Se
encontraron
en esa celda, frente a frente, y no se reconocieron. Raúl tenía la
mirada sostenida tan sólo por las hilachas de la dignidad que le
restaba. Gualberto, consumido ya por la idea de la muerte, miraba
pero no veía. Pero allí estaban ellos dos, los dos defensas del
mejor equipo de fulbito que Letras de la Católica pueda recordar.
Y
es que cuarentiocho horas antes de ser fusilado, todo hombre ya mira
sólo hacia adentro, hacia cualquier esquina de sus intestinos o
entre los recovecos de su alma. Los dos serían fusilados. Y no le
importaba ya a nadie pero Gualberto era culpable y Raúl era
inocente.
Gualberto
no estaba en paz. El camarada Gonzalo no estaba allí con él. El
Partido Comunista del Perú tampoco. Pero ese era el glorioso
destino que aguardaba quien se jactaba de ser el más audaz jefe
militar regional del ejército Guerrillero Popular. Gualberto era
senderista convicto y confeso. Gualberto, el camarada Marte, tenía
miedo.
La
celda estaba cubierta de un silencio color de niebla.
Repentinamente, Raúl rompió en sórdido llanto y alcanzó a gritar
que era inocente. Hombre de izquierda, promotor de titulaciones en
un asentamiento humano, había caído, como muchos otros antes, víctima
de una infeliz coincidencia con el huir de un comando de
aniquilamiento. Ni los comunicados, ni las peticiones de tantos que
lo sabían inocente, pudieron impedir que el burocrático compás de
un tribunal sin rostro, y la pena de muerte, siguieran su curso.
Gualberto
llegó a escuchar el clamor de inocencia de Raúl mas pensó que esa
sangre junto a la suya contribuiría a cimentar la Nueva Democracia.
Y, como Raúl, cayó dormido al caer la noche.
El
estruendo de una explosión desprendió a ambos de los catres a los
que aferrados dormían como si fueran la vida misma. De entre el
polvo alrededor de una pared derruida surgió una voz:
-
Por aquí camarada... Es el EGP y su liberación...
-
¿Y yo? —gritó Raúl.
-
Síguenos —dijo el camarada Marte, quizá en un acto de humana
compasión.
Escaparon
entre las ráfagas de ametralladora y sus silencios. Nadie dijo nada
más en dos horas. En la huida, la columna de liberación se había
reconstruido —y eran entonces cinco hombres y siete mujeres.
Huir
en medio del altiplano no es fácil. Tarde o temprano —ellos lo
sabían— llegarían los helicópteros. Y quizás por eso, Marte,
ya al mando, ordenó partir la columna en grupos de tres.
El
camarada Marte señaló a Raúl. El entendió que iría con él. El
tercer elemento sería una mujer, la camarada Isidora. Sin mediar más
de diez palabras, la columna se dividió y la fuga siguió su curso.
Trotaron
sin parar hasta el amanecer. Entonces caminaron hasta encontrar una
choza a medio terminar -o quizá a medio destruir. Entraron y casi
en un solo movimiento Isidora arrojó a Raúl dos pedazos de carne
seca que extrajo de un morral. Se dirigió luego a Marte y, al
encuentro de sus miradas, Raúl comprendió que Isidora y Marte eran
amantes. Marte se acercó a ella y tomó sus manos entre las suyas y
la abrazó. Ambos lloraron y, luego, Raúl también lloró.
La
choza era pequeña pero el miedo la hacía aparecer muy grande.
Isidora llamó entonces a Gualberto por su nombre y sólo entonces
Raúl reparó en que ese no era Marte. Y Raúl pensó, como piensa
uno en Cubillas cuando escucha que alguien se llama Teófilo, en el
Gualberto Guillén que conoció en Letras de La Católica. Y entre
el murmullo de la pareja de guerrilleros —que no era distinto al
de cualquier pareja en cualquier parque, pensó Raúl— todos
quedaron dormidos.
Raúl
soñaba con la final del campeonato de fulbito del `74 : dos a uno;
un gol de Guillén y uno de él. La celebración en "El Jíbaro"
duró hasta las dos y media de la mañana. ¡Qué tal partido! Y, en
eso, cuando su sueño iba camino al delirio, los callosos dedos de
Isidora cubrieron su boca con suavidad:
-
Levántate, toma ese FAL y, sin ruido, pégate a un lado de la
ventana. Nos están rodeando.
Raúl
hizo lo que le dijeron casi con entusiasmo. Al llegar a la ventana
se dio cuenta que no era una película o un sueño sino su vida
misma lo que transcurría en su mente y frente a si. Marte ya estaba
apostado en la otra ventana e Isidora, echada sobre el piso,
apuntaba a la puerta, desde el fondo de la choza, tan sólo
protegida por un montón de troncos medio quemados y su moral.
Una
vez más las ráfagas de ametralladora interrumpieron la paz de los
apus del Collao. Lo que vino fue confuso. Isidora quedó tendida
para siempre y Marte en su ira abaleó y luego apedreó a un
sargento, dos soldados y dos ronderos. Los demás, todos ronderos,
huyeron dejando en el camino rifles caseros y hondas harapientas. Raúl
descargó su FAL mas nunca supo si él también mató.
Gualberto
estaba herido. Sangraba y contenía sus entrañas con los dedos de
ambas manos entrecruzados. No se dijeron nada. Raúl salió entonces
de la choza y Gualberto volvió su ser hacia donde yacía Isidora.
La abrazó. La besó. La volvió a besar. Se hizo un vendaje de su
blusa, y partieron. Esta vez sólo la ametralladora finlandesa que
cargaba Raúl, sería su defensa.
Caminaron
sin parar hacia el Este, hasta que volvió a caer la noche. Las
luces de Puno se veían a lo lejos y el Titicaca, esa noche espejo
de una vanidosa luna, se extendía a pocos metros como insinuando un
reparador descanso. Tomaron un pedazo de algo que pudo haber sido
una chullpa como escondite. Y se desparramaron sobre el polvo con
los ojos clavados entre las estrellas:
-
Sé que te parecerá una cojudez pero tú acaso no eres Guillén...
-
¿Por qué? —respondió Marte sin titubear.
-
Porque yo soy La Rosa, de Letras, de La Católica.
Gualberto,
aún sangrando, con los dientes apretados y sin dejar de mirar al
cielo, estiró la mano hasta encontrar la de Raúl. Y la tomó con
casi toda la fuerza que le quedaba:
-
¿Por qué Gualberto? ¿Por qué wayqéy? ¿Por qué esta maldita
violencia?- no contestes. No tienes que contestar. Yo no soy nadie
para juzgarte...
-
Isidora ha muerto, wayqéy. Ni Dios ni el hijo de puta de Guzmán me
la devolverán. Ya es tarde. El jijuna comiendo torta de cumpleaños
y nosotros cayendo uno a uno por sus propios soplos. Moriremos Raúl.
Moriremos juntos... Como en la cancha...
-
¿Y la ley de arrepentimiento? —preguntó Raúl.
-
¿Acaso nos preguntaron algo en la choza? No seas ingenuo. Eso es
para los protegidos de Guzmán.
El
diálogo se vio cortado por el relinche de un caballo. Raúl trepó
sobre un gran bloque de adobe y vio al animal enterrando el hocico
en el ichu tierno que rodeaba el zócalo de la chullpa. No terminaba
de imaginar lo que eso significaba cuando, a lo lejos, la
complicidad de la luz de la luna delineó un grupo de hombres que se
dirigían hacia donde ellos se hallaban.
-
¡Muévete carajo! Viene una patrulla y tenemos un caballo...
—exclamó Raúl.
-
Tómalo y vete... —contestó Marte.
-
Podemos ir los dos...Vamos... —replicó Raúl.
-
No seas cojudo...¡Lárgate! Ese animal seguro no puede ni contigo.
-
Tómalo tú. Yo soy inocente o puedo ser arrepentido...
-
Tú ya no puedes ser sino terrorista muerto —sentenció Gualberto.
Gualberto
entonces se incorporó y logró ver al caballo entre las paredes
derrumbadas de la chullpa:
-
Yo tomaré el caballo y escaparé hacia los cerros. Tú tendrás
tiempo de llegar al lago y buscar cómo cruzar a Bolivia —planteó
Gualberto con la voz de Marte.
-
¿Y si te entrego? Tu morirás de todas maneras: aquí o fusilado.
¿Me entiendes? Pasaré por arrepentido —dijo Raúl con angustia.
-
No te creerán. Morirás aquí conmigo, igual....¡Están ya a tiro
de fusil! Me voy...
Y
extrayendo fuerzas de la propia tierra, el camarada Marte saltó
sobre los adobes y tomó el caballo. Trepó a medias e inició su
galope a lo que seguramente fue su muerte.
Raúl
tuvo tiempo de llegar al lago. Tomó por asalto, con ametralladora
en mano, una balsa de un viejo uro. Lanzó el arma al Titicaca,
abrazó el remo y desapareció en el horizonte.
Y
han pasado lo años y no puedo dejar de pensar que fui capaz de
entregarte. Y tu estás muerto y yo estoy vivo. Quiero pensar que,
al final, el mundo está bien: que tú eras culpable y yo era
inocente. Pero no tengo paz. Y moriré sin ella, entre los uros.
Entre los uros, —wayqéy...
Entre
los uros también moriré, hoy.
Hernán
Garrido-Lecca.
hglm@amauta.rcp.net.pe
Hernán
Garrido-Lecca, casado con tres hijos, nació en Lima en 1960, ha
obtenido Mención Honrosa en el "Cuento de las 1000
Palabras", de la Revista Caretas, por "De
cómo quedé estando aquí" (1993); Tercer
Puesto en el Premio José María Arguedas, de la Federación de
Escritores del Perú (1989), por "Era
Justo"; y Segundo Puesto en el Saúl
Cantoral, de la Casa de Estudios del Socialismo Sur (1989), por "Valicha
y el halcón sin nombre". En 1989, publicó
su primer libro, "El Reino en una Botella Gorda", (Editorial
Atlántida). En 1996, publicó su segundo libro "Piratas
en el Callao"(Ed.Alfaguara), su primer relato
para niños. En 1997, publicó "La
vicuña de ocho patas" (Ed. Bruño), otro
relato para niños. Actualmente, la revista peruana "Business"
viene publicando sus cuentos en cada una de sus ediciones.
Garrido-Lecca
realizó estudios de economía en la Universidad del Pacífico.Maestría
en Administración en la Universidad de Harvard; y Maestría en
Ciencia y Tecnología en el Massachusetts Institute of Technology
(MIT).
Actualmente
es Presidente del Grupo NorAndina, conformado por empresas de
servicios de banca de inversión, y Presidente de la Asociación de
Estudios Económicos del Medio Ambiente y Recursos Naturales -
ECONATURA.
En
1993, Garrido-Lecca incursionó en el campo de diseño gráfico y
obtuvo, en conjunto de la Sra. Marilú García de Pizarro, el Primer
Premio por el diseño de la estampilla conmemorativa del XXV
Aniversario del CONCYTEC
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