Nota 3
Ésta es la historia que Mariano
le contó a Paul sobre el predicador desquiciado:
Quien aquí será don Bóiler —por más de una
grasosa razón— había hecho estudios de agronomía,
estaba casado y tenía tres hijas vírgenes. Su peso no fue
obstáculo para que un día se le ocurriera la idea de dar
clases de Biblia en las colonias marginadas pues, según él,
los problemas económicos y sociales de esos pandrosos —algunos de
ellos, sus empleados— se debían sin duda a su falta de fe. Pronto
empezó a predicar en una capilla casi derruida que la fe era lo
más importante para salir de la pobreza y la fe sólo nacía
de escuchar y escuchar y escuchar y escuchar –esta reiteración es
sólo una cita textual al sermoneador— la palabra de Dios y como
él era quien conocía y predicaba la palabra de Dios, las
asistentes debían escucharlo sólo a él. Las mujeres
empezaron a creer al pie de la letra en la existencia histórica
de Adán, Eva, Caín, Abel, Noé, Abraham, Isaac, Jacob
y toda la caterva de personajes. Si alguna pregunta emergía —como
las acostumbradas “¿Y cuando Adán y Eva tuvieron hijos con
quiénes se acostaron esos hijos? ¿A poco cometieron incesto?”
o “¿Cómo es posible que el mar se halla partido en dos?”
o “¿Por qué si Dios es el Dios de todos fue tan cruel y mató
a los primogénitos y ahogó a tanto egipcio?” o “¿Por
qué el Dios del antiguo testamento era tan vengativo con su pueblo?”
o “¿Fue verdad que destruyó Sodoma y Gomorra porque ahí
todos eran jotos?” o “¿Y la mujer de Lot, cómo pudo convertirse
en estatua de sal así nomás porque sí?”— el predicador
simplemente las acusaba de tener poca fe porque todos esos prodigios habían
sucedido tal y como indicaba la sagrada escritura y él les lanzaba
su ingenio silogista al preguntarles a su vez: “¿O sea que si creemos
que Cristo es el Señor y que nos salvó y nos resucitó,
no vamos a creer en Adán y Eva?”. Poco a poco el grupo, en su totalidad
integrado por mujeres, se fue ensanchando y a don Bóiler le agradaba
ese control que por ser religioso parecía tan inacabable. Ni siquiera
el párroco del lugar poseía tal influencia en las mujeres
de la colonia. Se llegó al absurdo: si Nalganita estaba gorda era
porque se dejaba llevar por la gula y por los frutos de la carne, si Solanita
tenía un hijo mariguano era porque no le predicaba una y otra vez
la Palabra, si a Güilotota la habían abandonado tres maridos
era porque no vivía en santidad con ellos bajo la sagrada institución
del matrimonio. Los fariseos, según opinaba el párroco, habrían
compartido alegres la mesa de don Bóiler de haber nacido éste
en tiempos de Jesucristo. Entonces apareció Huesitos, una enferma
de cáncer que, dicho sea paso, era el padecimiento de moda en la
ciudad por los niveles de contaminación en tierra, agua y aire.
A Huesitos le informaron que a través de la “Oración de Sanidad”
se habían curado de enfermedades terribles varias de las asistentes
a la clase y después habían dado testimonio de ello frente
a todas. A Huesitos le fue aplicado ese método insano: la “Oración
de Sanidad” repetida alrededor de cien veces, la imposición de las
manos, las lecturas de citas sobre curaciones milagrosas, los gritos de
invocación, las letanías y los enunciados crípticos
por estar, de acuerdo con don Bóiler, “en lenguas”. Los problemas
comenzaron cuando Huesitos no sanó sino que se quedó bien
muerta a las dos semanas. Una amiga de la difunta, precisamente la recomendadora,
se alió con el párroco y sembraron el rumor de que el predicador
era, en realidad, protestante, y de ahí sus prácticas fundamentalistas.
Las mujeres dejaron de ir al mes. Para entonces, las tres hijas de don
Bóiler habían dejado de ser vírgenes.
Al terminar el cuento, Paul cayó en el azoro al enterarse de que
la amiga de Huesitos era la suegra en turno de Mariano. El canadiense le
aconsejó tener cuidado con ella pues, por lo visto, era de temperamento
beligerante.
Anclados al
polvo