Vivir
para contarla (Selección)
El
director de El Espectador, Guillermo Cano, me llamó por teléfono
cuando supo que estaba en la oficina de Álvaro Mutis, cuatro pisos
arriba de la suya, en un edificio que acababan de estrenar a unas
cinco cuadras de su antigua sede. Yo había llegado la víspera y me
disponía a almorzar con un grupo de amigos suyos, pero Guillermo me
insistió en que antes pasara a saludarlo. Así fue. Después de los
abrazos efusivos de estilo en la capital del buen decir, y algún
comentario sobre la noticia del día, me agarró del brazo y me
apartó de sus compañeros de redacción. “Óigame una vaina,
Gabriel –me dijo con una inocencia insospechable–, ¿por qué no
me hace el favorzote de escribirme una notita editorial que me está
faltando para cerrar el periódico?” Me indicó con el pulgar y el
índice el tamaño de medio vaso de agua, y concluyó: –Así de
grande.
Más
divertido que él le pregunté dónde podía sentarme, y me señaló
un escritorio vacío con una máquina de escribir de otros tiempos.
Me acomodé sin más preguntas, pensando un tema bueno para ellos, y
allí permanecí sentado en la misma silla, con el mismo escritorio
y la misma máquina, en los dieciocho meses siguientes.
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