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Curso
Alejandro
Salazar
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En los inicios de la
democracia española el funcionamiento de la Justicia ya era objeto de
reproches. La ciudadanía censuraba su lentitud; los propios miembros de
la Judicatura se quejaban de la falta de recursos humanos y materiales. En
suma, el panorama no resultaba muy alentador para un Estado que pretendía
equipararse a los parámetros de lo que, por entonces, era la Comunidad
Económica Europea. En la última década la opinión pública, auténtico
termómetro que mide el grado de insatisfacción experimentado por una
sociedad en los asuntos que le atañe, imputa a la actividad judicial un
defecto de mayor gravedad que los citados: su politización. Y es que
cuando uno estaba a punto de creerse esa engañifa de que el Estado de
Derecho garantiza la división de poderes y la tutela judicial,
constituyendo la forma política más perfecta conocida por la Humanidad,
resulta que se descubren las imperfecciones del sistema.
La situación ha sido y
es tan delicada, que los dos partidos políticos mayoritarios en el
escenario nacional han llegado a un acuerdo para despolitizar la Justicia,
consolidar la separación de poderes y agilizar y modernizar el
funcionamiento de los Juzgados y Tribunales, entendido, éste, como un
servicio al ciudadano. Sin embargo, no debemos olvidar que el bochornoso
espectáculo que ofrece hoy la Judicatura tiene su origen en la Ley Orgánica
del Poder Judicial de 1 de julio de 1985, promulgada durante la primera
legislatura con mayoría absoluta socialista en el Parlamento. Por tanto,
el socialismo viene a enmendar ahora el borrón que protagonizó hace unos
años. La referida Ley supuso el golpe de Estado más clamoroso perpetrado
contra el constitucionalismo español, contando con la aquiescencia y
beneplácito de los ciudadanos que ignoraron la tropelía que con esa
norma se cometía.
Con anterioridad a esta
disposición, la elección de los veinte vocales del Consejo General del
Poder Judicial, se realizaba de la siguiente manera: doce por el propio
Poder Judicial, y ocho por las dos Cámaras, cuatro por el Congreso y
cuatro por el Senado. Se garantizaba, así, cierta hegemonía de los
Jueces a la hora de la designación de su órgano de gobierno. A partir de
la Ley Orgánica, obra del “rodillo” socialista, el sistema de elección
se modifica, de forma que los veinte vocales se eligen por las Cortes,
diez el Congreso y diez el Senado. Dado que en ambas Cámaras, el PSOE
disfrutaba de mayoría absoluta, el resultado fue la quiebra de la
independencia de la Magistratura como principio básico que ha de regir su
actuación. El partido gobernante controlaba el ejecutivo, el legislativo
y el judicial. Indudablemente, el barón de Montesquieu, el padre de la
teoría de la división de poderes, había muerto. La ausencia de autonomía
en la Jurisdicción acarreó la corrupción y la politización de la
Justicia.
La sociedad española
lleva padeciendo la corrupción judicial durante más de quince años. Los
ciudadanos hemos sido testigos de cómo el higiénico reducto de la
Justicia comenzaba a contaminarse por los vientos nocivos e insalubres que
soplan del exterior. El mundo judicial se ha convertido en un teatro de títeres
y marionetas que se mueven al son que marca la bulliciosa y viciada
orquesta de la política, subvirtiendo su recto e imparcial criterio
jurisdiccional. Las resoluciones de los Tribunales recaídas en los
procesos de financiación ilegal de los partidos políticos, de malversación
de fondos públicos, y de creación de banda armada y terrorismo de
Estado, en los que se han visto implicados dirigentes políticos,
constituyen un síntoma de la grave enfermedad que sufre la Justicia española.
Más recientemente, la sentencia del Tribunal Supremo condenando por
prevaricación al juez Gómez de Liaño, las contradicciones entre el juez
Garzón y los fiscales de la Audiencia Nacional en el asunto de la
extradición de Pinochet, incluso la sentencia del Tribunal Constitucional
poniendo en libertad a los miembros de Herri Batasuna y la decisión de
excarcelar al siniestro Pepe Rey, evidencian que algunos Jueces y
Magistrados interpretan la ley siguiendo un guión político y no
estrictamente jurídico. La ciega justicia es incapaz de ver como los
mezquinos y oscuros intereses políticos y personales manipulan los
limpios platillos de su balanza inclinándolos hacia el lado que más
conviene.
Así ha funcionado el
modelo judicial en España. Ahora, el Partido Popular y el Partido
Socialista han alcanzado un pacto en virtud del cual se pretende extirpar
el mal que anida en las salas de Justicia. La medida más relevante es que
el Parlamento seleccionará a ocho de los veinte miembros del CGPJ de
entre juristas de reconocido prestigio. Los doce restantes serán también
elegidos por las Cortes de entre los treinta y seis nombres propuestos por
la Judicatura a través de las asociaciones judiciales y los jueces no
afiliados. Además, también se prevén otros mecanismos para paliar los
demás defectos de la potestad jurisdiccional. Así, respecto a la
lentitud de la actividad judicial, el pacto anuncia la promulgación de
una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, que agilice procedimientos,
permita un enjuiciamiento inmediato de los delitos menos graves y
simplifique determinados trámites, evitando dilaciones indebidas al
objeto de procurar la resolución de la controversia en el menor tiempo
posible. En el aspecto económico, el acuerdo sobre la reforma judicial
propone un Plan Financiero de 250.000 millones de pesetas a fin de llevar
aumentar la dotación de recursos humanos y materiales. Asimismo, se
adoptan medidas sobre responsabilidad de los miembros del Poder Judicial.
Esperemos que con ellas se solvente otra imperfección más, como es la de
la vulneración del secreto sumarial por filtraciones a los medios de
comunicación.
En fin, que estamos ante
una encrucijada histórica para acabar con el pésimo funcionamiento del
servicio público más importante que ha de ofrecerse a los ciudadanos.
Ojalá que a partir de ahora la Justicia sea ciega e incorrupta.
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