ABC, 11 de julio de 1950
El hombre y el toro
Wenceslao Fernández Florez
¡ Extraño mundo éste del toreo !
Como la muerte lo preside, a veces horripila y a veces emana de él una
aleccionadora trascendencia.
Nunca se podrá encontrar en el fútbol un tema de honda meditación. En el toreo, sí.
He ahí a Martorell, herido por el cuarto toro en la corrida de la Asociación
de la Prensa.
El asta ha llegado al fémur, pero el diestro se alza de la arena y vuelve al combate; una
mancha de sangre va creciendo en su calzón; en sus pasos hay más tesón que ligereza;
aún da otra estocada, y otra. Su inferioridad frente al corpulento animal es evidente,
pero él rechaza el auxilio de los peones que quisieran conducirlo hasta la enfermería.
El amplio y ancho círculo de
espectadores adquiere entonces sonoridad. No se oyen gritos sino que se alza del redondo
estanque humano la neblina de un sostenido murmullo. La plaza está como pintada por un
<<puntillista>> que manejase colores claros. Predominan las motitas blancas;
luego, las azules; las <<beige>>, las rojas...:tonos recogidos con la
punta del pincel de la paleta del verano.
El murmullo quiere decir: <<El toro va ha matar a ese hombre>>.
Una ansiedad unánime sigue los movimientos de aquellos dos seres, los observa
en sus mínimos detalles; la dolorida cojera del espada, los acobardados derrotes de la
bestia, y otro leve y terrible movimiento:
el de la mancha de sangre que medra sobre la seda y entre los oros del calzón.
Aquel hombre puede marcharse, pero
no se va, puede dar por terminada la lucha, pero persiste en buscarla...
De pronto, descubrimos que la lógica se haría pueril si la formulásemos, que nada
habría de reprochable en gritar:
<<Lo que ocurrió ya es excesivo; no necesitamos que acabes con ese animal,
ni queremos que ese animal acabe contigo;
queden las cosas como están, y a curarse>>.
Lo que de razonable tendría tal discurso, parecería fútil y hasta
inadecuado, aunque fuera de una plaza de toros nadie discutiría su sensatez.
Sin embargo, el hombre que está en esa plaza con un paquete vascular traumatizado y
rotos los músculos adulteres, en el trayecto de una herida de diez centímetros, se halla
tan convencido de que su deber consiste en continuar lidiando, que acepta y busca el
creciente peligro.
Creo que es a esto a que se llama <<vergüenza torera>>, sentimiento que tiene
un pié en el estribo del valor y otro en el más curioso de los heroísmos: el heroísmo
inútil.
Y uno intuye al presenciarlo que existe en él una emocionante y confusa lección.
Quizá esos fallos de la lógica sostienen el
encanto que muchos encuentran en las corridas.
Cuándo Martorell no pudo sostenerse y fue retirado, el toro, jadeando cansancio y
agonía, quedó sobre sus cuatro patas en la arena.
Era el vencedor, (...) De todos se desembarazó. Los picadores, desaparecidos;
los banderilleros, retirados; el jefe del tropel, el más representativo e importante, en
la enfermería...
El buen sentido con que yo procuro
fijar las bases de una reforma del toreo me lleva a suponer que aquél era el
momento en que, después de un solemne toque de clarín, el Señor presidente,
descubierto, inclinándose sobre el antepecho de sus palco, debía gritar con fuerte voz a
la impresionada muchedumbre:
-El bravo toro <<Pendejos>>, en su fiera contienda con el maestro Martorell,
puso fuera de combate a su enemigo a los veinte minutos.
Lo proclamo vencedor. Saludo a la afición.
¡ Viva <<Pendejos>> !
Entonces la cuadrilla
abandonaría el ruedo, inclinadas las frentes, y el toro sería llevado al corral donde
algunos veterinarios y un pienso de honor se ofrecerían a confortarlo, mientras la
granizada de los aplausos caía de palcos y tendidos.
Pero no ocurrió así; surgió en la arena un matador de refresco, con otra muleta y
otro estoque,se acercó al maltrecho cornúpedo, le pinchó en ese resorte de la
muerte fulminante que llevan los toros en la cabeza y le hizo rodar.
Y si ese segundo diestro resultase
inutilizado, saldría otro, y aún otro, y otro después...
Cambiando el sujeto de la situación a que se refiere un chiste muy conocido, el toro
podría exclamar ya al salir de la plaza:
-¡Vaya: ustedes lo que quieren es que me coja el torero!
Nunca oculté que en mis comentarios
a las corridas me dejo impresionar por los derechos del toro.
Me gustaría que el juego fuese limpio. Entre los hombres y el toro hay un convenio. Los
hombres dicen, por ejemplo:
-Yo te picaré desde un caballo.
-Bueno -calcula el toro-, puedo derribaros.
-Y después te banderillearé, y correremos de aquí para allá...
-Si ha de ser así -medita razonablemente el toro-, no me clavéis demasiado la puya,
porque quedaría sin fuerza ni agilidad.
-Convenido -acepta el hombre.
Y se encarama en un montón de colchonetas y hunde la pica hasta más arriba del tope. No
está bien.
Fue en el séptimo toro donde pudimos
presenciar esta escena estrafalaria: un picador se detuvo junto a la barrera del 10; junto
a él, el toro. Inclinándose, el hombre llevó su mano al lomo de la bestia donde se
habría un pozo en el que borboteaba la sangre. La mano exploró y retiró un trozo de
pica que se había roto por encima del tope.
Quizá se ocultaban más objeto en aquella faltriquera estremecida, pero el jinete se dio
por satisfecho con su hallazgo. Hay veces en que la punta de la garrocha se clava en la
res y el cabo -en afán de no dejar que se acerque- queda próximo a la boca del
piquero que en aquel instante parece sorber al través de una larga paja la caliente
horchata de sangre del animal.
Resulta un vampirismo en que ni el más enloquecido aficionado conseguiría
encontrar belleza.
No es ni siquiera conmovedor; es feo.
Conmovedora resultó la muerte del
quinto toro. Se había quedado con la grupa próxima a la barrera; la muerte estaba en él
y le había arrancado harapos de energía. separó las patas delanteras y se inmovilizó.
El instinto le avisaba que tardaría en morir lo que en caer tardase, y dedicaba los
residuos de vida que aún le quedaban para sostenerse sobre sus cuatro pezuñas. La cabeza
iba
bajando entre el compás delantero. Solo gastaba fuerzas en temblar; un temblor agónico.
Duraría dos eternos minutos el espectáculo.
El toro solo, los toreros en espera, la multitud callada, hecha de pintitas
blancas, azules, amarillentas, rojas... La vida se desprendía como si fuese soltándose
cabello por cabello... Lentamente el cráneo astado se abatió, las piernas se doblaron...
Y yo supongo que en aquel silencio de la plaza que presenciaba la congoja
había un poco de vergüenza.
***
"La cultura de un pueblo se mide por la forma en que trata a sus animales"
(M. Gandhi) Isleros fans Club
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