"Gaziel", director de "La Vanguardia" en aquellos desdichados días de la Republica "de facto", era catalanista y republicano, y, al parecer, no nacionalista catalán. No siempre acertaba (como era de esperar al ser republicano), como se verá en un libro de próxima aparición que comenta estos artículos, pero lo que cuenta, aunque dulcificado -sin tener en cuenta lo ocultado-, es suficiente y aun sobrado para hacerse una idea de la situación y/o del problema. El lector que lo desee puede comentarlos también aquí.
15-5-1931
Pero hasta para los armados la diplomacia constituye la fuerza suprema. Yo daría todos los Napoleones, los Garibaldis y los Fochs, por un Talleyrand, un Cavour o un Briand, cuando se tratase de pleitos largos y difíciles, y no de batallas fulminantes.
Los catalanes no tenemos diplomacia porque carecemos de gracia. Por lo general somos ásperos, impacientes, arrebatados y excesivamente prácticos, en el sentido de que queremos ir al grano inmediatamente, sin contar con que la verdadera cosecha no es más que el término de una ardua y azarosa labor de muchos días y de todas las horas. ¡Oh, una docena de hombres sin más fuerza que la persuasiva!
La mayoría de nuestros políticos han
sido inabordables, bruscos, francamente
antipáticos. Toda la política catalana ha
carecido siempre del don de gentes. Se
afirma a sí misma con desmesurada soberbia,
con incorregible miopía, exclusivamente,
como si estuviese en medio de
un desierto; y nunca se le ha ocurrido
relacionarse, ser útil a los demás, ni mucho
menos pensar que el camino más
corto —como saben muy bien los egoístas
mundanos — es el que da los más
grandes rodeos.
(...)
3-7-1931
Ataca a la Lliga por no renovarse y confiar demasiado en sí misma, y constata que Acció Catalana no tenía posibilidades, y, sorprendentemente, hace el gran elogio del buen criterio de Madrid, de Castilla, de la que dice "La sensibilidad de su electorado es cosa que da envidia.". y añade: "Hoy, implantada la República, quien la estructura, consolida y protege es también Madrid.". Y para desesperación de catalanistas acaba este punto: "En Madrid ha llovido de tal manera que lo que aquí son trombas y cataratas diluviales, casi apocalípticas, allí ha quedado convertido en un maravilloso sistema de acequias, canales y depósitos de riego. ¡Por algo es todavía Madrid la capital de las Españas!.".
Y sigue:
Uno de los mayores asombros que sentirán las generaciones venideras, si se detienen a estudiar el acontecimiento del pasado 28 de junio (asombro que sentimos ya los capaces de contemplar desde ahora, fríamente, ese hecho formidable en la política de Cataluña), es la desproporción entre el temporal desencadenado por el diluvio extremista, y el equipo que para capearlo el señor Maciá ha podido poner al frente de su arca. La candidatura triunfante en Barcelona el pasado domingo constituirá con el tiempo una verdadera curiosidad histórica. Y no, en manera alguna, porque yo crea que sus componentes son malos. Conozco a algunos por su innegable talento, y me honro con la antigua y sólida amistad personal de otros. Los hay que sin duda tendrán capacidad para las funciones públicas, y los demás servirán para otras cosas. Pero nunca, que yo sepa, en ningún momento tan trascendental como el que ahora atraviesa Cataluña, otro pueblo eligió de una manera tan normal, categórica y exclusiva a un conjunto de representantes más inéditos en las tareas gubernamentales, más dispar y heterogéneo por sus componentes, más deslavazado, más improvisado y en el cual se cifrasen, con más crédito en blanco, mejores esperanzas.
He aquí otra diferencia profunda entre Castilla y Cataluña, y más especialmente entre Madrid y Barcelona. Allí han triunfado los indicados tras una laboriosa preparación de treinta años de política revolucionaria en las organizaciones partidistas y las corporaciones públicas. Aquí, todo lo acumulado en treinta años de catalanismo y administración local, hombres y agrupaciones, ha sido materialmente barrido. Y ahora nos encontramos de lleno en lo inédito.
Acaba con un llamamiento a formar un gran partido sinceramente republicano, avanzado y moderno, no revolucionario y gubernamental.
12-10-1934
Me quedo largo rato perplejo. Tengo compuesto, en pruebas, encima de la mesa, un artículo mío escrito para mañana viernes. Se titula "Las Armas de la Generalidad", y lo he escrito expresamente ante los anuncios bélicos, a mi juicio catastróficos, que me traen mis informadores cerca del Gobierno de Cataluña. En ese artículo defiendo un criterio diametralmente opuesto al que parece va dominando por momentos en la Generalidad. ¿Qué hacer? Si lo publico, según cómo vayan las cosas, me expongo a que me acusen -como otras tantas veces- de derrotista, de mal patriota. Pero la hora es demasiado grave. Mi deber de catalán, mi honradez de publicista, es claro. Aprieto el botón de un timbre. Entra un ordenanza. Le doy las pruebas de mi artículo: «Que se publique mañana».
Viernes 5.- Paro general, dispuesto por elementos al servicio del Gobierno de Cataluña. Cosa nunca vista: un paro de esta clase, organizado por el Poder público. En fin....
Desde mi casa de Sarriá hay que bajar a Barcelona. No circulan trenes ni tranvías. Apenas hay algún taxi. Bajo en un auto de alquiler que casualmente lleva patente particular y parece un coche propio. A pesar de ello, en la calle de Balmes, ante la Confederación de la Industria Taxista, nos detienen en forma destemplada. Aducimos algunas razones y, mientras vacilan, continuamos. Llego al periódico. Recibo informes toda la mañana. Las cosas parecen agravarse. En la Generalidad hay un optimismo, una actividad, una fiebre realmente extraordinarios.
A la hora convenida para volver a casa, no encuentro en la calle mi auto de alquiler. ¿No habrá podido venir? ¿Le habrá ocurrido algo? Apenas circula algún vehículo. Las calles rebosan de gente que sale de los despachos medio cerrados o viene de «ver qué pasa», y se dirige a comer. Yo no puedo ir a Sarriá, para volver por la tarde y regresar por la noche, siempre andando. Comeré en el restorán.
Imposible: todo está cerrado. Llamo a algunos establecimientos. No me contestan. Incluso en varios hoteles veo las sillas del comedor encima de las mesas. Un detalle admirable: sólo están abiertos los estancos. Solución: comeré algo en el periódico mismo, de una taberna vecina que está en la calle de Tallers. Y, en efecto, de allí me traen un par de platos populares. Pero lo extraordinario son los postres.
Estaba terminando de comer, cuando se me presentan, como llovidos del cielo, cinco hombres con otras tantas pistolas. Uno lleva pantalón corto y polainas, otro viste de mecánico, y los demás, como obreros cualesquiera. ¿Por dónde han venido? No sé. ¿Quiénes son? Tampoco. Pero lo que quieren es indudable. Apuntándonos unas armas magníficas, unas estupendas pistolas de repetición, nos echan materialmente a la calle a todos cuantos nos hallamos en el periódico, con gestos harto expresivos y frases poco corteses. Y nada más. ¡Pues, señor, sí que están poniendo bien las cosas!.
Damos una vuelta hasta la plaza de la Universidad y volvemos al periódico. No habrá manera de sacarlo mañana. Los obreros han recibido orden de paro. Se hacen difíciles las comunicaciones. Digo a todo el personal que se retire, y a las siete de la tarde me voy también a mi casa, hasta Sarriá, andando. La calle de Muntaner y el paseo de la Bonanova, casi desiertos. El alumbrado brilla en la noche serena, demasiado bochornosa, casi de verano todavía. El aire sólo sopla a intervalos. De los jardincitos que rodean las «torres» vienen ráfagas perfumadas de jazmín invisible.
Después de cenar escuchamos lo que dice la radio. La emisora de Radio Barcelona, informada por la Generalidad, esparce noticias graves de Eibar, Mieres, Medina de Rioseco, El Ferrol, Cartagena, etc. En Madrid la situación no está muy clara. ¿Qué habrá de todo eso?.
Sábado 6. A primera hora la radio sigue dando noticias parecidas a las de anoche. Bajo al centro de Barcelona, hasta "La Vanguardia", a pie. Las cosas van empeorando durante la mañana. En las calles circula mucha menos gente que ayer. El paro prosigue y se intensifica, por orden gubernativa.
A las doce y cuarto, estando en mi despacho, solo, en la casi completa soledad de los talleres y oficinas del periódico, oigo inesperadamente, por el aparato de radio, que el consejero de Gobernación, señor Dencás, anuncia la salida a la calle de los somatenes adictos a la Esquerra para que garanticen, dice, el orden público contra la F.A.I.. ¿Contra la F.A.I.? Me quedo pensando qué habrá en el fondo de esa extraña orden. Esto se pone feo. A las dos menos cuarto me voy a comer a casa de mis amigos S., que viven en el Ensanche, para no tener yo que ir a Sarriá.
Subiendo por el paseo de Gracia me encuentro, en el cruce con la Gran Vía, frente a la Horchatería Valenciana, a un grupo de somatenistas recién salidos a la calle. Van sin orden alguno y llevan las armas como mejor les parece. Un pasante dice con admiración: «Todas son Winchester».
Un poco más arriba, exactamente ante el edificio de Lliga Catalana, veo bajar por el paseo central un automóvil descubierto, a gran velocidad. Lleva dos hombres delante y dos detrás. La carrocería es de color oscuro, con un ribete rojo, y tiene plegada la capota gris. El hombre que va en el asiento de atrás, a la derecha, es Badía, el famoso ex jefe de los servicios de Policía de la Generalidad. Con la cabeza descubierta y los cabellos negros echados al viento, su cara enjuta y morena tiene una expresión satisfecha, casi risueña, de mando resuelto y de seguridad en sí mismo.... Un poco más arriba del Paseo, ante el Círculo Ecuestre, hay un numeroso grupo de socios a la puerta, mirando todavía, como embobados, hacia el auto que desapareció a lo lejos.
Llego con retraso a casa de mis amigos S., que me esperan para comer. Y apenas entro, mis informadores me llaman al teléfono. Las noticias son francamente malas: Dencás -me aseguran- ha desbordado a Companys (que, según dicen, no se enteró de la salida a la calle del somatén armado hasta que ya estaba hecha); pero Badía está desbordando a Dencás y es el verdadero dueño del momento. Los elementos de la Alianza Obrera, por su parte, han entrado en gran actividad, requisando todos los autos particulares que encuentran e instalándose en algunos edificios ajenos, como el antiguo local de Fomento.
A los pocos minutos, otra llamada. Mi informador me asegura, esta vez, que «los de la Generalidad van a jugar fuerte». Entre cuatro y cinco de la tarde se espera una declaración sensacional. Yo me resisto a la noticia: todavía creo en el seny catalán.... Y después de comer, unos amigos me llevan en auto a mi casa.
Tarde interminable. No puedo hacer nada, ni leer, ni distraerme. Un desasosiego interior me atormenta con insidiosos, con indefinibles presentimientos. Me siento junto al luminoso ventanal abierto. Desde las alturas de mi casa diviso a Barcelona extendida a los pies de Montjuich, con una ancha franja de mar a ambos lados de la montaña y el cielo inmenso abierto encima. No sé por qué me quedo varias veces absorto, contemplando ese panorama familiar, archisabido, que veo todos los días, pero que hoy parece tener un significado misterioso, profundo, distinto del ordinario.
A cada momento me levanto. Se me ha estropeado el teléfono. Estoy, pues, incomunicado. Entonces me refugio en la radio, al acecho de la declaración anunciada, que se va retrasando de hora en hora. Por fin, al atardecer, nos dicen que el Presidente de Cataluña hablará al pueblo a las ocho desde el balcón de la Generalidad. Salgo a dar un paseo para distraer la impaciencia, y a las ocho en punto estoy de vuelta y ante el aparato.
No se hacen esperar mucho. Conectan con el propio balcón de la Generalidad. La silenciosa estancia donde yo escucho se inunda de un bronco rumor, como de hervidero humano. Es el gentío apiñado en la plaza de la República. Miro el paisaje, aguardando. La masa de la ciudad lejana aparece inmóvil, serena, bajo la noche en calma. Parece mentira que de aquel fondo plácido pueda brotar ese rumor de marejada ardiente. Se oyen pasos. Alguien se acerca al balcón. Es él, el Presidente. Es Companys. Una estrepitosa ovación saluda su presencia ante el pueblo. Alguien le habla al lado, en voz baja, en tono vivo, como si le azuzara. Y la voz característica del Presidente, con su acento leridano, se alza en medio de un silencio imponente: "Catalans!" Habla fuerte, habla tan claro, tan firme, que seguramente está leyendo lo que dice. Y sus palabras son como otros tantos relámpagos. Proclama el Estado Catalán dentro de la República Federal Española, ofrece asilo al Gobierno provisional que se forme y, finalmente, rompe las relaciones con el Gobierno de Madrid.
Es algo formidable. Mientras escucho me parece como si estuviera soñando. Eso es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra -que equivale a jugárselo todo, audazmente,, temerariamente-, en el preciso instante en que Cataluña, tras largos siglos de sumisión había logrado, sin riesgo alguno, gracias a la República y a la Autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en su verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus gobiernos como le daba la gana! En estas circunstancias la Generalidad declara la guerra, esto es, fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se atrevió ni se habría atrevido a hacer lo mismo con ella. Y eso, ¿por qué? Por una República Federal Española que nadie pide en España, cuando menos ahora, y por un Estado Catalán que, dada ya la existencia de la Generalidad, no se necesita para nada.... Estoy bañado en sudor, realmente aterrado. Y luego me doy cuenta, porque ya no escucho, de que han quitado la comunicación con el palacio presidencial. Me levanto casi tambaleando, como el hombre a quien acaban de dar varios mazazos en la frente. ¿Era, pues, verdad? Esto ya no tiene remedio. Y como creo conocer un poco a Companys, y no le tengo por loco, ni menos por imbécil, me digo que, cuando él ha hablado así, de tan espantosa manera, con sus razones contará y con sus medios a mano, seguros, infalibles. Y entonces me asusto más todavía, porque me digo que sin duda nos aguardan terribles acontecimientos, una verdadera guerra civil, larga, feroz e incalculable.
Después de hacer como que cenamos, vuelvo a escuchar la radio. No dice nada interesante. ¡Y algo debe ocurrir, sin embargo, por esos mundos de Dios! Pero he ahí que, a las diez y media, bruscamente, nos anuncian que las tropas del Gobierno de Madrid han intentado asaltar la Consejería de Gobernación, pero han sido rechazadas. ¡Ah, Dios mío! ¡Ya se armó la cosa!
Entonces comienza la noche terrible, la trágica noche que los catalanes no podremos olvidar jamás. Lo digo sin exagerar lo más mínimo: la peor noche de mi vida. Una velada espantosa, hasta rendirme, hasta extenuarme, ante ese aparato infernal, pendiente de las cosas fantásticas, monstruosas, enloquecedoras, que de él van brotando. Nunca sentí con tanta fuerza, ni con tal impotencia de mi parte, la pesadumbre abrumadora de un destino adverso.
Poco después del primer ataque, anuncian otro al Palacio de la Generalidad. Esta vez, a través del micrófono, mezcladas con las palabras, oímos claramente el crepitar de las descargas. Mientras escucho el combate invisible, por el amplio ventanal de mi estancia, abierto a la frescura de la noche oigo las mismas detonaciones, pero en otro plano y en tono distinto, resonando a lo lejos, en el seno de la oscura masa urbana sumida en la sombra y salpicada de puntos de luz. Viene del fondo un rumor retumbante. Y, en seguida, la radio anuncia que la artillería está bombardeando el Centre de Dependents, en la Rambla de Santa Mónica. Pero nos dicen que también los artilleros han sido puestos a raya y que las fuerzas de la Generalidad triunfan en todas partes. No lo entiendo bien, ni puedo figurármelo, pero sigo escuchando con el alma pendiente de un hilo.
Empiezan las horas de locura. Cada cinco o diez minutos, en un tono exaltado y nervioso, en sensible crescendo, nos van dando noticias. La Generalidad sigue dominando y triunfando, pero no calla ni un segundo ¿Cómo es posible combatir, o dirigir el combate, y al mismo tiempo charlar de ese modo casi delirante? No nos dejan ni reflexionar. Cuando no hablan tocan discos de gramófono.
Hay una contradicción angustiosa entre el escándalo que levanta la radio y esa serenidad profunda de la noche sobre la ciudad. Diríase que Barcelona, vista de lejos, está en calma, y que la fiebre que sentimos se debe tan sólo a esa caja demente que nos lanza discursos inflamados, sardanas, rumor de descargas y boletines de victoria. "La Santa Espina", "Els Segadors", "La Marsellesa", "El Virolai", "El Cant de la Senyera", con sus voces vibrantes o melancólicas de hombres, mujeres y niños -esas voces amadas del Orfeo Catalá-, procuran entusiasmarnos o distraernos, pero en realidad sólo consiguen aturdirnos espantosamente.
Eso es, en efecto, algo que no debe haber ocurrido nunca en el mundo, ni en Sudamérica, ni en los Balcanes, ni en China: un combate decisivo, a sangre y fuego, en el que se juega el presente de todo un país, y que se va dando por radio, entre alocuciones frenéticas y discos de gramófono. Si yo no lo hubiese vivido, no lo creería; pero las cosas ocurrían, por ejemplo, así: «Catalans! -decía de pronto el «speaker»-: Catalans! CCatalans!... Atenció! Atenció!... Us va a parlar el Conseller de Gobernació de la Generalitat de Catalunya.» Y, en efecto, el general en jefe de las tropas catalanas se ponía al micrófono, dos, cinco, diez veces, y decía cosas como estas: «Catalans! Les tropes del Govern monarquitzant i feixista han provat d´assaltar la Cancillería de Gobernació i la Generalitat, peró han estat retxassades (sic) victoriosament, Visca Catalunya!».
Pero más tarde, a medida que avanzaba la noche y crecía la angustia de los radioescuchas, el Consejero comenzó a gritar por la radio: «Catalans! Dempeus! Catalans! Alce-vos en armes!» Pero, ¿para qué? ¿No estaban ya alzados, a aquellas horas, cuantos debían alzarse? Probablemente no, porque el extraño general que peroraba, más que combatía, continuaba llamando con la mayor urgencia a los socialistas, a los «rabassaires», a todo el que quisiera darse por aludido, hasta a los comunistas.
¿Un hombre de gobierno, pidiendo auxilio a los comunistas...?. Poco después, con voz ya extenuada, se dirigían verdaderos y claros llamamientos a los pueblos cercanos a Barcelona para que mandasen a toda prisa refuerzos. ¿Refuerzos a los vencedores?. ¿Y cómo podían venir, a altas horas de la noche, sin saber qué hacer, y dónde ni a quién dirigirse...?. Y así estábamos millares de catalanes, desconcertados y embrutecidos, oyendo cosas descomunales y sin poder hacer nada. Y lo más terrible es que, después de las noticias o las alocuciones tremendas, el «speaker» decía con una naturalidad espeluznante: «Vamos a continuar con "Les Flors de Maig", de Clavé.» Y, en efecto, de aquel abismo sonoro, al que estábamos asomados con el alma entera desde hacía diez horas, mirando qué se decidía en su fondo vertiginoso, si la ruina o la salvación de la patria, surgían, insoportables, horribles, como mofas o blasfemias, unas voces melifluas cantando: "Sota d´un sálzer -sentada una nina-...". Yo creo que nunca más podré escuchar, sin un estremecimiento de horror instintivo, esas abominables melodías.
Llegó un momento, ya a altas horas de la noche, en que el Consejero parecía poseído materialmente de una suerte de delirium tremens revolucionario. Llamaba a los catalanes, llamaba a los demás españoles, llamaba a las sombras de la noche, y las llamaba en castellano, con voces embarulladas y febricitantes. Una vez, acabó dando un gran «¡Viva España!», y en torno a ese grito resonaron nerviosos aplausos. ¿De quiénes...?. Yo no podía más.
A las tres y media oí vagamente que todos los concejales estaban reunidos en el Ayuntamiento, para tomar acuerdos. También dijeron -y esto ya lo recuerdo como en el final de una pesadilla espantosa- que los «nuestros» habían tenido sólo nueve bajas y «el enemigo» muchísimas más; y, finalmente, que las fuerzas de la Generalidad habían copado un pelotón de soldados, haciendo treinta prisioneros, «que han sido desarmados y tratados como prisioneros de guerra».
Seguían los discos, y yo, rendido de cansancio -desde las cuatro de la tarde de ayer, hacía doce horas, estaba escuchando la radio-, corté la comunicación y me quedé dormido en mi asiento.
Domingo 7. ¿Dormido? No sé. Pero una hora después, a eso de las cinco y cuarto, la primera luz de alba, entrando por el ventanal abierto -que dejé oscuro, y ahora veo lleno de pálida luz-, me despierta con sobresalto. Un silencio asombroso. Me levanto. Me asomo a la barandilla. Miro hacia Barcelona. Una franja de cielo rojizo detrás de Montjuih. Una colcha de vaho y de niebla caliginosa sobre la ciudad extendida. Ya sólo brillan tres o cuatro luces entre el caserío. Las fachadas lejanas tienen la palidez mate del amanecer. Escucho atentamente: ni el más leve ruido. Todo está callado, todo está desierto. Dos pájaros vuelan sin remover el aire, por el paseo de la Bonanova, de árbol en árbol. Miro al aparato de radio, a la caja infernal. ¿Qué pasará? ¿Qué habrá ocurrido en esa hora escasa que he dormido?
Temo saberlo. Pero el silencio es también otro tormento. Me acerco al conmutador. Le doy vuelta. Se enciende la lamparilla mágica. El corazón me tiembla, como el pulso. Un leve chasquido y ¡aquí está la misteriosa onda sonora! ¿Qué dice? Está mal regulada; no entiendo. Manejo las claves y... ¡santo Dios! ¡¡¡Todavía están cantando!!! Es inexplicable. Oigo "Els Pescadors", de Clavé, "Les Fulles Seques", de Morera; el Himno de Euzkadi, una alborada gallega. Estoy espiando lo que dirá el «speaker» después de cada pieza. Pero el «speaker», con voz enronquecida y aliento exhausto -es el mismo de anoche, está ahí, como yo, desde ayer-, al terminar un disco se limita a declarar cruelmente: «Acabem d´oir "Els Segadors". Ara oirem "La Santa Espina".» Y repite lo mismo en castellano. ¡Nada más!
La musiquilla me destroza el alma. Pero, ¿cómo suprimirla? Si la quito me expongo a perder la palabra reveladora, la noticia anhelada. Soy como un miserable condenado a atravesar con pies descalzos un banco de ostras perleras, que le hieren y desgarran las plantas con sus cortantes aristas, y con todo, no sabe, no puede dejar de ir pisándolas y abriéndolas de una en una, temeroso de que si desprecia una sola, será la salvadora, la que contiene el codiciado tesoro.
Siento frío. Me pongo a pasear por la habitación. La luz va creciendo en silencio. La franja roja ha desteñido por todo el cielo, ahora de color de rosa. ¡Qué amanacer sereno! Están haciendo los días más espléndidos, más insolentemente bellos del otoño. El cielo y el aire, en su infinita indiferencia, tienen una serenidad aplastante.
Del mar lejano brota un rayo de sol que viene a pintar de luz la jaula de un balcón vecino. El ave prisionera se desvela y lanza un trino purísimo, de agradecimiento. Pasa otro rato de silencio. Dan las seis en la torre parroquial de Sarriá: suenan claras, lentas, casi luminosas, en el aire mañanero. No puedo más: la luz me ciega. Voy a irme a la cama. Y, de pronto, una voz nueva, grave, dice textualmente: «Atenció! Atenció! Atenció! Catalans! Catalans! Catalans!... Se us parla des del Palau presidencial de Catalunya... Atenció! Atenció! Atenció!... El President de la Generalitat, considerant esgotada tota resiténcia, i a fi d´evitar sacrificis inútils, capitula. Y aixi acaba de comunicar-ho al comandant de la quarta divisió, senyor Batet.»
¡Cómo! ¿Qué...?. Lo repiten una vez y otra vez, hasta cuatro o cinco, en catalán y lo declaran también en castellano. Yo me dejo caer sobre un taburete, con la sangre helada en las venas, estupefacto, estúpido, mirando delante de mí. Debo de tener la expresión del hombre que se queda ciego instantáneamente. ¡Y para eso se declaró ayer la guerra, a las ocho de la noche! ¿Para perderlo todo diez horas después?. ¿Para que la Generalidad, tras de haber tenido todo el tiempo deseable, toda la libertad de movimientos apetecibles para preparar esta aventura, y después de no haber sido compelida ni obligada a emprenderla, sino de haber tomado ella misma la iniciativa, y escogido la coyuntura, la hora precisa que más le convenía, haya acabado dando a los enemigos de Cataluña el enorme gustazo de verla descartada, reducida a la impotencia, anonadada, en un abrir y cerrar de ojos, y a sus amigos el dolor de tener que abandonarla como se abandona a un demente?.
A la segunda vez de oír la capitulación tremenda, como si mi cerebro fuese de cera blanda, me sé ya de memoria todas las palabras. Mientras el «speaker» las va repitiendo, yo se las dicto un instante antes, como un apuntador sonámbulo. La palabra CAPITULA la veo tan inmensa, que me tapa por completo toda la luz del día. Y un largo rato, a solas, de mis ojos que ya no ven nada, y de mi corazón, que ya no puede sentir más, se me saltan en silencio, involuntariamente, inútilmente, las lágrimas....
19-10-1934.
Más acertado es cuando sigue: "Yo me decía muchas veces '¿por que´Cataluña pierde y ha perdido siempre?'. Y no llegaba a entenderlo.". Y por fin lo entiende: "Si un jugador pierde siempre es señal de que no sabe jugar bien, de que es culpa suya.". "La historia de Cataluña es esto: cada vez que el destino nos coloca en una de sus encrucijadas decisivas (...) nosotros, los catalanes, nos metemos fatalmente, voluntariamente, estúpidamente, en un callejón sin salida. Y ahora hemos podido verlo y vivirlo con desgarradora lucidez, con dolor entrañable.". "¡Y nos reíamos de los políticos madrileños! El gobierno Samper -el pobre, el débil, el imbécil señor Samper, como aquí se le llamaba desalentadamente (sic; ¿desatentamente?), cuando fue, en realidad, el hombre que hizo los mayores y más desinteresados esfuerzos para evitar la catástrofe de Cataluña.(...) Y toda la inteligencia, la habilidad, la templanza, la previsión, en una palabra, todas las virtudes gubernamentales han estado de parte del gobierno republicano. Toda la estupidez se acumuló de parte de la Generalidad". Acaba comparando al gobierno de Madrid como un hábil torero y a la Generalidad como un toro irracional. Y llega a la conclusión de que "la República del 14 de abril ha terminado. Los que la trajeron están descartados, aniquilados. Los que no la querían son dueños de ela. Y se da el caso portentoso -¡otra cosa de España!- de que la Constitución ha sido desgarrada y pisoteada por los mismos que la votaron, y los encargados ahora de custodiarla son aquellos que la combatieron.". Y termina: "¿Vendrá una república de otra clase ...o vendrá otra cosa?.". Esta era "la gran interrogación" de una de las personas más sensatas de aquellos tiempos que no era declaradamente derechina. Huelga decir que "la otra cosa" era lo de Franco.
26-10-1934.
29-5-1936.
En España también tenemos, bueno o malo, un orden establecido. Y la función del Gobierno es la de mantenerlo. Un gobierno democrático, en un régimen como el nuestro, sólo puede sostenerse en el Parlamento. Pero una parte muy considerable de los votos parlamentarios que le sostienen pertenece al campo de la revolución social, la más rotunda y completa, la más contraria al orden imperante de cuantas puedan darse. Y una masa enorme de los electores que respaldan esos votos decisivos es abierta y ciegamente revolucionaria. Esto, ni más ni menos, quiere decir lo siguiente: que el Gobierno español está obligado a conservar un orden que las mismas fuerzas gubernamentales quieren destruir. ¿Cómo puede gobernar un Gobierno de esta clase?.
Entre gobierno y revolución hay una radical, irreductible, antinomia. El gobierno es el máximo representante y el enérgico custodio de un orden determinado, lo mismo cuando el orden es de índole democrática, como en Francia o en los Estados Unidos de América, que cuando el orden es dictatorial, como en Rusia o Italia. Y la revolución, o no es nada tampoco, como el Gobierno que no impone un orden, o es por excelencia la fuerza subversiva que aspira a derrocar “ese” orden legal, el existente, para poner en su lugar “otro” orden, el revolucionario. De manera que gobierno y revolución son dos entidades clarísimas, perfectamente delimitadas e igualmente legítimas en el terreno teórico. Lo único que no puede hacerse es mezclarlas impunemente, sin que se destruyan “ipso facto”, sin que una de las dos deje de ser en el instante mismo en que se afirma la otra. Y si esa mezcla de aberración se lleva de la teoría a la práctica, con inverosímil ingenuidad, entonces... tenemos el caso actual de España.
Si en este estrambótico país no estuviésemos ya más que curados de espantos, insensibilizados por la insensatez ambiente, todas la semanas pegaríamos un salto los españoles en masa, al ver que el domingo, por ejemplo, el señor Largo Caballero expone con toda crudeza y lealtad, a las masas proletarias, la necesidad urgente, inaplazable y apocalíptica de llevar a cabo en seguida la revolución social, para barrer de una vez ese cochino orden capitalista y esa postrera y caduca forma republicano-democrática que su decrepitud ha adoptado en España, y levantar sobre sus ruinas humeantes la dictadura férrea del proletariado. Y luego, el martes o el viernes, en el Congreso de los Diputados, el Gobierno parlamentario y democrático, para defender el orden republicano-burgués que está obligado a conservar a toda costa, no tiene otro remedio que agarrarse a los votos que le prestan el señor Largo Caballero y demás partidarios acérrimos de derribarlo violentamente.
Violentamente: ¡ahí está el “quid”! Una reforma trascendental, una evolución incalculable pueden llevarse a cabo sin estragos, por medios pacíficos y legales, desde arriba, por vía gubernamental. Eso es lo que Antonio Maura pretendía realizar en España hace treinta años, y lo que él mismo llamó, con harta impropiedad, “la revolución desde arriba”, como si hubiese dicho “la revolución desde el Gobierno”. Pero eso no es revolucionar, sino, sencillamente, reformar. Eso es lo que hoy tal vez quisieran también hacer, a su manera, los señores Prieto y Besteiro, para llegar evolutivamente y por pasos contados, pisando firme y seguro, al mismo punto a donde los revolucionarios frenéticos quieren llegar de golpe y mediante un azaroso cataclismo.
Pero eso, como digo, no es “eso”. Reformar gobernando es aún gobernar, y en su más alta y difícil manera. Es conservar un orden con el más fino e inteligente sentido de la conservación, que es el sentido biológico, imitando a la vida misma, que se conserva transformándose perennemente. Pero la revolución es lo contrario de la continuidad biológica, es la ruptura incalculable, es el corte o el tajo profundos, sangrientos, en un ser vivo, es la extirpación de una forma, la muerte de un orden, para dar paso y vida a otra forma y otro orden diametralmente distintos. Antes de que pueda decirse si será creación de algo por venir, la revolución implica ya, por manera fatal, una completa y segura destrucción de lo presente. Por lo tanto, contra quien se dirige ante todo la revolución es contra el gobierno existente, baluarte y garantía supremos del orden que impera todavía. ¿Cómo van a compaginarse, pues, y a sostenerse mutuamente, revolución y gobierno? Por fuerza han de chocar, tarde o temprano, donde sea que estén acoplados.
Y también chocarán en España. Un gobierno del tipo como el que tenemos en nuestro país, o como el que se va a formar en Francia; un gobierno que se denomina de Frente Popular, como podría llamarse cualquier otra cosa, pero que en el fondo no es más que una imposible colaboración entre unas fuerzas que quieren gobernar, esto es, imponer, conservar y perfeccionar el orden existente ahora, y otras fuerzas cuya primera y máxima preocupación es la de exterminarlo; un gobierno así no puede ser viable, y cuanta mayor sea la lealtad y la buena fe de unas y otras fuerzas absurdamente mezcladas, lo será tanto menos. Lo sería, tal vez, si los términos de la colaboración se invirtiesen; si los que gobernasen fuesen los partidarios de la revolución, y los otros, los gobernantes de ahora, se limitasen a apoyarlos y seguirles a rastras. Pero entonces ya no habría problema, ni caso siquiera. El día que los revolucionarios ciento por ciento se adueñen del poder, la revolución estará hecha. Y tanto les dará que los otros les sigan, como que dejen de seguirles. Los revolucionarios, desde el momento en que tengan el gobierno, gobernarán, es decir, impondrán y mantendrán a toda costa su orden, el nuevo, el que habrá subvertido al existente hoy. Y no quedará más camino que acatarlo o hacerse acogotar por los triunfadores. Todo eso es natural, y elemental, de puro lógico. Lo absurdo y difícil –lo imposible– es conservar el orden existente (la república, la democracia, el parlamentarismo, la libertad, la justicia, la fuerza pública, etcétera), sin más apoyo que el que pueden prestar a todas esas instituciones quienes dicen claramente, a todas horas –y hay que agradecérselo–, que quieren suprimirlas cuanto antes y por la violencia.
Por lo tanto, gobierno y revolución han de chocar. O vendrá un momento en que el gobierno no tendrá más remedio que decir: “¡Basta!”, e imponer a todos el orden actual, y entonces deberá comenzar por imponerlo a los más reacios en aceptarlo, que son, naturalmente, los acérrimos revolucionarios. O cada vez el Gobierno irá siendo menos dueño de ese orden que es el suyo, porque cada día se irá imponiendo más el orden adversario, el de sus aliados; y en este caso tendremos fatalmente el triunfo de la revolución. O bien, ante el malestar creciente y el forcejeo anárquico entre un orden legal que se abandona y un orden revolucionario que se embravece, se interpondrá un tercer orden cualquiera –¡vaya usted a saber!–, que intentará como pueda suplantar y sustituir al primero, ante el terror de que triunfe el segundo.
Y no hay más. Español: ¿cuál de las tres soluciones prefieres...?.
Huelga decir que a esa situación insostenible se llegó por los votos de los españoles todos, en general, y de los catalanes, en particular. Huelga decir que la "tercera solución" fue la de Franco y los suyos.
12-6-1936
(No recuerdo el título. Publico los comentarios que publicará, D.m., el citado libro.).
"¿Cuántos votos tuvieron los fascistas en España, cuando las últimas elecciones?. Nada: una ridiculez. (Nota al pie 1)". "Hoy, por el contrario, los viajeros llegan de las tierras de España diciendo: 'Allí todo el mundo se vuelve fascista.'. ¿Qué cambio es ése?. ¿Qué ha ocurrido?. Lo que ocurre es, sencillamente, que allí no se puede vivir, que no hay Gobierno; las huelgas y los conflictos, y el malestar y las pérdidas, y las mil y una pejigueras diarias, aun descontando los crímenes y los atentados, tiene mareados y aburridos a muchos ciudadanos. Y en esta situación buscan instintivamente una salida, un alivio, y no encontrándolo en lo actual, llegan poco a poco a suspirar por un régimen donde por lo menos parezcan posibles. ¿Cuál es la forma política que suprime radicalmente esos insoportables excesos?. La dictadura, el fascismo (2). Y he aquí que sin querer, casi sin darse cuenta, la gente se 'siente' fascista. De los inconvenientes de una dictadura no saben nada, como es natural (3)". "En todas partes y en todos los tiempos las dictaduras se han producido arriba cuando hubo anarquía abajo. El fascismo no tiene nada de nuevo más que su nombre ocasional. Se trata de uno de los fenómenos más antiguos de la Historia política, y su verdadero nombre es "reacción". Cada vez que se pudre un estado social, de sus entrañas brota una dictadura férrea. Fascismo es, en el caso de España y de Francia, la sombra fatal que proyecta sobre el suelo del país la democracia misma cuando su descomposición interna la convierten en anarquía. Cuanto más crece la podredumbre, tanto más se agiganta el fantasma. Y la preocupación alucinada que el Frente Popular triunfante (4) experimenta por el fascismo vencido no es, por lo tanto, otra cosa que el miedo de (5) su propia sombra.".
(1). Arrarás lo detalla: Menos de 45.000 votos.
(2). Error: una dictadura no tiene por qué ser de izquierdas; puede ser de derechas, como en
Portugal con Oliveira Salazar, o apolítica, como en España, con Franco, si es que aceptamos
que en España hubo "dictadura" en esa acepción.
(3) Tampoco es cierto: Hasta 1929, siete años antes, hubo una dictadura, y la gente pacífica
estaba encantada.
(4) Con trampas.
(5) Quiere decir "a".