Su desencanto, sus idas y vueltas mentales, la vergüenza hicieron que este individuo, al que la banda de bribones sólo se limitaba a llamarlo "C", se introdujese en semejante brete del que le resultaría harto difícil salir.

C, quien debía este apelativo a la primer letra de su apellido, que bien podía ser Capria o Caprari (incluso hasta él mismo empezaba a olvidarse de su nombre paterno), con astuta y descarada hipocresía se había infiltrado en ese grupete de gente despreciable sólo para huir del hastío cotidiano. Fingió con sobriedad el asco particular que le infundía B, a quien siempre trataba de parecerle agradable, pero del que nunca se privaba de emitirle comentarios ambiguos acerca de su sexualidad delante de todo el mundo.

Pero ahora, ahora que la cosa iba en serio y estaba bien jodida, se comenzaba a preguntar por qué demonios se dejó llevar por el orgullo.

"Mierda", se decía, "¿Para qué mierda tendré que haber escuchado esa frase que decía: 'En este siglo cualquier estudiantito se cree un ruso suicida'? Me desafió el orgullo, pero ¡Qué mierda! ¡Cómo me iría corriendo en este instante! ¿Qué me puede importar que estos mediocres me llamen cobarde, si me estoy salvando el culo?"