Susi
Su billete de lotería en la mano. Cuarenta y siete años sobre las
espaldas. Una incipiente gordura cubriendo su cuerpo, no más de la
necesaria para haber ahuyentado a cualquier pretendiente durante su
juventud. Susana del Carmen caminaba bajo un cielo encapotado, que
nublaba su alma hasta escurrir un gris tristeza tan oscuro como el
pavimento. A sus cuarenta y siete años --¡cuánto pesaban ahora!--
se había quedado sin empleo. ¿Quién iba a contratar a una gordita
cuarentona en este mundo veinteañero, de siluetas esbeltas y senos
firmes? "Sola, gorda y sin trabajo, ¿qué haces en este
mundo?" se preguntaba mientras caminaba entre el reflejo naranja
de los puestos callejeros, entre el smog y los vendedores ambulantes
confundidos en una misma nube gris que lo abarcaba todo, desde el
pavimento hasta el concreto de los edificios que se disolvían en el
cielo.
Susana del Carmen Palmírez Poro, se repetía una y otra vez y su
nombre le parecía extraño. "Susi, me dicen de cariño." ¿Cuál
cariño, cuál "me dicen", si ella misma se había puesto el
sobrenombre para adelgazar esos sustantivos tan pesados? "Como si
bajara la panza adelgazando el nombre" se reprochaba y sus
pensamientos regresaban a la oficina, que por última vez había
dejado; recordaba el rostro de su jefe exigiendo su renuncia, las
caras largas de sus compañeros, su cajón de tantos años, del que sólo
le habían permitido llevarse el billete de lotería. El billete más
triste de su vida.
Un par de lamentos lejanos distrajeron su atención. Un hombre lloraba
sobre el cadáver de su perro, atropellado junto al camellón.
"Mejor me hubieran atropellado a mí", pensó ella al cruzar
la calle hasta el expendio de billetes de lotería. Más por costumbre
que con alguna ilusión, buscó la manta con los resultados del
sorteo. Revisó la fecha. Su mirada incrédula acarició cada una de
las cifras del premio mayor, que embonaban tan bien en su billete. Se
rascó la cabeza largamente hasta desbordarse en un "¡Soy yo, ésta
soy yo!" y ya no supo más de sí de tanta euforia. "!Me la
saqué, yo me la saqué!" y se le olvidaron la gordura, el
desempleo, la soltería y los demás complejos.
Susana del Carmen (Susi, como le llamaban de cariño) entró gritando
a la estación de metro, con la firme convicción de que era esa la última
vez en su vida que abordaría el metro.
Memo
Mis manos sin fuerza apenas sostenían la hoja con los resultados del
análisis. Un cielo gris cubría esta maldita ciudad, esta sidosa
ciudad. Y yo odiaba a los vendedores ambulantes, odiaba al viejo del
camellón, que se lamentaba por su perro atropellado. Un perro
atropellado. ¡Carajo, señor, le cambio su perro por el virus de mi
sangre! Le cambio su perro por los gritos de mi padre, por el llanto
de mi madre, por la angustia de mi novia, por el rechazo de mis
amigos.
¿Qué hacer cuando sabes que las buenas conciencias juzgarán tu
sangre envenenada? Buscar en tu memoria, buscar el virus, buscar el
momento, buscar esas caricias contagiadas que te trajeron el infierno.
Me quitaron la eternidad entre humedades y gemidos. Me quitaron el
vicio, el placer, la ilusión, dejando tan sólo esta memoria podrida.
Me han corrido de la vida, me despidieron del tren cotidiano, me
echaron a la calle con un papel en la mano. Este pinche papel
--Guillermo Isaac de la Barca Nona, ¿quién es ese cabrón?-- para
que no se me olvide que soy seropositivo. Para que nunca se me olvide.
No te mezcles con nosotros, no te acerques, no nos quieras, no nos
busques.
Se acabó, pensé antes de entrar al andén. Se acabó, no sufriré más,
no padeceré el rechazo, nadie se enterará. Se aventó al metro, dirán
todos, y se arrepentirán de cualquier cosa. Se acabó, pensé, seguro
de que nunca más pisaría una estación de metro. Nunca mi madre,
nunca mi padre, nunca más mi novia.
Nadie más, nunca más. Llegué hasta el andén, escuché el sonido de
muerte del convoy, cerré los ojos, sentí una última lágrima
corriendo por mejilla, y cuando estaba a punto de saltar... tu mano
sobre la mía, tu sonrisa absurda sobre mi rostro. "Nada es tan
grave, nada es tan grave" dijiste y me tomaste por el brazo.
Cuanto te odié en ese instante. Te odié tanto que rompí en
reproches, que cayeron fríos como lágrimas en tu regazo.
Susi
Sonríe.
Ahora sonríe. El gris de las nubes y el asfalto, el gris del
desempleo, es ahora un naranja intenso color vagón de metro. Susi
abraza a un joven desconocido, que llora en su regazo. Deja que la
Susi maternal, la que ha vivido en el olvido, acaricie esa cabellera
de sollozos. "Nada es tan grave, nada es tan grave" repite
suavemente, casi susurrando, y sus caricias caen hasta una mano que
sostiene un papel humedecido por las lágrimas. Lo entiende todo y
abraza al joven con más fuerza, mientras abordan el vagón casi vacío.
Al subir las escaleras para llegar a su departamento, Susi observa el
paso cansado del joven, su mirada perdida, quizá ni siquiera está
consciente de lo que le sucede. Pararon un momento en el rellano. El
reflejo del día, que empezaba a despejar, caía lateralmente sobre el
rostro del joven, que la miraba sin mirarla. "Si me aventara a un
precipicio, seguro me seguía" pensó ella, y el reflejo
desamparado desapareció de su rostro. "Vamos Guillermo, no falta
mucho" le dijo a ese par de ojos de perro todavía mojados.
Memo
Me
pides que no te odie. No con tu voz. Con tu rostro. Con tus manos. Con
el té que me acercas maternalmente. Y no te odio. No te odio. El
calor en mis labios me regresa del andén. Me saca del marasmo.
Observo tu casa. Tus plantas. Tus muebles. No son necesarias las
preguntas.
Tu gato se rasca la espalda en mis pantorrillas. Es rechoncho, como tú.
Lleva años contigo, lo sé por cómo mira. Susana, Susana del Carmen,
leo en las letras que cuelgan del muro. Me gusta tu nombre, lo saboreo
sin que me oigas.
Una corriente de aire frío rasguña mi espalda. Cierras la ventana.
Sin palabra alguna. En un diálogo de mudos, que me hace saber que no
estoy solo, que aún alguien me queda. Nunca más lo olvidaría. Ni en
los peores momentos del sarcoma. Ese calor, Susana del Carmen, ese
calor en la mirada, en el tacto, en el abrazo.
Ese calor me curaba. Después de varias horas de mirarnos, sin
siquiera percibirlo, sentí tus brazos rodeando mi cuello, y tu voz cálida
de madre entrando de puntitas en mis oídos... "Nada es tan
grave... nada"
Susi
"Siempre hay una segunda vez." Por lo menos eso pensaba Susi
cuando destapaba esa botella de champán tan caro, mientras Memo
saltaba como un loco por la habitación. "¡Segunda vez,
segunda!" gritaban y bailaban sin importar la nueva casa, ni los
nuevos muebles pues ¿qué podía importar lo material? ¿Acaso era un
pecado ganarse por segunda vez la lotería? "¿Qué quieres Memo,
tú dime qué quieres?" y a Memo se le olvidaba el drama de su
sangre ante tal algarabía. El destino se vengaba en la persona de
Susi, quien ahora compraría la empresa de donde había sido
despedida. "Compramos el cielo si lo quieres, todo el cielo lo
compramos" repetía Susi ya borracha ante la tormenta de
felicitaciones que al teléfono repetían las mismas frase vacías.
"¿Por qué han surgido tantos amigos Memo, sabrás por qué?"
y Memo sentía que el alcohol reaccionaba rápidamente con el AZT en
su sangre, hasta caer desmayado a media fiesta, y despertar en una
ambulancia de lujo, con Susi lamentándose a su lado. "Siento
arruinar tu segunda lotería" dijo Memo antes de abandonarse a un
profundo sueño. Sin embargo, al despertar, nada era un sueño: Susi
se había ganado por segunda vez la lotería.
Memo
Me corrieron de la casa. Nadie comprendió. Todos se alejaron. Me
gritaron tantas cosas. Homosexual, drogadicto, promiscuo, depravado.
Ni de mis hermanos me pude despedir. Ya el sarcoma era mi segunda
piel. A la abuela le dijeron que había huido de la casa. En pocas
palabras, me pidieron cortésmente que me fuera a morir lejos del
"hogar".
Después de la cuenta mensual de leucocitos, llegué a vivir a tu
casa. Finalmente estaba donde quería estar. Si en algún sitio quería
morir era junto a ti, Susana del Carmen. Junto a ti. No te importaba
el sarcoma, ni la tos nocturna, ni la palidez de mi piel. Yo sabía,
Susana del Carmen, que estabas entregando lo que nadie quiso nunca
recibir. Te juro que sentía tu compasión transformándose en miedo
cuando me bañabas. Miedo a que tus labios de otoño se acercaran a
los míos, miedo de no resistir y besarme y abrazarme y contagiarte tú
también. Yo también quería, Susana del Carmen, pero cómo decirte
que mi fuerza era cada vez menos, que el tacto ya no me respondía,
que mi cuerpo era un tren a punto de descarrilar. Cómo aceptar que
deseaba compartir la podredumbre de mi piel, deseaba que murieras
conmigo, aunque fuera sólo una vez.
Por eso lloré, Susana del Carmen, cuando vi tu rostro lívido,
pendiente del televisor. Lo entendí perfectamente al ver las cifras
de la tele coincidir con las de tu billete.
La tercera vez no destapamos champán, no bailamos, no nos
emborrachamos juntos. Los judiciales llegaron tumbando la reja,
tumbando la puerta, y te llevaron sin explicación alguna. A mí me
interrogaron toda la noche, y por más que les decía que cuál era el
problema en que alguien se sacara por tercera vez la lotería, no me
escuchaban. No escucharon mis lamentos ni mis sollozos ni mi tos de
muerto y me pusieron en un taxi, una madrugada helada en que yo te
extrañaba como nunca.
Susana, Susana del Carmen, repetía como rezando, como invocando a esa
magia que te había dado tres premios, para que te trajera de nuevo
junto a mí. Pero no regresaste, Susana del Carmen, y yo temí que
fuera a morir sin verte siquiera una vez más. Me quedé solo. Con tus
gatos. Con el sarcoma. Con la terrible oscuridad que se apoderaba de
la casa, que la hacía más grande conforme pasaban los días,
conforme crecía tu ausencia. Susana, Susana del Carmen, cuánto te
extraño.
Susi
"Sanaré si me liberan" reclamó Susi a su abogado, después
de nueve meses de encierro en prisión. "No desespere, señora,
sus asuntos van bien, además la enfermedad puede acelerar las
cosas". Y cómo no se iban a acelerar las cosas, si detuvieron a
los gritones de la lotería, y los mandaron a la correccional; si las
bolas para el sorteo fueron analizadas por peritos especializados. Cómo
no se iban a solucionar las cosas, si después de tres meses de
auditoría a la Lotería Nacional, no se encontró nada sospechoso.
Una vez más la lógica apabullante del azar aplanaba los juicios escépticos
de la razón. Después de nueve meses de investigaciones, la conclusión
era irrefutable: Susi había ganado legítimamente tres sorteos magnos
de la Lotería Nacional.
Pero la estancia en prisión fue para ella algo más que el infierno.
Si bien el dinero la libró de las perversiones que suelen padecer los
nuevos internos, no fue suficiente para detener los dolores de cabeza
que la torturaban casi a diario. Como si la ira acumulada contra el
destino se le hubiese instalado un poquito abajo de la nuca, para
carcomer sus noches entre espasmos de dolor.
Memo la visitaba una vez al mes. Le llevaba comida y un poco de
consuelo. Pero el dolor, que Susi interpretaba como ansia de libertad,
no la abandonaba. Probaron todo tipo de tratamiento; médicos, homeópatas
y hasta brujos visitaron la prisión. Sin embargo Susi no mejoró. Por
el contrario, permanecía inmóvil día y noche, como dialogando en
silencio con el dolor. Evitaba tanto el movimiento como la luz, por
eso no se percató de la puerta que se abría ni del custodio que la
tomaba por el brazo, para entregarla a Memo con muchos kilos menos, y
la sentencia lapidaria: "Ha sido usted absuelta de toda
culpabilidad."
Memo
Me heredaste todo. No me besaste, no me abrazaste, sólo dijiste al
chofer "para con el abogado" y fingiste dormir. Como si te
hubieran cambiado por otra. No creas que no conocía tu dolor Susana
del Carmen, si ya para entonces mi piel era un hilacho de costras
cancerosas. Pero no te importó Susana, y cada que lo recuerdo me
sorprendo de esa comunicación tan perfecta que había entre nosotros,
pues con sólo con observar tu semblante comprendí que morirías
antes que yo.
Sí, Susana del Carmen, lo adiviné tan pronto te acercaste esa noche
sin que yo notara tu presencia. Me abrazaste, me besaste como si nadie
se estuviera muriendo, y cuando sentí tu cuerpo desnudo sobre el mío,
tu piel sobre mis costras, me tragué todas las preguntas, todos los
remordimientos. Recordé entonces tu mano sobre la mía, tu sonrisa
enjugando mi rostro en aquel andén. "Nada es tan grave, nada es
tan grave" y me besaste otra vez.
Por una noche el dolor te abandonó, por una noche el virus se olvidó
de carcomer mi cuerpo. Por una noche fuimos lo que siempre quisimos
ser: un par de almas libres de dolor. Nos amamos tantas veces como
amantes habías deseado tener. Inventamos todas las variantes posibles
del amor. Cuando el amanecer cayó sobre nosotros, regresándote a ti
el dolor y a mí la enfermedad, me dediqué a cuidarte con la misma
devoción con que tú lo hacías conmigo. Incluso mi salud mejoró un
poco, como si mi cuerpo rindiera homenaje a tu muerte inminente. Y te
fuiste Susana del Carmen. Te fuiste. Te enterré una tarde nublada. Te
enterramos los gatos y yo. Tan nublada como la tarde en que nos
conocimos. Apenas tu cuerpo descendía a las entrañas de la tierra
cuando de reojo vi mis manos. Mi piel. Estaba limpia. Mi cuerpo se había
quitado el sombrero ante tu cadáver, y el sarcoma había
desaparecido. Estoy soñando, pensé, y regresé a la casa. Con los
gatos. A extrañarte otra vez, ahora para siempre.
Susi
Susi falleció una mañana nublada, entre salvajes dolores de cabeza.
Los médicos nada pudieron hacer, salvo una necropsia tardía (¿qué
necropsia no lo es?) de donde dictaminaron que Susi había muerto de
un Tumor de Suerte, alojado en la base del cerebro. "¿Un Tumor
de Suerte?" preguntó Memo indignado, "un coágulo
canceroso, compuesto por células muertas de lo que parece ser
material suertoso" le respondieron sin interés, pues ya a nadie
preocupaba esa muerte que no habían podido evitar.
Memo enterró a Susi una tarde gris. Después del funeral, una
tormenta de sollozos azotó todos los rincones de la habitación.
Memo
"Muerto, debería estar muerto señorita" grité casi
reclamando. "Pues yo no sé, aquí tiene los resultados de la
cuenta de leucocitos, del examen de sangre y de sus dosis de AZT. No
hay rastro del VIH en su sangre". Y cuando menos deseos tenía de
vivir, resulta que el Sida ha desaparecido de mi cuerpo. ¿Lo puedes
creer Susana del Carmen? No sé por qué pero me abalancé sobre la
enfermera. Cualquiera se hubiera desmayado de tanto gozo, pero yo sólo
pensaba en ti. Quería alcanzarte, quería que volvieras a estar junto
a mí. Quería que me regresaran la muerte que tanto me habían
prometido.
Me llevó algún tiempo recuperar la costumbre de estar sano. Me fui
haciendo a la idea de vivir otra vez. Por eso he venido a verte el día
de hoy. Espero no te moleste, te hice una florecita con un billete de
lotería que compré en la esquina. El otro cachito lo guardo en mi
bolso. Me gusta pensar que nos ganamos la lotería, y celebramos como
aquella segunda vez.
No te preocupes, yo le pago al enterrador para que mantenga tu tumba
con flores frescas. Y hoy le voy a pagar para que también riegue tu
flor de papel (¡je!). Te mandan saludos los gatos. Ramsés está un
poco enfermo (ya ves lo glotón que se ha vuelto desde tu partida),
pero espero traerlo muy pronto. Cuídate Susana del Carmen. Te quiero.
Adiós.
Susi
mientras entraba por la puerta trasera, un leve escalofrío rasguñó
su espalda. Colgó la gabardina en el perchero. Del refrigerador, sacó
una lata de comida para gatos. Encendió la radio. Un trueno cimbró
las ventanas presagiando la tormenta. Las primeras gotas de lluvia,
las más gruesas, mojaban una flor de papel en el panteón. De la
radio se escapó como un conjuro el número ganador. La última cifra
del gritón cayó perfecta sobre el billete y un dolor fulminante, un
poquito abajo de la nuca, lo dejó muerto sobre la alfombra. Ramsés,
que desde la partida de susi se ha vuelto un glotón, engulló de un
bocado el premio mayor, que memo jamás levantaría de la alfombra.
Memo
soñé con un péndulo susana. Un péndulo del que colgaba un cerebro.
Y en su oscilar tejía en el aire una palabra, suave y silenciosa de
un lado, misteriosa y monumental del otro. Suerte. Muerte. Suerte.
Muerte.
Jorge
Harmodio Juárez,
harmodio@hotmail.com
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