Mañana, el Ministerio de Defensa celebrará el sorteo correspondiente al reemplazo del año 2001. Los 90.625 jóvenes que serán llamados a filas pondrán el punto final a 165 años de Servicio Militar Obligatorio: serán los últimos soldados de reemplazo. Cuando abandonen sus destinos, dentro de catorce meses, ya no habrá en España más que soldados «profesionales», suponiendo que se pueda calificar así a los voluntarios de corta duración que ha diseñado, con más celo electoral que inteligencia castrense, la vigente política de Defensa.
Este es un asunto polémico que arranca de la confusión entre Defensa y Fuerzas Armadas que ha marcado el diseño político español a partir de la Constitución y que, antes, formaba parte esencial del Régimen de Franco. Una confusión amplificada por nuestra compleja situación en el mapa geopolítico. Al mismo tiempo que somos parte de la OTAN, con las dudas e indefiniciones aportadas por el felipismo a la cuestión, tenemos vigente —y prorrogado hasta el 2002— un Convenio Defensivo bilateral con los Estados Unidos. Siendo USA y España parte de la OTAN, ¿cuál es el verdadero alcance de esos acuerdos bilaterales? Difícil respuesta para una pregunta que adquiere complejidad en la consideración de que ni ese Convenio ni la pertenencia a la Alianza Atlántica cubren nuestro flanco sur. Es decir, y por expresar la situación de modo paradójico: tenemos más defendidos los Pirineos que el Estrecho de Gibraltar a pesar de que en Rota, en suelo español, existe una base aeronaval que es clave en la organización estratégica de los Estados Unidos y de la OTAN.
Aun considerando que la política de Defensa sólo es fácil para las dos primeras potencias del mundo y para las veinte últimas, como acertadamente dijo Charles De Gaulle, lo nuestro es demasiado difícil para ser comprendido por la ciudadanía que, quizás por eso, se desentiende del asunto y quiebra, al hacerlo, el primero de los principios de una verdadera defensa nacional: la conciencia y participación cívicas. Añádasele al caso la, en opinión de muchos expertos, inoportuna supresión del Servicio Militar Obligatorio y téngase en cuenta la «provocación para la deserción» que, de hecho, significa para los nuevos reclutas el saber que son los últimos. Tendremos el resultado de la confusión que es, y a los hechos me remito, la nota más destacada de una política de Defensa que se circunscribe a las Fuerzas Armadas y que las debilita con novedades anunciadas como herramienta electoral antes que concebidas como elemento de modernización.
Un diseño político que nos obliga a intervenir allí donde la OTAN nos reclame y que no aporta, en razonable simetría, la protección de la Alianza ni de las fuerzas USA en un hipotético conflicto en Ceuta y Melilla —por citar sólo ejemplos con nombres y apellidos ciudadanos—, es, cuando menos, pintoresco. Un boceto de personal que, dígase lo que se diga, no garantiza la cobertura de las plantillas mínimas de las unidades operativas, es, cuando más, suicida. Y sobre todo ello la aparente irresponsabilidad frente a algo que, siendo especialmente relevante en nuestra organización como Estado, no está presente en los debates parlamentarios y sobre lo que parece extenderse un manto de silencio. Es muy políticamente correcto, pero arriesgado.