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El infierno según Jerry Seinfeld
Por Ricardo Silva Romero

En el principio, Jerry Seinfeld sobre el escenario. Habla sobre la actitud que una vaca debería asumir ante la lluvia. Mientras las palabras salen de su boca, intenta controlar un ataque de risa que parece un castigo del cielo.

Una vez tuve una chaqueta de cuero que se arruinó con la lluvia. La pregunta es -dice-: ¿por qué la llovizna arruina el cuero?, ¿acaso las vacas no se la pasan afuera todo el tiempo? Cuando llueve las vacas no van al establo a gritar ¡déjennos entrar!, ¡estamos vestidas de cuero!, ¡abran la puerta!, ¡se nos va dañar la pinta!


Se queda en silencio y el público comienza a contagiarse de su risa. Entonces comienza un capítulo de Seinfeld. Poco a poco, aparecen los protagonistas. Son cuatro amigos crueles, inmaduros y superficiales. Cuatro neoyorquinos que, cuando están juntos, forman una especie de ser mayor, una especie de conciencia de la época en la que vivimos. Como en las ideas y la actitud de los Beatles -otro cuarteto que definió nuestros puntos cardinales-, nos vemos reflejados en sus traumas, sus envidias y sus dilemas diminutos.

Aparecen los cuatro. Discuten sobre los temas realmente importantes de la vida. ¿Por qué Superman usa los calzoncillos por fuera? ¿Por qué se le da tanta importancia a Cristóbal Colón como si nadie más hubiera podido descubrir América? ¿Por qué uno siempre suena como un estúpido en los contestadores automáticos? ¿Qué posibilidades hay de conseguir fotos de Luisa Lane empelota? ¿Por qué los hombres, cuando tienen en su poder el control remoto del televisor, tienden a pasar de un canal a otro sin mirar ninguno, mientras la mujeres, cuando manejan el aparato, insisten en analizar cada canal como si se tratara de averiguar un chisme?

Primero aparece George Constanza: es la oveja negra del mundo, un perdedor hipocondríaco, egoísta e inseguro. Está obsesionado con los baños, la pelea que mantiene con sus papás, las formas en que se puede evitar ir al trabajo y la idea de que su estadía en la tierra es un castigo que sólo puede soportarse por medio del sexo y del engaño. Es capaz de hacer lo peor para lograr sus objetivos: finge que es un inválido para conseguir el mejor baño, pasa por encima de ancianas y niños cuando se incendia un apartamento, orina en las duchas de un gimnasio y demanda a un hospital porque un suicida ha aterrizado sobre su carro.

Después está Elaine Benes: es la perfecta candidata para gobernar una dictadura. Es la única del grupo que ha logrado tener una carrera normal -es editora-, pero la que peor suerte tiene en el amor. Al parecer no ha podido superar a Seinfeld, su ex novio, y se involucra románticamente con una serie de psicópatas, paranoicos y deficientes mentales con el objetivo inconsciente de que la relación no funcione y así quede garantizada la supervivencia del cuarteto.

Más allá del bien y del mal está Cosmo Kramer: funciona en otra dimensión, ve conspiraciones por todas partes y, mientras el mundo se cae, planea una serie de inventos que desde su origen están condenados al fracaso. Es el vecino más abusivo que uno se pueda imaginar. Es una caricatura llena de tics que pretende crear un libro de mesa sobre los libros de mesa, un restaurante en donde uno haga su propia pizza, una flota de taxistas a pié para mejorar el tráfico de Nueva York, y un lente invertido que, en la puerta de entrada, permita ver lo que ocurre en los apartamentos.

Al final, por supuesto, está Jerry Seinfeld, el comediante, el único que no actúa porque se interpreta a sí mismo. Dice que es "el peor actor de la historia", pero nadie le cree. Es cierto que en todas las escenas parece a punto de reírse, pero no es su culpa. Es porque Julia Louis-Dreyfus, Jason Alexander y Michael Richards -Elaine, George y Kramer- son tres excelentes actores. Es porque es imposible estar al lado de ellos sin reírse. Julia Louis-Dreyfuss estudió teatro en Washington, se dio a conocer en Saturday Night Live, ha actuado con Woody Allen, Chevy Chase y Danny De Vito y es una especialista en construir paranoias y neurosis. Jason Alexander, ganador del premio Tony, ha actuado en películas como Mujer Bonita y The Paper, pero es más conocido como actor de Broadway. Michael Richards tiene, desde este mes, su propio show -The Michael Richards Show, una comedia policiaca-, y siempre se ha sentido cercano a la comedia física de Chaplin y Tati: estudió teatro en California y fue un comediante de clubes hasta cuando Billy Cristal lo llevó al cine y a la televisión.

En fin: Seinfeld, el actor, se ríe por culpa de sus brillantes compañeros, pero Seinfeld, el personaje, es el único del grupo que podría acercarse a la normalidad. Es un hombre que debate su vida entre Superman y las últimas marcas de cereales, un ser obsesionado con la limpieza, los juguetes, la vida de sus papás en Florida y la agresividad de sus vecinos. Es el único que puede darse el lujo de botar a una mujer, a cualquiera, porque se ríe demasiado, no se ríe, se ríe muy raro, tiene mal gusto para los comerciales, tiene manos de hombre, el ombligo parece una boquita, es muy agradable, se niega a dar masajes, no deja jugar con sus juguetes, ó tiene pechos falsos y una enfermedad incurable. Pero bueno: sus sarcasmos logran, al menos, que la locura del cuarteto no se desborde.

Seinfeld nació en Brooklyn y, según dice, su vida fue tan apacible que siempre pudo dedicarse a la observación del mundo. Nunca necesitó drogas ni alcohol porque "mi mamá ponía carpetas debajo de las matas y eso ya era demasiado". Un día, a los ocho años, descubrió a los comediantes frente a la pantalla de la televisión: "recuerdo que, ese día, mis papás me dijeron que el oficio de ese señor era pararse ahí a ser chistoso para la gente. Yo no podía creerlo. ¿Ese es todo su trabajo?, les pregunté. ¿Se están burlando de mí? Y ellos me dijeron: no, él se está burlando de nosotros".

Pasó por el Queens College, trabajó como vendedor telefónico de bombillos y negociante callejero de joyas, pero, según dice, nunca perdió de vista su meta: "toda mi vida he tratado de reírme o de hacer reír: estoy obsesionado con ese momento. Cuando uno se ríe se va de su cuerpo, deja el planeta: es una experiencia increíble. Todo el mundo busca buena comida, buen sexo y buenas carcajadas: son pequeñas islas en un mundo lleno de sufrimiento".

Se dedicó al oficio de la comedia en vivo y su reputación como un testigo lúcido de nuestro absurdo, muy pronto lo llevó a la televisión. En 1989, junto con Larry David, su amigo, les propuso a los ejecutivos de la NBC "hacer una comedia sobre nada". Y ese programa, inspirado en sus comentarios y su vida, lo convirtió, nueve años después, en el hombre mejor pagado del mundo del espectáculo. Seinfeld era, en su novena temporada, el programa más rentable de la televisión. La gente, en la calle, imitaba a sus cuatro personajes. Llevaba 169 episodios filmados y 45 premios internacionales, y había comprobado, de paso, que no era necesario que, al final del capítulo de una comedia de situaciones, los protagonistas se pidieran perdón y se abrazaran.

Cuando Seinfeld tomó la decisión de renunciar, y dedicarse a su colección de carros y a su familia, todos se le fueron encima. Los productores le ofrecieron, para obligarlo a continuar, cinco millones de dólares por cada capítulo de media hora. Pero no. Para él lo más importante era el momento. Y, según decía, el momento de la comedia había terminado. No era necesario continuar. Había episodios para toda una vida.

Y, para decir verdad, tenía razón. Seinfeld se sigue emitiendo en muchos países. Y quizás es porque esos cuatro amigos tienen que superar, en cada capítulo, las personas y las escenas que nosotros superamos en la vida: una mujer que habla pasito, un compañero de colegio que lloriquea, un cartero llamado que en vez de hablar declama, un peluquero celoso, una fanática de los ponys, un actor que roba en sus ratos libres, un cocinero que no se lava las manos después de ir al baño, no encontrar mesa en un restaurante, no encontrar parqueadero, sufrir un ataque y que la ambulancia se estrelle, ser atacado por enanos, perderse en los túneles del metro, sufrir un ataque de risa en una ceremonia importante, perderse el último juego de la temporada de béisbol porque un pariente muy lejano ha decidido morirse exactamente el mismo día.

Son como nosotros. Pase lo que pase, Elaine, George, Kramer y Seinfeld permanecen juntos. Si el mundo se viene encima, ellos no le dan la menor importancia. Si alguien no los quiere ver más, a ellos no les preocupa. Se sienten superiores cuando están juntos. Y, como nosotros, se dedican a hablar de los horrores de este mundo como si estuvieran hablando de un libro para la mesa de la sala en forma de libro para la mesa de la sala.

Todo el mundo se pone feliz cuando viene un bebé al mundo -dice Seinfeld-. Todo el mundo excepto el bebé. No es divertido ser un bebé. Los bebés no saben que van a crecer: ese es el problema. Nacen, se miran hacia abajo y piensan 'bueno, esto es todo, este es el cuerpo que tengo: unas manitas desagradables, una cabeza gigante, mala plomería. Además, ¿dónde voy a encontrar una corbata de tres pulgadas?


Al final, Jerry Seinfeld sobre el escenario. El capítulo de la "comedia sobre nada" se ha acabado, pero el ataque de risa ya ha cruzado ese punto que no tiene regreso. Caen los créditos. Y parece que sí. Parece que el mundo es el infierno, pero que la conclusión es ¿y qué importa?, ¿qué podemos hacer?, ¿qué más da? Es el mundo que tenemos. Y no, no se trata de encoger los hombros. Seinfeld ya lo ha dicho: se trata de reírse.

 


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