Dentro
de un reloj roto
salpicando el vino
Tom Waits
Maldita
noche,
ecran fantasma sobre el que pateo pasos sin sombra que se olvidan en
el fragor de su propio estampido. Colgado avanzo. Extraño ahorcado
soy; que gime y jura que dice; que sonríe y sueña que vive. Busca
dos gramos y sabe que es inútil. No hay destino que se revele en
los cristales frenéticos de la coca. Pero no busco un destino. Es
demasiado tarde para dar pasos atrás. Ella fue un arco iris. Nada
detiene la voracidad de los minutos: un Phantom aterrado
buscando una pista nostálgica. Sólo trato de recuperar un pasado,
dar marcha atrás a la cadencia infernal de la arena, al viejo reloj
que ella enredó a mi muñeca. Ha desaparecido, aseguran; que la
buscan, informan. Que en la noche se hundió y en la noche quedó.
Que nadie la ha vuelto a ver. Yo, que sin razones me acerqué, que
en la noche sin padre ni madre de Lima le ofrecí palabras llenas de
entusiasmo, toqué con la yema de mis dedos su rostro, maldita sea,
yo, que sólo quise ser un segundo de paz en su vida, yo, Juan de la
Cruz, sé donde está. En mi cama, echada, el pie izquierdo
reposando sobre el piso, los ojos abiertos, sonríe, su mano
izquierda protege su corazón frío. No tiene mi nombre el puñal
que lo atraviesa.
Nada
me pertenece, nada tengo, nada deseo, pero daría todos los sueños
del mundo por ser dueño de un segundo de esta noche y hundirme en
él y en un vértigo resplandeciente, desde ese lugar en el que
convergerían mis deseos, contemplar, intuir, una verdad, una
maldita certeza que ordene una dirección a mis pasos. Me clave en
la mirada una foto de lo que sucedió. Porque eso es lo único que
en esta noche sin nombre apesta a realidad: algo sucedió. Algo que
también es una verdad tan salvaje y divina como ese cuerpo
empalideciendo sobre mi cama.
Lady
Diazepán, así la conocía: era por sus ojos, al menos así lo creí,
que parecían soñar no ver lo que miraban. Y esa noche fui yo,
oscuro suicida ganándose los días con los malabares traicioneros
de oscuro periodista, el paisaje que descubría. No era la primera
vez que en la bruma neurótica de Lima nos cruzábamos. En alguna
fiesta, alguna canción la acercó a mi cuerpo. Tanto que soñé mi
lengua ansiosa aniquilando la frescura de su sudor. Y el instante
que siempre esperaba se desató delante de mis ojos. Ella estaba mirándome
y yo estaba parado ahí. Sin destino previsto para el próximo
segundo pero con todo el futuro apostado a los tres gramos que
cargaba en el bolsillo. Y la revelación comenzó. Fue mirarse,
descubrirse perdidos en la misma jungla. Al menos así lo sentí. Y
como la noche es un castillo secreto que no tiene dueño, rápidamente
decidimos tomarla por asalto. Las armas que blandimos: nuestra
desesperación por violar la soledad, convertirla en una hermosa mañana
despertando juntos. ¿Y por qué no?, pasearnos haciendo religiosas
pompas de jabón en el mediodía cruel de la ciudad.
El
bullicio del Bar era satánico; como una estaca logré hundirme en
su corazón hasta encontrarme con su silencio. No hubo saludos. Supe
que lo único que cabía en nuestras vidas era una despedida;
comprendí que pronto vendría. Porque así son las cosas, la
eternidad se acaba cuando aparece la madrugada. Pero aún quedaban
algunas horas, que cuando besé sus dos mejillas supe serían
infinitas.
Tomé
su mano y avanzamos hacia la puerta.
No
soy un hombre de decisiones, todo lo contrario, estoy lleno de
angustia, por eso detuve el taxi; le di mi dirección; la besé
mientras, tosiendo, el auto retomaba la ruta; empujé con vigor la
puerta de mi cuarto. Por eso le dije:
—No
se que por qué estamos aquí pero aquí hemos llegado
—Cierra
la puerta con llave, me dijo.
Busqué
en el refrigerador dos cervezas heladas. No, exigió, para mí agua.
Así fue. Ella tomó agua y yo inicié la continuidad de las
cervezas. No tuvimos tiempo de desvestirnos porque de pronto una
luz, puedo jurar tenía el color de las esmeraldas salvajes, apareció
en sus ojos.
—Tengo
miedo, dijo.
Y
le volví a llenar el vaso con agua, limpia, transparente, que
vertical se hundía en el resplandor cortante que aprisionaba su
mano.
—Todos
tenemos miedo, sonreí, es el único motor de nuestras vidas.
Y
volvió a repetir:
—Cierra
la puerta con llave.
Y
así lo hice, y me senté a su lado. Sácala, dijo, y la saqué. Y
protegiéndola con mi mano la enfrenté a la humedad del aire. Y la
descubrió eterna y brillante. Y vi sus ojos asustados. A mí me
persiguen, creo que repitió. Y con dulzura, un olvidado sentimiento
de solidaridad, poco a poco, en silencio, comenzamos a aplacar
nuestra desolación con el esplendor opaco y frenético de la coca.
—¿Dónde
la compraste?
Y
abrí el segundo paquete.
—En
la benevolencia de un parque.
E
hicimos infinitas líneas, numeramos, y las fuimos nombrando: Reimar,
Belcebú, Asnoferonte, y reímos. Y desanudando nuestra oscuridad
enrollamos un billete que fue bambú tierno flotando en la voracidad
viscosa del océano que nos cubría, que su mano dirigía con
destreza de sobreviviente para evitar ahogarnos. Y las líneas
desaparecían acribilladas por nuestra respiración. Frenética,
exterminaba el esplendor del pequeño espejo.
—Me
van a matar, y me miró sosteniendo el delicado bambú en el aire.
—¿Quién?
—No
sé, —y brutal lo hundió sobre la ultima línea— pero todas las
noches sueño que me clavan un puñal en el corazón.
Suicidas,
pensé, somos ocho millones de suicidas pateando el mismo pedazo
sucio del planeta. De eso se trata, reconocí, de mantener el deseo
aun cuando construimos nuestra historia pisando asfalto vacío. La
ciudad es un graffiti sucio en el blanco corazón del universo. Pero
hermosos y desesperados en ese grafitti desanudamos nuestra única
vida. Y debo de encontrarlo, ella me entregó un destino, me abrió
una ruta secreta en la opacidad de la ciudad. Y desde esa noche
salgo a buscar en su reino sucio el único nombre que ella delató,
clavó, fue una espada rutilante descubriendo un olvidado furor en
mi corazón.
—No
reconozco su rostro pero veo sus manos, es alguien que siempre está
acodado al bar, que nunca me dirige una sonrisa.
Y
como todas las noches atravieso la puerta del Bar, me acodo, pido un
trago. Y sin disparar una sonrisa olvido el mundo que se agita y
baila delante de mis ojos,
No
soy espectador ni actor, menos aún Director, Pastor evangélico,
Jefe de barra, Líder boy scout, Agente de seguros, Guachimán, no,
jamás, ya olvidé cuando llegué a la conclusión de que mi único
rol en la ciudad era el de fantasma. Así he vivido. Así vivo. Así
viviré los días que me quedan por patear. Por eso soy periodista.
Escribo sobre lo que nunca sucedió y opino sobre lo que nunca
sucederá, y todas las noches muero en paz. Y cuando en las mañanas,
con los ojos hinchados, la cara grasosa, un acre sabor en la boca,
resucito, se que volveré a frecuentar la única ciudad que conozco,
el único paraíso que me ha sido concedido: los vastos enjambres de
edificios y deseos que arranco a mi máquina de escribir y que
durante 24 horas tendrán la vida que le corresponde a las Noticias
Locales. Esa es mi vida, le dije, y sonreíamos, tenía treinta años,
eso dijo, y agregó, yo también sobrevivo gracias al teclado.
—¿Y
por qué te van a matar?
Se
detuvo, y acuchillando la noche restalló en mi la sensación que me
descubría deseos que yo desconocía.
—Porque
tengo el secreto, eso es todo, ¿sabes?, soy secretaria.
Nunca
he comprendido la infinidad de cosas que siempre están sucediendo;
aún peor: siempre llego tarde para sostener entre el cielo y la
tierra esa mano suicida que implora. Aparezco cuando el aire ha
perdido desesperación. Ese es el secreto de mi profesión. Sólo
constato hechos, que algo sucedió, que yo no estuve ahí para
evitarlo y que por lo tanto no escribiré sobre ello porque nada
sucedió si yo no estuve ahí, si nadie estuvo ahí, y a nadie —y
ese es el secreto de la tranquilidad— le interesa leer sobre
aquello de lo que es responsable pero no quiso o no pudo evitar. Así
son las cosas. Tengo la impresión de que ésa es una enfermedad que
sólo desaparecerá con la muerte. En eso pienso abriendo en la
madrugada la puerta de mi cuarto, sentándome frente a mi cama,
viendo el cuerpo frío de Lady Diazepán. Su mano calma protegiendo
su corazón. Entre el pulgar y el índice brilla el marfil negro del
mango del puñal. Y vuelvo a descalzar su pie izquierdo, juntarlo al
derecho que se estira sobre la cama. Me desnudo. Y como todas las
noches me acuesto a su lado. Enciendo un cigarro y, fumando, miro
con atención a través del mirador sucio de mi ventana, la lenta y
mágica transformación de la noche. Antes que restalle en la
claridad de mis deseos la banalidad gris de la madrugada hundo la última
colilla en el cenicero y me abrazo a ese cuerpo inmóvil. Pongo mi
cabeza calma contra el frío húmedo de su hombro —tengo la
sensación que en mi ausencia transpira— y recordando las pompas
de jabón que nos prometimos me quedo dormido.
—No
quiero dormir, tengo miedo de soñar con ese puñal.
Habíamos
terminado los tres gramos; ansioso, frenético, quería patear la
noche hasta desembarcar debajo de las palmeras muertas del Parque
Torres Paz. Tres gramos más, propuse. Tengo miedo de abrir tu
puerta. ¿Qué secreto tienes? El secreto de la noche, dijo, poseo
el secreto que aniquila las sonrisas, por eso siempre me están
persiguiendo, si no me crees, mira por la ventana, son dos hombres,
siempre están ahí cuando intento vivir. Y me dirigí a la ventana.
Apaga la luz, —gritó— apaga la luz. Y Lady Diazepán soltó
—con estrépito reventó contra el suelo— el vaso que tenía
entre las manos, se arrojó sobre su cartera, antes que pudiera
calmarla, empuñó un puñal, refulgía inocente la hoja de acero,
se oscurecía entre sus manos el mango de marfil, de un salto pegó
su espalda aterrada contra el muro.
—No
comprendes —gritó— quieren matarme, diablos, comprende, son
asesinos.
—¿Desde
cuándo te persiguen?
—Apaga
la luz si vas a abrir esa maldita ventana —gritó.
—Basta,
basta, si alguien quisiera matarte ya serías una sombra muerta.
—Sí,
—gritó— quieren matarme, pero, maldita sea, no se cuándo lo
harán, cada vez que intento escapar están ahí, siempre están
esperándome, abre, abre esa ventana, míralos.
—No
voy a abrirla, suelta ese puñal.
—Ábrela
—gritó, y avanzó hacía mí— te he seguido esta noche porque
necesito que abras esa maldita ventana.
Busqué
en mi bolsillo mi paquete de cigarros, casi no distinguía sus ojos,
se estrechaban en su rostro de gato acorralado.
—¿Puedo
fumar un cigarro?
La
punta fría del puñal rozaba la piel vieja de mi pecho.
—Ábrela,
maldita sea, —gritó— ábrela, por dios, abre esa ventana,
Abrí
la boca plateada del Zippo, rodeé con la yema del pulgar la
rueca; perfecta la llama creció, alumbró, separó, nuestros
rostros.
—Cuándo
te violaron —grité—, por los mil diablos, dime quién y cuándo
te violó, porque eso ha sucedido, ¿no?, maldita noche, maldita
ciudad, maldita vida, dime, ¿quién te violó?
—Tus
manos —dijo
Y
se llenó de una extraña calma.
Y
se detuvo.
Y
la eternidad de ese instante, de sus ojos acorralados, de su mano
tensa, del humo de mi cigarro que no desaparecía, vibraron como
notas de bajo golpeando, reverberando, sin compasión contra las
paredes sucias de un callejón abandonado. Estalló golpeada por la
estridencia sibilina de la navaja desgarrando el aire, que ansiosa
buscaba hundirse en mi piel. Por milímetros evité ese fulgor
azulado que buscaba mi corazón, la retuve de la muñeca, la hice
girar y apreté su espalda aterrada contra mi pecho agitado.
—Mira,
Lady Diazepán —grité—, mira.
Y
corrí la cortina gris que protegía la ventana.
—Mira
—y miré-,- no hay nadie, mierda, nadie.
—Ciérrala
—gritó—, cierra que van a subir, van a matarme, ahí están,
por dios —y reventó en lágrimas—; por favor, no, no me digas
que no los ves.
Y
dejé que la cortina cubriera la ventana, el golpe seco del acero
contra el piso de madera, la hice girar, el respirar agitado de su
llanto, la apreté contra mi pecho, juntó sus manos sobre su
rostro.
—No,
no, no me digas que no los ves, no, por favor, no.
Y
no pude evitar que mis lágrimas se despeñaran sobre mis mejillas.
Y con la ligereza de un estallido, la revelación —araña de mil
tentáculos vomitando mil venenos sagrados— ahogó con un futuro,
que al instante comprendí, las cuevas oscuras de mi alma.
—Los
mataré —dije—, ahí donde estén, Lady Diazepán, te lo
prometo.
Y
se separó unos centímetros de mi pecho, subió su rostro húmedo
hasta enfrentarse al mío.
—Están
aquí —dijo— y puso su mano calma sobre su corazón.
Nadie
habla de ella. En el ruido satánico del Bar, acodado, reconozco que
Lady Diazepán solo transitó los naturales caminos de la demografía
y del afecto de Lima. Nadie pregunta por ella. Anoche, al momento de
descalzarla, he comprobado que su tobillo está hinchado; al poner
mi rostro sobre su hombro, en la delgada capa de humedad que lo
envuelve, florecía impetuoso un olor vinagre, fuerte, antiguo. Sí,
tan antiguo que no logro ubicarlo en mi memoria. Y he girado mi
rostro y he lamido esa humedad picante, la he lamido, y lamiéndola
he cerrado los ojos, y en ese instante tan antiguo en que todo se
detenía, envolvía, volvía azul, azul infinito, me he hundido como
acero cansado en el fragor del sueño.
Y
otra mañana se ha abierto y al abrir los ojos he recordado su voz,
de niña, narrándome su vida. Es verdad, ahora lo sé, ella poseía
la verdad suicida que aniquila la esperanza. Y me he levantado y
como todos los días he vuelto a separar sus piernas, descender y
calzar su pie izquierdo, dejarlo en la misma posición en que quedó
el primer día. No sé por qué lo hago, intuyo que es una manera de
diferenciar el día de la noche. Y he posado ligeramente mis labios
sobre los suyos. Ya sé quién fue, Lady Diazepán, le he susurrado,
maldita profesión, eso es todo, Lady Noche. Y me he dirigido al baño,
abierto el botiquín y sin dudar he tomado todo lo necesario para
tirar del único gatillo que desata y nos devuelve lo divino. Y he
vuelto a mi cuarto, me he sentado en el suelo al borde de la cama, y
sin compasión ni arrepentimiento he escrito esta leyenda, de un
solo golpe me he tragado todas las pastillas de un frasco de valium
diez, y he reposado mi rostro entre el olor vinagre, violento,
inicial, de sus muslos, rozando con mis labios su muslo izquierdo.
Tocando con la cima de mi cabeza el húmedo lugar donde siempre
resucita la inocencia.
Beijing,
1998
Óscar
Málaga-Gallegos
malagale@public.bta.net.cn
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