Cartas A Pegaso


5. ¿Dónde Almuerzas, María?

______________________________________________ Sarima


Enferma de caricias pendientes
mi lívida piel recobra la sangre
al paso desnudo de tu mano
y el color se diluye en la estela



Se está muriendo el viejo Cruañas y José Mari, por supuesto, ha sido el encargado de tomar las riendas del bufete hasta que se aclaren las cosas. Eso no me lo ha puesto nada fácil ya que, nuevamente, choco con sus ojos cincuenta veces al día. Lo único que pensaba me salvaría de la tentación de caer en sus brazos era la presencia de su mujer, Ana, revoloteando por el bufete y abriendo archivadores a deshoras, sin ser realmente eficaz ni útil al negocio familiar. Pero no ha servido: las visitas obligadas a su padre hospitalizado me han dejado sin defensa al segundo día de su llegada.

- ¿Dónde almuerzas, María? – me preguntó sin rodeos delante de su mujer.

Claro, hubiera sido fácil contestarle que me iba a casa o que había quedado con alguien pero no, le dije la verdad: “aquí mismo, me traje un bocadillo, como de costumbre”.

- Pues haremos lo siguiente si te parece, Ana. Ve tú a la hora del almuerzo a ver a tu padre y yo aprovecho que María no marcha, para acabar juntos el dossier de los Condis y, a tu vuelta, te quedas tú e iré yo. ¿Te parece? Así ganamos tiempo.

¡Qué sencillez y maestría para dejar a la gente sin posibilidad de réplica! A Ana le pareció bien. Yo no pude rebatir unos planes tan bien pensados. ¡Reconozco que José Mari es un maestro en el arte del “ordeno y mando”!

No es necesario aclarar que la mañana transcurrió lentamente y que no llegaba la una ni a tiros. Al fin, cerca de la una menos diez, Ana marchó y Pilar, la vieja secretaria, alcanzó su bolso para hacer lo mismo. Yo, como quien no quiere la cosa, me dirigí al pequeño office donde tenemos acceso los empleados a la agonizante nevera con bebidas frescas y a la cafetera eléctrica. En menos tiempo del que calculé, sentí las manos de José Mari rodeándome la cintura y su voz ronca repitiendo hasta la saciedad “¡María, María, María!”, a la vez que me remangaba la falda y se apoderaba de mi sexo con la voracidad del animal que teme le arrebaten su pitanza.

Dice un amigo mio en uno de sus poemas:

“Enferma de caricias pendientes
mi lívida piel recobra la sangre
al paso desnudo de tu mano
y el color se diluye en la estela”

Pues en ese estado me encontraba yo, “enferma de caricias pendientes”, lo cual provocó que, en cuanto José Mari me tocara, mi sangre circulara a borbotones y respondiera a su llamada como la hembra en celo a las danzas de primavera de los machos dominantes.

Desapareció el despacho, el espacio reducido del office, el miedo a ser sorprendidos, el rencor y sufrimiento que pudo provocarme su huída de la ciudad... ¡Todo! Excepto, como entonces, el deseo de que me recorriera el cuerpo entero y me emborrachara de placer.

Cuando uno lleva un tiempo dándole a la cabeza sobre la conjetura de su vida, como yo ya llevo un lustro, el sexo se deja un tanto aparcado pero no por ello el cuerpo se aviene a razones y te sorprende la rapidez con que te llega el climax, pasando olímpicamente de tus sentimientos o determinaciones... Tras el primer asalto, porque un asalto y no otra cosa es lo que fue, (¡tanto que si se descuida un segundo más se corre en mi ropa interior!) exhaustos, nos dejamos caer sobre el suelo frío y nos miramos como dos idiotas, incrédulos todavía del furor de la embestida.

- María, perdona mi falta de tacto pero es que me tienes la sangre encendida desde que crucé la puerta del despacho. ¡Eres como una obsesión! No sé todavía como he podido pasar dos días teniéndote cerca sin comerte, sin probarte...

Y entonces me empezó a probar y a comer, esta vez, con la delicadeza que me tenía acostumbrada...

El placer fue alejando las últimas chispas de culpabilidad por creerme débil. Al fin y al cabo, fui yo la que tomé la resolución de no aceptar su proposición cuando aquella noche me llamó, borracho, por teléfono. Pero si soy sincera, me consumía tanto el deseo de entregarme a él que, en sus dos últimas visitas al bufete, fingí estar enferma para no acudir al trabajo y no poner a prueba mi resistencia.

- ¡María, me iba a volver loco! ¡No sabes qué calvario han sido estos meses sin poder olerete, sentirte, recorrerte, penetrarte!

Más me hablaba, más me devoraba, más despegaba yo del suelo y volaba hacia el reino de la voluptuosidad. Flotaba, envuelta en una amalgama extraña compuesta por sus besos y los jirones doloridos de mi piel, encendida por su barba mal afeitada.

A eso de las tres, cuando reaparecieron Pilar y Ana, encontraron a dos eficientes colaboradores dándole los últimos retoques, y fotocopiando en duplicado, al famoso dossier de “Condis”. Pero mi alma se debatía, tal amapola atrapada en un trigal, entre los placeres reanimados y el escozor de sentirme tan irremediablemente enamorada...

En mi cabeza, unos versos del amigo poeta martillean mi entendimiento:

“Abrázame que me caigo
y déjame ser bueno.
Aunque sólo sea para creérmelo” *

* Los versos son de Javier Otaola Turienzo,
de sus poemas “Caricias” y “Esperanza”.


¡María, me iba a volver loco! 
¡No sabes qué calvario han sido 
estos meses sin poder olerete, 
sentirte, recorrerte, penetrarte!




( Relato enviado por: Sarima )
http://www.angelfire.com/ak/sarima


( fotos: Michael A. Rosen )
http://www.shaynew.com/


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