H
ace tres, cuatro, incluso cinco siglos, era cosa corriente que por las noches se paseasen por Lekeitio, como por otros muchos pueblos de Euskal Herria, penitentes medio desnudos y con disciplinas en las manos.
Entonces esa población vizcaína estaba rodeada de murallas, en cada una de las cuales había una puerta sobre la que, invariablemente, estaba colocada la imagen de algún santo. Era precisamente ante estas figuras donde, a modo de cruel viacrucis, se detenían los penitentes y se flagelaban con saña.




E
n la época en que tuvieron lugar los siguientes hechos, estaba de atalayero un tal Txili, singular personaje y hombre vivaracho con cierta fama de duro. Por su oficio era el primero en levantarse cada día, antes aún de que lo hicieran los pescadores. Luego se subía a su atalaya para observar el mar y el cielo largamente. No era de extrañar, por todo esto, que muchas noches se topara con alguna de aquellas negras figuras de los flagelantes o penitentes.

Un día que Txili estaba reunido con un grupo de pescadores en la taberna, alguno hizo alusión a los penitentes.
    Como otro dijera que las sombrías figuras le procuraban bastante miedo, no sin cierta pedantería el atalayero lanzó una exclamación burlona. Entonces, otro le preguntó:
_ Txili, ¿es que a ti no te asusta encontrarte de madrugada con uno de esos penitentes? Con aire de suficiencia y no poca petulancia en el tono de su voz, Txili respondió entonces: _ ¡No es un verdadero hombre el que se asusta de esas cosas! Muchas veces me he topado yo con alguno de esos personajes a media noche, pero, ¿tenerles miedo...?, ¡jamás!

El que había preguntado antes, insistió:
_ ¡Mira Txili, que es muy fácil hablar! Pero si en una noche oscura te encontrases con un personaje alto, medio desnudo y gimiendo bajo sus propios latigazos, tú, como cualquier otra persona, te morirías de miedo.
Levantando el tono de su voz, muy molesto, el atalayero aseguro: _ ¡Escuchad! ¡Aunque el demonio mismo se me apareciese vestido de penitente y me pidiera que le acompañase, sin dudarlo le seguiría hasta el mismísimo Infierno! ¡Porque yo no tengo el corazón de mantequilla como vosotros!

 Cuando aquella madrugada salió Txili tan temprano como de costumbre, para cumplir con sus obligaciones, descubrió que, surgida de las tinieblas de la noche, se le aproximaba una figura gigantesca. Era tal su negrura que tenía sombra a pesar de la oscuridad. Cuando estuvo junto al atalayero, éste le saludó tranquilamente:
_ ¡Buenas noches, amigo, mucho madrugamos!
De la manera menos amigable que podía esperar Txili, el recién llegado le respondió: Si madrugo o no, eso a ti no te importa!
_ ¡Vaya, venimos enfadado ¿eh? - exclamó el atalayero -, pues bueno soy yo para esas cosas! Por todo comentario, el otro emitió un gruñido ininteligible, pero muy siniestro. Lleno de curiosidad, el madrugador atalayero inquirió:
_ ¿Quién eres tú?
Con idéntico mal talante, el nocturno desconocido respondió esta vez:
_ ¡¿Es que no tienes ojos en la cara para verme?!
Muy irónico, Txili contestó:
¡Siempre me dijeron que tenía los ojos muy pequeños, mas por el azote que cuelga de tu manaza puedo jurar, sin equivocarme, que eres un penitente! Pero, dime ,¿adónde vas?! El extraño penitente, que parecía seguir estando muy molesto, como si escupiera las palabras manifestó:
_ ¡No tengo ganas de perder el tiempo en inútil charla. ..!
Pero, a condición de que dejes de hacerme preguntas estúpidas, te diré que llevo andando toda la noche sin saber por dónde, aunque mi deseo es llegar al monte Oiz antes del amanecer.
_ ¡Antes del amanecer no llegarías allí ni aunque fueras el mismísimo demonio! exclamó Txili muy asombrado.
Suavizando notablemente el tono de voz, el otro dejó escapar:
_ Si tuviera un buen compañero sí llegaría...
Dándose cuenta de por dónde venían los tiros, el atalayero movió la cabeza con sorna y susurró entre los dientes:
_ ¡Vaya, vaya...!
_ ¡Acompáñame tú! - sentenció el desconocido firmemente, de buenas a primeras.
_ ¡Sí, tú, ¿o es que tienes miedo?!
_ ¡No, por supuesto que no tengo miedo, pero sí tengo cosas más importantes que hacer! Quien estaba ahora bastante molesto era Txili, el atalayero, que se preguntaba interiormente, con gran fastidio, por qué tenían que sucederle a él aquellas cosas. Con evidente impaciencia, el penitente insistió:
_ ¡Vámonos, pues veo que no tienes ninguna excusa para convencerme de lo contrario!
_ ¡Claro que la tengo, yo soy el atalayero y tengo que ver cómo está la mar para que puedan salir los barcos!

Se produjo un instante de impenetrable silencio, mientras el atalayero se mantenía a la expectativa. El otro, dejando escapar una feroz sonrisa, que se adivinaba más que se veía, preguntó:
_ ¿Me acompañarías si hubiera marejada y las embarcaciones no pudieran salir a la mar? _ ¡Entonces sí! respondió Txili.
Apenas dicho esto, tras parpadear un momento, el atalayero descubrió atónito que el mar estaba alborotadísimo, con olas como montañas.

 _ ¡Rayos, sí que eres buen anunciador! dejó escapar el vigía, entre admirado y receloso. Ante el espectáculo que ofrecía el mar, los pescadores no tendrían que consultar nada con él, estaba clarísimo que habrían de quedarse en puerto. Con aquello se acababan para Txili las excusas y debía seguir al misterioso desconocido.
Este, impacientándose, aún preguntó:
_ ¿Vamos?
_ ¡Está bien, vámonos! - accedió Txili al fin, lanzando un suspiro de derrota.
Caminaron juntos un corto trecho, hasta llegar al arco de San Pedro, bajo el que Txili se detuvo inconscientemente. Pero, con gran asombro, observó cómo su compañero seguía andando, confundiéndose con las tinieblas.
_ ¡Espera - lo llamó -, ¿no ves que estás delante de una imagen santa?!
Mas el otro seguía andando sin oír, o fingiendo no oír, las palabras de Txili. El atalayero gritó con mayor insistencia:
_ ¡Si eres un buen penitente tienes que detenerte aquí un momento!
Sin pararse, el otro cortó con su habitual malhumor: _ ¡¿A ti qué te importa lo que yo haga o deje de hacer?!
Ahora volvía a estar molesto el atalayero, y por eso le respondió ásperamente: _ ¡Me trae sin cuidado, vaya una cosa, por mi como si quieres tirarte al agua...!
_ ¡¿Es que tienes miedo?! le volvió a preguntar de pronto el desconocido.
_ ¡Ni pizca! - escupió Txili con firmeza.
Siguieron andando. No lejos del primero estaba el segundo arco, ya en el centro del pueblo. Tampoco ante la imagen de éste, el estrambótico penitente hizo el más mínimo ademán de azotar su cuerpo. Txili, que tenía las manos heladas por el frío de la mañana, medio en bromas medio en veras le preguntó a su compañero:
_ Si no tienes el valor necesario para golpearte el cuerpo, y te da lo mismo, puedo azotártelo yo y así de paso me caliento las manos!

Muy mordaz, el penitente gruñó: _ ¡Los hombres estúpidos dicen cosas estúpidas!
Hecho un mar de confusiones, pero también quemado en su amor propio, Txili devolvió:
_ ¡Pues dudo mucho que no seas tú un tipo bastante gallina!
Con idéntico tono, el oscuro personaje volvió a preguntar:
_ ¡¿Tienes miedo?!
Aquella pregunta, que no parecía venir a cuento, estaba consiguiendo exasperar bárbaramente al paciente atalayero.
_ ¡No y no, no tengo miedo, ¿cómo voy a decírtelo?!
Pronto llegaron al lugar denominado Atea, donde estaba la tercera puerta de la villa, ya en las afueras, en el camino de Amoroto, donde había una imagen de la Virgen. Bajo este arco, además de no detenerse tampoco, el penitente pasó con la cabeza gacha y como avergonzado. Txili iba a decir algo, también ahora, pero una afilada y penetrante mirada de su compañero le hizo desistir de tal propósito.
Habían dejado ya atrás la última casa del pueblo y Txili, que empezaba a aburrirse de tanta caminata, por decir algo recomendó:
_ ¡Aunque fuéramos más despacio, llegaríamos igual y yo no sudaría tanto!
_ ¡Estás sudando porque tienes miedo! - rugió el penitente.
Txili enarboló los puños cerrados, para responder de manera más contundente a aquel insulto, pero apretó las mandíbulas y se contuvo. Porque el atalayero de pronto había descubierto, no sin horror, que en vez de dedos el desconocido tenía garras retorcidas en las manos. Aún ahora, el monstruoso penitente volvió a inquirir:
_ ¡¿Tienes miedo?!
 _ ¡No! - negó otra vez Txili, más muerto que vivo.
Anduvieron un poco más, hasta que, no sin cansancio por parte del vigía, llegaron al pie del Cristo del Portal. Por no ver al Cristo, el siniestro personaje se adelantó por detrás de la columna de piedra. En esta ocasión el atalayero guardó un silencio impenetrable porque, además, creyó descubrir en el otro, a través de la oscuridad, un rostro y hocicos de macho cabrío. No bien hubo reparado en ello, riéndose como si enloqueciera, el penitente insistió, ahora muy roncamente:
_ ¡¿Tienes miedo?!
Txili no respondió, tragando saliva con dificultad. Caminaron tan deprisa que casi corrían. Cruzaron por la senda de Auria y por Arrufain, hasta dejar atrás Olaeta. Toda aquella zona era perfectamente conocida por el atalayero, pero ahora, tiritando y sudoroso, parecía no ver nada del paisaje, tan absorto estaba en no sabía qué.
No pudiendo contener un repentino impulso, cerca ya de Oibar, Txili sacó el rosario y comenzó a rezar los quince misterios. Lo hizo con frenesí, mascullando las fórmulas sagradas. Pero, viéndole hacer eso, su siniestro acompañante exclamó furioso:
_ ¡No sirve de nada!
Txili temblaba más y más, estaba casi convulso. Cada vez percibía más nítido el semblante monstruoso del penitente. Ni la mejor pluma seria capaz de describir el horror que inspiraba aquella cara.
Decir que en ella se dibujaban las facciones de la más demoníaca alimaña, es no decir nada. Para entonces se había detenido delante de la ermita de Gizaburuaga.
El atalayero, que estaba fuera de si, se tambaleó un momento a punto de perder el sentido. Su acompañante, entonces, riéndose diabólicamente, insistió, cómo no, en su ya habitual: _ ¡¿Tienes miedo?!
Pero como el aterrorizado atalayero callase, el rosario apretado entre sus dedos, el malvado penitente exigió con ademán violento:
_ ¡Txili, responde de una vez y para siempre, ¿tienes miedo?!
¡Sí, por María Santísima, tengo miedo, estoy muerto de miedo! - estalló Txili.
Luego cayó contra la puerta de la ermita de Oibar, quedando de bruces dentro del recinto sagrado. Entonces, rugiendo de manera infernal, el demoníaco penitente sentenció con infinito odio:
_ ¡Txili, en lo sucesivo deja en paz al demonio del Infierno que, para que lo sepas, si es que aún no te has dado cuenta, soy yo! ¡Eras mío, pero te has salvado gracias al lugar donde estás!
Mientras decía esto golpeó salvajemente en la puerta del templo, dejando profundamente grabadas en la madera la marcas de sus cinco afiladas garras. Después desapareció para siempre.
Las diabólicas señales permanecieron mucho tiempo. como recuerdo del suceso, en la puerta del templo, hasta que esta fue sustituida por otra hace ya bastantes años, cuando la ermita fue renovada.




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Atalayas:

Atalayas son los lugares mas altos en una determinada zona, por lo general en la costa vasca (en este caso), es decir que cerca de los pueblos pesqueros, existía en los lugares mas altos una especie de caseta donde habitaba el atalayero o talayador, que era el encargado de vigilar las ballenas, el estado de la mar, peligros, tempestades..., etc.Era como si fuera un guarda o vigía, se avisaba con señales de humo para avisar a los mareantes. Esta labor era reconocida por las autoridades, abonandoles una parte de los diezmos marítimos que cobraban
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