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¡Es curioso las cosas que se piensan cuando se vela; aparentemente, la situación no da para mucho, un cadáver, unos familiares, parte de ellos apenados, otros más contentos de reencontrarse tras largo tiempo sin verse que realmente afectados por la situación y, una serie más o menos larga de conocidos y allegados, bien del difunto, bien de los familiares. Indudablemente, de todos los papeles que se reparten en un velatorio, excluido el de difunto que denota un deplorable afán de protagonismo, el de conocido u allegado es el mejor. Una vez cumplidas las formalidades del saludo, uno queda en segundo plano pero ha de permanecer allí por algún tiempo, al menos, el mínimo que la cortesía impone. Algunas personas, como la viuda de Mario, dedican este tiempo a hacer un pormenorizado repaso de sus vidas, repaso que aún siendo bienintencionado deja siempre cierto regustillo amargo. Otras personas dejan la mente en blanco o se quedan observando el ir y venir del resto de la concurrencia o se concentran en algún aspecto particular de algún visitante, como la falda de la señora del sombrero, que es demasiado corta, o la rubia, que aunque escrupulosamente vestida de negro, con tantos zarrios y zarandajas, no consigue parecer que está de luto.
Yo, para qué nos vamos a engañar, no sufría en este velatorio. Mi trato con Palmira durante nuestro tiempo de estudiantes no había sido ni muy intenso ni muy fraternal, y ustedes recordarán, que el motivo por el que volvió a entrar en mi vida hace tan solo unos días, sí, aquella desafortunada cita con mi ex-, tampoco contribuyó a incrementar mi aprecio por Palmira. Quizás le tenía envidia, pero no más que la que le tenían el resto de mis compañeras de clase. Creo que ya he mencionado que estaba muy buena, que era la tía más maciza de mi clase. Pues sí, aparte de la cara de carnero degollado con que la miraban todos los chicos de la facultad, de la nuestra y de las colindantes, el rasgo más destacado de la difunta era su desaforado amor por los chipirones. ¡Dios! cuantos chipirones tragué durante mis tiempos de estudiante. Todos querian ser aquél que pronunciara la frase feliz, ¡Camarero! o ¡jefe!, según la confianza: ¡Otra de chipirones!. Para a continuación observar cómo se desparramaba por la cara de Palmira una sonrisa, sin duda cien mil veces estudiada ante el espejo.
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