Nota 1
Ésta es la historia de la sobrina
embarazada que Paul le contó a Mariano:
La señora aquí llamada Altagracia para no manchar su ominoso
apellido y que en la historia principal se ofende al serle recordados sus
malos modales frente al volante, le llama por teléfono a su queridísima
amiga cuyo nombre, digamos, será Capullo. Lo hace para enterarse
de la salud de Lirio, la cuñada de Capullo. La conversación
vira pronto hacia la hija mayor de Lirio de apenas dieciocho años.
La niña, aquí bautizada como Pimpollo, al parecer, había
viajado a El Paso para dar a luz a su nene de cinco meses de gestación.
Tiempo atrás, la núbil y lúbrica Pimpo —pues es de
esperarse que así le hallan apocopado su nombre en la universidad
de insultante paga a la que asistía— se había hecho novia
de Billy, un aspirante a alcohólico y verdadero bobalicón
en lo referente a preservativos, aunque bastante atractivo para la mayor
parte de sus compañeras de la universidad. Su estupidez condonil
llegaba a tal cima que los fogosos devaneos en el asiento trasero del BMW
del niño pronto tuvieron un resultado vergonzoso para todo el clan
gachupín de Pimpo el cual, aún después de seis generaciones,
conservaba el acento. “La boda exprés del año”, la denominaron
con malicia los conocidos de las dos familias. Lirio y Escozor, la madre
de Billy, se graduaron de expertas malabaristas de artefactos para boda:
la iglesia, el sacerdote, las invitaciones, el vestido, las despedidas,
la cena, los arreglos florales, los regalos. Las pláticas para organizar
la boda perfecta, auspiciadas por una tienda departamental, se erigieron
como su salvación. Fue una lástima que el señor obispo
no estuviera disponible para oficiar la misa. Según Lirio, siempre
fue la persona indicada para casar a su hija por la larga relación
amistosa que Su Excelencia tenía con la familia. La apretada agenda
del santo señor, sin embargo, no pudo albergar una boda tan inesperada.
Se conformaron con el director del seminario al que alguna vez Escozor
tuvo la ilusión de ver a su hijo ingresar. Todo se hizo para disimular
—que no esconder porque en la ciudad de nuestro cuento-accesorio y del
principal no existía forma de esconder nada— la deshonra de Pimpo.
Las lenguas se desbordaron incontenibles. Una de ellas, por supuesto, era
la de Altagracia, siempre interesada en las desgracias ajenas. Hizo cálculos
presurosos durante aquellos días ajetreados. Los viejos libros de
matemáticas de su hijo salieron del cuarto de los tiliches porque
sus conocimientos sobre la materia siempre fueron pobres aún cuando
estaba en primaria. Después de todo, su vestido le había
costado varios cientos de dólares en San Antonio. Cómo no
sacarle jugo a la situación. Al cabo de sumas y restas supo que
el bebé nacería durante la semana en la cual llamó
a la casa de Lirio. La sirvienta fue parca a más no poder. Al colgar,
Altagracia no la bajó de india apestosa, idiota y mosca muerta pues
bien que sabría si la niña ya había tenido a su hijito
o no. No le importó demasiado pues ella poseía un segundo
plan: llamarle a la cuñada de Lirio, Capullo (No sabes la vergüenza,
Altagracia. ¿Quién diría que una muchachita como Pimpo?
Pero ya sabes cómo son los jóvenes de hoy. Y con la televisión
y el cine atiborrados de sensualidad y desfachatez. Y los valores morales
que andan por los suelos. Deberíamos hacer algo para promover los
valores en los jóvenes, ¿no te parece? Estaba pensando en
un desplegado en el periódico o algo así). A la señora
Altagracia le satisfizo hasta el éxtasis la noticia: Pimpo acababa
de tener un hijo cincomesino. Después de colgar con Capullo, hizo
otra llamada. Ésta, a su vez, se multiplicó en muchas más.
Un dato adicional sorprendió a Paul cuando terminó de contar
esta historia: por casualidad, Mariano les había dado clases de
composición escrita tanto a Pimpo como a Billy y los dos eran exageradamente
ciegos a la hora de acentuar las esdrújulas.
Anclados al
polvo