Muchas veces uno se deja llevar por la mayoría. Se es arrastrado por la corriente y al mirar hacia atrás uno advierte que se ha convertido en un ser extraño. C estaba cercado por la policía. A su lado estaban sus compañeros. Cada historial era peor que el anterior, y C sabía que sólo un milagro podría salvarlo. Recordó la relación con su hermano. El siempre le decía que no se metiera en esos quilombos, pero como le resultaban divertidos no le había hecho caso y ahora que no había vuelta atrás le hubiese gustado haberlo escuchado en su momento.

Ahora ya no importaba el orgullo. El no quería actuar como el personaje de ese cuento que moría en una discusión política para demostrar que tenía razón al decir que determinada persona era un estafador, diciendo “no muera yo si esa persona no es una estafadora” antes de caer al piso fulminado. Esa cuestión de defender el orgullo aún ante la posibilidad de morir le resultaba en estos momentos absurda.

C declaró lo que supo que le sería más conveniente. Que nada había pasado, que no conocía bien a las otras personas, que habían estado allí simplemente reunidos para pasar el tiempo, que no tenía idea quién era B y que mucho menos sabía su nombre, etc., etc. Sólo mentiras. Tras cada una de esas afirmaciones se escondía una realidad distinta pero que era mejor ocultar. Después de todo, ocultar ¿no es también un derecho?

Cuando C había mirado la habitación por última vez antes de que lo trasladaran a la comisaría, uno de los policías le había guiñado el ojo a él y a los suyos. Entendió que quizás ese policía era del palo y los sacaría del problema a cambio de un precio. Quizás incluso había sido previamente contratado por B, que siempre estaba en todo. Aun así, su salvación no lo haría cambiar de opinión. Esto se había terminado. Al salir de la comisaría se alejaría de los negocios sucios y conseguiría algún trabajo legítimo. Por el momento lo importante era ver qué hacer para salir del problema.