El bar tenía tez oscura. Inútil hubiese sido el esfuerzo de leer un libro allí adentro. Inútil el esfuerzo de determinar el color de las paredes. Los cigarrillos habían formado una atmósfera de humareda. El olor al tabaco y a la humedad tenían un papel preponderante. Sentados en una mesa (y no digo “en” en vez de “a” por error sino porque la masa hablante es más fuerte que cualquier gramática) estaban los dos recién conocidos probando sus primeras largas conversaciones cuando a Beatriz se le ocurrió decir que le gustaba la poesía. El Poeta, que en esa época no tenía esa vocación aún desarrollada, tenía un interés intuitivo por la materia y pidió a su interlocutora que le recitara los versos que recordara. Fue entonces cuando entre la música, el ruido de copas, los murmullos, las risas y otras yerbas, se escabulló íntimo el susurro dulce de la voz de Beatriz recitando en la cadencia perfecta, la tonalidad más hermosa jamás oída y las pausas justas los bellos versos de “El manjar”, que Crito Barrios había escrito en una noche solitaria en un tiempo que ya no era. Estupefacto, el Poeta vio pasar delante de sus ojos su nuevo nacimiento. La boca de Beatriz, de donde habían salido tan hermosas palabras se asoció en su mente a un verdadero manjar, y antes de retirarse del bar esa noche, el Poeta decidió hacerle a ella una proposición.