Capitulo 3
Acaso el recuerdo más
inmediato que asocio a la fatídica fecha del 24 de marzo de 1976,
son los acordes iniciales de una marcha militar, seguidos por la lectura
del comunicado numero uno. Una sensación de alivio remplazó
el descontento de la mayoría de nuestros conocidos. Inclusive los
peronistas, mascullando contra los militares, admitían que eso ya
no iba más.
Empezaron a conocerse una cantidad enorme de irregularidades del
depuesto gobierno. Los favoritismos políticos desaparecieron de la
noche a la mañana. El accionar de la banda terrorista de derecha
llamada triple A cesó abruptamente. Buen comienzo, dijimos. Ver por
televisión a un acicalado General de la Nación suponía
que las cosas iban a mejorar. Las frases grandilocuentes fueron
desplazadas por el lenguaje mesurado de las Fuerzas Armadas. Yo percibía
esto como una repetición de la historia de mi padre; un gobierno
peronista que era depuesto, esta vez sin derramamiento de sangre. Si antes
se los había sacado y había sido lícito, no veía
ahora diferencia alguna. Volvieron a contar en casa la anécdota de
papá cuando quedó atrapado unas horas en la Plaza de Mayo
durante el bombardeo del '55, y la incertidumbre de mi madre al no saber
la suerte por el corrida.
Para cuando el llamado Proceso tomó el poder, el era jefe de
sección en la municipalidad de Buenos Aires. En su carácter
de ingeniero electromecánico, la mayoría de los problemas a
resolver eran eminentemente técnicos; ocasionalmente atendía
algún reclamo gremial. A la mesa familiar llegaba la versión
humorística de esas reivindicaciones, ya sea por lo insólito
del pedido o por la forma de hacerlo. Después del golpe, el
anecdotario fue paulatinamente desapareciendo, según se acotaba la
actividad de los dirigentes. Empezaron a circular chistes acerca de que
nadie se hacía responsable de haberlos votado. Súbitamente
se puso de moda tener un amigo o, al menos, una influencia en el gobierno
castrense . Un primo político de mi madre, para regocijo nuestro,
aceptó una subsecretaría a nivel nacional.
Empecé la Facultad en abril y, a los pocos días, formé
con compañeros nuevos un grupo de estudio que prometía ser
bueno. La mayoría vivía en Belgrano. Uno de ellos provenía
de una familia de militares, de modo que acaparaba todas las preguntas
referidas al gobierno. Escuchar relatos de primera mano sobre
enfrentamientos entre amigos de el, militares de carrera, con guerrilleros
en el monte tucumano, me erizaba la piel
Un ex compañero suyo , del Liceo Militar, se encontraba de
patrulla junto a otro oficial. Habían estado caminando toda la mañana
aplicando una táctica que los norteamericanos usaron en Vietnam. Se
llama búsqueda y destrucción y consiste en buscar depósitos
de armas o alimentos, y destruirlos. Sin darse cuenta se fueron alejando
del grueso del grupo. En un momento se encontraron en medio de una picada
que no figuraba en la cartografía levantada por la Inteligencia
Militar. Eso les indicó la posibilidad de encontrarse con algún
elemento insurgente. En lugar de reportar al comando de la partida, que en
realidad no sabían con certeza donde estaba, prefirieron hacer
contacto con el enemigo. Siguieron andando por la vereda, latiéndoles
el combate inminente en los oídos. Se separaron unas decenas de
metros, para dificultar la puntería de los probables tiradores . El
que encabezaba la partida siguió el trazado de la huella y
desapareció momentáneamente de la mirada del compañero.
Cuando el segundo empezaba a tomar el recodo, se escuchó un
disparo. Saltó hacia delante. Al doblar la curva vio al compañero
caído y a su lado, el autor del disparo que se preparaba a terminar
la faena . Sin detener la carrera, hizo fuego dos o tres veces desde la
cintura. Los escopetazos destrozaron la espalda del guerrillero. Cuando
llegó al lado de su amigo, comprendió de una vez que el tiro
de gracia no hubiera sido necesario. Solo entre los dos cuerpos, rompió
a llorar.
Al empezar a reunirnos la mayor parte de las veces en Belgrano puse
más cuidado en mi vestimenta. Los buzos, tan prácticos para
ir a la pileta, fueron reemplazados por puloveres acordes con la moda de
entonces. Descubrí también que, para nadar, el cabello bien
corto era mejor que los gorros de goma. Algunas veces mi casa era el punto
de encuentro. Cuando esto ocurría, soportaba estoicamente las
bromas y los pedidos de mano respecto de mi hermana. Quizás lo que
más alborotaba a mis compañeros no era tanto la parte estética,
sino mas bien cierto aire de misterio. El paso fugaz de ella por la
cocina, tradicional centro de estudio, provocaba una repentina distracción
que remataba invariablemente en alguna broma monotemática. Yo
tomaba nota mental, para retribuir la cortesía con las hermanas de
algunos de ellos.
El diario, mejor dicho, las noticias que traía, empezaron a
ser motivo de disputa entre Mariel y yo. Era frecuente que en los
enfrentamientos armados, la peor parte la llevaran los subversivos; de
hecho casi nunca se informaba de bajas en las fuerzas regulares. Los
medios de comunicación se referían a los insurgentes como el
declarado ilegal en primer ó segundo termino. Me alegraba enterarme
de las contundentes respuestas de los militares frente a los ataques de
los guerrilleros y lo hacia saber ruidosamente al ver los titulares
durante el desayuno. Ella me arrebataba el diario y, luego de leer
cuidadosamente la noticia, se quedaba mirando algún punto sombrío
del espacio.
Paralelamente a mi vida de nadador llevaba otra, algo menos
apasionada, dedicada a las artes marciales. En medio de ese ambiente de
patadas y roturas de ladrillos, conocí a Marta. Si bien no podría
ser incluida en la lista de amores a primera vista, descubrir que reparaba
en mi logró despertar sensaciones largo tiempo ausentes. Cauteloso
como era(consecuencia natural de anteriores despechos) decidí tomar
mi tiempo para pisar terreno firme. La primera señal cierta de que
la cosa iba en la senda correcta, ocurrió cuando vino a alentarme a
la llegada de las Fiestas Mayas, una prueba atlética tradicional.
Ese 25 de Mayo de 1976 el trazado fue desde la Plaza histórica
hasta la cancha de River. A la noche, después de la carrera, la
acompañé hasta su casa. Cuando me despedí de ella con
un beso en la mejilla, estaba doblemente contento; a la alegría de
haber llegado en el puesto 463 se sumaba que, por fin, alguien del sexo
opuesto me ponía buena cara.
Al entrar a casa mi padre preguntó porque llegaba a esa hora,
si en la televisión decían que el primero de la prueba había
terminado hacía rato. Actué como si no me hubiera dado
cuenta de la ironía, respondiendo con un comentario técnico.
El, insistente, agregó una ultima pregunta para redondear la chanza
- ¿No habrás hecho recorrido de más?. -
Ignorando la pulla fui a la cocina donde mi madre, más
compresiva, mientras me recalentaba la comida alabó mi esfuerzo y
enumeró las amigas y parientas que habían llamado para
enterarse del resultado. Estaba terminando la cena cuando llegó
Marielina que venía de estudiar con algunos compañeros. Nos
quedamos solos en la cocina y, eufórico como estaba, le conté
que Marta me había ido a ver. Charlamos un rato del tema, que yo
consideraba algo vergonzoso o no apto para menores. Myriam y Mariano
bajaron a la cocina, a tomar el ultimo vaso de agua antes de acostarse.
Mariel sentó a Mariano en su regazo y sentenció
- Te va a venir bien que te metas con Marta, te va ayudar a que
sepas mejor que queres. -
Mi hermano, con sus siete años preguntó
- ¿Quien es Marta?. -
Myriam, que estaba en séptimo grado y ya algo de eso entendía,
me miró a través de sus anteojos fondo- de- botella y
canturreó - Tiene novia- .
Al día siguiente de la carrera le conté al entrenador
pormenores de la misma. El me escucho atentamente y deslizó la
sugerencia de que podría cambiar la natación por el
atletismo. Durante una fracción de segundo no entendí que
quería decir. Muchas veces no queremos comprender lo que nos puede
lastimar. Cuando descubrí el verdadero sentido de sus palabras, me
ruboricé de furia. Respondí, tratando de ocultar mi
indignación, que aunque fuera un perro nadando lo mío era el
agua.
Durante una semana estuve pensando la sugerencia: ¿Y si
realmente no servía para nadar?. Me costaba decidirme por una
respuesta definitiva y no me atrevía a pedir consejo a nadie, ya
que las respuestas eran previsibles. Mi padre diría que me dedicara
a estudiar, Marielina que estudiara y trabajara y Alejandro que siguiera
nadando. Mientras tanto, ya había tomado a la Facultad como un mal
necesario y mis visitas a Paseo Colon no eran tan estresantes como lo habían
sido el año anterior. La subida por las escalinatas y posterior
palpación de armas, hechas por dos policías de civil, eran
un hecho rutinario. Lo tomaba como una señal de que a la facultad
se va a estudiar y no a perder el tiempo.
En la Facultad donde estudiaba Marielina las medidas de seguridad
eran similares. A diferencia mía, ella protestaba por el atropello.
En casa aceptábamos ese tipo de restricciones que, en realidad, no
nos parecían tan graves y daban cierta tranquilidad.
Ya estábamos en junio y yo alternaba la lectura de las
noticias de algún enfrentamiento, con las que informaban los últimos
preparativos de los Juegos Olímpicos de Montreal. El susto de no
tener condiciones como nadador se iba diluyendo a medida que aumentaba la
cobertura sobre los juegos; fantaseaba que luego de estos, cuando se
hicieran los de Moscú '80 , iba yo a vestir el buzo del Comité
Olímpico Argentino.
Las vacaciones de invierno se acercaban y empezamos a prepararnos
para un viaje a la zona de Cuyo. Como había sucedido en el verano,
Marielina no sería de la partida. Argumentó razones de
estudio y laborales. Mis padres insistían todos los días un
poco para que se dejara de embromar con tanta responsabilidad y se tomara
un respiro de Buenos Aires. A pesar de no haberlo explicitado ella nunca,
se notaba un cierto desapego hacia la familia.
Había algo que a mi se me escapaba en las cada vez mas duras
discusiones padres- hija mayor. Ya no pasaban por los tópicos
conocidos. Era algo mas trascendente, a juzgar por los rostros de mis
padres. Algo indefinido, situado en un limbo metapolítico que les
dejaba un sabor amargo.
Así como el paisaje urbano había multado de cierto
tipo de vehículos, las peleas hogareñas también eran
distintas respecto del año anterior. Era curiosa la analogía.
En casa antes se discutía a la usanza itálica, con gritos y
portazos. Ese invierno, sin embargo, habíamos adoptado una forma un
poco mas civilizada; si querían enterarse de nuestros puntos de
vista, los vecinos tendrían que aguzar el oído . Tomaron un
cariz aparentemente más cordial, casi como si fuera un agradable
ejercicio dialéctico. En realidad eran una sórdida toma de
irreductibles posiciones, en las que mutuamente lamentábamos la
estulticia del otro para comprender las nuestras .
- Reaccionario.
- Yo también tuve veintidós años, ya vas a
cambiar. -
Los vehículos que antes se abrían paso
estruendosamente, ahora circulaban sin apuro. Era fácil
identificarlos, ya que a pesar de ser comunes y corrientes, los ocupantes
tenían cierto aire de alerta; o quizás la forma de vestirse
los hacia claramente distinguieres en medio del transito porteño.
De cualquier manera, verlos pasar inspiraba una mezcla extraña
entre seguridad e indefensión, que nos motivaba a llevar encima algún
tipo de identificación para el hipotético caso que se nos
pidiera documentos.
Faltaba ya poco para iniciar el viaje de vacaciones, y yo terminaba
de rendir los últimos exámenes. Se realizó en Buenos
Aires la selección de los nadadores para viajar a Montreal
representando a la Argentina. La sección deportiva informó
la nomina de atletas a participar en los juegos. El equipo de natación
era reducido: un varón y cuatro mujeres. Siempre el nivel de las
nadadoras había sido superior al de los hombres. El cronista
destacaba la inclusión de Susana C., que a pesar de vivir en Bahía
Blanca y estar alejada de los centros de competencia, había hecho méritos
suficientes como para ganarse un puesto en la delegación. Leí
y volví a leer la nota. Me pregunté si algún día
serian escritas unas líneas similares dedicadas a mi.
El entonces presidente Videla despidió a la delegación,
pidiéndoles que, cualquiera fuera el resultado deportivo, dejaran
bien alto el nombre de Argentina en el extranjero.
Salimos finalmente de viaje sin olvidar, por supuesto, mi escopeta.
Cualquier oportunidad era buena para cazar y, si bien los controles en la
ruta se habían intensificado, al tener toda la documentación
en regla no había de que preocuparse.
El viaje en si careció de episodios interesantes y no fatigaré
al lector con detalles turísticos. Rescato como característico
que, al llegar por la noche a los hoteles, disfrutaba viendo por televisión
el resumen diario de las Olimpiadas.
Luego de casi dos semanas regresamos a Buenos Aires a seguir cada
cual con su rutina. Retome los estudios esperando mantener el decoroso
desempeño del cuatrimestre anterior. A las reuniones en las casas
de los compañeros, ya una cosa habitual y beneficiosa, se incorporo
la costumbre del grupo de reunirnos en un bar cercano a la Facultad. Esas
reuniones por lo general no eran de estudio, sino mas bien de distracción
entre clases. Se charlaba de cualquier tema e incluso de deportes; claro
que decir deportes significaba rugby o yachting. Cuando refería
algo sobre natación todos me preguntaban sorprendidos, que le
encontraba de entretenido a un deporte, en su opinión, tan monótono.
Como la mayoría estaba cerca de los veinte años, muy
pocos aceptaban la humillación de pedir dinero a los padres para
los gastos mínimos. Algunos trabajaban medio día y el resto
del tiempo lo dedicaban al estudio. También se daba el caso de
compañeros que querían trabajar y no conseguían
donde. Esto daba pie a jugosas anécdotas contadas por el
protagonista que, vistiendo riguroso saco y corbata, acudía a
pedidos que aparecían en los diarios.
Cierta vez uno de ellos malinterpretó un aviso y fue al
Departamento de Policía a una oficina equivocada. En esa oficina
también se confundieron y le dijeron que esa noche se presentara
para tomar servicio. La cosa no pasó de ahí, ya que el
preguntó si el trabajo de oficina se hacia de noche y de esta forma
se aclaró el mal entendido. Cuando contó el caso en la mesa
del bar, remató la anécdota diciendo
- ¿Se imaginan a mi, pateando puertas a media noche?-
Todos festejamos la ocurrencia con una carcajada.
Ya estabamos en agosto y me di cuenta que el asunto Marta lo estaba
desatendiendo. En un entrenamiento convenimos con Alejandro que si ella
estaba dispuesta a salir con una amiga, el me iba a acompañar, de
modo que no fuera tan aburrida la salida. La llamé por teléfono
y ese sábado pasamos por la casa para ir a tomar algo los cuatro.
La madre, poniendo las cosas en claro, fijó una hora máxima
de retorno: la una de la madrugada. Aclaró que siendo ella una
menor de diecisiete años, no era prudente que estuviera tanto
tiempo fuera de noche. Los argumentos por ella esgrimidos no podían
ser tildados de novedosos, pero tratándose de la primera salida no
era aconsejable sugerir ninguna flexibilizacion. Fuimos a un bar acorde
con la ocasión, de esos llamados para parejas. Alejandro, dispuesto
a facilitar mi tarea, se ubicó con la amiga de Marta en unos
sillones alejados. Pedimos una gaseosa y estuvimos charlando un rato
largo. Yo no me decidía en declararme y trataba de hablar distintos
temas para romper cierto nerviosismo mutuo. Se acercó un hombre y
farfulló algo que yo interpreté como si íbamos a
tomar algo más. Le agradecí y le dije que no. El insistió
con su pedido y recién entonces presté atención.
- Documentos, por favor. -
Esa noche terminamos acompañando a las niñas a la
Comisaría, frustrada mi acometida donjuanesca y temiendo que la
madre se enojara conmigo.
Después que los padres vinieron a buscarlas, quedamos
Alejandro y yo sin saber que hacer. Tomamos un taxi hasta Primera Junta,
donde pasan toda la noche medios de transporte mas económicos.
Mientras esperábamos el colectivo, hablamos de la falta de
oportunidad del pedido de documentos. Bajo la luz anaranjada de la avenida
Rivadavia, vimos pasearse en la fría madrugada varios patrulleros
que irían quien sabe donde. Sentí una sensación
incomoda al comprobar que de ahora en mas salir sin documentos seria
impensable. Y con lo olvidadizo que yo era.
A la semana siguiente la frustrada salida fue la comidilla del grupo
de estudio. Tuve que contar la anécdota en la Facultad, en el bar y
en la casa de ese compañero de familia castrense. Cuando estaba
terminando el relato, apareció para despedirse un tío de el,
coronel retirado. Escuchó el relato semi divertido, pero acotó
que ese tipo de controles era necesario por los tiempos que se estaban
viviendo. Mientras se iba colocando el abrigo, la esposa le alcanzó
disimuladamente un revolver que guardo entre la ropa. Se despidió y
nos quedamos un instante en un incomodo silencio. Finalmente, el anfitrión
explicó en un tono de disculpa que era una orden del Ejercito:
nadie podía salir desarmado, ni siquiera el personal retirado. La
conversación tomó un cariz técnico; algunos estaban
de acuerdo con el revolver, ya que si bien tienen un numero limitado de
balas está prácticamente exento de fallas, algo crucial en
medio del combate. Algunos, los menos, preferían a las pistolas por
su velocidad de fuego si bien reconocían lo riesgoso de que se
trabe un casquillo en la recámara. Volví a casa esa noche,
pensando en vender mi guitarra eléctrica. Arrumbada desde hacía
mucho en el placard, podría darme el dinero necesario para
comprarme un arma de puño, ya sea un revolver o una pistola.
Comenzaba septiembre, y la fecha de mi cumpleaños estaba próxima.
Luego de un trabajo de ablandamiento, obtuve el permiso de mis padres para
vender la guitarra y comprar una pistola calibre 22. El mismo día
que la compré, fui al Tiro Federal en Nuñez. Gasté
una cantidad enorme de munición probando diferentes posiciones de
tiro y en diferentes modalidades: blanco fijo, silueta metálica,
tiro defensa etc. Volví a casa y la limpié con minuciosidad.
Estaba dándole las ultimas gotas de aceite antes de ponerla en el
armero al lado de la escopeta, cuando entró Marielina. Tomó
el arma con curiosidad y me preguntó de donde había sacado
el dinero.
- Vendí la guitarra. Total ya no la usaba.
- ¿Y papá que dijo?
- Ya sabía. . . Hace como una semana que lo estaba
convenciendo. ¿Vos no sabias?
- No. . . o si. ¡Ah! ¿Era esto lo que iban a comprar?
- ¿Te gusta?
- Es linda. . . ¿Como se usa?
La miré un instante pensando que me estaba tomando el pelo.
Después, me di cuenta de que ignoraba por completo el tema armas.
Así pues, con cierto aire de experto, le expliqué rápidamente
como se cargaba y se apuntaba.
Hubiera seguido yo hablando de las bondades de mi adquisición,
pero la atención de ella decayó abruptamente. Atacó
en dirección a mi regalo de cumpleaños, mejor dicho, a la
imposibilidad de materializarlo. Deudas previas, argumentó. Me
sorprendió que sacara el tema, ya que nunca nos habíamos
regalado nada; todos los regalos venían vía familiar.
En retribución a su delicadeza, le confié que esperaba
la presencia de Marta en la reunión que iba a hacer en casa.
- Quiero que vengas- agregué
- Lo que pasa es que el sábado vengo tarde de estudiar y
después seguro que salgo. -
Hizo una pausa y agregó
- Bueno. . . un rato me quedo para ver como es. Pero un rato ¿Si?-
Ese sábado la reunión fue un éxito. No vinieron
muchos amigos, pero si los que más apreciaba; aparte de Marta,
claro. A ultimo momento decidí no invitar a nadie de la Facultad.
No me sentía muy seguro de la compatibilidad de gustos de los
diferentes grupos. Cerca de medianoche, cumpliendo su promesa, Mariel
apareció un minuto por el comedor. Me indagó con la mirada
para saber quien era mi simpatía. Una vez identificada, me hizo un
guiño aprobatorio, se despidió y se fue.
Esa noche tuve la certeza de que estaba todo dispuesto para una
declaración formal. Me pareció de mal gusto abusar de mi
condición de local, así que en un aparte con Marta
combinamos para una salida a algún baile. Esta vez con documentos.
Los días fueron pasando y, a medida que descontaba el tiempo
para la acordada cita, más me desconcentraba del estudio. A pesar
de todos los indicios auspiciosos, no me sentía totalmente seguro
de la respuesta. Le pregunté a Alejandro al respecto y el me
respondió con una amplia sonrisa que, por sus dimensiones,
confirmaba el apodo de bocón. Mi inseguridad era motivo de risa,
aparentemente. Mientras nadaba en un entrenamiento se me ocurrió
que Marielina podría darme una opinión medianamente
imparcial. Volví a casa pensando en preguntarle durante la cena, ya
que por lo tarde que regresaba de la pileta, el resto de la familia había
tomado como costumbre no esperarnos. La soledad de la cocina seria
adecuada para cuestión tan delicada.
Sin embargo esa noche, el tema dominante fue otro.
Cuando mamá abrió la puerta adiviné que algún
asunto candente estaba siendo tratado. La seriedad del rostro de mis
padres y lo tensa que se la veía a mi hermana fue suficiente para
concluir que esa charla no registraba antecedentes. Se intuía en
las respuestas de ella la solemnidad propia de las decisiones
trascendentes, de las decisiones tomadas.
En el momento en que entraba a la cocina papá le decía
- Esta bien. Toman el poder. ¿Y después que?-
- Tenemos gente. -
- ¡Gente! ¿Que gente? Ni los peronistas pudieron. Mirá
lo que les esta costando a estos arreglar la economía y vos me venís
con que tienen gente. . . por favor. -
- Ya vas a ver. . . -
- ¿Que cosa? ¿Que a vos te llevan presa?-
- No me va a pasar nada. Ya vas a ver. -
- ¡Pero no seas. . . !-
Se detuvo. Luego de una trabajosa pausa completó
- . . . tonta. -
Yo, prudentemente, me serví arroz y fui al comedor a hojear
un numero viejo del Selecciones del reader's digest. Mientras leía
Humorismo militar decidí dejar para otra ocasión mi
consulta.
La fecha convenida llegó. No hubo más remedio que
pasar a buscar a Marta, llegar al baile y, luego de respirar hondo, apurar
el estudiado discurso. No hubo, afortunadamente, sorpresas desagradables.
Sorprendido y contento de que todo saliera como lo esperaba, nos dejamos
llevar por Alejandro a la casa de ella. Mientras me despedía como
un caballero en el zaguán, Alejandro esperaba en el auto concentrándose
minuciosamente en algún detalle del tablero. Luego, haciendo las
veces de taxista me llevo a casa. Durante el viaje festejamos ruidosamente
el acontecimiento. Cuando por fin me acosté, hice un balance de mi
situación: la Facultad empezaba a andar y me había metido
con Marta, lo único que faltaba era federarme.
Octubre fue pasando y me acostumbré a verla a Marta día
por medio. Cuando no era posible encontrarnos, engrosábamos la
cuenta telefónica con llamados en que disfrutábamos
escuchando la voz del otro. Era más común que yo estuviera
en la casa de ella, que el caso inverso. La madre se maravillaba del
apetito que traía yo después de entrenar. El tiempo me empezó
a rendir mas. Para verla a ella me fijaba rígidos horarios de
entrenamiento y de estudio. En el agua tuve un avance espectacular y por
primera vez el entrenador me adelanto la posibilidad de federarme, es
decir, representar en forma oficial al club. Un día se me ocurrió
la frase "tener las cosas bajo control". Me gustó y la
repetía mentalmente. Me ayudaba mucho para superar el tedio del
estudio y alguna flaqueza en la parte mas dura del entrenamiento.
En casa la situación entre Mariel y mis padres se mantenía
en una relación no exactamente tensa, pero si con pequeñas
colisiones que ambas partes trataban de superar de inmediato. Uno de sus
amigos , Miguel Lucero, era el que mas ascendiente tenía sobre ella
y el que trataba de minimizar la seriedad de las discusiones
generacionales. También estudiaba veterinaria y trabajaba en las
oficinas de la Escuela de Mecánica de la Armada, como personal
civil. Cuando venía a casa, mamá hablaba con el en privado
para que convenciera a Mariel de que dejara de perder tiempo en la
Facultad en cosas raras. El la escuchaba pacientemente y le respondía
que no se preocupara, que le iba a hablar. Quizás algún día
lo hizo.
Capitulo 4
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