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"La vuelta de Martín Fierro"

LA VUELTA DE MARTIN FIERRO

(Primera hasta la décima parte)


I

Atención pido al silencio
y silencio a la atención,
que voy en esta ocasión,
si me ayuda la memoria,
a mostrarles que a mi historia
le faltaba lo mejor.

Viene uno como dormido
cuando vuelve del desierto;
veré si a esplicarme acierto
entre gente tan bizarra,
y si al sentir la guitarra
de mi sueño me dispierto.

Siento que mi pecho tiembla
que se turba mi razón,
y de la vigüela al son
imploro a la alma de un sabio,
que venga a mover mi labio
y alentar mi corazón.

Si no llego a treinta y una,
de fijo en treinta me planto,
y esta confianza adelanto
porque recebí en mí mismo,
con el agua del bautismo
la facultá para el canto.

Tanto el pobre como el rico
la razón me la han de dar;
y si llegan a escuchar
lo que esplicaré a mi modo,
digo que no han de reír todos,
algunos han de llorar.

Mucho tiene que contar
el que tuvo que sufrir,
y empezaré por pedir
no duden de cuanto digo,
pues debe crerse al testigo
si no pagan por mentir.

Gracias le doy a la Virgen,
gracias le doy al Señor
porque entre tanto rigor
y habiendo perdido tanto,
no perdí mi amor al canto
ni mi voz como cantor.

Que cante todo viviente
otorgó el Eterno Padre;
cante todo el que le cuadre
como lo hacemos los dos,
pues sólo no tiene voz
el ser que no tiene sangre.


Canta el pueblero... y es pueta;
canta el gaucho... y ¡ay Jesús!
Io miran como avestruz,
su inorancia los asombra;
mas siempre sirven las sombras
para distinguir la luz.

El campo es del inorante;
el pueblo del hombre estruido;
yo que en el campo he nacido,
digo que mis cantos son
para los unos....sonidos,
y para otros... intención.

Yo he conocido cantores
que era un gusto el escuchar,
mas no quieren opinar
y se divierten cantando;
pero yo canto opinando,
que es mi modo de cantar.

El que va por esta senda
cuanto sabe desembucha,
y aunque mi cencia no es mucha,
esto en mi favor previene;
yo sé el corazón que tiene
el que con gusto me escucha.

Lo que pinta este pincel
ni el tiempo lo ha de borrar;
ninguno se ha de animar
a corregirme la plana;
no pinta quien tiene gana
sino quien sabe pintar.

Y no piensen los oyentes
que del saber hago alarde;
he conocido, aunque tarde,
sin haberme arrepentido,
que es pecado cometido
el decir ciertas verdades.

Pero voy en mi camino
y nada me ladiará,
he de decir la verdá,
de naides soy adulón;
aquí no hay imitación,
ésta es pura realidá.

Y el que me quiera enmendar
mucho tiene que saber;
tiene mucho que aprender
el que me sepa escuchar;
tiene mucho que rumiar
el que me quiera entender.


Más que yo y cuantos me oigan,
más que las cosas que tratan,
más que lo que ellos relatan,
mis cantos han de durar:
mucho ha habido que mascar
para echar esta bravata.

Brotan quejas de mi pecho,
brota un lamento sentido;
y es tanto lo que he sufrido
y males de tal tamaño,
que reto a todos los años
a que traigan el olvido.

Ya verán si me dispierto
cómo se compone el baile;
y no se sorprenda naides
si mayor fuego me anima;
porque quiero alzar la prima
como pa tocar al aire.

Y con la cuerda tirante,
dende que ese tono elija,
yo no he de aflojar manija
mientras que la voz no pierda,
si no se corta la cuerda
o no cede la clavija.

Aunque rompí el estrumento
por no volverme a tentar,
tengo tanto que contar
y cosas de tal calibre,
que Dios quiera que se libre
el que me enseñó a templar.

De naides sigo el ejemplo,
naide a dirigirme viene,
yo digo cuanto conviene
y el que en tal güeya se planta,
debe cantar, cuando canta,
con toda la voz que tiene.

He visto rodar la bola
y no se quiere parar;
al fin de tanto rodar
me he decidido a venir
a ver si puedo vivir
y me dejan trabajar.

Sé dirigir la mansera
y también echar un pial;
sé correr en un rodeo,
trabajar en un corral;
me sé sentar en un pértigo
lo mesmo que en un bagual.
Y empriéstenmé su atención
si ansí me quieren honrar,
de no, tendré que callar,
pues el pájaro cantor
jamás se para a cantar
en árbol que no da flor.

Hay trapitos que golpiar,
y de aquí no me levanto.
Escúchenme cuando canto
si quieren que desembuche:
tengo que decirles tanto
que les mando que me escuchen.

Déjenmé tomar un trago,
éstas son otras cuarenta:
mi garganta está sedienta,
y de esto no me abochorno,
pues el viejo, como el horno,
por la boca se calienta.

II

Triste suena mi guitarra
y el asunto lo requiere;
ninguno alegrías espere
sinó sentidos lamentos,
de aquél que en duros tormentos
nace, crece, vive y muere.

Es triste dejar sus pagos
y largarse a tierra agena
llevándosé la alma llena
de tormentos y dolores,
mas nos llevan los rigores
como el pampero a la arena.

¡Irse a cruzar el desierto
lo mesmo que un forajido,
dejando aquí en el olvido,
como dejamos nosotras,
su mujer en brazos de otro
y sus hijitos perdidos!

¡Cuántas veces al cruzar
en esa inmensa llanura,
al verse en tal desventura
y tan lejos de los suyos,
se tira uno entre los yuyos
a llorar con amargura!

En la orilla de un arroyo
solitario lo pasaba;
en mil cosas cavilaba
y, a una güelta repentina,
se me hacía ver a mi china
o escuchar que me llamaba.


Y las aguas serenitas
bebe el pingo, trago a trago,
mientras sin ningún halago
pasa uno hasta sin comer
por pensar en su mujer,
en sus hijos y en su pago.

Recordarán que con Cruz
para el desierto tiramos;
en la pampa nos entramos,
cayendo por fin del viaje
a unos toldos de salvajes,
los primeros que encontramos.

La desgracia nos seguía,
llegamos en mal momento:
estaban en parlamento
tratando de una invasión,
y el indio en tal ocasión
recela hasta de su aliento.

Se armó un tremendo alboroto
cuando nos vieron llegar;
no podíamos aplacar
tan peligroso hervidero;
nos tomaron por bomberos
y nos quisieron lanciar.

Nos quitaron los caballos
a los muy pocos minutos;
estaban irresolutos,
quién sabe qué pretendían;
por los ojos nos metían
las lanzas aquellos brutos.

Y déle en su lengüeteo
hacer gestos y cabriolas;
uno desató las bolas
y se nos vino en seguida:
ya no créiamos con vida
salvar ni por carambola.

Allá no hay misericordia
ni esperanza que tener;
el indio es de parecer
que siempre matarse debe,
pues la sangre que no bebe
Ie gusta verla correr.

Cruz se dispuso a morir
peliando y me convidó;
aguantemos, dije yo,
el fuego hasta que nos queme:
menos los peligros teme
quien más veces los venció.


Se debe ser más prudente
cuanto el peligro es mayor;
siempre se salva mejor
andando con alvertencia,
porque no está la prudencia
reñida con el valor.

Vino al fin el lenguaraz
como a tráirnos el perdón;
nos dijo: "La salvación
"se la deben a un cacique,
"me manda que les esplique
"que se trata de un malón.

"Les ha dicho a los demás
"que ustedes queden cautivos
"por si cain algunos vivos
"en poder de los cristianos,
"rescatar a sus hermanos
"con estos dos fugitivos."

Volvieron al parlamento
a tratar de sus alianzas,
o tal vez de las matanzas;
y conforme les detallo,
hicieron cerco a caballo
recostándosé en las lanzas.

Dentra al centro un indio viejo
y allí a lengüetiar se larga;
quién sabe qué les encarga;
pero toda la riunión
lo escuchó con atención
lo menos tres horas largas.

Pegó al fin tres alaridos,
y ya principia otra danza;
para mostrar su pujanza
y dar pruebas de jinete
dio riendas rayando el flete
y revoliando la lanza.

Recorre luego la fila,
frente a cada indio se para,
lo amenaza cara a cara,
y en su juria aquel maldito
acompaña con su grito
el cimbrar de la tacuara.

Se vuelve aquéllo un incendio
más feo que la mesma guerra;
entre una nube de tierra
se hizo allí una mescolanza
de potros, indios y lanzas,
con alaridos que aterran.


Parece un baile de fieras,
sigún yo me lo imagino:
era inmenso el remolino,
las voces aterradoras,
hasta que al fin de dos horas
se aplacó aquel torbellino.

De noche formaban cerco
y en el centro nos ponían;
para mostrar que querían
quitarnos toda esperanza,
ocho o diez filas de lanzas
al rededor nos hacían.

Allí estaban vigilantes
cuidándonós a porfía;
cuando roncar parecían
"Huincá", gritaba cualquiera,
y toda la fila entera
"Huincá", "Huincá", repetía.

Pero el indio es dormilón
y tiene un sueño projundo;
es roncador sin segundo
y en tal confianza es su vida,
que ronca a pata tendida
aunque se dé güelta el mundo.

Nos aviriguaban todo
como aquél que se previene,
porque siempre les conviene
saber las juerzas que andan,
dónde están, quiénes las mandan,
qué caballos y armas tienen.

A cada respuesta nuestra
uno hace una esclamación,
y luego, en continuación,
aquellos indios feroces,
cientos y cientos de voces
repiten al mesmo son.

Y aquella voz de uno solo,
que empieza por un gruñido,
llega hasta ser alarido
de toda la muchedumbre,
y ansí alquieren la costumbre
de pegar esos bramidos.

III

De ese modo nos hallamos
empeñaos en la partida:
no hay que darla por perdida
por dura que sea la suerte,
ni que pensar en la muerte
sinó en soportar la vida.


Se endurece el corazón,
no teme peligro alguno;
por encontrarlo oportuno
allí juramos los dos
respetar tan sólo a Dlos;
de Dios abajo a ninguno.

El mal es árbol que crece
y que cortado retoña;
la gente esperta o bisoña
sufre de infinitos modos:
la tierra es madre de todos,
pero también da ponzoña.

Mas todo varón prudente
sufre tranquilo sus males;
yo siempre los hallo iguales
en cualquier senda que elijo:
la desgracia tiene hijos
aunque ella no tiene madre.

Y al que le toca la herencia,
donde quiera halla su ruina:
lo que la suerte destina
Io puede el hombre evitar:
porque el cardo ha de pinchar
es que nace con espina.

Es el destino del pobre
un continuo safarrancho,
y pasa como el carancho,
porque el mal nunca se sacia
si el viento de la desgracia
vuela las pajas del rancho.

Mas quien manda los pesares
manda también el consuelo;
la luz que baja del cielo
alumbra al más encumbrao,
y hasta el pelo más delgao
hace su sombra en el suelo.

Pero por más que uno sufra
un rigor que lo atormente,
no debe bajar la frente
nunca, por ningún motivo:
el álamo es más altivo
y gime constantemente.

El indio pasa la vida
robando o echao de panza;
la única ley es la lanza
a que se ha de someter,
lo que le falta en saber
lo suple con desconfianza.


Fuera cosa de engarzarlo
a un indio caritativo;
es duro con el cautivo,
le dan un trato horroroso,
es astuto y receloso,
es audaz y vengativo.

No hay que pedirle favor
ni que aguardar tolerancia;
movidos por su inorancia
y de puro desconfiaos,
nos pusieron separaos
bajo sutil vigilancia.

No pude tener con Cruz
ninguna conversación;
no nos daban ocasión,
nos trataban como agenos:
como dos años lo menos
duró esta separación.

Relatar nuestras penurias
fuera alargar el asunto;
les diré sobre este punto
que a los dos años recién
nos hizo el cacique el bien
de dejarnos vivir juntos.

Nos retiramos con Cruz
a la orilla de un pajal;
por no pasarlo tan mal
en el desierto infinito,
hicimos como un bendito
con dos cueros de bagual.

Fuimos a esconder allí
nuestra pobre sutuación,
aliviando con la unión
aquel duro cautiverio;
tristes como un cementerio
al toque de la oración.

Debe el hombre ser valiente
si a rodar se determina,
primero, cuando camina;
segundo, cuando descansa,
pues en aquellas andanzas
perece el que se acoquina.

Cuando es manso el ternerito
en cualquier vaca se priende;
el que es gaucho esto lo entiende
y ha de entender si le digo,
que andábamos con mi amigo
como pan que no se vende.


Guarecidos en el toldo
charlábamos mano a mano;
éramos dos veteranos
mansos pa las sabandijas,
arrumbaos como cubijas
cuando calienta el verano.

El alimento no abunda
por más empeño que se haga;
lo pasa uno como plaga,
ejercitando la industria
y siempre, como la nutria,
viviendo a orillas del agua.

En semejante ejercicio
se hace diestro el cazador,
cai el piche engordador,
cai el pájaro que trina;
todo bicho que camina
va a parar al asador.

Pues allí a los cuatro vientos
la persecución se lleva;
naide escapa de la leva,
y dende que la alba asoma
ya recorre uno la loma,
el bajo, el nido y la cueva.

El que vive de la caza
a cualquier bicho se atreve
que pluma o cascara lleve,
pues cuando la hambre se siente
el hombre le clava el diente
a todo lo que se mueve.

En las sagradas alturas
está el máestro principal,
que enseña a cada animal
a procurarse el sustento
y le brinda el alimento
a todo ser racional.

Y aves, y bichos y pejes,
le mantienen de mil modos;
pero el hombre en su acomodo,
es curioso de oservar:
es el que sabe llorar
y es el que los come a todos.


IV

Antes de aclarar el día
empieza el indio a aturdir
la pampa con su rugir,
y en alguna madrugada,
sin que sintiéramos nada
se largaban a invadir.


Primero entierran las prendas
en cuevas, como peludos;
y aquellos indios cerdudos,
siempre llenos de recelos,
en los caballos en pelos
se vienen medio desnudos.

Para pegar el malón
el mejor flete procuran;
y como es su arma segura,
vienen con la lanza sola,
y varios pares de bolas
atados a la cintura.

De ese modo anda liviano,
no fatiga el mancarrón;
es su espuela en el malón,
después de bien afilao,
un cuernito de venao
que se amarra en el garrón.

El indio que tiene un pingo
que se llega a distinguir,
lo cuida hasta pa dormir;
de ese cuidao es esclavo:
se lo alquila a otro indio bravo
cuando vienen a invadir.

Por vigilarlo no come
y ni aun el sueño concilia;
sólo en eso no hay desidia;
de noche, les asiguro,
para tenerlo seguro
le hace cerco la familia.

Por eso habrán visto ustedes,
si en el caso se han hallao,
y si no lo han oservao
ténganló dende hoy presente,
que todo pampa valiente
anda siempre bien montao.

Marcha el indio a trote largo,
paso que rinde y que dura;
viene en direción sigura
y jamás a su capricho:
no se les escapa bicho
en la noche más escura.

Caminan entre tinieblas
con un cerco bien formao;
lo estrechan con gran cuidao
y agarran, al aclarar,
ñanduces, gamas, venaos,
cuanto ha podido dentrar.


Su señal es un humito
que se eleva muy arriba,
y no hay quien no lo aperciba
con esa vista que tienen;
de todas partes se vienen
a engrosar la comitiva.

Ansina se van juntando,
hasta hacer esas riuniones
que cain en las invasiones
en número tan crecido;
para formarla han salido
de los últimos rincones.

Es guerra cruel la del indio
porque viene como fiera;
atropella donde quiera
y de asolar no se cansa;
de su pingo y de su lanza
toda salvación espera.

Debe atarse bien la faja
quien aguardarlo se atreva;
siempre mala intención lleva,
y como tiene alma grande,
no hay plegaria que lo ablande
ni dolor que lo conmueva.

Odia de muerte al cristiano,
hace guerra sin cuartel;
para matar es sin yel,
es fiero de condición;
no gólpea la compasión
en el pecho del infiel.

Tiene la vista del águila.
del león la temeridá;
en el desierto no habrá
animal que él no lo entienda,
ni fiera de que no aprienda
un istinto de crueldá.

Es tenaz en su barbarie,
no esperen verlo cambiar;
el deseo de mejorar
en su rudeza no cabe:
el bárbaro sólo sabe
emborracharse y peliar.

El indio nunca se ríe,
y el pretenderlo es en vano,
ni cuando festeja ufano
el triunfo en sus correrías;
la risa en sus alegrías
le pertenece al cristiano.


Se cruzan por el desierto
como un animal feroz,
dan cada alarido atroz
que hace erizar los cabellos;
parece que a todos ellos
los ha maldecido Dios.

Todo el peso del trabajo
lo dejan a las mujeres:
el indio es indio y no quiere
apiar de su condición;
ha nacido indio ladrón
y como indio ladrón muere.

El que envenenen sus armas
les mandan sus hechiceras;
y como ni a Dios veneran,
nada a las pampas contiene;
hasta los nombres que tienen
son de animales y fieras.

Y son, ¡por Cristo bendito!
lo más desasiaos del mundo;
esos indios vagabundos,
con repunancia me acuerdo,
viven lo mesmo que el cerdo
en esos toldos inmundos.

Naides puede imaginar
una miseria mayor;
su pobreza causa horror;
no sabe aquel indio bruto
que la tierra no da fruto
si no la riega el sudor.

V

Aquel desierto se agita
cuando la invasión regresa;
llevan miles de cabezas
de vacuno y yeguarizo:
pa no aflijirse es preciso
tener bastante firmeza.

Aquéllo es un hervidero
de pampas, un celemín;
cuando riunen el botín
juntando toda la hacienda,
es cantidá tan tremenda
que no alcanza a verse el fin.

Vuelven las chinas cargadas
con las prendas en montón;
aflije esa destrución;
acomodaos en cargueros
llevan negocios enteros
que han saquiado en la invasión.


Su pretensión es robar.
no quedar en el pantano;
viene a tierra de cristianos
como furia del infierno;
no se llevan al gobierno
porque no lo hallan a mano.

Vuelven locos de contentos
cuando han venido a la fija;
antes que ninguno elija
empiezan con todo empeño,
como dijo un santiagueño,
a hacerse la repartija.

Se reparten el botín
con igualdá, sin malicia;
no muestra el indio codicia,
ninguna falta comete;
sólo en esto se somete
a una regla de justicia.

Y cada cual con lo suyo
a sus toldos enderiesa;
luego la matanza empieza
tan sin razón ni motivo,
que no queda animal vivo
de esos miles de cabezas.

Y satisfecho el salvaje
de que su oficio ha cumplido,
lo pasa por áhi tendido
volviendo a su haraganiar,
y entra la china a cueriar
con un afán desmedido.

A veces a tierra adentro
algunas puntas se llevan;
pero hay pocos que se atrevan
a hacer esas incursiones,
porque otros indios ladrones
les suelen pelar la breva.

Pero pienso que los pampas
deben de ser los más rudos;
aunque andan medio desnudos
ni su convenencia entienden;
por una vaca que venden
quinientas matan al ñudo.

Estas cosas y otras piores
las he visto muchos años;
pero, si yo no me engaño,
concluyó ese bandalaje,
y esos bárbaros salvajes,
no podrán hacer más daño.


Las tribus están desechas:
los caciques más altivos
están muertos o cautivos,
privaos de toda esperanza,
y de la chusma y de lanza
ya muy pocos quedan vivos.

Son salvajes por completo
hasta pa su diversión,
pues hacen una junción
que naides se la imagina;
recién le toca a la china
el hacer su papelón.

Cuanto el hombre es más salvaje
trata pior a la mujer;
yo no sé que pueda haber
sin ella dicha ni goce:
¡feliz el que la conoce
y logra hacerse querer!

Todo el que entiende la vida
busca a su lao los placeres;
justo es que las considere
el hombre de corazón;
sólo los cobardes son
valientes con sus mujeres.

Pa servir a un desgraciao
pronta la mujer está;
cuando en su camino va
no hay peligro que la asuste;
ni hay una a quien no le guste
una obra de caridá.

No se hallará una mujer
a la que esto no le cuadre;
yo alabo al Eterno Padre,
no porque las hizo bellas,
sino porque a todas ellas
les dio corazón de madre.

Es piadosa y diligente
y sufrida en los trabajos:
tal vez su valer rebajo
aunque la estimo bastante;
mas los indios inorantes
la tratan al estropajo.

Echan la alma trabajando
bajo el más duro rigor;
el marido es su señor;
como tirano la manda
porque el indio no se ablanda
ni siquiera en el amor.


No tiene cariño a naides
ni sabe lo que es amar;
¡ni qué se puede esperar
de aquellos pechos de bronce!
yo los conocí al llegar
y los calé dende entonces.

Mientras tiene qué comer
permanece sosegao;
yo, que en sus toldos he estao
y sus costumbres oservo,
digo que es como aquel cuervo
que no volvió del mandao.

Es para él como juguete
escupir un crucifijo;
pienso que Dios los maldijo
y ansina el ñudo desato;
el indio, el cerdo y el gato,
redaman sangre del hijo.

Mas ya con cuentos de pampas
no ocuparé su atención;
debo pedirles perdón,
pues sin querer me distraje,
por hablar de los salvajes
me olvidé de la junción.

Hacen un cerco de lanzas,
los indios quedan ajuera;
dentra la china ligera
como yeguada en la trilla,
y empieza allí la cuadrilla
a dar güeltas en la era.

A un lao están los caciques,
capitanejos y el trompa
tocando con toda pompa
como un toque de fajina;
adentro muere la china,
sin que aquel círculo rompa.

Muchas veces se les oyen
a las pobres los quejidos,
mas son lamentos perdidos;
al rededor del cercao,
en el suelo, están mamaos
los indios, dando alaridos.

Su canto es una palabra
y de áhi no salen jamás;
llevan todas el compás,
ioká-ioká repitiendo;
me parece estarlas viendo
más fieras que Satanás.


Al trote dentro del cerco,
sudando, hambrientas, juriosas,
desgreñadas y rotosas,
de sol a sol se lo llevan:
bailan, aunque truene o llueva,
cantando la mesma cosa.

VI

El tiempo sigue en su giro
y nosotros solitarios;
de los indios sanguinarios
no teníamos qué esperar;
el que nos salvó al llegar
era el más hospitalario.

Mostró noble corazón,
cristiano anhelaba ser;
la justicia es un deber
y sus méritos no callo;
nos regaló unos caballos
y a veces nos vino a ver.

A la voluntá de Dios
ni con la intención resisto,
él nos salvó... pero, ¡ah Cristo!
muchas veces he deseado
no nos hubiera salvado
ni jamás haberlo visto.

Quien recibe beneficios
jamás los debe olvidar;
y al que tiene que rodar
en su vida trabajosa
le pasan a veces cosas
que son duras de pelar.

Voy dentrando poco a poco
en lo triste del pasaje;
cuando es amargo el brebaje
el corazón no se alegra;
dentró una virgüela negra
que los diezmó a los salvajes.

Al sentir tal mortandá
los indios desesperaos
gritaban alborotaos:
"Cristiano echando gualicho"
no quedó en los toldos bicho
que no salió redotao.

Sus remedios son secretos;
los tienen las adivinas;
no los conocen las chinas
sino alguna ya muy vieja,
y es la que los aconseja,
con mil embustes, la indina.


Allí soporta el paciente
las terribles curaciones
pues a golpes y estrujones
son los remedios aquéllos;
lo agarran de los cabellos
y le arrancan los mechones.

Les hacen mil herejías
que el presenciarlas da horror;
brama el indio de dolor
por los tormentos que pasa,
y untándoló todo en grasa
lo ponen a hervir al sol.

Y puesto allí boca arriba,
al rededor le hacen fuego;
una china viene luego
y al óido le da de gritos;
hay algunos tan malditos
que sanan con este juego.

A otros les cuecen la boca
aunque de dolores cruja;
lo agarran y allí lo estrujan,
labios le queman y dientes
con un güevo bien caliente
de alguna gallina bruja.

Conoce el indio el peligro
y pierde toda esperanza;
si a escapárseles alcanza
dispara como una liebre;
le da delirios la fiebre
y ya le cain con la lanza.

Esas fiebres son terribles,
y aunque de esto no disputo
ni de saber me reputo,
será decíamos nosotros,
de tanta carne de potro
como comen estos brutos.

Había un gringuito cautivo
que siempre hablaba del barco
y lo augaron en un charco
por causante de la peste;
tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.

Que le dieran esa muerte
dispuso una china vieja;
y aunque se aflije y se queja,
es inútil que resista:
ponía el infeliz la vista
como la pone la oveja.


Nosotros nos alejamos
para no ver tanto estrago;
Cruz sentía los amagos
de la peste que reinaba,
y la idea nos acosaba
de volver a nuestros pagos.

Pero contra el plan mejor
el destino se revela:
¡la sangre se me congela!
el que nos había salvado,
cayó también atacado
de la fiebre y la virgüela.

No podíamos dudar
al verlo en tal padecer
el fin que había de tener
y Cruz, que era tan humano,
"vamos me dijo, paisano,
"a cumplir con un deber".

Fuimos a estar a su lado
para ayudarlo a curar;
lo vinieron a buscar
y hacerle como a los otros;
lo defendimos nosotros,
no lo dejamos lanciar.

Iba creciendo la plaga
y la mortandá seguía;
a su lado nos tenía
cuidándoló con pacencia,
pero acabó su esistencia
al fin de unos pocos días.

El recuerdo me atormenta,
se renueva mi pesar;
me dan ganas de llorar,
nada a mis penas igualo;
Cruz también cayó muy malo
ya para no levantar.

Todos pueden flgurarse
cuánto tuve que sufrir;
yo no hacía sino gemir
y aumentaba mi aflición
no saber una oración
pa ayudarlo a bien morir.

Se le pasmó la virgüela
y el pobre estaba en un grito;
me recomendó un hijito
que en su pago había dejado.
"Ha quedado abandonado,
"me dijo, aquel pobrecito.


"Si vuelve, búsquemeló,
"me repetía a media voz,
"en el mundo éramos dos,
"pues él ya no tiene madre:
"que sepa el fin de su padre
"y encomiende mi alma a Dios."

Lo apretaba contra el pecho
dominao por el dolor,
era su pena mayor
el morir allá entre infieles;
sufriendo dolores crueles
entregó su alma al Criador.

De rodillas a su lado
yo lo encomendé a Jesús;
faltó a mis ojos la luz,
tuve un terrible desmayo;
cái como herido del rayo
cuando lo vi muerto a Cruz.

VII

Aquel bravo compañero
en mis brazos espiró;
hombre que tanto sivió,
varón que fue tan prudente,
por humano y por valiente
en el desierto murió.

Y yo, con mis propias manos,
yo mesmo lo sepulté;
a Dios por su alma rogué,
de dolor el pecho lleno,
y humedeció aquel terreno
el llanto que redamé.

Cumplí con mi obligación;
no hay falta de que me acuse,
ni deber de que me escuse,
aunque de dolor sucumba:
allá señala su tumba
una cruz que yo le puse.

Andaba de toldo en toldo
y todo me fastidiaba;
el pesar me dominaba,
y entregao al sentimiento,
se me hacía cada momento
óir a Cruz que me llamaba.

Cual más, cual menos, los criollos
saben lo que es amargura;
en mi triste desventura
no encontraba otro consuelo
que ir a tirarme en el suelo
al lao de su sepoltura.


Allí pasaba las horas
sin saber naides conmigo
teniendo a Dios por testigo,
y mis pensamientos fijos
en mi mujer y mis hijos.
en mi pago y en mi amigo.

Privado de tantos bienes
y perdido en tierra ajena
parece que se encadena
el tiempo y que no pasara
como si el sol se parara
a contemplar tanta pena.

Sin saber qué hacer de mí
y entregado a mi aflición,
estando allí una ocasión
del lado que venía el viento
oí unos tristes lamentos
que llamaron mi atención.

No son raros los quejidos
en los toldos del salvaje
pues aquél es vandalaje
donde no se arregla nada
sinó a lanza y puñalada,
a bolazos y a coraje.

No preciso juramento,
deben crerle a Martín Fierro:
ha visto en ese destierro
a un salvaje que se irrita,
degollar una chinita
y tirárselá a los perros.

He presenciado martirios,
he visto muchas crueldades.
crímenes y atrocidades
que el cristiano no imagina;
pues ni el indio ni la china
sabe lo que son piedades.

Quise curiosiar los llantos
que llegaban hasta mí;
al punto me dirigí
al lugar de ande venían.
¡Me horrorisa todavía
el cuadro que descubrí!

Era una infeliz mujer
que estaba de sangre llena,
y como una Madalena
lloraba con toda gana;
conocí que era cristiana
y ésto me dio mayor pena.


Cauteloso me acerqué
a un indio que estaba al lao,
porque el pampa es desconfiao
siempre de todo cristiano,
y vi que tenía en la mano
el rebenque ensangrentao.

VIII

Mas tarde supe por ella,
de manera positiva,
que dentró una comitiva
de pampas a su partido,
mataron a su marido
y la llevaron cautiva.

En tan dura servidumbre
hacían dos años que estaba;
un hijito que llevaba
a su lado lo tenía;
la china la aborrecía
tratándolá como esclava.

Deseaba para escaparse
hacer una tentativa,
pues a la infeliz cautiva
naides la va a redimir,
y allí tiene que sufrir
el tormento mientras viva.

Aquella china perversa,
dende el punto que llegó,
crueldá y orgullo mostró
porque el indio era valiente;
usaba un collar de dientes
de cristianos que él mató.

La mandaba trabajar,
poniendo cerca a su hijito,
tiritando y dando gritos
por la mañana temprano,
atado de pies y manos
lo mesmo que un corderito.

Ansí le imponía tarea
de juntar leña y sembrar
viendo a su hijito llorar;
y hasta que no terminaba,
la china no la dejaba
que le diera de mamar.

Cuando no tenían trabajo
la emprestaban a otra china.
"Naides, decía, se imagina
"ni es capaz de presumir
"cuánto tiene que sufrir
la infeliz que está cautiva."


Si ven crecido a su hijito,
como de piedá no entienden,
y a súplicas nunca atienden,
cuando no es éste es el otro,
se lo quitan y lo venden
o lo cambian por un potro.

En la crianza de los suyos
son bárbaros por demás;
no lo había visto jamás;
en una tabla los atan,
los crían ansí, y les achatan
la cabeza por detrás.

Aunque esto parezca estraño,
ninguno lo ponga en duda:
entre aquélla gente ruda,
en su bárbara torpeza,
es gala que la cabeza
se les forme puntiaguda.

Aquella china malvada
que tanto la aborrecía,
empezó a decir un día,
porque falleció una hermana,
que sin duda la cristiana
le había echado brujería.

El indio la sacó al campo
y la empezó a amenazar;
que le había de confesar
si la brujería era cierta;
o que la iba a castigar
hasta que quedara muerta.

Llora la pobre afligida,
pero el indio, en su rigor,
le arrebató con furor
al hijo de entre sus brazos,
y del primer rebencazo
la hizo crugir de dolor.

Que aquel salvaje tan cruel
azotándolá seguía;
más y más se enfurecía
cuanto más la castigaba,
y la infeliz se atajaba,
los golpes como podía.

Que le gritó muy furioso:
"Confechando no querés"
la dio vuelta de un revés,
y por colmar su amargura,
a su tierna criatura
se la degolló a los pies.


"Es incréible, me decía,
que tanta fiereza esista;
no habrá madre que resista;
aquel salvaje inclemente
cometió tranquilamente
aquel crimen a mi vista."

Esos horrores tremendos
no los inventa el cristiano:
"ese bárbaro inhumano,
sollozando me lo dijo,
me amarró luego las manos
con las tripitas de mi hijo".

IX

De ella fueron los lamentos
que en mi soledá escuché;
en cuanto al punto llegué
quedé enterado de todo;
al mirarla de aquel modo
ni un istante tutubié.

Toda cubierta de sangre
aquella infeliz cautiva,
tenía dende abajo arriba
la marca de los lazazos;
sus trapos hechos pedazos
mostraban la carne viva.

Alzó los ojos al cielo
en sus lágrimas bañada;
tenía las manos atadas;
su tormento estaba claro;
y me clavó una mirada
como pidiéndomé amparo.

Yo no sé lo que pasó
en mi pecho en ese istante;
estaba el indio arrogante
con una cara feroz:
para entendernos los dos
la mirada fue bastante.

Pegó un brinco como gato
y me ganó la distancia;
aprovechó esa ganancia
como fiera cazadora,
desató las boliadoras
y aguardó con vigilancia.

Aunque yo iba de curioso
y no por buscar contienda,
al pingo le até la rienda,
eché mano, dende luego,
a éste que no yerra fuego,
y ya se armó la tremenda.


El peligro en que me hallaba
al momento conocí;
nos mantuvimos ansí,
me miraba y lo miraba;
yo al indio le desconfiaba
y él me desconfiaba a mí-

Se debe ser precavido
cuando el indio se agasape:
en esa postura el tape
vale por cuatro o por cinco:
como el tigre es para el brinco
y fácil que a uno lo atrape.

Peligro era atropellar
y era peligro el juir,
y más peligro seguir
esperando de este modo,
pues otros podían venir
y carniarme allí entre todos.

A juerza de precaución
muchas veces he salvado,
pues en un trance apurado
es mortal cualquier descuido;
si Cruz hubiera vivido
no habría tenido cuidado.

Un hombre junto con otro
en valor y en juerza crece;
el temor desaparece,
escapa de cualquier trampa:
entre dos, no digo a un pampa,
a la tribu si se ofrece.

En tamaña incertidumbre,
en trance tan apurado,
no podía, por de contado,
escaparme de otra suerte
sino dando al indio muerte
o quedando allí estirado.

Y como el tiempo pasaba
y aquel asunto me urgía,
viendo que él no se movía,
me fui medio de soslayo
como a agarrarle el caballo
a ver si se me venía.

Ansí fue, no aguardó más,
y me atropelló el salvaje;
es preciso que se ataje
quien con el indio pelée;
el miedo de verse a pie
aumentaba su coraje.


En la dentrada no más
me largó un par de bolazos:
uno me tocó en un brazo;
si me da bien me lo quiebra,
pues las bolas son de piedra
y vienen como balazo.

A la primer puñalada
el pampa se hizo un ovillo:
era el salvaje más pillo
que he visto en mis correrías,
y, a más de las picardías,
arisco para el cuchillo.

Las bolas las manejaba
aquel bruto con destreza,
las recogía con presteza
y me las volvía a largar
haciéndomelás silbar
arriba de la cabeza.

Aquel indio, como todos,
era cauteloso ... ¡aijuna!
áhi me valió la fortuna
de que peliando se apotra:
me amenazaba con una
y me largaba con otra.

Me sucedió una desgracia
en aquel percance amargo;
en momento que lo cargo
y que él reculando va,
me enredé en el chiripá
y cái tirao largo a largo.

Ni pa encomendarme a Dios
tiempo el salvaje me dio;
cuanto en el suelo me vio
me saltó con ligereza;
juntito de la cabeza
el bolazo retumbó.

Ni por respeto al cuchillo
dejó el indio de apretarme;
allí pretende ultimarme
sin dejarme levantar,
y no me daba lugar
ni siquiera a enderezarme.

De balde quiero moverme:
aquel indio no me suelta;
como persona resuelta,
toda mi juerza ejecuto,
pero abajo de aquel bruto
no podía ni darme güelta.


¡Bendito Dios poderoso!
Quién te puede comprender
cuando a una débil mujer
le diste en esa ocasión
la juerza que en un varón
tal vez no pudiera haber.

Esa infeliz tan llorosa
viendo el peligro se anima;
como una flecha se arrima
y, olvidando su aflición,
le pegó al indio un tirón
que me lo sacó de encima.

Ausilio tan generoso
me libertó del apuro;
si no es ella, de siguro
que el indio me sacrifica,
y mi valor se duplica
con un ejemplo tan puro.

En cuanto me enderecé
nos volvimos a topar;
no se podía descansar
Y me chorriaba el sudor;
en un apuro mayor
jamás me he vuelto a encontrar.

Tampoco yo le daba alce
como deben suponer;
se había aumentado mi quehacer
para impedir que el brutazo
Ie pegara algún bolazo.
de rabia, a aquella mujer.

La bola en manos del indio
es terrible, y muy ligera;
hace de ella lo que quiera,
saltando como una cabra:
mudos, sin decir palabra,
peliábamos como fieras.

Aquel duelo en el desierto
nunca jamás se me olvida;
iba jugando la vida
con tan terrible enemigo.
teniendo allí de testigo
a una mujer afligida.

Cuanto él más se enfurecía,
yo más me empiezo a calmar;
mientras no logra matar
el indio no se desfoga;
al fin le corté una soga
y lo empecé aventajar.


Me hizo sonar las costillas
de un bolazo aquel maldito;
y al tiempo que le di un grito
y le dentro como bala
pisa el indio y se refala
en el cuerpo del chiquito.

Para esplicar el misterio
es muy escasa mi cencia:
lo castigó, en mi concencia
su Divina Majestá
donde no hay casualidá
suele estar la Providencia.

En cuanto trastabilló,
más de firme lo cargué.
y aunque de nuevo hizo pie
lo perdió aquella pisada,
pues en esa atropellada
en dos partes lo corté.

Al sentirse lastimao
se puso medio afligido;
pero era indio decidido,
su valor no se quebranta;
le salían de la garganta
como una especie de aullidos.

Lastimao en la cabeza
la sangre lo enceguecía;
de otra herida le salía
haciendo un charco ande estaba;
con las pies la chapaliaba
sin aflojar todavía.

Tres figuras imponentes
formábamos aquel terno:
ella en su dolor materno,
yo con la lengua dejuera
y el salvaje, como fiera
disparada del infierno.

Iba conociendo el indio
que tocaban a degüello;
se le erizaba el cabello
y los ojos revolvía;
los labios se le perdían
cuando iba a tomar resuello.

En una nueva dentrada
le pegué un golpe sentido,
y al verse ya mal herido,
aquel indio furibundo
lanzó un terrible alarido
que retumbó como un ruido
si se sacudiera el mundo.


Al fin de tanto lidiar,
en el cuchillo lo alcé,
en peso lo levanté
aquel hijo del desierto,
ensartado lo llevé,
y allá recién lo largué
cuando ya lo senti muerto.

Me persiné dando gracias
de haber salvado la vida;
aquella pobre afligida
de rodillas en el suelo,
alzó sus ojos al cielo
sollozando dolorida.

Me hinqué también a su lado
a dar gracias a mi santo:
en su dolor y quebranto
ella a la madre de Dios
le pide, en su triste llanto,
que nos ampare a los dos.

Se alzó con pausa de leona
cuando acabó de implorar,
y sin dejar de llorar
envolvió en unos trapitos
los pedazos de su hijito
que yo le ayudé a juntar.

X

Dende ese punto era juerza
abandonar el desierto,
pues me hubieran descubierto,
y, aunque lo maté en pelea,
de fijo que me lancean
por vengar al indio muerto.

A la afligida cautiva
mi caballo le ofrecí:
era un pingo que alquirí,
y donde quiera que estaba
en cuanto yo lo silbaba
venía a refregarse a mí.

Yo me le senté al del pampa;
era un escuro tapao;
cuando me hallo bien montao
de mis casillas me salgo;
y era un pingo como galgo,
que sabía correr boliao.

Para correr en el campo
no hallaba ningún tropiezo:
los ejercitan en eso
y los ponen como luz
de dentrarle a un avestruz
y boliar bajo el pescuezo.


El pampa educa al caballo
como para un entrevero;
como rayo es de ligero
en cuanto el indio lo toca;
y, como trompo, en la boca
da gültas sobre de un cuero.

Lo varea en la madrugada;
jamás falta a este deber;
luego lo enseña a correr
entre fangos y guadales;
ansina esos animales
es cuanto se puede ver.

En el caballo de un pampa
no hay peligro de rodar,
¡jue pucha! y pa disparar
es pingo que no se cansa;
con prolijidá lo amansa
sin dejarlo corcobiar.

Pa quitarle las cosquillas
con cuidao lo manosea;
horas enteras emplea,
y, por fin, sólo lo deja,
cuando agacha las orejas
y ya el potro ni cocea.

Jamás le sacude un golpe
porque lo trata al bagual
con pacencia sin igual;
al domarlo no le pega,
hasta que al fin se le entrega
ya dócil el animal.

Y aunque yo sobre los bastos
me sé sacudir el polvo,
a esa costumbre me amoldo;
con pacencia lo manejan
y al día siguiente lo dejan
rienda arriba junto al toldo.

Ansí todo el que procure
tener un pingo modelo,
lo ha de cuidar con desvelo,
y debe impedir también
el que de golpes le den
o tironén en el suelo.

Muchos quieren dominarlo
con el rigor y el azote,
y si ven al chafalote
que tiene trazas de malo,
lo embraman en algún palo
hasta que se descogote.


Todos se vuelven pretestos
y güeltas para ensillarlo:
dicen que es por quebrantarlo,
mas compriende cualquier bobo
que es de miedo del corcobo
y no quieren confesarlo.

El animal yeguarizo
(perdónenmé esta alvertencia)
es de mucha conocencia
y tiene mucho sentido;
es animal consentido:
lo cautiva la pacencia.

Aventaja a los demás
el que estas cosas entienda;
es bueno que el hombre aprienda,
pues hay pocos domadores
y muchos frangoyadores
que anda de bozal y rienda.

Me vine, como les digo,
trayendo esa compañera;
marchamos la noche entera,
haciendo nuestro camino
sin más rumbo que el destino,
que nos llevara ande quiera.

Al muerto, en un pajonal
había tratao de enterrarlo.
y, después de maniobrarlo,
lo tapé bien con las pajas,
para llevar de ventaja
lo que emplean en hallarlo.

En notando nuestra ausencia
nos habían de perseguir.
y, al decidirme a venir,
con todo mi corazón
hlce la resoluclón
de peliar hasta morir.

Es un peligro muy serio
cruzar juyendo el desierto:
muchísimos de hambre han muerto,
pues en tal desasosiego
no se puede ni hacer fuego
para no ser descubierto.

Sólo el albitrio del hombre
puede ayudarlo a salvar;
no hay auxilio que esperar,
sólo de Dios hay amparo:
en el desierto es muy raro
que uno se pueda escapar.


¡Todo es cielo y horizonte
en inmenso campo verde!
¡Pobre de aquél que se pierde
o que su rumbo estravea!
Si alguien cruzarlo desea
este consejo recuerde.

Marque su rumbo de día
con toda fidelidá;
marche con puntualidá
siguiéndoló con fijeza,
y, si duerme, la cabeza
ponga para el lao que va.

Oserve con todo esmero
adonde el sol aparece;
si hay neblina y le entorpece
y no lo puede oservar,
guárdese de caminar,
pues quien se pierde perece.

Dios les dió istintos sutiles
a toditos los mortales;
el hombre es uno de tales,
y en las llanuras aquéllas
lo guían el sol, las estrellas,
el viento y los animales.

Para ocultarnos de día
a la vista del salvaje
ganábamos un paraje
en que algún abrigo hubiera,
a esperar que anocheciera
para seguir nuestro viaje.

Penurias de toda clase
y miserias padecimos;
varias veces no comimos
o comimos carne cruda;
y en otras, no tengan duda,
con réices nos mantuvimos.

Después de mucho sufrir
tan peligrosa inquietú,
alcanzamos con salú
a divisar una sierra,
y al fin pisamos la tierra
en donde crece el ombú.

Nueva pena sintió el pecho
por Cruz, en aquel paraje,
y en humilde vasallaje,
a la majestá infinita,
besé esta tierra bendita
que ya no pisa el salvaje.


Al fln la misericordia
de Dios nos quiso amparar;
es preciso soportar
los trabajos con costancia:
alcanzamos a una estancia
después de tanto penar.

Ahi mesmo me despedí
de mi infeliz compañera.
"Me voy -le dije- ande quiera,
aunque me agarre el gobierno,
pues infierno por infierno,
prefiero el de la frontera".

Concluyo esta relación,
ya no puedo continuar.
permítanmé descansar:
están mis hijos presentes.
Y yo ansiosos porque cuenten
lo que tengan que contar.


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