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Entrevistas
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Manolo García:
"Me pasma que aún haya gente
que quiera ir a verme
"
(Javier Menéndez Flores, Interviú, 25 de mayo de 2001)

El catalán Manolo García, que fue el 50 por ciento de El Último de la Fila, una de las formaciones musicales más veneradas de la España de los 90, acaba de alumbrar su segundo trabajo en solitario, ‘Nunca el tiempo es perdido’. A este hombre excesivamente locuaz, reflexivo y comprometido con la ecología, le preocupa que “se eleve a los altares la gran cultura de ahora, la mundial, y se vayan anulando, sistemáticamente, otras culturas que sirven a pequeños grupos tribales”.

La ‘Arena en los bolsillos’ de su primer disco en solitario resultó ser polvo de oro: más de 600.000 ejemplares vendidos. Con este segundo trabajo, ‘Nunca el tiempo es perdido’, se confirmará que el tiempo es oro. Vamos, que va a arrasar.

—Nunca tengo esa certeza. Al contrario: soy muy cauteloso en ese sentido. Aunque lo disfruto mucho, no me creo demasiado lo que me está pasando, porque, en el mundo comercial de la música, todo pasa muy deprisa. Llega, entra en ebullición, acaba, se evapora y a otra cosa. Para mí, haber trabajado en 12 elepés desde que empecé con Los Rápidos y seguir todavía pudiendo hacer mis discos a mi manera y para gente que quiere venir a verme es como algo irreal. ¿Por qué a mí? Y por más que te lo preguntas no lo entiendes.

Pero, cuando lo importante es llegar al mayor número posible de gente, ¿quién quiere ser un autor para minorías?

—Hombre, nadie. Yo estaría mintiendo si dijese que soy un artista, un creador, un compositor y que lo único que me interesa es mi obra. A mí me interesa hacer lo que yo he elegido hacer, que es música, y vivir de eso. Que la gente valore mi trabajo y, sobre todo, que lo disfrute. Mis pretensiones son disfrutar con la gente y que la gente disfrute conmigo. Algo que hacemos pocos durante el tiempo que vivimos, que es comunicarnos, estar juntos, mirarnos a la cara, reírnos, disfrutar… Que salten las emociones. Y en los conciertos, si la noche está torera, las canciones gustan y la gente está contenta, pues la chispa salta.

¿Qué vivencias ha tenido en los últimos años que hayan contribuido a enriquecerle como artista de cara a este trabajo que ahora presenta?

—Pregunta profunda… Bueno. Yo intento estar situado de una manera natural. No levanto ninguna fortificación, ni me aíslo, ni me elevo, ni me escondo bajo tierra. Hago mi tarea musical cuando ella –o ‘ello’– aparece, porque no estoy todo el tiempo obsesionado con la música, pero sí que me gusta mucho. Disfruto no sólo haciendo canciones, sino también escuchando las que hacen otros, desde Calamaro a Sabina o Antonio Vega, pasando por The Cranberries. Pongo discos en casa, voy a conciertos, ya sean de Dylan o de Eric Clapton, y, mientras me tomo una cerveza con un amigo, pienso: “Hostias, qué tarde más guay he pasado, qué bien”. Eso me pasma todavía. Porque los años van pasando y ya no eres un crío. Estás en la industria musical, en la que parece que todo tenga que ser frívolo, pero pienso que no, que hay una esencia que no puede barrer ni anular nadie. Los libros, la pintura, las relaciones sinceras, cómo vives tu día a día en un medio urbano y, por lo tanto, bastante duro..., todo eso es un nutriente del que me sirvo para hacer canciones. No hago canciones con una intención social, de cantautor, de reivindicación, pero sí que mi manera de estar en este negocio intenta ser seria.

¿Ha leído a autores que desconocía o escuchado músicas diversas para ensanchar horizontes, o no se ha querido ‘contaminar’?

—No, no. A mí la contaminación cultural me encanta. Igual que la llamada contracultura. Porque, en el mundo en que vivimos, la cultura está disfrazada, maquillada. Y, a mi modo de ver, hay un tema ahí de contra, de contraespionaje y de contrarrevolución, que es una palabra muy de los 70 que a mí me gusta. Me preocupa bastante que se eleve a los altares la gran cultura de ahora, la mundial, y se vayan anulando sistemáticamente otras culturas que sirven a pequeños grupos tribales, desde Nueva Zelanda hasta África o Cataluña o Euskadi o Galicia o Castilla-La Mancha. Son culturas ancestrales puras, que valen su peso en oro. Hay un ente, un pulpo de brazos muy poderosos que está intentando seducirnos con una gran cultura masificada, y eso me mosquea. No podemos homogeneizarlo todo mirando a ‘yanquilandia’ y bebiendo Coca-Cola y comiendo hamburguesas. Tanto control de sanidad, que si usted no puede matar el cerdo en casa, y resulta que nos están envenenando con la mierda de las ‘vacas locas’. Hay que pelear y no conformarse, como tantos jóvenes de hoy, con el coche, la hipoteca, cuatro pastillas, fin de semana de chunda-chunda, cuatro mensajes tipo: “Pasa de todo y háztelo, colega”. Lo que se está fomentando es un mundo asquerosamente vacuo y cabrón, que hace a la gente infeliz, histérica y estresada.

En la gira por España tras el lanzamiento de ‘Arena en los bolsillos’, 700.000 personas pagaron por verle. ¿Cuántas de ellas cree que iban a ver al de El Último de la Fila?

—Uf, eso es difícil de contestar, porque ya son bastantes años. Por eso una de las cosas que aún me pasman es que todavía quieran ir a verme. Hay gente que está claro que viene de la época de El Último, pero otra, por la edad, es imposible que nos hubiese visto y que supiera nada de nosotros. Venían con la referencia del hermano mayor que nos había visto. Venían a verme, imagino, como yo voy a ver a Dylan o a Sabina: con ganas de que me abracen, me den besos o me inviten a una cerveza, metafóricamente hablando, claro. Que me hagan sentir que este viernes es cojonudo y que esa guitarra acústica que está tocando Sabina es algo que me hace levitar, sentirme bien.

¿Cree que el hecho de que Quimi Portet, la otra mitad de El Último, haya grabado sus discos en catalán ha provocado que no tuviesen la misma respuesta comercial que los suyos?

—Yo creo que Quimi hace lo que tiene que hacer. Él trabaja en su lengua materna, una lengua de un país concreto –bueno, dentro de un Estado que tiene cuatro lenguas, evidentemente–, y creo que eso es una cosa ya admitida. Ese mercado [el catalán], por razones equis, políticas también, es más pequeño. No puede entrar en la carrera. Ya entrar en carreras comerciales es nefasto, porque ni él ni yo somos lanzadores de jabalina ni ‘sprinters’. Digamos que, por razones evidentes, que todo el mundo sabe, las nuestras son diferentes ligas.

¿Se ha planteado grabar un disco en catalán?

—No, porque yo soy catalán por azares históricos que todos conocemos. Soy castellanoparlante, pero catalán, que quede bien claro: soy nacido en Barcelona y defiendo mi catalanidad…

Sí, pero canta en castellano.

—Canto en español porque mi madre, desde la cuna, me habló en castellano. Porque ella es manchega, de lo que antes era la región de Murcia y que pasó a ser Castilla-La Mancha. Y la lengua materna es la que llevas adelante. Me defiendo en catalán, lo entiendo perfectamente y siempre que tengo un catalanoparlante delante intento estar a su altura. Pero la carga de texto en una canción es muy importante. Y yo pienso en castellano, igual que Quimi piensa en catalán. Y ambos debemos tratar de expresarnos en nuestra propia lengua.

Ya en El Último de la Fila se hablaba de usted como del líder. ¿Se podría decir ahora que Manolo García es el primero de El Último?

—No, no, no. Sería injusto. Porque, por razones evidentes, siempre el cantante de un grupo es el que la gente identifica antes, porque se le presta más atención…

También influirá la personalidad.

—Sí, sí, la personalidad influye. Yo soy una persona extrovertida y tal, pero hay que dejar claro que El Último de la Fila era un equipo. Lo pasé muy bien cuando estuve en él y aprendí mucho de Quimi y de lo que nos estaba pasando. Luego, cuando entras en un terreno de ventas y popularidad, parece que hay gente interesada en que te piques y te pelees. Es un poco enfermizo.

Empezando por las propias discográficas, a las que lo único que les interesa es vender.

Evidentemente. Y luego por el morbo de saber si estamos bien o mal. Vamos a ver. Somos dos adultos, que han hecho un camino juntos, una tarea musical, y nada más. En cierto momento pensamos que queríamos movernos cada uno a nuestro aire y el respeto y la admiración es total. Creo ciegamente en ciertos artistas. Y sé que Quimi hará cosas de puta madre en cada disco que saque.

Cultiva, además de la música, la pintura (ilustró su anterior álbum) y la fotografía (ha ilustrado éste). ¿Nunca ha pensado en retirarse un tiempo de la música y desarrollar esos otros campos?

—Yo desde chaval quería ser músico. Y la música, lejos de aburrirme, cada vez me gusta más. Pero sí es verdad que, desde el año 88, al acabar las giras, he tratado de hacer otras cosas. Jamás pretenderé ser fotógrafo ni pintor, pero de alguna manera mi pequeño mundo interior, sumando componentes, música, dibujos, fotografía, etcétera, es más rico.

En los 80 se llevaban los grupos, y usted sobresalió con el suyo. Ahora es el momento de los solistas, y Manolo García es de los más aclamados. ¿Es un tipo con suerte o la casualidad no dura tanto?

—La verdad es que estoy muy contento con lo que me está pasando. Uno ha ido trabajando y subiendo escalera a escalera, con toda su buena fe y porque le gustaba. Yo no he pretendido nunca ser muy famoso. Simplemente he pretendido arañar la poesía de la vida, labrándome mi destino y dejando que me quieran y querer. He sido, soy, un afortunado. Mi relación con la música es una historia de amor. Lo que me ha pasado y me está pasando es de verdad acojonante.

Tengo entendido que es usted un ecologista activo.

—Contribuyo económicamente y, como persona más o menos pública, que hace conciertos y va la gente a verle, siempre que grupos ecologistas serios me piden algo me presto de corazón. Porque nos estamos cargando todo. Estamos fabricando muchos ordenadores, muchos móviles, muchos coches, y acabaremos vendiéndonos los unos a los otros. Dentro de 60 años ya nos habremos vendido todo a todos. Habremos asfaltado todo el planeta y nos habremos cargado toda la flora y la fauna. Y empezará a escasear el petróleo. ¡Hostias! Va a ser muy grave.



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