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Milenka (que te amo) bajo la luz

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Extrajo del impermeable el revólver y le apuntó a la cabeza con calma pero con decisión. Colocó la punta del cañón entre los ojos de la pobre vieja y señaló la máquina registradora en un ademán copiado de alguno de esos spaguetti westerns que tanto le gustaban. La cajera comprendió y, en silencio, recogió los billetes con una sola mano. Igor estiró su mano derecha, cogió el fajo y lo metió en donde antes había escondido el arma.

Un par de cajas de pasta dental en oferta que cayeron de la cabecera de una de las góndolas, delataron la presencia del único otro testigo posible: un latino de unos 30 años, a sus espaldas. Igor lo miró y exigió así su silencio. Sin dejar de apuntar a la cajera ni de mirar al latino, retrocedió lentamente hacia la puerta. Cuando su mano izquierda encontró el vidrio que lo separaba de su escape, sintió una extraña necesidad de firmar la escena y, no pudiendo contenerse, disparó al aire. Creyó haber sonreído pero no alcanzó a hacerlo. Se dió la vuelta sobre sí mismo al sentir la brisa de la calle y huyó. Huyó de la escena de su primer y último crimen.

... ... ...

En la penumbra de su cuchitril, en el sótano de un viejo townhouse, revive ahora alguna otra escena de alguna otra mediocre película —de esas que pudo ser cualquiera— y cuenta los billetes sobre la mesa en la cocina, acompañado por la única cerveza que encontró en el refrigerador.

wMil setecientos cuarenta y cinco, ... setecientos cincuenta y uno, dos, tres cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve... Mil setecientos cincuenta y nueve dólares. Es una mierda — piensa— pero es suficiente.

Deja el dinero acomodado en un solo paquete sobre la mesa y, aunque sabe que no hay mucho tiempo, decide hacer un alto antes de ir al banco. E inicia el ritual que le devolvió la vida, la liturgia de su razón de ser y la de su crimen.

Se dirige a su secreter mirándose los pies a cada paso, como estando atento para que nada en su camino, y mucho menos el pisar la tabla que rechina, pueda malograr el vacío que sus pies descalzos han aprendido a robar a los monstruosos ruidos —de todos los ruidos— de este mundo. Inclina su cuerpo acercándolo al ojo de la cerradura y, continuando el pacto con el dios Silencio, busca y encuentra la llave que cuelga de la cadena que le regaló su madre y que reposa sobre su esternón. Abre la portezuela y ésta cae para hacerse mesa. Frente a sí están esos seis cajones chicos, tres a cada lado; y, al centro, el cajón grande, el de los domingos. Hoy es jueves y mira entonces al primer cajón chico sobre el lado derecho. Lo contempla. Sabe que Ella espera. Ha aprendido a hacer largo el preámbulo pues ha descubierto que disfruta más al alba que el ocaso.

Con sus manos dibuja sobre el aire un misterio compuesto de complejos movimientos que se hacen cada vez más lentos hasta que, casi sin tener que hacerlo, alguno de sus dedos deja abierto el pequeño cajón. El ya
respira su perfume, ya es acariciado por la estela de sus pasos y su nombre, Milenka, ya retumba infinito entre los muros de su ser.

Como quien hurta algo que pueda merecer castigo divino, toma el pedazo de cartón y, una vez más, lee sobre el reverso:

Es necesario algún tipo de fuente de luz. Aunque, su Laserstar ha sido diseñado para ser visto bajo una variedad de condiciones de luz, la correcta iluminación le permitirá disfrutar al máximo de su imagen...

Su mano izquierda busca el interruptor, a tientas, pues él no despega la mirada del texto con las instrucciones. Sus dedos palpan el cable y luego se deslizan hasta llegar al mágico botón. Se detiene para seguir leyendo bajo la moribunda luz que se filtra por la ventana que da a la acera:

Para mejores resultados, debe ser iluminado, desde arriba, por una sola fuente de luz incandescente. Si estuviera a su alcance un foco halógeno en una lámpara reflectora o spotlamp, éste proveerá la más luminosa y aguda imagen.

Esbozando una tenue sonrisa de satisfacción, oprime el botón interruptor, se enciende la spotlamp y desde exactamente el centro de la parte superior del mueble, una intensa luz cubre por completo la mesa del secreter. Igor, ahora ya de memoria, recita la última línea de las instrucciones:

El holograma debe ser puesto bajo la fuente de luz, formando un ángulo de alrededor de 45 grados con respecto a la superficie de la imagen. Disfrútelo.

En un sólo suave movimiento se impulsa con los pies y hace girar su banco de tornillo para quedar nuevamente sobre el mismo lugar pero ahora frente al anverso de su preciado pedazo de cartón.

Y Ella se insinúa poco a poco. El mueve ligeramente el holograma hasta que logra los 45 grados exactos y Milenka aparece en su plenitud. Está precisamente en la posición en la que él más la recuerda cuando no la tiene : su brazo izquierdo estirado, en alto, como tocando el centro del cielo que queda arriba en algún lugar detrás suyo, formando una sola recta con su pierna izquierda, que reposa sobre un pie que parece levitar sobre las tablas. Su pierna derecha se alza con fuerza para apuntar a alguna estrella. Su brazo derecho se extiende hacia un lado y apunta al horizonte en línea con ambos hombros. Su mirada queda atrapada, lejos, entre su brazo derecho y la pierna que apunta a las estrellas.

wMilenka que te amo —piensa—. Pantera-cisne nácar de azabache crin que bailas para mí —que te amo. ¿Sabes? Me reuniré contigo pronto —que te amo. Mira los pliegues que en tu vestido forman tus movimientos: algunos son sonrisas otros simplemente lunas. Y tu crin. Tu crin Milenka —que te amo.

Hace oscilar la imagen como quien pinta notas musicales sobre el aire y Milenka baila. Y aparece y desaparece hasta que Igor logra el ángulo y el ritmo perfecto: la música que Milenka danza. El movimiento es ahora contínuo. Milenka se estira y se recoge sobre sí misma, una y otra vez, grácil, perfecta, pantera-cisne-pantera. El tiempo pasa —o quizá se detiene. No importa. Milenka espera ahora recogida, pero con la mirada desafiante, garbosa, puesta en algún lugar más alto que su mentón, la pierna derecha cruza por delante a la izquierda y ambas se sostienen sobre las puntas de los diez dedos perfectamente dispuestos en ángulos inversos. Su brazo derecho se esconde detrás de su frente perfilado, y se alínea con su mirada. Con sus dedos señala algún lugar alto, en el pasado. Su brazo izquierdo cae suavemente cubriéndole el pecho y, al llegar al codo, se quiebra para alzarse ligeramente en busca de algún otro lugar atrás, también en el pasado, sólo que su mano parece no querer hacerlo y prefiere apuntar a algún sol que se está poniendo. Cisne-pantera-cisne. Igor, embrujado y borracho de luz, cae dormido una vez más.


... ... ...


Igor despertó y recordó que no había tiempo. Recogió el dinero de la mesa, jaló el impermeable en su paso hacia la puerta y se dirigió al banco.

Ingresó al banco por una de las puertas laterales y fue directo a uno de los mostradores del vestíbulo. Tomó una boleta de depósito y escribió: un-mil-setecientos-cincuentinueve-cero-cero-sobre-cien. Miró alrededor como cerciorándose que no hubiese testigos. Inmediatamente reparó en que era estúpido intentar no dejar huellas de un depósito por exactamente la misma cantidad del robo. Pero no le importó, pues necesitaba todo el dinero. Se acercó a la ventanilla y realizó el depósito. Puso sobre la boleta de depósito ya sellada su licencia de conducir y la empleada entendió que
Igor solicitaba su nuevo saldo. La mujer tomó un lapicero y escribió al reverso de la boleta: US$ 9,786.50. Igor la miró a los ojos y sonrió. Ella sonrió también y se despidió con un have-a-good-day.

Igor salió del banco preocupado porque el tiempo transcurría pero respirando con profundidad, pues había logrado reunir el dinero necesario. Caminaba con pasos largos pero de repente lo invadió un incontenible arrebato de náuseas. Sobó la llave del secreter contra su pecho buscando algún esotérico alivio —pero todo fue inútil. Tuvo que refugiarse detrás de una cabina telefónica y subyugarse a la furia de su maldición.

Se incorporó apoyándose con ambas manos sobre el teléfono y de esa misma forma tomó impulso para proseguir su camino, trastabillando, de regreso a casa. Pensó entonces en los detalles finales: primero, la carta y el cheque para enviar por correo expreso a Laserstar; segundo, la carta a José; y, por último, la carta a su madre.

Al llegar a su casa, se dirigió directamente a la cocina. Sacó de su bolsillo la chequera y la dejó sobre la mesa. Corrió al secreter. Se inclinó, tomó la llave, lo abrió y sacó papel, sobres, un billete de diez dólares, unas fotos y un sobre y una orden de envío de Federal Express. Dejó todo aquello también sobre la mesa de la cocina. Se sentó, miró cómo todo estaba dispuesto pero pensó que era mejor seguir la rutina de siempre. Así, siendo ya las cuatro de la tarde, fue al closet y se cambió de ropa: se transformó en "Yuri, el Mimo de los Zares" —como proclamaba uno de sus volantes pegado sobre el espejo.

... ... ...


Frente al espejo, se maquilló cuidadosamente la cara mientras recordaba sus días de gloria con el Ballet de Leningrado y ese instante en que vió por primera y única vez a Milenka. Ella era tan sólo una niña extranjera de 14 ó 15 años cuyos padres habían decidido introducirla al ballet clásico. Él era ya un bailarín consagrado y no menos de 10 años mayor que ella. Milenka ejercitó sobre la barra durante una hora y media. Luego llegaron sus padres y se la llevaron para siempre.

Igor bailó años esperando verla en alguna sala del mundo hasta que un buen día Gorbachov y su Perestroika acabaron con el Ballet de Leningrado. Igor, con 40 años sobre sus espaldas, no tuvo más remedio que lanzarse en pos del American dream que durante tantos años miró con desprecio.

En 1989, Igor llegó a Washington D.C. y pocos meses después abandonó su intento por ser instructor de ballet en alguna connotada escuela para abrazar, con pasión, un arte que su casi total desconocimiento del inglés, le hizo descubrir en sí mismo: el de mimo. El tiempo lo llevaría a Baltimore, en donde cada tarde, en el Inner Harbor, un malecón muy amplio lleno de tiendas y restaurantes, practicaría su arte junto con muchos otros juglares del siglo XX.


Había sido así, trabajando como mimo, que Igor había ahorrado sus primeros ocho mil y pico dólares. Lo del asalto a la farmacia había sido sólo para completar la suma requerida: ¡Qué hubiese dicho su madre si lo hubiese visto esa mañana, allí, de ladrón!


... ... ...

El súbito recuerdo de su madre lo hace volver en sí y regresa a la cocina. Cambia sus planes. Escribe primero la carta para su madre. Luego escribe la carta a Laserstar Inc., indicando claramente que su pedido consiste en incorporar al holograma Nº72631-AA la serie de fotos adjunta y producir 3 unidades; que los nuevos hologramas deben ser enviados, a José R. Núñez a la dirección inserta; y que el cheque por el total de US$ 9,750 estaba también adjunto. Finalmente, escribe a José, un salvadoreño que hacía un número de come-fuegos en el malecón y quien era lo más cercano a un amigo que Igor había conseguido en Estados Unidos:

 

Baltimore, Octubre 17, 1995

Querido José:

En algunos días más recibirás un sobre conteniendo tres hologramas iguales. Milenka, la mujer que nací para encontrar, y yo aparecemos lado a lado en una escena de El Cascanueces. Ese fue el momento más feliz de mi vida pues me reuní con ella después de muchos años —y la amo. Te pido que si me pasase algo tomes un holograma para tí, uno se lo envíes a mi madre en San Petesburgo, con la carta adjunta, y que el tercero —y este es el gran favor que te pido— sea puesto cual epitafio en la lápida que cubra mi tumba.

Con mi eterno agradecimiento,

Igor

Cuando termina de cerrar el sobre grande, el que contiene la carta a José (que, a su vez, contiene la carta a su madre), tocan la puerta. Igor comprende que se va a acabar el tiempo. Grita un ya-voy para poder recoger del secreter aún abierto el holograma de Milenka y va a la puerta.


... ... ...

Los hombres de azul estaban allí. La orden de arresto le fue mostrada y él se limitó a asentir con la cabeza. Salió esposado con el Federal Express para Laserstar Inc. y el sobre grande para José bajo el brazo y su holograma entre las manos. Fue sentado en el asiento posterior del auto patrulla y, mientras aún estaba la puerta del auto abierta, la dueña del townhouse se acercó preguntando qué pasaba. Igor la miró y le dijo:

w¿Me hace usted un favor?

w¿Quiere que llame a alguien?

wNo. Necesito que envíe estos dos sobres. Uno ya tiene estampillas y para el de Federal Express tengo diez dólares en el bolsillo. Tómelos.

w¿Puedo? —preguntó la mujer mirando a uno de los policías que se preparaba para cerrar la puerta.

wHágalo por un HIV positivo —insistió Igor.

Y la mujer no miró a nadie más. Tomó los sobres y el dinero y el policía cerró la puerta. El tiempo había terminado.

Hernán Garrido-Lecca.

hglm@amauta.rcp.net.pe


Hernán Garrido-Lecca, casado con tres hijos, nació en Lima en 1960, ha obtenido Mención Honrosa en el "Cuento de las 1000 Palabras", de la Revista Caretas, por "De cómo quedé estando aquí" (1993); Tercer Puesto en el Premio José María Arguedas, de la Federación de Escritores del Perú (1989), por "Era Justo"; y Segundo Puesto en el Saúl Cantoral, de la Casa de Estudios del Socialismo Sur (1989), por "Valicha y el halcón sin nombre". En 1989, publicó su primer libro, "El Reino en una Botella Gorda", (Editorial Atlántida). En 1996, publicó su segundo libro "Piratas en el Callao"(Ed.Alfaguara), su primer relato para niños. En 1997, publicó "La vicuña de ocho patas" (Ed. Bruño), otro relato para niños. Actualmente, la revista peruana "Business" viene publicando sus cuentos en cada una de sus ediciones.

Garrido-Lecca realizó estudios de economía en la Universidad del Pacífico.Maestría en Administración en la Universidad de Harvard; y Maestría en Ciencia y Tecnología en el Massachusetts Institute of Technology (MIT).

Actualmente es Presidente del Grupo NorAndina, conformado por empresas de servicios de banca de inversión, y Presidente de la Asociación de Estudios Económicos del Medio Ambiente y Recursos Naturales - ECONATURA.

En 1993, Garrido-Lecca incursionó en el campo de diseño gráfico y obtuvo, en conjunto de la Sra. Marilú García de Pizarro, el Primer Premio por el diseño de la estampilla conmemorativa del XXV Aniversario del CONCYTEC  

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