Nota 4


Ésta es la historia que Paul le contó a Mariano sobre el cínico defraudador:
        Zorrillo Plateado, por reflejar en este compuesto tanto sus canas como su carácter y su olor, era un pésimo chofer y un hombre al cual le disgustaba en extremo trabajar. La imagen del mexicano güevón dormido debajo de un nopal se aplicaba a la perfección en él. Sin embargo, este hombre se veía obligado a buscar el sustento pues contaba con una esposa y cuatro hijos. Disfrutaba, empero, los encantos que podía ofrecerle el codearse con la gente bien de la región. Zorrillo saltaba de empleo a empleo dejando vacías cajas fuertes o registradoras y siempre salió ileso gracias a su familia y a sus conexiones con los señores decentes, entre ellos, el alcalde en turno. Tanto así que, en una época ya pasada, lo designó director del transporte público. Mas el pobre Zorrillo abandonó el cargo al cabo de seis meses de periodicazos y desplegados en revistas locales de política. Cuando le era muy dificultoso pepenar un empleo, estafaba a sus amigos ya que, después de todo, no se atreverían a ponerle una gruesa, incómoda y fatigante denuncia penal. Un día se topó con Iracunda. Esta mujer y la esposa de Zorrillo —a la que aquí llamaremos, por su supuesto parecido con la noble inglesa, Leididí— se hicieron amigas porque compartían la marca del tinte de pelo. Poco a poco, Zorrillo y Leididí se les fueron apareciendo, como reza el lugar común, hasta en la sopa a Iracunda y su esposo. Las dos parejas salían a cenar a los restaurantes de moda, siempre distintos al mes, y cada una pagaba lo que consumía dentro de la más preciosa honestidad. Ésta era una estrategia célebre en Zorrillo para cercar a sus víctimas y granjearse su favor. Cuando las dos parejas estaban en el orgasmo de su amistad, Zorrillo le propuso a Iracunda establecer juntos un negocio que los haría millonarios: una ladrillera ecológica. Hacía falta un socio más. Alguien tan incauto como el matrimonio. Y el defraudador no se vio en la necesidad de mover ni el dedo meñique para conseguirlo porque resultó ser un amigo de Iracunda y su esposo: Pierre LeCon, un francés. El extranjero se dejó convencer con suma facilidad. La ladrillera ecológica sería el negocio del siglo. Como la mayor parte del día del esposo de Iracunda y de LeCon estaba dedicada a sus respectivos trabajos, Zorrillo hacía lo que se le antojaba con la administración de la empresa: falsificar tanto las escrituras de un terreno como notas de compras inexistentes, incluir a sus dos hijos mayores como socios en el negocio sin contribuir con capital, etcétera. Pronto Zorrillo se hizo de ciento sesenta mil pesos y saldó toda suerte de deudas, entre ellas, la contraída con la universidad privada donde había estudiado su hijo menor quien dejó de llevar su teléfono celular a las clases después de que un maestro de inglés masacrara el de su mejor amigo. Iracunda, su esposo y el francés tardaron algunos meses en darse cuenta. Los dos hombres insistían en olvidar el asunto. No así Iracunda. Concentró sus fuerzas en seguirle los pasos al delincuente y así descubrir sus cloacas. El número de fraudes no denunciados causaba estupor. Su efectiva labor de convencimiento de nuevo dio frutos. Su esposo y el francés fueron a un despacho de abogados. Así nació la primera denuncia contra Zorrillo. Como los engranajes de la justicia local no son los más aceitados, tardó meses la orden de aprehensión. Aquel día las patrullas sorprendieron a Zorrillo con los huevos revueltos en la boca y lo único que se le ocurrió fue huir. Después de una persecución de varias cuadras, lo arrestaron. Pasó unas horas enjaulado y tras el corto encierro, quién sabe cómo, Leididí y sus hijos consiguieron el dinero para la fianza. A unos cuantos meses de su libertad, Zorrillo devolvió los ciento sesenta mil pesos. LeCon se fue a invertir a Chile. Y cada vez que Iracunda y su esposo se encontraban con Zorrillo y Leididí en alguna reunión de sociedad, las dos parejas fingían no conocerse.
        Mariano casi se cae de su asiento cuando el relato expiró y cuando reconoció en Iracunda a la mamá de la Bibi. Por primera vez, Paul admitió que el intoxicador rollo de sushi en realidad le había salvado la existencia.

Anclados al polvo