Miguel Báez DuránHeme aquí perdido entre mares desiertos
Solo como la pluma que se cae de un pájaro en la noche
Vicente Huidobro
Paul había venido a México para pasar las vacaciones de primavera. A diferencia de sus compañeros de la universidad, no decidió ir a las playas más concurridas como Acapulco, Puerto Vallarta o Mazatlán. No deseaba entregarse a los orgiásticos rituales de esos sitios. Él venía a descubrir el México auténtico, a caminar por sus calles, a platicar en su español elemental con la gente, a contagiarse de las costumbres, llenarse del color del país y regresar con un montón de fotos y artesanías para sus padres y sus amigos. En ese estado de aprendizaje, pasaron alrededor de dos años. Pasaron entre trabajos temporales y cambios de ciudad. Se convirtió en un nómada de primera y nunca nadie —ni siquiera su amigo más cercano en México— logró saber con exactitud por qué extendió su estancia o por qué recorrió en esos dos años el cuerno de la miseria de principio a fin. Tampoco se sabe con certeza por qué un día se detuvo aquí, en nuestra ciudad (la cual quedará dentro de los convenientes límites del anonimato), y permaneció —bien podría afirmarse a través de una imagen algo mediocre— anclado al polvo. Nuestro protagonista poseía una percepción extraordinaria. Este don le permitió adaptarse a cada nueva urbe. La habilidad de sentir hasta el tuétano lo ocurrido a su alrededor, sin embargo, se vio desafiada aquí. Sin duda Paul se había mexicanizado en las otras ciudades. Pero ninguna lo preparó para la de este cuento. El calor, del que no se cansaba después de casi veintitrés inviernos en su país, fue una carnada persuasiva. Aquí, la mayor parte del año, la temperatura alcanza los treinta grados centígrados. A veces, el termómetro marca los cuarenta y cinco. Eso le encantaba. O, al menos, le encantó los primeros años.
Mariano, el amigo aludido antes, lo conoció aquella noche en que por poco lo mataban. Era la noche del Grito. Paul decidió, en solitario, dar su propia declaración de independencia en oposición a la circundante, algo hecho con anterioridad el primero de julio —día de fiesta nacional en su país— aunque sin los desastrosos resultados de esa noche. Acababa de aullarles a unos borrachos que todos los mexicanos eran una raza de eunucos más preocupados en embriagarse, alburear, ver futbol y demostrar su hombría delante de otros hombres —para él, eso era signo palpable de una homosexualidad latente y general— que en trabajar. No hubiera tenido tal atrevimiento sobrio. Por desgracia, uno de los gorilas sabía a medias el significado de la palabra “eunuco”. Lo persiguieron, como era de esperarse, con la intención de debatirle con los puños los siguientes argumentos: “como México no hay dos” y “ningún gringo hijo de su puta madre nos va a llamar maricones”. Le iban a probar que tenían unos güevos del tamaño de Estados Unidos —como se verá más adelante, éste era un error común en la vida mexicana de Paul. La bacanal había sido intensa y el canadiense supo, entre la conciencia y el sopor etílico, que los ofendidos lograrían atraparlo y, sin medir consecuencias, mandarlo, como prometían, a la chingada. Dobló en una esquina y, al observar abrirse una puerta, empujó al dueño hacia adentro y volvió a cerrarla. Así fue como conoció a Mariano.
Desde el principio le agradó. El mexicano no era un entusiasta de cultos patrioteros y al enterarse de la descabellada historia de esa noche sólo se carcajeó. Sería la primera de muchas anécdotas que se contarían para escapar de un entorno poco satisfactorio para ambos. Cuando las interrogantes sobre la imagen del mexicano en Canadá emergieron, Paul fue honesto y desde entonces Mariano supo que serían buenos amigos y no simples conocidos que de vez en cuando se toman juntos una cerveza o se saludan con mentiroso entusiasmo al coincidir en la calle. Paul pintó una imagen idéntica a la de otros países: el sombrerudo güevón dormido debajo de un nopal. Con aquella descripción, una rara y contradictoria mezcla entre insulto y halago le hizo espetar: “En México los canadienses son iguales a los gringos”. El otro sólo asintió pues nunca le decían “el canadiense”. Era demasiado largo y además “gringo” se presentaba más corto y práctico pues la apariencia de Paul de verdad encajaba con el estereotipo del estadounidense: alto, ojos azules, rubio, de tez muy clara. Al principio le disgustó ser catalogado como tal; luego desistió de enmendar el error porque éste se repetía sin importar la acumulación de correcciones blandidas. Al final concluyeron que a los dos países, México y Canadá, los separaba una frontera de miles de kilómetros cuyo abusivo nombre era Estados Unidos de Norteamérica.
Se reunían cada semana en los lugares más tranquilos y aislados. Cuando alguno de esos sitios —gracias a los caprichos de la juventud local— se volvía una moda, ellos se alejaban e intentaban encontrar la alternativa. Esto no era común porque, por lo regular, los cafés, los bares o las cantinas frecuentados por ellos terminaban en la quiebra y cerraban. Cuando uno u otro necesitaba la burla y el cinismo se acercaban a los lugares más populosos, los cambiantes cada mes. Durante los siete años que vivió Paul en nuestra ciudad esa fue su única rutina. Lo demás, lo esencial en la mayoría de las personas (casa, trabajo, pareja, etcétera) era perpetuo sólo en su inestabilidad. Vivió en casi todos los sectores y los trabajos se transformaron sin interrupción. Ni se diga lo referido a las mujeres. No tuvo quejas. Era como si nunca hubieran visto a un güero. Esa actitud racista y flagelante no impidió que se acostara con varias de ellas. Y cuando rozaban el tema del matrimonio él se convertía, como la ciudad, en polvo.
Paul no era común, ni siquiera como extranjero. De ahí la anécdota de su desmán suicida durante la noche del quince de septiembre. Imposible un mejor ejemplo de su heterodoxa conducta. Aunque lo de frío e introvertido le venía bien, se percató de la imagen del canadiense como alguien educado y amable —entre las pocas personas próximas a la cultura que no opinaban que Canadá y Estados Unidos eran lo mismo— y se sintió obligado a contradecirla. Sobre todo, en una ciudad provinciana donde las apariencias pesaban tanto. Su impertinencia se hizo famosa. En una reunión, Paul coincidió con una dama de alto apellido que vituperaba a todas sus amigas. La señora hacía pública la pena de cierta mujer avergonzada porque su sobrina acababa de parir a un cincomesino. El relato completo se lo contaría después a Mariano. (Nota 1) Volviendo a su altercado con esta señora, cuando ella terminó de mofarse de su amiga, Paul se dirigió a ella y confesó haberla conocido meses atrás: “Todos los profesores del colegio admiraban la fugacidad de su camioneta. Creo que uno de nuestros estudiantes conoció de cerca la caricia de sus llantas. ¿O me equivoco?”. Había sido un chisme sonado en el colegio porque el alumno estuvo unos meses en el hospital. La mujer se puso roja y salió de la reunión a los dos minutos. A Paul le encantaba desparramar esa sinceridad pues era, más bien, un ataque a la plaga de la simulación en las altas esferas de ese “pueblo bicicletero”, como lo describía Mariano.
Paul despreciaba por encima de las damas de sociedad, a los empresarios descendientes de árabes o de españoles (esos que a la sexta generación aún conservaban el acento), los vástagos de dichas uniones, los meseros impertinentes, las secretarias gordas, los burócratas de inmigración y muchos de sus colegas en los colegios, escuelas y universidades donde trabajó dando clases de inglés. Odiaba por sobre toda esta fauna a los esnobs de la cultura. Mariano compartía este desprecio. Entonces se dedicaron a rastrear los eventos culturales para observar a estos especímenes de cerca. Era, según Paul, como tener un par de binoculares en un safari. Tal gente de dinero (o a veces sin él) pretendía estar interesada en la pintura, la literatura o la música sólo para jactarse frente a sus amistades de su fina educación y amplia cultura. Algunos hasta se atrevían a ingresar a las listas de pintores, escritores y músicos de la región, en las compilaciones de nombres vertidas dentro de libros que nadie leía. Los recorridos por la cartelera cultural terminaban sin excepción en una borrachera.
Cierta noche Paul y Mariano habían entrado a un centro bajo la tutela de una de las insignes damas de la cultura que, de acuerdo con el segundo, se destacaban más por su afán de protagonismo —y dos o tres por su afán de fornicar con intelectuales del DF— que por organizar veladas de cierta calidad. Se trataba de una reunión de, sobre todo, escritoras de la región —aunque entre los asistentes, muy numerosos para una actividad de este tipo, también se contaba una buena cantidad de hombres. Los dos sospecharon obesos sobornos a los medios de comunicación o la divina intervención del esposo de alguna de las damas escritoras. Una mujer de nariz redonda estaba frente al micrófono y recitaba versos (por llamarlos de alguna manera). Aún Paul, no siendo el español su lengua materna, percibió la cursilería de los textos de la señora y años más tarde se enteraría de la historia de esta mujer por medio de Mariano. (Nota 2) Fue una labor atlética contenerse ante la melcocha ahí regada. En algún momento salieron a la calle y soltaron las risotadas afuera. Por desgracia, sus voces se colaron e interrumpieron la conmovedora declamación (con mímica y gesticulaciones) de “Quisiera ser una estrella” (Quisiera ser una estrella / ágil, brillante, fugaz y bella / para resplandecer en el firmamento / aunque sea sólo por un momento). Luego regresaron porque, al fondo del salón, estaban dispuestas charolas con canapés y varias copas de vino. A pesar del peligro de contagio sensiblero, acordaron al terminar la velada en una cantina, habían apaciguado el hambre. Lo que no se explicaron fueron las muecas de odio de una o dos escritoras. Paul, una semana más tarde, le dijo a Mariano que esas reuniones no eran tan singulares para él. En una ocasión fue a un recital donde además se presentaba un libro inspirado en el autor por su paternidad primeriza. Los poemas eran transcripciones del habla de su bebé. En medio de la taquería, Paul recitó emulando a aquel escritor: “Agú, gugú, dada / yu, gori, gurú”. Una mujer en la mesa contigua escuchaba atenta la declamación de Paul. Después de un profundo análisis surgió la tesis de que por lo menos esos versos contenían un poco más de inteligencia que los de la regordeta señora de la poética noche. Fue una de sus pocas anécdotas de Canadá.
Mariano se enteró del ateísmo de Paul, o más bien, su “arreligiosidad” (como él mismo la clasificó alguna vez en una traducción algo atolondrada), cuando lo invitaron a una fiesta de quince años. La quinceañera era prima de la novia de Mariano y, como sus padres no tenían mucho dinero, la fiesta fue en el patio de la casa. Cuando iba de salida tambaleándose, Paul observó un cuadro en el recibidor de la casa bajo el cual estaba enmarcada una “Oración de Sanidad”. En el cuadro de arriba se leía esta inscripción: “Donde está Dios no falta nada”. Se quedó mirando la frase alrededor de un minuto hasta balbucear enfrente de los padres de la quinceañera, Mariano y su novia: “Ésa es la máxima prueba de la inexistencia de Dios”. Por primera vez, Mariano se avergonzó de su amigo. Compartía su punto de vista, pero haber dicho eso enfrente de su novia y los tíos de ella resultaba imprudente.
Una tarde empezaron a tomar desde temprano y ya a las tres o cuatro de la tarde andaban rondando las calles en el coche de Mariano mientras Paul se reía de las personas que en los cruceros desviaban su perspectiva hacia otra parte con tal de no toparse con las miradas húmedas y suplicantes de los pordioseros o con sus manos mendicantes y quemadas por el sol. Lo ofendía aún más y despotricaba con mayor encono —pues la beneficencia no era una de sus virtudes más queridas— contra los automovilistas invasores de la línea peatonal. Esto lo hacía, además de por su acostumbrada inconformidad, por interés propio pues él, por lo general, era peatón. Mariano y Paul se detuvieron frente a una capilla donde, según un amigo de esa colonia, se plantaba frente al altar un predicador y tenía embobadas a las señoras. Entraron para sentarse en la fila de atrás. El olor los delató con el tipo. Pero, por aquello de que la casa de Dios estaba abierta para todos, no hizo nada para ahuyentarlos. Después de discutir un pasaje de la Biblia con las mujeres, Paul levantó la mano con mucho respeto y le preguntó: “¿A cuántas de estas señoras conoce bíblicamente?”. El predicador respondió molesto: “A todas y muy bien”. Los dos estallaron en risas y dejaron a las mujeres todavía más embobadas. Entonces el hombre, alto y rechoncho, hizo una recreación de la cólera de Jesús con los mercaderes del templo. Aquello impresionó a las señoras hasta el punto máximo. A los seis meses, Mariano fue su informante en lo concerniente al agresivo predicador. (Nota 3)
Después de dejar atrás la capilla, llegaron a un café Internet. Mariano quería enviar un correo. Frente al dueño del lugar, Paul habló de las iniquidades del Internet. Gracias a él, no podía aislarse de su país como antes. Si antes hubiera querido huir y no saber nada del Canadá, ahora ese propósito era quimérico. Con el Internet sabía quién era el primer ministro y lo que hacía con el gobierno. Y ni qué decir de lo hecho por la red a la academia y, en particular, a los ensayos de sus alumnos: eran viles pegostes de información copiada con descaro y sin ningún tipo de bibliografía que condujera de regreso a las fuentes. Le estremecía sobremanera su falta de seriedad, cómo no eran verdaderos estudiantes sino párvulos mezquinos a quienes sus padres les pagaban la universidad para calentar los asientos y para obtener un papel que a la larga les sirviera de acceso a un trabajo en cualquier empresa local. Su rencor contra esos medios de comunicación, de súbito ubicuos, se destapó cuando aún trabajaba como maestro de inglés. En una universidad donde cada alumno traía teléfono celular (en muchos de los casos como ornamento presuntuoso), cierta explicación de Paul sobre los verbos irregulares en pasado fue interrumpida por el timbre de uno de ellos. Cuando el alumno salía del salón para hablar afuera con el interpelador, Paul le ordenó que le diera el celular. El alumno pensó que sólo se lo quitaría durante la clase o que interrumpiría la llamada y se lo entregó a la fuerza. No pudo creerlo cuando el aparato fue estrellado contra la pared. Al observar la cara de estupefacción de su alumno, Paul sólo preguntó: “¿No era una llamada urgente, verdad?”. Cuando lo despidieron por haber masacrado el celular de este alumno, el hijo de un empresario influyente, y rehusarse a pagarlo, Paul se encogió de hombros. Su única excusa era que se sentía moralmente agredido por los celulares y, si por él fuera, estrellaría los de todo mundo contra la pared, incluido el del rector de la universidad.
En cuestión de comidas, contrario a lo que pudiera pensarse, Paul resistía hasta las más peligrosas. Sólo una vez estuvo en cama por cuestiones digestivas y fue durante casi cuatro semanas. Tarde, pero con un paso atronador, llegó a la ciudad la moda del sushi. Cuando se abrió el primer restaurante, toda la autodenominada gente bonita se congregó en el lugar a pesar del peligro latente. A quienquiera que se le ocurrió llevar tal franquicia a nuestro terruño se enriquecía sin parar pues comer sushi se posicionó como una forma de adquirir estatus. Esto no hubiera afectado a Paul si no le trajera ganas a la Bibi. La conoció como alumna un año antes. Ella estaba en su último de preparatoria y, a pesar de que las piernas de la Bibi eran una constante distracción durante las clases de inglés, por alguna minucia ética, no la abordó. Eso, hasta graduarse. Comenzaron a salir y con parsimonia ganó terreno. Estando a punto de aflojar la resistencia, ella quiso ir al restaurante de moda, el de sushi. Paul se quejó del sabor de su rollo aunque no demasiado porque estaba de por medio el acostón con la muchacha. Aquel platillo seudo-oriental no se parecía a los que él había comido en Canadá. La Bibi sólo eructó su risilla de guacamaya y le dijo: “De seguro si pruebas el sushi en China no te iba a gustar”. Él no la corrigió. La Bibi estuvo a escasa distancia de ceder unas horas más tarde. A la mañana siguiente, los comensales de aquella noche amanecieron en el hospital. La Bibi estuvo grave. Sus padres juraron exterminar el negro mercado del sushi. Después de esa intoxicación, por la cual el restaurante estuvo cerrado dos o tres días, Paul se olvidó de ella y ella de él. No así de la enfermedad. Mariano lo visitó una semana y media después del incidente y aún no se había recuperado por completo, hasta se rehusaba a ver a un doctor. Vomitaba cada tres horas y lo poco que digería salía en tonos verde lama. Como los padres de la Bibi, Paul juró venganza contra los dueños del lugar. Casi al mes, cuando ya por fin salió de la cama, acababan de inaugurar otro restaurante de sushi a dos cuadras del primero. A nadie le importó la pésima fama de la intoxicación porque, a final de cuentas, comer sushi era un peldaño de la carrera hacia la página de sociales de los periódicos. Un viernes por la noche, Paul no aguantó más y entró ahí más colorado de lo normal. Empezó a proclamar que ese restaurante era una bomba nuclear dentro del aparato digestivo, que los rollos de sushi eran cianuro y que sólo unos retrasados mentales podían ser clientes de ese estercolero. Se calló al ver a la Bibi y a su familia en una mesa arrinconada. Sin decir nada más, salió de ahí. Al cabo de dos meses, el sushi dejó de estar de moda.
A Paul, además de las mujeres adictas al sushi, lo sacaba de quicio el tráfico. No porque fuera abundante sino por su imprevisible comportamiento. No entendía cómo en una región compacta donde apenas se llegaba al millón de habitantes se manejara a altas velocidades (nunca vivió largo tiempo en las grandes ciudades del país, ni en México ni en Canadá). Las víctimas de sus críticas eran en especial los jóvenes que trataban de impresionar a sus novias con el acelerador. “Espero, por el bien de una relación tan sana como ésta y por el gozo de tamaña mujer, que nuestro amigo no sea así de rápido en la intimidad”, decía. Alguna vez afirmó que de seguro la mayoría de los habitantes de la ciudad adolecían, por la forma desesperada de conducir, de algún problema de incontinencia, algún defecto esfinteroso, algún trauma en la etapa anal por el cual estaban impedidos a retener sus desperdicios y, por ello, debían llegar rápido a casa o al trabajo y zafarse de sus heces y orines esclavizantes. Luego se dio cuenta de que, como en otras partes del país, sólo era cuestión de puntualidad, su mayor suplicio durante esos años en México.
En más de una ocasión estuvieron a punto de atropellarlo y eso que, a diferencia de muchos otros, sí utilizaba los puentes peatonales. Siempre imaginaba que los autos le cederían el paso como en Canadá. Una de esas ocasiones fue la más memorable. Se trataba de una persecución policiaca. El fugitivo, se enteró poco después, había estado involucrado con el ayuntamiento (era el ex director del transporte público) y se había enredado en otros asuntos que requerían su inmediata reclusión. Poco antes de cruzar la calle, Paul estaba convencido de que el tipo de cabello color plata —un venerable viejito, argumentó a la distancia— en una Caribe también blanca y destartalada iba a detenerse con la luz roja. Caminó con seguridad por la línea amarilla hacia el otro lado. Se enfurruñó al encontrarse una vez más con un automovilista invasor. Entonces la Caribe pasó a pocos centímetros de su cuerpo. A ella, por supuesto, la seguían dos patrullas. Paul terminó de cruzar sin aliento y maldijo en inglés a los tres conductores. El incidente, aunque suene increíble, tenía relación indirecta con la Bibi. (Nota4)
Con el conteo de los años, Mariano veía cada vez menos a Paul. Y cuando se encontraban las reuniones no lo divertían tanto como al principio. De acuerdo con su amigo, todo a lo que Paul se había acostumbrado tan bien al comienzo de su estancia en nuestras tierras le cobraba la cuenta. No sólo le empezaron a molestar el tráfico o la hipocresía de otros, sino también el aire, la comida, el agua, la cerveza y, para colmo, el calor. Sus escándalos se volvían más desgarrados. Sus burlas, más simples y primitivas. El último ataque de Paul contra las convenciones presenciado por Mariano casi lo convence de no acercarse de nuevo al canadiense. En la tienda departamental de mayor tradición organizaron una serie de pláticas para las novias del futuro. Expertos en fotografía, banquetes, vestidos de novia, peinados, maquillaje y conjuntos musicales se reunían cada semana para aleccionar a mujeres de diecisiete a treinta años en la preparación de la boda perfecta. El motín en una de estas pláticas fue la última gracia de Paul. Acompañaba a Mariano a comprar una camisa nueva cuando vio a las mujeres entrar —con cuadernos bajo el brazo y en manada— a un salón. Una cátedra ahí le pareció surrealista. Aún así, no le prestó mayor atención hasta que Mariano compró la camisa y Paul logró escuchar algunos de los comentarios hechos en el salón: “Los tonos rosas en el maquillaje están out desde hace dos temporadas, son mejores los tonos pasteles claros” o “El escote del vestido no debe ser demasiado revelador pues no hay que distraer al sacerdote durante la ceremonia” o “El peinado es un reflejo de la personalidad no sólo de la novia sino también del novio y de sus familias”. Y entre las mujeres se oían oraciones como “No, gacha, yo ya aparté la iglesia desde hace diez meses” o “Imagínate, güey, fuimos a unas pláticas prematrimoniales buenísimas” o “Ese día fue el más hermoso de mi vida porque mi bomboncito me puso el anillo de compromiso en la nieve”. Paul no resistió más, penetró la sala y atrajo la desaprobación de las mujeres al silenciar al aleccionador en turno quien listaba las melodías más románticas para la primera parte de la fiesta y las más movidas para la segunda. A pocos instantes, el intruso anunciaba que el matrimonio era una institución decadente para pequeños burgueses cuyo único fin era perpetuar apellidos y hacer alianzas como en tiempo de las monarquías, que a la usanza de los conejos pretendían conservar una especie humana finita y por entero despreciable, que el mundo nada más era una mierda y que ellas se casaban por conveniencia o porque una telenovela les había definido el amor, que esa pendejada ni siquiera existía, que el amor era apenas una careta bajo la cual sólo estaban las ganas de coger. Las reacciones de las mujeres fueron variadas: alarma, espanto, enojo e indiferencia. Mariano intentó calmarlo antes de arribar la seguridad del establecimiento. De sarcástico y sutil, Paul se había vuelto cáustico y mitotero. Cuando se presentaron los empleados de seguridad, hubo una amenaza de cárcel. Hasta acusaron a Mariano de haberse robado la camisa. Sin embargo, el único castigo fue prohibirles la entrada a la tienda en lo venidero.
La siguiente semana Paul abrió una claraboya a su cerebro. Fue en la cantina de siempre. Estaba harto, así lo había dicho en más de una ocasión los últimos dos años. Harto de la apatía, del conformismo, de la falta de alicientes, de la ausencia de un trabajo mecánico o de la rutina de nueve a cinco, de lo que le había parecido tan familiar durante tanto tiempo. Ya no podía continuar atado a una tierra seca y a un aire polvoso. Al fin y al cabo, nunca le había ofrecido la aventura ansiada. La época de las aventuras se había agotado para convertirse en un vestigio. Y antes de que le cayeran encima los años perdidos en un lugar en medio de la nada, pensaba huir, regresar, moverse de nuevo. Paul se informó para no regresar a casa en blanco y sin referentes. Aún en contra de su voluntad, utilizó las computadoras, se conectó a la red, abrió una cuenta de correo, recobró amigos, leyó los principales periódicos y luego, sin haberlo previsto Mariano, anunció que acababa de comprar su boleto de avión para regresar a Canadá.
Habían planeado despedirse en un café. Esa noche habló de su soledad, de lo aislado que se sintió en los últimos meses en esa ciudad, de cómo él mismo alejaba a sus amigos, de cómo procuraba los alborotos y la desaprobación hasta en los más cercanos a él —a veces sin entenderlo, como si por dentro trajera un juez implacable. Por primera vez, detrás del escudo de la taza de café, afirmó que su resistencia ante México había flaqueado, su capacidad de adaptarse al caos moría y además había nacido en él un sentimiento de división, un retoño en su mente que añoraba la vuelta al país de origen. Mariano no sabía a qué atribuirle esa confesión un poco incómoda. Tal vez la hacía porque estaba a punto de partir. Pero tampoco esa noche habló de su pasado ni de sus padres ni de hermanos o hermanas —si acaso los tuvo— ni de sus estudios ni dónde había nacido ni de qué ciudad venía. Como si su vida en Canadá hubiera sido borrada y de ahora en adelante debía bosquejarla desde el vacío hasta construirla de nuevo aunque con trazos inéditos. Y tal vez allá, en Canadá, su vida en México sería también un tabú. Aunque esa noche no bebieron más que café, Mariano asimiló la ebriedad del canadiense, no una de licor sino de nostalgia por una tierra sumida en la nebulosa del olvido. Se despidieron con un abrazo y con las promesas de escribir y visitarse. Paul se subió a un avión dos días después y Mariano no volvió a saber de él nunca más.
Torreón, noviembre 2001-marzo 2002Publicado en Estepa del Nazas en agosto de 2002.
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