la herencia, donde quiera halla su ruina: lo que la suerte destina Io puede el hombre evitar: porque el cardo ha de pinchar es que nace con espina. Es el destino del pobre un continuo safarrancho, y pasa como el carancho, porque el mal nunca se sacia si el viento de la desgracia vuela las pajas del rancho. Mas quien manda los pesares manda también el consuelo; la luz que baja del cielo alumbra al más encumbrao, y hasta el pelo más delgao hace su sombra en el suelo. Pero por más que uno sufra un rigor que lo atormente, no debe bajar la frente nunca, por ningún motivo: el álamo es más altivo y gime constantemente. El indio pasa la vida robando o echao de panza; la única ley es la lanza a que se ha de someter, lo que le falta en saber lo suple con desconfianza. Fuera cosa de engarzarlo a un indio caritativo; es duro con el cautivo, le dan un trato horroroso, es astuto y receloso, es audaz y vengativo. No hay que pedirle favor ni que aguardar tolerancia; movidos por su inorancia y de puro desconfiaos, nos pusieron separaos bajo sutil vigilancia. No pude tener con Cruz ninguna conversación; no nos daban ocasión, nos trataban como agenos: como dos años lo menos duró esta separación. Relatar nuestras penurias fuera alargar el asunto; les diré sobre este punto que a los dos años recién nos hizo el cacique el bien de dejarnos vivir juntos. Nos retiramos con Cruz a la orilla de un pajal; por no pasarlo tan mal en el desierto infinito, hicimos como un bendito con dos cueros de bagual. Fuimos a esconder allí nuestra pobre sutuación, aliviando con la unión aquel duro cautiverio; tristes como un cementerio al toque de la oración. Debe el hombre ser valiente si a rodar se determina, primero, cuando camina; segundo, cuando descansa, pues en aquellas andanzas perece el que se acoquina. Cuando es manso el ternerito en cualquier vaca se priende; el que es gaucho esto lo entiende y ha de entender si le digo, que andábamos con mi amigo como pan que no se vende. Guarecidos en el toldo charlábamos mano a mano; éramos dos veteranos mansos pa las sabandijas, arrumbaos como cubijas cuando calienta el verano. El alimento no abunda por más empeño que se haga; lo pasa uno como plaga, ejercitando la industria y siempre, como la nutria, viviendo a orillas del agua. En semejante ejercicio se hace diestro el cazador, cai el piche engordador, cai el pájaro que trina; todo bicho que camina va a parar al asador. Pues allí a los cuatro vientos la persecución se lleva; naide escapa de la leva, y dende que la alba asoma ya recorre uno la loma, el bajo, el nido y la cueva. El que vive de la caza a cualquier bicho se atreve que pluma o cascara lleve, pues cuando la hambre se siente el hombre le clava el diente a todo lo que se mueve. En las sagradas alturas está el máestro principal, que enseña a cada animal a procurarse el sustento y le brinda el alimento a todo ser racional. Y aves, y bichos y pejes, le mantienen de mil modos; pero el hombre en su acomodo, es curioso de oservar: es el que sabe llorar y es el que los come a todos. IV Antes de aclarar el día empieza el indio a aturdir la pampa con su rugir, y en alguna madrugada, sin que sintiéramos nada se largaban a invadir. Primero entierran las prendas en cuevas, como peludos; y aquellos indios cerdudos, siempre llenos de recelos, en los caballos en pelos se vienen medio desnudos. Para pegar el malón el mejor flete procuran; y como es su arma segura, vienen con la lanza sola, y varios pares de bolas atados a la cintura. De ese modo anda liviano, no fatiga el mancarrón; es su espuela en el malón, después de bien afilao, un cuernito de venao que se amarra en el garrón. El indio que tiene un pingo que se llega a distinguir, lo cuida hasta pa dormir; de ese cuidao es esclavo: se lo alquila a otro indio bravo cuando vienen a invadir. Por vigilarlo no come y ni aun el sueño concilia; sólo en eso no hay desidia; de noche, les asiguro, para tenerlo seguro le hace cerco la familia. Por eso habrán visto ustedes, si en el caso se han hallao, y si no lo han oservao ténganló dende hoy presente, que todo pampa valiente anda siempre bien montao. Marcha el indio a trote largo, paso que rinde y que dura; viene en direción sigura y jamás a su capricho: no se les escapa bicho en la noche más escura. Caminan entre tinieblas con un cerco bien formao; lo estrechan con gran cuidao y agarran, al aclarar, ñanduces, gamas, venaos, cuanto ha podido dentrar. Su señal es un humito que se eleva muy arriba, y no hay quien no lo aperciba con esa vista que tienen; de todas partes se vienen a engrosar la comitiva. Ansina se van juntando, hasta hacer esas riuniones que cain en las invasiones en número tan crecido; para formarla han salido de los últimos rincones. Es guerra cruel la del indio porque viene como fiera; atropella donde quiera y de asolar no se cansa; de su pingo y de su lanza toda salvación espera. Debe atarse bien la faja quien aguardarlo se atreva; siempre mala intención lleva, y como tiene alma grande, no hay plegaria que lo ablande ni dolor que lo conmueva. Odia de muerte al cristiano, hace guerra sin cuartel; para matar es sin yel, es fiero de condición; no gólpea la compasión en el pecho del infiel. Tiene la vista del águila. del león la temeridá; en el desierto no habrá animal que él no lo entienda, ni fiera de que no aprienda un istinto de crueldá. Es tenaz en su barbarie, no esperen verlo cambiar; el deseo de mejorar en su rudeza no cabe: el bárbaro sólo sabe emborracharse y peliar. El indio nunca se ríe, y el pretenderlo es en vano, ni cuando festeja ufano el triunfo en sus correrías; la risa en sus alegrías le pertenece al cristiano. Se cruzan por el desierto como un animal feroz, dan cada alarido atroz que hace erizar los cabellos; parece que a todos ellos los ha maldecido Dios. Todo el peso del trabajo lo dejan a las mujeres: el indio es indio y no quiere apiar de su condición; ha nacido indio ladrón y como indio ladrón muere. El que envenenen sus armas les mandan sus hechiceras; y como ni a Dios veneran, nada a las pampas contiene; hasta los nombres que tienen son de animales y fieras. Y son, ¡por Cristo bendito! lo más desasiaos del mundo; esos indios vagabundos, con repunancia me acuerdo, viven lo mesmo que el cerdo en esos toldos inmundos. Naides puede imaginar una miseria mayor; su pobreza causa horror; no sabe aquel indio bruto que la tierra no da fruto si no la riega el sudor. V Aquel desierto se agita cuando la invasión regresa; llevan miles de cabezas de vacuno y yeguarizo: pa no aflijirse es preciso tener bastante firmeza. Aquéllo es un hervidero de pampas, un celemín; cuando riunen el botín juntando toda la hacienda, es cantidá tan tremenda que no alcanza a verse el fin. Vuelven las chinas cargadas con las prendas en montón; aflije esa destrución; acomodaos en cargueros llevan negocios enteros que han saquiado en la invasión. Su pretensión es robar. no quedar en el pantano; viene a tierra de cristianos como furia del infierno; no se llevan al gobierno porque no lo hallan a mano. Vuelven locos de contentos cuando han venido a la fija; antes que ninguno elija empiezan con todo empeño, como dijo un santiagueño, a hacerse la repartija. Se reparten el botín con igualdá, sin malicia; no muestra el indio codicia, ninguna falta comete; sólo en esto se somete a una regla de justicia. Y cada cual con lo suyo a sus toldos enderiesa; luego la matanza empieza tan sin razón ni motivo, que no queda animal vivo de esos miles de cabezas. Y satisfecho el salvaje de que su oficio ha cumplido, lo pasa por áhi tendido volviendo a su haraganiar, y entra la china a cueriar con un afán desmedido. A veces a tierra adentro algunas puntas se llevan; pero hay pocos que se atrevan a hacer esas incursiones, porque otros indios ladrones les suelen pelar la breva. Pero pienso que los pampas deben de ser los más rudos; aunque andan medio desnudos ni su convenencia entienden; por una vaca que venden quinientas matan al ñudo. Estas cosas y otras piores las he visto muchos años; pero, si yo no me engaño, concluyó ese bandalaje, y esos bárbaros salvajes, no podrán hacer más daño. Las tribus están desechas: los caciques más altivos están muertos o cautivos, privaos de toda esperanza, y de la chusma y de lanza ya muy pocos quedan vivos. Son salvajes por completo hasta pa su diversión, pues hacen una junción que naides se la imagina; recién le toca a la china el hacer su papelón. Cuanto el hombre es más salvaje trata pior a la mujer; yo no sé que pueda haber sin ella dicha ni goce: ¡feliz el que la conoce y logra hacerse querer! Todo el que entiende la vida busca a su lao los placeres; justo es que las considere el hombre de corazón; sólo los cobardes son valientes con sus mujeres. Pa servir a un desgraciao pronta la mujer está; cuando en su camino va no hay peligro que la asuste; ni hay una a quien no le guste una obra de caridá. No se hallará una mujer a la que esto no le cuadre; yo alabo al Eterno Padre, no porque las hizo bellas, sino porque a todas ellas les dio corazón de madre. Es piadosa y diligente y sufrida en los trabajos: tal vez su valer rebajo aunque la estimo bastante; mas los indios inorantes la tratan al estropajo. Echan la alma trabajando bajo el más duro rigor; el marido es su señor; como tirano la manda porque el indio no se ablanda ni siquiera en el amor. No tiene cariño a naides ni sabe lo que es amar; ¡ni qué se puede esperar de aquellos pechos de bronce! yo los conocí al llegar y los calé dende entonces. Mientras tiene qué comer permanece sosegao; yo, que en sus toldos he estao y sus costumbres oservo, digo que es como aquel cuervo que no volvió del mandao. Es para él como juguete escupir un crucifijo; pienso que Dios los maldijo y ansina el ñudo desato; el indio, el cerdo y el gato, redaman sangre del hijo. Mas ya con cuentos de pampas no ocuparé su atención; debo pedirles perdón, pues sin querer me distraje, por hablar de los salvajes me olvidé de la junción. Hacen un cerco de lanzas, los indios quedan ajuera; dentra la china ligera como yeguada en la trilla, y empieza allí la cuadrilla a dar güeltas en la era. A un lao están los caciques, capitanejos y el trompa tocando con toda pompa como un toque de fajina; adentro muere la china, sin que aquel círculo rompa. Muchas veces se les oyen a las pobres los quejidos, mas son lamentos perdidos; al rededor del cercao, en el suelo, están mamaos los indios, dando alaridos. Su canto es una palabra y de áhi no salen jamás; llevan todas el compás, ioká-ioká repitiendo; me parece estarlas viendo más fieras que Satanás. Al trote dentro del cerco, sudando, hambrientas, juriosas, desgreñadas y rotosas, de sol a sol se lo llevan: bailan, aunque truene o llueva, cantando la mesma cosa. VI El tiempo sigue en su giro y nosotros solitarios; de los indios sanguinarios no teníamos qué esperar; el que nos salvó al llegar era el más hospitalario. Mostró noble corazón, cristiano anhelaba ser; la justicia es un deber y sus méritos no callo; nos regaló unos caballos y a veces nos vino a ver. A la voluntá de Dios ni con la intención resisto, él nos salvó... pero, ¡ah Cristo! muchas veces he deseado no nos hubiera salvado ni jamás haberlo visto. Quien recibe beneficios jamás los debe olvidar; y al que tiene que rodar en su vida trabajosa le pasan a veces cosas que son duras de pelar. Voy dentrando poco a poco en lo triste del pasaje; cuando es amargo el brebaje el corazón no se alegra; dentró una virgüela negra que los diezmó a los salvajes. Al sentir tal mortandá los indios desesperaos gritaban alborotaos: "Cristiano echando gualicho" no quedó en los toldos bicho que no salió redotao. Sus remedios son secretos; los tienen las adivinas; no los conocen las chinas sino alguna ya muy vieja, y es la que los aconseja, con mil embustes, la indina. Allí soporta el paciente las terribles curaciones pues a golpes y estrujones son los remedios aquéllos; lo agarran de los cabellos y le arrancan los mechones. Les hacen mil herejías que el presenciarlas da horror; brama el indio de dolor por los tormentos que pasa, y untándoló todo en grasa lo ponen a hervir al sol. Y puesto allí boca arriba, al rededor le hacen fuego; una china viene luego y al óido le da de gritos; hay algunos tan malditos que sanan con este juego. A otros les cuecen la boca aunque de dolores cruja; lo agarran y allí lo estrujan, labios le queman y dientes con un güevo bien caliente de alguna gallina bruja. Conoce el indio el peligro y pierde toda esperanza; si a escapárseles alcanza dispara como una liebre; le da delirios la fiebre y ya le cain con la lanza. Esas fiebres son terribles, y aunque de esto no disputo ni de saber me reputo, será decíamos nosotros, de tanta carne de potro como comen estos brutos. Había un gringuito cautivo que siempre hablaba del barco y lo augaron en un charco por causante de la peste; tenía los ojos celestes como potrillito zarco. Que le dieran esa muerte dispuso una china vieja; y aunque se aflije y se queja, es inútil que resista: ponía el infeliz la vista como la pone la oveja. Nosotros nos alejamos para no ver tanto estrago; Cruz sentía los amagos de la peste que reinaba, y la idea nos acosaba de volver a nuestros pagos. Pero contra el plan mejor el destino se revela: ¡la sangre se me congela! el que nos había salvado, cayó también atacado de la fiebre y la virgüela. No podíamos dudar al verlo en tal padecer el fin que había de tener y Cruz, que era tan humano, "vamos me dijo, paisano, "a cumplir con un deber". Fuimos a estar a su lado para ayudarlo a curar; lo vinieron a buscar y hacerle como a los otros; lo defendimos nosotros, no lo dejamos lanciar. Iba creciendo la plaga y la mortandá seguía; a su lado nos tenía cuidándoló con pacencia, pero acabó su esistencia al fin de unos pocos días. El recuerdo me atormenta, se renueva mi pesar; me dan ganas de llorar, nada a mis penas igualo; Cruz también cayó muy malo ya para no levantar. Todos pueden flgurarse cuánto tuve que sufrir; yo no hacía sino gemir y aumentaba mi aflición no saber una oración pa ayudarlo a bien morir. Se le pasmó la virgüela y el pobre estaba en un grito; me recomendó un hijito que en su pago había dejado. "Ha quedado abandonado, "me dijo, aquel pobrecito. "Si vuelve, búsquemeló, "me repetía a media voz, "en el mundo éramos dos, "pues él ya no tiene madre: "que sepa el fin de su padre "y encomiende mi alma a Dios." Lo apretaba contra el pecho dominao por el dolor, era su pena mayor el morir allá entre infieles; sufriendo dolores crueles entregó su alma al Criador. De rodillas a su lado yo lo encomendé a Jesús; faltó a mis ojos la luz, tuve un terrible desmayo; cái como herido del rayo cuando lo vi muerto a Cruz. VII Aquel bravo compañero en mis brazos espiró; hombre que tanto sivió, varón que fue tan prudente, por humano y por valiente en el desierto murió. Y yo, con mis propias manos, yo mesmo lo sepulté; a Dios por su alma rogué, de dolor el pecho lleno, y humedeció aquel terreno el llanto que redamé. Cumplí con mi obligación; no hay falta de que me acuse, ni deber de que me escuse, aunque de dolor sucumba: allá señala su tumba una cruz que yo le puse. Andaba de toldo en toldo y todo me fastidiaba; el pesar me dominaba, y entregao al sentimiento, se me hacía cada momento óir a Cruz que me llamaba. Cual más, cual menos, los criollos saben lo que es amargura; en mi triste desventura no encontraba otro consuelo que ir a tirarme en el suelo al lao de su sepoltura. Allí pasaba las horas sin saber naides conmigo teniendo a Dios por testigo, y mis pensamientos fijos en mi mujer y mis hijos. en mi pago y en mi amigo. Privado de tantos bienes y perdido en tierra ajena parece que se encadena el tiempo y que no pasara como si el sol se parara a contemplar tanta pena. Sin saber qué hacer de mí y entregado a mi aflición, estando allí una ocasión del lado que venía el viento oí unos tristes lamentos que llamaron mi atención. No son raros los quejidos en los toldos del salvaje pues aquél es vandalaje donde no se arregla nada sinó a lanza y puñalada, a bolazos y a coraje. No preciso juramento, deben crerle a Martín Fierro: ha visto en ese destierro a un salvaje que se irrita, degollar una chinita y tirárselá a los perros. He presenciado martirios, he visto muchas crueldades. crímenes y atrocidades que el cristiano no imagina; pues ni el indio ni la china sabe lo que son piedades. Quise curiosiar los llantos que llegaban hasta mí; al punto me dirigí al lugar de ande venían. ¡Me horrorisa todavía el cuadro que descubrí! Era una infeliz mujer que estaba de sangre llena, y como una Madalena lloraba con toda gana; conocí que era cristiana y ésto me dio mayor pena. Cauteloso me acerqué a un indio que estaba al lao, porque el pampa es desconfiao siempre de todo cristiano, y vi que tenía en la mano el rebenque ensangrentao. VIII Mas tarde supe por ella, de manera positiva, que dentró una comitiva de pampas a su partido, mataron a su marido y la llevaron cautiva. En tan dura servidumbre hacían dos años que estaba; un hijito que llevaba a su lado lo tenía; la china la aborrecía tratándolá como esclava. Deseaba para escaparse hacer una tentativa, pues a la infeliz cautiva naides la va a redimir, y allí tiene que sufrir el tormento mientras viva. Aquella china perversa, dende el punto que llegó, crueldá y orgullo mostró porque el indio era valiente; usaba un collar de dientes de cristianos que él mató. La mandaba trabajar, poniendo cerca a su hijito, tiritando y dando gritos por la mañana temprano, atado de pies y manos lo mesmo que un corderito. Ansí le imponía tarea de juntar leña y sembrar viendo a su hijito llorar; y hasta que no terminaba, la china no la dejaba que le diera de mamar. Cuando no tenían trabajo la emprestaban a otra china. "Naides, decía, se imagina "ni es capaz de presumir "cuánto tiene que sufrir la infeliz que está cautiva." Si ven crecido a su hijito, como de piedá no entienden, y a súplicas nunca atienden, cuando no es éste es el otro, se lo quitan y lo venden o lo cambian por un potro. En la crianza de los suyos son bárbaros por demás; no lo había visto jamás; en una tabla los atan, los crían ansí, y les achatan la cabeza por detrás. Aunque esto parezca estraño, ninguno lo ponga en duda: entre aquélla gente ruda, en su bárbara torpeza, es gala que la cabeza se les forme puntiaguda. Aquella china malvada que tanto la aborrecía, empezó a decir un día, porque falleció una hermana, que sin duda la cristiana le había echado brujería. El indio la sacó al campo y la empezó a amenazar; que le había de confesar si la brujería era cierta; o que la iba a castigar hasta que quedara muerta. Llora la pobre afligida, pero el indio, en su rigor, le arrebató con furor al hijo de entre sus brazos, y del primer rebencazo la hizo crugir de dolor. Que aquel salvaje tan cruel azotándolá seguía; más y más se enfurecía cuanto más la castigaba, y la infeliz se atajaba, los golpes como podía. Que le gritó muy furioso: "Confechando no querés" la dio vuelta de un revés, y por colmar su amargura, a su tierna criatura se la degolló a los pies. "Es incréible, me decía, que tanta fiereza esista; no habrá madre que resista; aquel salvaje inclemente cometió tranquilamente aquel crimen a mi vista." Esos horrores tremendos no los inventa el cristiano: "ese bárbaro inhumano, sollozando me lo dijo, me amarró luego las manos con las tripitas de mi hijo". IX De ella fueron los lamentos que en mi soledá escuché; en cuanto al punto llegué quedé enterado de todo; al mirarla de aquel modo ni un istante tutubié. Toda cubierta de sangre aquella infeliz cautiva, tenía dende abajo arriba la marca de los lazazos; sus trapos hechos pedazos mostraban la carne viva. Alzó los ojos al cielo en sus lágrimas bañada; tenía las manos atadas; su tormento estaba claro; y me clavó una mirada como pidiéndomé amparo. Yo no sé lo que pasó en mi pecho en ese istante; estaba el indio arrogante con una cara feroz: para entendernos los dos la mirada fue bastante. Pegó un brinco como gato y me ganó la distancia; aprovechó esa ganancia como fiera cazadora, desató las boliadoras y aguardó con vigilancia. Aunque yo iba de curioso y no por buscar contienda, al pingo le até la rienda, eché mano, dende luego, a éste que no yerra fuego, y ya se armó la tremenda. El peligro en que me hallaba al momento conocí; nos mantuvimos ansí, me miraba y lo miraba; yo al indio le desconfiaba y él me desconfiaba a mí- Se debe ser precavido cuando el indio se agasape: en esa postura el tape vale por cuatro o por cinco: como el tigre es para el brinco y fácil que a uno lo atrape. Peligro era atropellar y era peligro el juir, y más peligro seguir esperando de este modo, pues otros podían venir y carniarme allí entre todos. A juerza de precaución muchas veces he salvado, pues en un trance apurado es mortal cualquier descuido; si Cruz hubiera vivido no habría tenido cuidado. Un hombre junto con otro en valor y en juerza crece; el temor desaparece, escapa de cualquier trampa: entre dos, no digo a un pampa, a la tribu si se ofrece. En tamaña incertidumbre, en trance tan apurado, no podía, por de contado, escaparme de otra suerte sino dando al indio muerte o quedando allí estirado. Y como el tiempo pasaba y aquel asunto me urgía, viendo que él no se movía, me fui medio de soslayo como a agarrarle el caballo a ver si se me venía. Ansí fue, no aguardó más, y me atropelló el salvaje; es preciso que se ataje quien con el indio pelée; el miedo de verse a pie aumentaba su coraje. En la dentrada no más me largó un par de bolazos: uno me tocó en un brazo; si me da bien me lo quiebra, pues las bolas son de piedra y vienen como balazo. A la primer puñalada el pampa se hizo un ovillo: era el salvaje más pillo que he visto en mis correrías, y, a más de las picardías, arisco para el cuchillo. Las bolas las manejaba aquel bruto con destreza, las recogía con presteza y me las volvía a largar haciéndomelás silbar arriba de la cabeza. Aquel indio, como todos, era cauteloso ... ¡aijuna! áhi me valió la fortuna de que peliando se apotra: me amenazaba con una y me largaba con otra. Me sucedió una desgracia en aquel percance amargo; en momento que lo cargo y que él reculando va, me enredé en el chiripá y cái tirao largo a largo. Ni pa encomendarme a Dios tiempo el salvaje me dio; cuanto en el suelo me vio me saltó con ligereza; juntito de la cabeza el bolazo retumbó. Ni por respeto al cuchillo dejó el indio de apretarme; allí pretende ultimarme sin dejarme levantar, y no me daba lugar ni siquiera a enderezarme. De balde quiero moverme: aquel indio no me suelta; como persona resuelta, toda mi juerza ejecuto, pero abajo de aquel bruto no podía ni darme güelta. ¡Bendito Dios poderoso! Quién te puede comprender cuando a una débil mujer le diste en esa ocasión la juerza que en un varón tal vez no pudiera haber. Esa infeliz tan llorosa viendo el peligro se anima; como una flecha se arrima y, olvidando su aflición, le pegó al indio un tirón que me lo sacó de encima. Ausilio tan generoso me libertó del apuro; si no es ella, de siguro que el indio me sacrifica, y mi valor se duplica con un ejemplo tan puro. En cuanto me enderecé nos volvimos a topar; no se podía descansar Y me chorriaba el sudor; en un apuro mayor jamás me he vuelto a encontrar. Tampoco yo le daba alce como deben suponer; se había aumentado mi quehacer para impedir que el brutazo Ie pegara algún bolazo. de rabia, a aquella mujer. La bola en manos del indio es terrible, y muy ligera; hace de ella lo que quiera, saltando como una cabra: mudos, sin decir palabra, peliábamos como fieras. Aquel duelo en el desierto nunca jamás se me olvida; iba jugando la vida con tan terrible enemigo. teniendo allí de testigo a una mujer afligida. Cuanto él más se enfurecía, yo más me empiezo a calmar; mientras no logra matar el indio no se desfoga; al fin le corté una soga y lo empecé aventajar. Me hizo sonar las costillas de un bolazo aquel maldito; y al tiempo que le di un grito y le dentro como bala pisa el indio y se refala en el cuerpo del chiquito. Para esplicar el misterio es muy escasa mi cencia: lo castigó, en mi concencia su Divina Majestá donde no hay casualidá suele estar la Providencia. En cuanto trastabilló, más de firme lo cargué. y aunque de nuevo hizo pie lo perdió aquella pisada, pues en esa atropellada en dos partes lo corté. Al sentirse lastimao se puso medio afligido; pero era indio decidido, su valor no se quebranta; le salían de la garganta como una especie de aullidos. Lastimao en la cabeza la sangre lo enceguecía; de otra herida le salía haciendo un charco ande estaba; con las pies la chapaliaba sin aflojar todavía. Tres figuras imponentes formábamos aquel terno: ella en su dolor materno, yo con la lengua dejuera y el salvaje, como fiera disparada del infierno. Iba conociendo el indio que tocaban a degüello; se le erizaba el cabello y los ojos revolvía; los labios se le perdían cuando iba a tomar resuello. En una nueva dentrada le pegué un golpe sentido, y al verse ya mal herido, aquel indio furibundo lanzó un terrible alarido que retumbó como un ruido si se sacudiera el mundo. Al fin de tanto lidiar, en el cuchillo lo alcé, en peso lo levanté aquel hijo del desierto, ensartado lo llevé, y allá recién lo largué cuando ya lo senti muerto. Me persiné dando gracias de haber salvado la vida; aquella pobre afligida de rodillas en el suelo, alzó sus ojos al cielo sollozando dolorida. Me hinqué también a su lado a dar gracias a mi santo: en su dolor y quebranto ella a la madre de Dios le pide, en su triste llanto, que nos ampare a los dos. Se alzó con pausa de leona cuando acabó de implorar, y sin dejar de llorar envolvió en unos trapitos los pedazos de su hijito que yo le ayudé a juntar. X Dende ese punto era juerza abandonar el desierto, pues me hubieran descubierto, y, aunque lo maté en pelea, de fijo que me lancean por vengar al indio muerto. A la afligida cautiva mi caballo le ofrecí: era un pingo que alquirí, y donde quiera que estaba en cuanto yo lo silbaba venía a refregarse a mí. Yo me le senté al del pampa; era un escuro tapao; cuando me hallo bien montao de mis casillas me salgo; y era un pingo como galgo, que sabía correr boliao. Para correr en el campo no hallaba ningún tropiezo: los ejercitan en eso y los ponen como luz de dentrarle a un avestruz y boliar bajo el pescuezo. El pampa educa al caballo como para un entrevero; como rayo es de ligero en cuanto el indio lo toca; y, como trompo, en la boca da gültas sobre de un cuero. Lo varea en la madrugada; jamás falta a este deber; luego lo enseña a correr entre fangos y guadales; ansina esos animales es cuanto se puede ver. En el caballo de un pampa no hay peligro de rodar, ¡jue pucha! y pa disparar es pingo que no se cansa; con prolijidá lo amansa sin dejarlo corcobiar. Pa quitarle las cosquillas con cuidao lo manosea; horas enteras emplea, y, por fin, sólo lo deja, cuando agacha las orejas y ya el potro ni cocea. Jamás le sacude un golpe porque lo trata al bagual con pacencia sin igual; al domarlo no le pega, hasta que al fin se le entrega ya dócil el animal. Y aunque yo sobre los bastos me sé sacudir el polvo, a esa costumbre me amoldo; con pacencia lo manejan y al día siguiente lo dejan rienda arriba junto al toldo. Ansí todo el que procure tener un pingo modelo, lo ha de cuidar con desvelo, y debe impedir también el que de golpes le den o tironén en el suelo. Muchos quieren dominarlo con el rigor y el azote, y si ven al chafalote que tiene trazas de malo, lo embraman en algún palo hasta que se descogote. Todos se vuelven pretestos y güeltas para ensillarlo: dicen que es por quebrantarlo, mas compriende cualquier bobo que es de miedo del corcobo y no quieren confesarlo. El animal yeguarizo (perdónenmé esta alvertencia) es de mucha conocencia y tiene mucho sentido; es animal consentido: lo cautiva la pacencia. Aventaja a los demás el que estas cosas entienda; es bueno que el hombre aprienda, pues hay pocos domadores y muchos frangoyadores que anda de bozal y rienda. Me vine, como les digo, trayendo esa compañera; marchamos la noche entera, haciendo nuestro camino sin más rumbo que el destino, que nos llevara ande quiera. Al muerto, en un pajonal había tratao de enterrarlo. y, después de maniobrarlo, lo tapé bien con las pajas, para llevar de ventaja lo que emplean en hallarlo. En notando nuestra ausencia nos habían de perseguir. y, al decidirme a venir, con todo mi corazón hlce la resoluclón de peliar hasta morir. Es un peligro muy serio cruzar juyendo el desierto: muchísimos de hambre han muerto, pues en tal desasosiego no se puede ni hacer fuego para no ser descubierto. Sólo el albitrio del hombre puede ayudarlo a salvar; no hay auxilio que esperar, sólo de Dios hay amparo: en el desierto es muy raro que uno se pueda escapar. ¡Todo es cielo y horizonte en inmenso campo verde! ¡Pobre de aquél que se pierde o que su rumbo estravea! Si alguien cruzarlo desea este consejo recuerde. Marque su rumbo de día con toda fidelidá; marche con puntualidá siguiéndoló con fijeza, y, si duerme, la cabeza ponga para el lao que va. Oserve con todo esmero adonde el sol aparece; si hay neblina y le entorpece y no lo puede oservar, guárdese de caminar, pues quien se pierde perece. Dios les dió istintos sutiles a toditos los mortales; el hombre es uno de tales, y en las llanuras aquéllas lo guían el sol, las estrellas, el viento y los animales. Para ocultarnos de día a la vista del salvaje ganábamos un paraje en que algún abrigo hubiera, a esperar que anocheciera para seguir nuestro viaje. Penurias de toda clase y miserias padecimos; varias veces no comimos o comimos carne cruda; y en otras, no tengan duda, con réices nos mantuvimos. Después de mucho sufrir tan peligrosa inquietú, alcanzamos con salú a divisar una sierra, y al fin pisamos la tierra en donde crece el ombú. Nueva pena sintió el pecho por Cruz, en aquel paraje, y en humilde vasallaje, a la majestá infinita, besé esta tierra bendita que ya no pisa el salvaje. Al fln la misericordia de Dios nos quiso amparar; es preciso soportar los trabajos con costancia: alcanzamos a una estancia después de tanto penar. Ahi mesmo me despedí de mi infeliz compañera. "Me voy -le dije- ande quiera, aunque me agarre el gobierno, pues infierno por infierno, prefiero el de la frontera". Concluyo esta relación, ya no puedo continuar. permítanmé descansar: están mis hijos presentes. Y yo ansiosos porque cuenten lo que tengan que contar.
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