de
"En el invierno de las ciudades" Publicado por Ed. Galerna, 1988. ©.
La
mañana
ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos esto es lo
que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde
al salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas
persianas de hierro dejaban pasar como a desgano esa ambigua claridad
del invierno que obligaba a encender las luces, a no mirarse las
caras, a hablar sin levantar la voz. En un rincón, el portero
forcejeaba con la estufa a kerosene. Los asistentes a la clase de etnolingüística
de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin
mirarse, en voz muy baja.
-¡Coño! -dijo el portero. La estufa exhibía un
mecherito desarticulado y anacrónico. Una llama azul aparecía y
desaparecía con pequeñas explosiones intermitentes. De golpe se apagó.
Todos miraron a la doctora. El portero se levantó y dijo-: Ya vuelvo,
voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a enfermar el
aborigen.
El pronombre reflexivo o algo en el acento español
del portero provocó discretas sonrisas entre los lingüistas y antropólogos.
La clase, Lengua y Cultura del Chaco Argentino, debía comenzar en
unos minutos. Se contaba con un indio: el toba Marcelino Romero. No
podía tardar. Considerando que viajaba desde Villa Insuperable, el
trayecto le llevaba poco más de una hora.
A las diez y media en punto apareció en la puerta
del aula. Era bajo y corpulento con una convencionalmente inexpresiva
cara de indio. El pelo, renegrido y largo, contenido detrás de las
orejas. Su aspecto era muy pulcro; llevaba medias y alpargatas. Murmuró
un saludo y se dirigió a su asiento, a un costado del escritorio de
la doctora. Sobre el pizarrón, un cuadro repetía en griego y
castellano, la leyenda. "El hombre es la medida de todas las
cosas". La doctora salió del aula. Cuando volvió, escoltada por
el portero y el antropólogo de la cátedra, ya era, definitivamente,
la doctora y profesora Brigitta Inge Dusseldorff, de la Universidad de
Mainz, especialista en lenguas amerindias, cuya tesis Einige
linguistiche indizien des Kurtunwandels in NordostNeuquinea (München,
1965) había impresionado vivamente a especialistas de todo el mundo.
Otro de sus trabajos, Der Kulturwandel bei de Indianen des Gran
Chaco (Sudamerika) seit der Konkista-Zeit (Mainz, 1969), era
fervientemente citado por los alumnos de la Facultad quienes deseaban
desentrañar algún día sus profundos conceptos. La doctora
Dusseldorff era alta, huesuda, de pelo muy corto; anteojos y pies
enormes. La universidad argentina se conmovía con su presencia. El
portero, un paso detrás de ella, no le llegaba al hombro.
-Gracias -dijo en correctísimo castellano-. Puede
retirarse.
Todos se acomodaron en sus asientos; el antropólogo
también. La clase comenzaba.
-La clase anterior-dijo la doctora a quien le
gustaba ir directamente al punto-, habíamos llegado hasta la parte de
caza y pesca, armas e implementos, ¿verdad?
Todos dieron cabezadas afirmativas.
-Bien, hoy no usaremos cintas grabadas dijo la
doctora-. Vamos a retomar con el propio informante la parte
correspondiente a pesca, Por favor, señor Marcelino, ¿cómo se dice
"pescar"?
El indio los miró, después miró inexpresivamente
la pared y dijo:
-Sokoenagan.
-Muy bien. Así que esto es "pescar".
El indio sacudió la cabeza. -No -dijo-. Yo voy a
pescar.
-Ah, bien, la primera persona verbal. Entonces,
usted va a pescar. -Lo señaló pero el indio no dijo nada-. Bien,
pero, ¿cómo se dice "pescar"?, solamente eso.
-Sokoenagan -dijo el indio.
La doctora quedó con el bolígrafo en alto.
-Intentemos con la tercera persona. ¿Cómo decimos
"él pesca"?
-Niemayó-rokoenagan -dijo el indio.
-Perfectamente -dijo la doctora y se explayó en
consideraciones fonéticas. Durante los siguientes veinte minutos la
clase avanzó muy lentamente.
-Recapitulemos -dijo, por fin, la doctora-. Pescar:
sokoenagan; yo pesco: sokoenagan; tú pescas: aratá-sokoenagan; él
pesca: niemayé-rokoenagan. Existe una glotalización con valor
distintivo en...
El indio decía que no con la cabeza. Parecía que
lo recapitulado no era correcto.
-¿Cómo? Dijo la doctora.
-Está sentada, todavía no fue -dijo el indio. Hubo
un breve silencio.
-Un tiempo continuo o un elemento espacial en la
conjugación -avisó la doctora a la clase-. Explíquese -dijo
severamente. Por un momento pareció que iba a agregar "buen
hombre" pero no fue así.
-Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está
pensando -dijo el indio-, está pensando en ir a pescar. Lo estoy
viendo cerca.
Alumnos y profesores se movieron inquietos. El
informante no facilitaba las cosas hoy. Una de las alumnas intervino
con evidentes deseos de coincidir con la doctora Dusseldorff. Era la
alumna más adelantada. Había tenido la oportunidad de hablar a solas
con la doctora y se había mencionado la posibilidad de una beca;
hasta, quizás, un viaje a Alemania.
-¿Podrá ser, tal vez, un subsistema de
presencia/ausencia del objeto nombrado?
-No creo que sea el caso dijo, con frialdad, la
doctora.
El antropólogo, joven, pálido, de traje y bufanda,
con experiencia de campo, intervino :
-Permítame, doctora. -Era un hombre que sabía
manejarse con los indios.- ¿Qué querés decir cuando decís que lo
estás viendo, Marcelino? -El antropólogo tuteaba al toba aunque debía
tener veinte años menos. La doctora aprobó con una inclinación de
cabeza la eficaz intervención masculina.
-Si no lo veo, digo de una manera distinta -dijo el
indio. Y agregó:- Pero no pesca; va a ir a pescar.
Hubo un suspiro de alivio general. El antropólogo
daba explicaciones a unas alumnas sentadas a su alrededor. Fumaba
elegantemente. Conocía las últimas corrientes teóricas; sin
embargo, añoraba la época de la Antropología Clásica y soñaba con
reeditar a uno de aquellos refinados y eruditos dandies ingleses,
capaces de internarse en lo más profundo y salvaje de la jungla, todo
por la ciencia. El mismo ya había estado en el Impenetrable. Esto le
otorgaba una secreta superioridad sobre la doctora, que sólo había
trabajado con estadísticas, lenguajes procesados y computadoras. Los
murmullos se generalizaron.
-Muy bien, Marcelino -dijo el antropólogo. Su tono
contenía un premio.
La clase continuó. El indio permanecía sentado,
inmóvil; la espalda, recta, no tocaba el respaldo de la silla.
-Pasemos a la caza -dijo la doctora, acomodándose
los anteojos. El antropólogo sintió nuevamente que le correspondía
tomar la palabra.
-Vos salías a cazar con tu abuelo, ¿no, Marcelino?
-Sí -dijo el indio.
-¿Había algún rito... -el antropólogo titubeó-,
quiero decir, alguna reunión alguna ceremonia, antes de que fueran a
cazar? Tu abuelo, ¿qué decía de esto?
-No -dijo el indio y miró vagamente a su alrededor.
Se produjo un corto silencio. La doctora intervino.
Manifestó su interés en preguntar sobre la terminología referida a
la caza. El antropólogo estuvo totalmente de acuerdo. Pero antes de
que la doctora pudiese formular la primera pregunta, el toba,
inesperadamente, comenzó a hablar. Hablaba en voz baja, con la mirada
clavada en el piso. Explicó la enfermedad que se podía contraer por
maleficio del animal perseguido. El se había enfermado de ese modo.
La ciudad se parecía a la selva, dijo. Allá había que cuidarse de
los bichos; acá hay que cuidarse de la gente. Recordó a su padre y a
su abuelo, cuando lo llevaban a cazar. Ellos le habían enseñado cómo
hacerlo. Pero él, después, había querido venirse. Salir del Chaco,
de la tierra firme, y venirse, porque se había peleado con el capataz
que era paraguayo y les daba trabajo nada más que a los paraguayos.
No a los hermanos tobas, no a los argentinos.
La última palabra sonó extraña en el aula. Los
presentes miraban al indio como si acabara de decir algo fuera de
lugar, o como si empezaran a descubrir en él una cualidad que antes
no habían percibido. En el aire flotaba una observación notable: ese
indio era argentino.
-Me fui un domingo a hablarle -proseguía el toba.
No había variado su actitud y su mirada permanecía fija en el
suelo-. Y me pelié. Trabajábamos toda la semana,
no había domingo.
Estudiando su cuaderno de notas, la doctora dijo:
Creo que nos vamos del tema. No se trata de historia
personal sino de reconstrucción cultural. Miró al antropólogo que
acudió otra vez en su auxilio.
-Está bien, Marcelino -dijo el antropólogo con
cierta advertencia en el tono de su voz; tenía experiencia de campo y
sabía cómo hablar con los indios-, está muy bien -ahora parecía
dirigirse a una criatura-, pero queremos que nos cuentes cuando ibas a
cazar; qué armas usabas,
cómo se llamaban, ¿te acordás? Vos tenías dieciocho años cuando
te viniste del Chaco.
-Sí, me vine -dijo el indio-. Yo no quise entrar en
la transculturación. -Como llevadas por un mismo impulso, todas las
cabezas se inclinaron; se tomó nota de esta palabra tan correctamente
asimilada por el toba-. Yo reboté porque me pelié con el capataz.
Llovía y mi abuelo y yo habíamos cargado todo el domingo. Mi abuelo
y yo, entreverados con los otros, cargamos los vagones con los fardos,
aunque llovía. Entonces me pelié y me vine a la ciudad, al Hotel de
Inmigrantes; pero la pieza era muy chica, todo era muy chico. Uno
quiere ver campo y no. Ve nada más que ciudad, por todos lados.
La clase estaba en suspenso. La doctora, impaciente,
miró al indio y dijo con tono autoritario:
-Vamos a continuar con implementos y armas, pero
antes probaremos con dos palabras para retomar la parte fonética.
-Miró otra vez al indio.¿Cómo se dice "pez"?
El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la
silla; después, metió las manos en los bolsillos del pantalón y
cruzó una pierna sobre otra. No pareció un gesto oportuno en el
contexto de la clase. Miró de frente a la doctora.
-Naiaq -dijo.
-Bien, entonces podríamos establecer: sokoenagan
naiaq: yo pesco un pez. Observen que hay dos nasales en contacto -dijo
con algo que podía parecerse al entusiasmo, la doctora.
-Si el pez está ahí y yo lo veo, sí -interrumpió
el indio-, si no, no. -Todos lo miraron.- Hay otra forma -concluyó,
finalmente, el toba.
-¿Cuál?-preguntó la doctora Dusseldorff. Sus ojos
se habían achicado detrás de los enormes anteojos.
-Lacheogé-mnaiaq-ñiemayé-dokoeratak -dijo el
indio. Algunos de los presentes creyeron advertir una sombra de
sonrisa en su cara pétrea, pero sus ojos estaban serios y fijos.
-Parece que el informante no está bien dispuesto
hoy para la parte linguística. Si quierre, profesorr podemos
continuarr con implementos y armas -dijo la doctora, marcando
tremendamente las erres.
Todos se relajaron. Sería lo mejor. La clase en
pleno se daba cuenta de que la doctora estaba ligeramente fastidiada.
Cuando esto ocurría, su lengua materna subía a la superficie. El
informante debía colaborar, de otro modo era imposible organizar
adecuadamente la parte fonética.
-Un merecido receso, doctora -dijo, sonriente, el
antropólogo. Todos rieron. Una de las alumnas se ofreció para traer
café. El antropólogo y la doctora se retiraron a un rincón, a
hablar en voz baja. Dos estudiantes se acercaron al indio que permanecía
sentado en su silla.
-Andá al punto, Marcelino, no te vayas por las
ramas que esto va a durar todo el día. -Le ofrecieron un cigarrillo y
el toba aceptó, pero no se levantó de su silla. Cada tanto, un rápido
parpadeo le modificaba la expresión.
-Así que la ciudad no te gusta -le dijo uno de los
estudiantes-, sin embargo vos acá podés trabajar y mantener a tu
familia, ¿no Marcelino? Estás mejor que en el Chaco.
El indio dijo que sí con la cabeza. Miraba la punta
del cigarrillo: -Pero cuando uno quiere ver campo, ve nada más que
ciudad -dijo-, por todos lados ciudad.
Diez minutos más tarde, el antropólogo golpeó las
manos académicamente.
-Continuamos -dijo.
Mientras todos se ubicaban, él mismo salió y se
dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía dos arcos,
varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de
fibras vegetales con complicados nudos en los extremos.
-Bueno, Marcelino -dijo el antropólogo, colocándose frente al toba-,
reconocés estos elementos, estas armas... sostenía el arco y las
flechas delante de los ojos del indio. Desde la silla, el toba miró
los objetos. Levantó una mano y tocó con la punta de los dedos el
arco. Bajó la mano.
-Sí-dijo-, sí.
-¿Alguno te llama la atención en forma especial?
-continuó preguntando el antropólogo. El indio tomó una de las
flechas, la más chica, sin plumas en el extremo.
-Esta es una flecha para pescar.
-Perfectamente. ¿Se utiliza con este arco? La clase
pasada dijiste que tu abuelo tenía todas estas cosas guardadas en su
casa.
De repente, el indio se puso de pie y se inclinó
sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron; el antropólogo dio un
brusco paso hacia atrás. E1 indio le habló en voz baja.
-Por supuesto, Marcelino -el antropólogo intentaba
reír- por supuesto. -Marcelino pide permiso para quitarse el saco y
estar más cómodo para reconocer el arco -informó a la clase.
Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La
doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes.
El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla.
Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser
una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y
morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación
en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy
bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó
las flechas.
-Esta es de caza -dijo sin dirigirse a nadie. Paradójicamente
se veía mucho más corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros
eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los
objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento
del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que
hacía unos minutos contestaba pasivamente las preguntas de la
doctora-. Y ésta es la de guerra. Al decirlo el indio miró al antropólogo.
La flecha que sostenía era la más grande, con un penacho de plumas
de colores en el extremo.- Mi abuelo decía que Peritnalik nos mandaba
a la guerra a los hermanos. -Miró otra vez al antropólogo y después
a todos; antes de que el antropólogo hablara, dijo.- Peritnalik,
Dios, El Gran Padre, el que manda los espíritus a la llanura del
indio.
Algunos tomaban notas. La mayoría clavaba una
mirada ansiosa en el toba. No podía decirse que estuviera haciendo
nada impropio, pero algo había en su manera de pararse y de tomar el
arco que sobrepasaba los límites de una clase en el Instituto. El
antropólogo se había sentado cerca de la puerta, a un costado del
indio, y lo observaba. Trataba de aparentar interés pero era evidente
que estaba algo desconcertado e incómodo.
El toba, con una destreza sorprendente, tensó la
cuerda y la amarró al extremo del arco. Todos los ojos estaban fijos
en sus manos. Una ligera inquietud se pintó en las caras. En
realidad, nadie conocía bien a ese indio. Habían dado con él por
casualidad y había resultado particularmente oportuno para ilustrar
las clases de la doctora Dusseldorff. Como para retomar el hilo
perdido de la clase, el antropólogo preguntó:
-Cómo se dice "flecha", Marcelino.
El indio levantó bruscamente la cabeza. Hichqená
-dijo.
-Podemos establecer una comparación con la
terminología mataca que...
El antropólogo debió interrumpirse. El indio, con
las piernas separadas y firmemente plantado, tensaba el arco como probándolo.
Una parte de su pelo, renegrido y duro -de tipo mongólico, pensó
automáticamente el antropólogo- se había deslizado de atrás de su
oreja y le caía sobre la cara. La mano oscura alrededor de la madera
se veía enorme. Una energía insospechada hasta entonces -en las
clases anteriores el indio había permanecido siempre respetuosamente
sentado en su silla- irradió de su cuerpo, una fuerza recíproca
entre su brazo y la tensión del arco, una especie de potencia
masculina, en fin, que fastidiaba especialmente a la doctora
Dusseldorff, habituada a las jerarquías asexuadas de la ciencia. Con
voz gutural, el toba dijo:
-Kal'lok-y repitió más fuerte-, Kal'lok.
Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que
dejó a todos en suspenso, el indio se agachó y tomó una flecha, la
más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de
su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su cuaderno de
notas sobre el escritorio.
-Creo que no es necesario... -empezó a decir.
-¡Ena...! ¡Ená...! ¡Peritnalik! -la voz profunda
del toba rebotó en las paredes.
Varios cuadernos de notas cayeron al suelo. El indio
había colocado la flecha de guerra en el arco y volvía a tensar la
cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil
imaginar su torso desnudo, como en un sobrerrelieve. La flecha ocupaba
exactamente el vacío de la tensión. Su punta alcanzó casi la altura
de los ojos del antropólogo. La doctora tenía la boca abierta.
-Hanak ená ña'alwá ekorapigem ramayé mnorék,
ramayé lacheogé, ramayé pé habiák... murmuró la voz ronca del
indio. Estaba inmóvil. Sólo sus ojos describieron, lentamente, un
semicírculo que los abarcó a todos. Algunas cabezas iniciaron el
movimiento de ocultarse tras la espalda de los que tenían delante. En
el fondo del aula, una chica se puso de pie.
-Kal'lok -dijo el indio.
El silencio pesó como una losa.
El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el
arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras.
Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiro el saco y se lo colgó
del antebrazo.
El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo
carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus
cuadernos de notas, algunas toses aisladas. El antropólogo, todavía
pálido, encendió un cigarrillo y se aproximó al indio.
-Perfectamente, Marcelino, perfectamente -dijo.
Esto devolvió a la clase su capacidad de expresión.
En general, se intentaba averiguar quién había tomado notas. Recorrió
el aula la información de que lo dicho por el toba había sido una
oración a Peritnalik. Algo como "... el dueño del fuego, el dueño
de la noche y de la selva..." y también algo más, pero no se
podía asegurar.
Rápidamente, se reunió el dinero con que se pagaba
la colaboración de Marcelino Romero. Uno de los alumnos se lo entregó
sin mirarlo.
El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron últimos. La clase
no había sido satisfactoria. Consideraban, académicamente, la
posibilidad de conseguir otro informante. Tal vez un mataco con mayor
disposición. La buena disposición es fundamental para los fines
científicos.
Sylvia
Iparraguirre
Sylvia
Iparraguirre nació en Junín, provincia de Buenos Aires el 4 de julio
de 1947. Es profesora en Letras Modernas en la Universidad de Buenos
Aires (UBA). Desde 1986 trabaja en el Instituto de Literatura
Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y es
investigadora del Concejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET), dedicandose al estudio de la sociolinguística y la obra
del pensador ruso Mijaíl Bajtín.
Participó de la revista literaria El Escarabajo
de Oro y fue cofundadora de otra revista de literatura: El
Ornitorrinco. Publicó dos libros de cuentos: En el invierno de las
ciudades (1988) que obtuvo el Primer Premio Municipal de Literatura, y
Probables lluvias por la noche (1993), y una novela El Parque (1996).
Sus cuentos, traducidos al alemán y al inglés, han formado parte de
diversas antologías en la Argentina y en el extranjero.
Sus ficciones y ensayos han aparecido en
diversos medios argentinos y extranjeros, especializados y de
divulgación, como los diarios Clarín y Página\12 de Buenos Aires, y
las revistas ETC (revista de literatura y semiótica), Contexto, Puro
Cuento, Tramas (revistas culturales), Cuadernos Hispanoamericanos
(España).
Desde 1976 está
casada con el escritor y dramaturgo Abelardo Castillo.
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