Una
visita a la fortaleza del Real Felipe cuando había un halo sobre la
isla San Lorenzo.
He
esperado muchos años para escribir mi historia porque no tenía ni
con qué ni dónde escribir y, además, porque nunca antes me atreví.
Ahora, ya con esta larga barba blanca y con todo el poco resto de mi
vista, he decidido que si me creen loco por lo que voy a contar, es
sólo porque ésta es realmente la más increíble y extraña
historia de piratas jamás contada. Es mi deseo que si esta crónica
llega a ti, niño o niña, no se la cuentes a ninguna gente grande:
ellos no entenderían. Y es mi deseo, también, que leas o escuches
con atención, porque tú no estás libre de que algo así te pueda
suceder: el que aprende por experiencia propia es un mortal
inteligente, pero el que aprende de la experiencia ajena es un
mortal sabio.
Todo
empezó en algún momento del año de 1967. Yo tenía 7 años,
acababa de hacer mi primera comunión y cursaba el segundo grado.
Iba a un colegio en Bellavista, cerca del puerto del Callao, en el
Perú. La vida del colegio estaba -no sé si por eso- muy ligada al
mar, la marina y la historia del viejo puerto. Ese año -como todos
los años- la maestra organizó un paseo al puerto, y ese año nos
tocó ir al Real Felipe.
El
Real Felipe es una fortaleza de piedra que domina toda la bahía del
Callao. Es tan fuerte que asumo que si vas al Callao hoy en día
todavía la puedes encontrar. Y es tan vieja que en el año que yo
la visité por última vez ya tenía casi 200 años de construida.
Al
despertar me encontré tendido sobre una playa. Supe que era algún
lugar cerca del Callao porque frente a mí estaba la isla de San
Lorenzo con su radiante halo de luz. Las bolicheras, los cargueros y
los barcos de guerra ya no estaban. Había, en cambio, un
maravilloso galeón con muchas velas. Estaba lejos.
Me
paré para ir hacia él y me di con una hilera de casas, cientos de
casas, casi todas a orillas de la playa. Como a uno o dos kilómetros
había algunos edificios que parecían almacenes o bodegas de vino.
Detrás de las casas había algunas chacras. Un camino las cruzaba y
se perdía en la explanada. Al fondo, lejos, se veía un pueblo
bastante más grande, a decir de las muchas torres de las tantísimas
iglesias que tenía. Ahora que evoco ese recuerdo supongo que aquel
pueblo era nada menos que la ciudad de Lima.
Cuando
pensé que era raro que no hubiese gente, aparecieron, así, como de
la nada, decenas de hombres, mujeres y niños, vestidos a la
antigua, corriendo de un lado a otro, desesperados. Alcancé a
entender que gritaban: "el Holandés está en la bahía".
Miré
nuevamente hacia la bahía y encontré no menos de ocho barcos
enfilando sus cañones hacia el puerto, hacia el Callao. Busqué con
angustia el Real Felipe, la fortaleza irreductible que nos defendería.
Pero fue en vano. No estaba por ninguna parte. Volví a mirar hacia
San Lorenzo y estaba allí. Sin embargo, cuando repasé con la vista
las casas, las calles y las gentes que me rodeaban -y la presencia
de carruajes y no automóviles, entre otras cosas-, empecé a pensar
que, efectivamente, algo raro sucedía. Todo parecía de otro
tiempo. Y es que, en realidad, era otro tiempo. No quise hacerme más
problemas al respecto y preferí aceptar que había viajado por algo
así como un túnel del tiempo cuando caí al vacío luego de mover
aquella extraña piedra. Acepté entonces, recién, que estaba en
algún lugar del tiempo en donde el Real Felipe no había sido
construido.
Corrí
hacia las casas y entré a una en donde parecía que se reportaban
los hombres que defenderían el Callao. Era una casona de madera,
muy amplia y de techos altos. Allí, un oficial de alto rango, ante
un mapa extendido sobre una larga mesa, explicaba a una veintena de
militares y civiles que las barreras y rompientes edificadas unas
hacia la boca del río Rímac y las otras al lado de los almacenes
reales, serían los lugares sobre donde el Holandés seguramente
cargaría al iniciarse el asalto.
Me
sentí aliviado al escuchar que había 30 cañones de bronce para la
defensa. Al terminar la explicación del oficial, algunos de los
militares hicieron algunas preguntas sobre la estrategia de la
defensa. Finalmente, cuando parecía que ya no habría más
preguntas, una mujer que llevaba la expresión del valor pintada en
el rostro se levantó de su silla y dijo:
-
Soy Catalina Vilca Huamán; mis padres nacieron en el Callao y yo
también. Mis hijos han nacido aquí y sus hijos también lo harán.
Y si ese tal el Holandés decide desembarcar, quiero que ustedes
sepan que mi madre, que aún vive, mi marido que es ciego y los seis
hijos que he parido, estaremos todos en la playa para repelerle con
el fuego de nuestras armas y la sangre de nuestras entrañas...
Y
por ahí alguien gritó:
-
¡Viva el Callao! ¡Muerte al Holandés!
La
reunión terminó y los asistentes se dirigieron a la puerta. Yo
estaba parado junto al dintel y me sorprendí al ver que varios de
ellos venían directamente hacia mí, como si pretendieran
atravesarme. Uno de ellos se tropezó conmigo y retrocedió
desconcertado para luego tocar el contorno del dintel con la palma
de la mano, como buscando una explicación para su aparente torpeza.
En medio de las sonrisas de quienes fueron testigos de la escena, el
hombre optó par frotarse los ojos con ambas manos, a manera de
excusa, y proseguir su camino hacia la calle. fue entonces cuando
comprendí que a pesar de que yo los podía ver a todos, ellos no me
podían ver a mí.
Era
el 8 de mayo de 1624. Lo supe luego, al leer un parte que quedó
sobre la larga mesa. El reporte había llegado dos días antes desde
Mala, un pueblito como a 90 kilómetros al sur del Callao. Se
trataba del pirata Jacques Heremite Clerk, también conocido como
"L'Hermite", quien había zarpado de Goeree en la Zelanda.
Su escuadra tenía no ocho sino once navíos, con 294 cañones y
1637 hombres. Me asusté mucho. ¿Qué podían hacer 30 cañones
contra 294?
Corrí
a la calle, como todos, y luego me dirigí a una de las defensas. Al
caer la tarde, 8 galeones grandes y 4 más pequeños se acercaron a
la rada por el lado norte, por un lugar que llamaban Bocanegra.
Aunque todos esperaban el desembarco esa noche, nada pasó. Los
nervios de los defensores estaban hechos trizas. Fue una larga, muy
larga noche.
De
cómo me enteré de que andaba perdido en el tiempo de los piratas
Esa
mañana la ciudad amaneció como casi siempre: nublada. Sin embargo,
recuerdo que desde el colegio, como en muy pocas mañanas, se
divisaba la isla de San Lorenzo. Me llamó la atención el halo de
luz radiante que rodeaba a la isla. Me pareció extraño, pero a los
7 años creo que uno piensa que lo raro no es nada más que algo que
no hemos visto antes. Pero mi extrañeza no duró mucho: sonó el
timbre y a formar fila.
Cuando
hoy pienso en todo aquello, lamento no haber sido capaz de
reconocer, en esas señales, esa luz de alerta que a veces se
enciende en nosotros y que algunos suelen llamar presentimiento y
otros tincada.
Subí
al ómnibus muy orondo y feliz de haber pasado mi cuchillo suizo de
contrabando dentro de mi lonchera. En el trayecto sólo pensaba en
la cara de mis compañeros cuando, a la hora de refrigerio, sacase
mi cuchillo suizo de uso múltiple y, casi como diciendo "qué-tanto-me-miran-nunca-han-visto-un-cuchillo-suizo",
abriese mi gaseosa.
Entre
tanto ensayo mental para aparentar la mayor destreza posible en el
uso de mi cuchillo, el camino se me hizo nada. Cuando volví en mí,
ya estaba frente a toda la imponencia del Real Felipe. El halo sobre
San Lorenzo era ahora más brillante aún. Pero, como siempre, justo
cuando uno empieza a imaginar las más distintas explicaciones, la
voz de pito de la maestra me indicaba que me bajara del ómnibus y
formara fila a un lado.
La
visita se inició recorriendo el perímetro de la fortaleza. Desde
los muros se veían los barcos anclados en la bahía. Eran muchos
barcos: bolicheras, barcos de carga y hasta barcos de guerra.
Siguiendo al guía de la visita, llegamos al Torreón del Rey. Había
que cruzar un pequeño puente levadizo. Yo me quedé al final de la
fila para saltar sobre el puente. Cuando entré al torreón, di
vuelta a la izquierda y empecé a trepar por un pasadizo inclinado.
Escuchaba la voz de la maestra y el murmullo de mis compañeros,
pero no veía casi nada. Estaba muy oscuro. La maestra hablaba del
calabozo y de cómo los prisioneros permanecían allí, casi sin
espacio, durante días, meses y años. Seguí caminando y me encontré
con otro pasadizo. Éste era un poco más estrecho y salía hacia la
derecha del pasadizo principal. Nunca imaginé lo que viviría
durante los días siguientes...
Tomé
el pasadizo más estrecho y, allí sí, no veía nada. Caminaba a
tientas, con los brazos estirados tocando arriba, abajo y a los
lados y dando pasos muy cortos por si había alguna escalera. En
eso, mi mano izquierda se encontró con un pedazo de piedra que
sobresalía de una de las paredes. Toqué la forma con las dos manos
tratando de imaginar qué era. Grité para llamar a mis compañeros
pero no escuché mi voz ni tampoco la de ellos. Me colgué de la
figura de piedra y no pasó nada. Ahora me doy cuenta de que, en
realidad, yo quería que pasara algo.
Decidí
entonces jalar la figura. No tuve más que moverla unos pocos centímetros
hacia atrás y se abrió un hueco en el piso por el que caí,
primero muy rápido y luego cada vez más lento y más lento,
durante horas, hasta que creo que me quedé dormido. Nunca imaginé
lo que viviría durante los días siguientes...
Un
extraño encuentro o de cómo conocí y me hice amigo de Ignacio Pérez
de Tudela
Al
amanecer, caminé hacia la playa. Quería ver a los piratas lo más
cerca que pudiese. La gente se movía de un lado a otro.
Repentinamente, quedé frente a frente ante un niño de 10 ó 12 años.
Él caminó hacia mí y me dijo:
-
¿Por qué estás vestido así?
-
¿Tú me puedes ver? -contesté.
-
Sí. ¿Por qué estás vestido así?
-
No me vas a creer pero vengo de otro tiempo. Vengo de tu futuro, le
respondí con miedo a que se burlara de mí.
-
Te creo. ¿Te das cuenta entonces que no debes temer a los
pichelingues?
-
¿Quiénes son los pichelingues? y ¿por qué no habría de tenerles
miedo?
-
Son los holandeses: L 'Hermite y sus piratas. Y tú no tienes que
tenerles miedo.... Ni siquiera te pueden ver...
-
¿Tú cómo sabes eso? ¿Y tú cómo me puedes ver?
-
Muy simple, piensa un poco.
-
No entiendo.
-
Tú me puedes ver a mí y yo a ti ¿Qué concluyes?
-
¿Que tú tampoco eres del tiempo de estas gentes?
-
Correcto. Yo vengo de 1866. El Real Felipe estaba siendo atacado por
una escuadra española. Mi mamá, que estaba a cargo de la cocina,
me envió a buscar a mi padre, que es artillero y estaba al mando de
un grupo de cañones. Deambulaba por uno de los torreones en busca
de mi papá, moví una piedra y aquí estoy... Llegué hace dos días...
-
Sí, te entiendo. Yo vengo de 1967 y te tengo una buena noticia: la
escuadra española se retiró vencida en 1866. Eso lo aprendí en el
colegio: fue el 2 de mayo de 1866.
-
Bueno saberlo pero aquí, hoy, no nos sirve de nada. ¿Sabes tú cómo
acaba esta batalla?
-
No. La verdad que no. Sólo sé que estamos en 1624.
Y
pasamos la mañana tratando de imaginar cómo volver a nuestros
tiempos. Mil y una ideas tuvimos y mil y una descartamos. Al
atardecer, la flota invasora se había acercado más. El cerco
impuesto era tan reducido que ya ninguna embarcación, por pequeña
que fuese, podía entrar o salir de la rada si no era con el
consentimiento de los piratas.
-
A propósito ¿cómo te llamas? -pregunté.
-
Ignacio, Ignacio Pérez de Tudela. ¿Y tú?
-
Alberto, Alberto Gaveglio.
-
Bueno, Alberto, creo que deberíamos ver cómo ayudamos.
-
De acuerdo. Si no nos pueden ver, tratemos de llegar a alguno de los
barcos.
-
¿Y cómo llegamos?
-
Vamos al muelle y tomemos alguna chalana.
-
¿Chalana?
-
Sí, un bote.
-
¿Y luego qué?
-
No sé. Empecemos por allí.
Corrimos
hasta el muelle y nos subimos a una chalana que partía hacia uno de
los barcos defensores fondeados en la bahía. Luego de remar por
veinte minutos -los marineros y no nosotros, por supuesto- llegamos
al barco. Era un hermoso galeón y estaba cargado de harina, vino,
pasas e higos y muchas gallinas. La tripulación se encontraba en
estado de alerta. Y con razón...
A
las pocas horas, los piratas tomaron nuestro barco por asalto. He de
decir que el combate no fue tan fiero como yo lo hubiese imaginado.
En menos de 20 minutos los pichelingues habían dominado la situación
y los defensores se habían puesto a salvo en sus falúas.
¡Al
abordaje! O cómo me hice un pirata más
Esa
misma tarde, los hombres de L'Hermite tomaron otro galeón lleno de
provisiones. Esta vez, sin embargo, Ignacio y yo estuvimos entre los
asaltantes.
Fue
una experiencia increíble. Iniciamos la persecución a la voz de
"al ataque" del capitán de la nave. No nos tomó mucho
tiempo alcanzar a nuestra víctima. Cuando estuvimos a 10 ó 20
metros pude ver los ojos aterrorizados de los marineros sobre la
cubierta. Saltamos desde nuestro barco hacia el galeón en el
preciso instante en que lo golpeamos por estribor y el capitán
gritaba: ¡Al abordaje! Me sentí un pirata más. Gritamos como
ellos y ni Ignacio ni yo nos pudimos controlar: tomamos nuestras
respectivas espadas y luchamos codo a codo.
La
tripulación del barco y los piratas suspendieron el combate al ver
aquellas dos espadas batiéndose por sí solas en el aire. Algunos
saltaron por la borda; otros, piratas y defensores por igual, se
arrodillaron implorando perdón e invocando a docenas de santos. Al
ver esto, Ignacio y yo nos detuvimos y dejamos caer nuestras espadas
sobre la cubierta.
Entre
un larguísimo silencio y con las caras aún pintadas de espanto,
dos de los piratas fueron a dar el parte a L'Hermite. Ignacio y yo,
también en silencio, llegamos, así, hasta el camarote del mismísimo
Jacques L'Hermite, el Holandés.
L'Hermite
era un hombre más bien bajo aunque, a primera vista, trajinado en
la piratería. No sé por qué lo digo. Quizá sea por la aureola de
solemnidad y terror que sentí que le rodeaba. No tenía ni parche
en el ojo ni pata de palo.
El
Holandés escuchó en silencio el parte de uno de sus hombres. No se
inmutó, en lo absoluto, ante el relato de lo sucedido. Se limitó a
decir que aquello de las espadas peleando solas en el aire era un
mal augurio y, horas después, los 1637 hombres sabían lo ocurrido
y lo dicho por L'Hermite. Nosotros lo escuchamos narrado por un
cocinero portugués a su ayudante y prisionero, un gallego gordo que
se comía hasta la cáscara de las papas que pelaba.
Los
días pasan y el bloqueo continua
El
10 de junio L'Hermite ordenó que uno de sus navíos se acercase a
tierra para probar la artillería del Callao. Al día siguiente, las
escaramuzas continuaron, pero tan mala era la puntería de los que
estaban en el fuerte que alguien dijo por allí que había espías
en el Callao al servicio de los holandeses.
En
los días que siguieron, Ignacio y yo nos dedicamos a vivir como
piratas, aunque con algunas diferencias. ¿Por qué? Porque no sabíamos
bien qué podíamos hacer sin que nos vieran y qué no. Lo primero
que nos dimos cuenta es que no teníamos ni hambre ni sed y que,
cualquiera fuese el alimento que nos lleváramos a la boca, al tocar
nuestra saliva, desaparecía.
Así
que luego de ver huir despavoridos a un par de piratas, decidimos
dormir de día y vivir nuestra aventura de noche: de esta forma,
cuando las pasas y los higos se elevaran y desaparecieran, ningún
pobre pirata saldría corriendo del susto.
Y
pasaron más o menos 20 días. Cantamos, bebimos, bailamos y
escuchamos todo tipo de historias de asaltos, saqueos, duelos y
tesoros. Supimos de un pirata que murió por decir, en medio de su
borrachera, que guardaba el mapa de un tesoro en su morral. Amaneció
muerto, desapareció el morral y no se supo quién lo hizo.
¡Viva
el Callao! ¡Viva el Perú!
Una
mañana, al despertarnos, Ignacio me sorprendió con una pregunta:
-
Dime, Alberto, ¿hasta cuándo seremos piratas?
-
¿Por qué te preocupas de eso? Al fin y al cabo dejaste tu tiempo
mientras luchabas contra los españoles y eso es precisamente lo que
aquí estamos haciendo. ¿O no?
-
Sí, pero ni tú ni yo somos holandeses sino peruanos. Y, en este
tiempo, probablemente hubiésemos estado contra los piratas y no con
ellos. ¿No entiendes?
-
Sí, el Callao es lo nuestro y no estos barcos.
-
Entonces, ¿qué hacemos? -volvió Ignacio a la carga.
-
Bueno, nuestra misión es entonces destruir la fuerza invasora.
-
Lo que es materialmente imposible, mi capitán -sentenció Ignacio
(y yo me tomé muy serio lo de "capitán").
-
Usted lo ha dicho, don Ignacio: materialmente imposible pero estratégicamente
probable.
-
¿Cómo así?
-
Mi capitán... "¿Cómo así, mi capitán?" Eso que
quisiste decir, ¿no? -aclaré a Ignacio.
-
Sí, mi capitán.
-
Muy fácil. En lugar de hacer laberinto de noche, lo haremos de día
y, como estos piratas son tan supersticiosos, se irán de aquí...
Y
así fue. Ese mismo día, horas más tarde, hicimos todo aquello que
sabíamos espantaría a los piratas: comimos uvas y tomamos vino
sobre la cubierta y a plena luz del día; izamos y arreamos la
bandera varias veces; hicimos rodar barriles de babor a estribor y
viceversa; y, finalmente, levamos anclas y dejamos el barco a la
deriva mientras el piloto logró recuperarse del susto. En menos de
6 horas, todos los hombres de L'Hermite hablaban de un motín para
presionar a su almirante a levantar el bloqueo y zarpar rumbo a
cualquier otra parte.
Todo
hubiese sido perfecto si no se nos hubiese ocurrido trabarnos en un
duelo de espadas sobre el propio puente de mando. El duelo venía
causando la zozobra esperada pero, al ser avisado, L'Hermite se
apareció en persona y nos tomó por sorpresa. Luego de varias
semanas entre los piratas, ambos habíamos adquirido alguna destreza
en el uso de aquellas armas, pero ello no era suficiente como para
enfrentar al temido L'Hermite.
Y
sucedió lo que tenía que suceder. En un descuido vi como L'Hermite
atravesó el corazón de Ignacio, quien sólo alcanzó a gritar:
-¡Viva
el Callao! ¡Viva el Perú!
Y
su cuerpo pudo ser visto por una fracción de segundo por los
horrorizados ojos de todos los piratas, a la vez que el eco de sus
palabras se perdía luego de varios rebotes entre la isla de San
Lorenzo y el puente...
No
tuve tiempo de recuperarme pues L'Hermite lanzó una carga hacia mí.
Yo no atiné a soltar la espada sino a hacerme a un lado y él se
estrelló contra la baranda del puente. Se dio la vuelta y, antes
que él pudiese dar el primer paso, cargué contra su cuerpo y le
clavé mi espada en el estómago.
Me
quedé inmóvil unos segundos. Solté la empuñadura y lo vi
derribarse y caer sobre la cubierta. La tripulación quedó
estupefacta. Yo me arrodillé y sólo atiné a rezar. Me di la
vuelta buscando el cadáver de Ignacio pero él ya había
desaparecido también para mis ojos. Entendí entonces que había
regresado a su tiempo.
Sobre
la retirada de los piratas y mi vida en San Lorenzo
Jacobo
L'Hermite, el pirata holandés, fue enterrado por sus hombres en San
Lorenzo. Era el 3 de junio del año 1624; así lo leí en un pedazo
de madera tallada que dejaron los piratas sobre la arena que cubrió
el cuerpo de su almirante. Eran los tiempos del Virrey Guadalcázar.
Me senté a un lado de su tumba y pensé durante horas en lo
sucedido y en cómo regresar a mi colegio, a mi casa, a mi tiempo.
En
los días y semanas siguientes, los piratas se dedicaron a atacar
otros puertos, aunque mantuvieron el bloqueo sobre el Callao. Casi
un mes después, en los primeros días de julio, la flota enemiga
levó anclas al mando de un tal Ghen Huigen. El Callao se había
salvado.
Me
tomó algunos meses comprender que me quedaría aquí, en San
Lorenzo, por el resto de mi vida. Desde aquí he visto muchas cosas
pasar en el Callao. Vi, por ejemplo, cómo se constituyó el Real
Felipe y, muchos años más tarde, lo que creo fue el Combate del 2
de Mayo. Y así tantas otras cosas hasta que con el correr de otros
muchos años y no sé por qué, me hice visible y empecé a
envejecer. Lo extraño es que nunca he enfermado.
Todavía
tengo mi cuchillo suizo. Los pescadores a veces se acercan a la
playa y me dejan ropa. No me hablan porque me creen loco -pero son
buenos.
Si
lees esta historia o alguien te la cuenta es porque, como en otras
historias de piratas, metí mi relato en una botella y la eché al
mar. Y alguien la encontró. De todas maneras, si alguna vez navegas
cerca de San Lorenzo, búscame: de repente todavía estoy aquí y me
gustaría conocerte.
Hernán
Garrido-Lecca.
hglm@amauta.rcp.net.pe
Hernán
Garrido-Lecca, casado con tres hijos, nació en Lima en 1960, ha
obtenido Mención Honrosa en el "Cuento de las 1000
Palabras", de la Revista Caretas, por "De
cómo quedé estando aquí" (1993); Tercer
Puesto en el Premio José María Arguedas, de la Federación de
Escritores del Perú (1989), por "Era
Justo"; y Segundo Puesto en el Saúl
Cantoral, de la Casa de Estudios del Socialismo Sur (1989), por "Valicha
y el halcón sin nombre". En 1989, publicó
su primer libro, "El Reino en una Botella Gorda", (Editorial
Atlántida). En 1996, publicó su segundo libro "Piratas
en el Callao"(Ed.Alfaguara), su primer relato
para niños. En 1997, publicó "La
vicuña de ocho patas" (Ed. Bruño), otro
relato para niños. Actualmente, la revista peruana "Business"
viene publicando sus cuentos en cada una de sus ediciones.
Garrido-Lecca
realizó estudios de economía en la Universidad del Pacífico.Maestría
en Administración en la Universidad de Harvard; y Maestría en
Ciencia y Tecnología en el Massachusetts Institute of Technology
(MIT).
Actualmente
es Presidente del Grupo NorAndina, conformado por empresas de
servicios de banca de inversión, y Presidente de la Asociación de
Estudios Económicos del Medio Ambiente y Recursos Naturales -
ECONATURA.
En
1993, Garrido-Lecca incursionó en el campo de diseño gráfico y
obtuvo, en conjunto de la Sra. Marilú García de Pizarro, el Primer
Premio por el diseño de la estampilla conmemorativa del XXV
Aniversario del CONCYTEC
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