-Hola mi amor, ¿cómo te llamas?- la voz como un susurro edulcorado es ley cuando se trata de dar la bienvenida al dinero. Es un recurso indispensable; como las luces intencionadamente violáceas que todo lo sumen en penumbras; como el vestuario vulgarmente obsceno que excita más la imaginación que la vista. Olga, con sus cientos de kilómetros recorridos lo sabía, y una y mil veces lo repetía a las chicas nuevas. “Los hombres que nos vienen a ver –solía explicar- no son adinerados, pero siguen siendo hombres. Ellos no quieren ver mulatas de carnes caídas que se parezcan a sus esposas o a sus madres. Pero no tienen dinero para otra cosa, por eso –cuando llegaba a esta parte siempre ponía tono de maestra de tercer grado- nosotras los tratamos como si fuesen el hombre más hermoso, viril y simpático del mundo; por eso no dejamos que nos vean a la luz del día; por eso nos vestimos con estas ropas de pordioseras. Si nos compran la telenovela, vuelven. Así que, chicas, no escatimen recursos ni sean asquerosas. Piensen, yo podré tener el culo hecho una lástima después de tantos años, pero también tengo casa propia.” Las chicas, en su mayoría jovencitas del interior pobre que llegaron a la capital con el sueño del progreso a sus espaldas, admiraban esta clase de discursos que las hacía evaluar sus posibilidades. Casi siempre eran pocas las opciones que barajaban: -mantengo mi agujero de un diámetro estándar y reduzco a su vez el tamaño de mi estómago, o desquicio mi agujero a diario y mantengo mi estómago de un diámetro estándar.- La primera opción era la más digna, la segunda la más humana. Y en Virgo era tradición lucrar con la humanidad de las personas.
La tormenta persistente de los últimos días había alejado a los clientes ocasionales –principal fuente de ingresos de Virgo-, por eso, el que apareciese ese hombre de traje ligeramente raído y bigote abundante fue una bendición del cielo. Olga había puesto en su lugar de un sopapo a la pendeja que salió corriendo de la cocina a recibirlo. Ella ganaba en antigüedad y experiencia, la comisión le correspondía por derecho. Sin embargo, aquella noche toda su experiencia en materia de gustos masculinos no le serviría de nada.
-A usted mi nombre no le interesa- replicó fríamente el extraño desde la fronda de su bigote. –Estoy buscando a B, sé que regentea este antro. Hágalo venir.
A Olga se le estremecieron las nalgas de sólo pensar como la trataría B si ella lo interrumpía en una de sus extensas sesiones de amor con Nicky. Como no era la primera vez que algún maricón masoquista preguntaba por B, y como sabía que era B quien mandaba a llamar a sus maricones y no al revés, Olga insistió en sus faenas de dulzura y palabras insinuantes, haciendo caso omiso a la reconvención del extraño. Quizás pudiese sacarle unos pesos.
-Pareces tenso mi vida. Y yo acá soy la masajista estrella- luego tomó la mano del extraño, fría y resbaladiza como la piel de un reptil. –Vení mi amor, pasa por acá, yo te voy a hacer sentir bien- Cuando Olga, con las manos aún enlazadas a las del otro, se dio vuelta con la intención de alcanzar una de las habitaciones, un golpe secó le aturdió la cabeza. Enfurecida por el arrebato del loco de traje raído levantó el puño para contraatacar. Asomada al bolsillo izquierdo del saco, Olga alcanzó a divisar una placa de policía. El estampido del revólver se adelantó a su sorpresa.