Abrazada, ahí, donde todos cagan y mean, manchando sus rodillas por la mugre del piso del baño; ora escupe una suerte de espuma, ora se mete los dedos en la garganta. Ese ritual de invocación visceral da sus frutos: el vaticinado vómito acude. Primero un lento golpe en la boca del estómago, luego yogur ácido en el cuello, por último la evacuación poderosa, esos remanentes de comida (probablemente pizza o hamburguesas) flotando semi sólidos en el inodoro, que nunca había perdido tanto su olor a heces.

Desvanecida, se tira en el pasillo. Llega a estar tan sensible que la rotación del planeta siente a velocidades infernales. Una linda forma de escaparse del mundo, de olerle la túnica negra a la muerte. Recuerda, como en sueños, señoras tan respetables como frígidas, y menos frígidas que hipócritas que durante toda su vida le dijeron que las mujeres no deben hacer esas cosas, emborracharse, fornicar. Estaba borracha, borracha la puerca. Puerca. Puta.

Si bien el mareo ya había pasado, seguía tirada en el piso. Ayudándose con las paredes, se incorpora. El Poeta estaba recostado o durmiendo en su cama. Esa cama que antes que llegara él era tan cuadrada…

Se veía tan lindo, como un nene que jugó a la pelota todo el día y que se abriga de la noche con el beso de la madre. Beatriz se acerca hacia su amante, le da un beso en la frente. ¿Para qué molestarlo? Optó por ir a echarse, en actitud canina, sobre toda la ropa sucia que estaba en el suelo. “Perra… Él siempre me dice perra cuando me está por someter. Lo detesto, pero lo necesita para excitarse”.

Se durmió con las manos dentro del pantalón, en la entrepierna, para darse más calor.