Enemigo Rumor



Diana de Gales: El Mito que Necesitábamos

"Un extraño orgullo nos lleva no sólo a poseer al otro,

sino a forzar su secreto, no sólo a resultarle querido, sino

a serle fatal... el arte de hacer desaparecer al otro.

Eso exige todo un ceremonial"

Jean Baudrillard


Si comenzara diciendo que la muerte de la Princesa de Gales, más aún que sus obras de caridad, ha sido su mejor ofrenda para toda la humanidad, probablemente alguna señora horrorizada, de esas que se levantaron a las cuatro de la mañana para ver su funeral televisado, cerraría violentamente estas páginas diciendo algo así como "no tiene ninguna sensibilidad". Peor aún, si ampliara el comentario diciendo que para Diana (cruel paradoja) ha sido un triunfo (y no el último) morir a los 36 años, con un amante musulmán llamado Dodi sentado a su lado, enamorada y probablemente muy bronceada por el sol del Mediterráneo, y además de todo esto en París (sin aguaceros), la reacción sería una de dos: "Qué cruel!", o "Por qué no mejor se muere la que escribe esto?". Pues... ya está dicho. Ebrios de vacío, necesitábamos urgentemente la emergencia de un mito, de una leyenda que enseñara a los flemáticos ingleses a llorar y que nos volviera a enseñar a hacerlo a nosotros, los que sabíamos cómo hacerlo pero lo habíamos olvidado.

Para que Diana haya devenido (para mí es un hecho, no un pronóstico) tan rápidamente mito, se necesitaba que una vez más y ya a finales de milenio, nos reencontráramos a nosotros mismos, todos juntos de frente a un mismo dolor. Rápidamente mito, rápidamente legendaria, como era de esperarse en momentos en que la historia marcha con un ritmo acelerado, en los cables fríos y sabios de la postmodernidad: el INTERNET, en las pantallas bombardeadas por CNN veinticinco horas al día, los ocho días de la semana, en las doscientas mil publicaciones a las que tenemos acceso por minuto, en mensajes que fueron enviados hace sólo un segundo desde las regiones más remotas, y que ya están llegando a nuestra casa, a través del fax o del e-mail, y en los programas en vivo producidos por la BBC de Londres para el mundo entero. La Monroe, James Dean y el Che Guevara necesitaron más tiempo del que Diana de Gales se ha tomado para convertirse en el último mito de este tórrido siglo. Y es quizás aquí donde entro en contradicción con las letras hermosas y anacrónicas de Elton John en su revisión de la canción escrita por él a Norma Jean hace ya algún tiempo: "your candle's burned out long before, your legend ever will". La vela de la princesa todavía está encendida, y su leyenda ya es.

De acuerdo con Jean Francois Lyotard, en la condición postmoderna, con el progreso presupuesto de la ciencia y de la tecnología la narración ha perdido sus functores: el gran héroe y el gran propósito. Diana ha vencido esta noción y su muerte la ha convertido en nuestra heroína postmoderna, por encima de cualquier condición signada por el tiempo o el espacio. No sólo es nuestra nueva heroína por haber luchado contra las armas químicas (¿cuántos héroes anónimos no han luchado desde hace décadas por el desarme?), por haber renunciado a la posibilidad de ser reina (ya Eduardo VIII lo hizo antes), por haberse divorciado (Enrique VIII fundó una iglesia para poder divorciarse y no tener que seguir decapitando mujeres), o por haber dado su brillante sonrisa a los enfermos de SIDA (Elizabeth Taylor lo hizo antes que ella). Diana nos lleva de la mano a la verdadera contemporaneidad, convirtiéndose en mercancía absoluta, en un mercado que se piensa a sí mismo antes que nosotros, quienes lo sabemos sin saberlo. La princesa es nuestro mito porque supo seducirnos. El lenguaje de su cuerpo así lo decidió. Permitió que la tocáramos más allá de nuestras manos. Nos lo hizo ver junto a los moribundos, aquellos que nunca podrían tocar nada mejor en sus vidas; usó trajes de Versace para agacharse y besar a la Madre Teresa (quien casualmente ha muerto casi a un tiempo que ella), fue la madre del futuro rey de Inglaterra, y quien dejó al Príncipe de Gales completamente en ridículo al albedrío de su horripilante amante; hizo inclinar la cabeza a la Reina Ysabel y su corte de parásitos, para quedar en el imaginario colectivo como la princesita que asestó un duro golpe a la xenofobia, el racismo y la arrogancia de la monarquía inglesa (y nos basta un solo ejemplo: el padre millonario de Dodi Al Fayed fue condecorado con la Legión de Honor en Francia, por haber hecho renacer los cadáveres del legendario Hotel Ritz y de la casa de los duques de Windsor; la Reina inglesa, en cambio, le negó la ciudadanía a quién hacía más por la economía británica que muchos miembros de su encopetada familia). Y junto a todo lo anterior, la última irreverencia de Diana fue morir amada. Amada por un musulmán (que posiblemente la hizo vibrar mucho más que aquél flemático príncipe Dumbo), con el que quizás no hubiese sido feliz porque nosotros, aquéllos que conocíamos su secreto, habíamos puesto precio a su cabeza. Necesitábamos que ella nos conmoviera, se inmolara en un túnel de París, para saber que sentíamos, que todavía vivíamos y que si no había nada detrás de su máscara era porque hace tiempo sus otros llevábamos puesto su rostro.

Diana nos inventó una realidad que necesitábamos: la irreal. Poco a poco, los paparazzis, su soledad y su desamparo, su glamour y su belleza, fueron haciéndonos víctimas de quien nos miraría desde la ventanilla del Mercedes como lo que realmente éramos: sus verdugos. Porque la única rebeldía legítima que podemos sentir en este tiempo donde pagamos lo que sea por un poco de adrenalina, es la que sentimos frente a nuestras identidades prefabricadas, y por eso necesitamos fabricar las ajenas para hacerlas nuestras sin sentido de culpa. Diana Spencer, Princesa de Gales y ex-Alteza Real, ha logrado conmovernos a los que nos creímos sobrevivientes en un mundo sin ideologías. Nos preguntó: "¿qué quieren de mí?", y le contestamos: "A ti". Ella se entregó entera. Nos sedujo salvándose y salvándonos. Nos permitió inventarnos una vida que no era nuestra sino suya. Ahora somos nosotros ella y ella siempre será nosotros, y su leyenda es una especie de retorno a lo sagrado. Logró hacer llorar a un planeta entero. El mundo que ha soportado estoicamente genocidios, ciudades destrozadas, virus letales, enfermedades incurables, a los niños de Bosnia y de Biafra, etc., etc. etc., se ha reunido en vigilia televisiva y cibernética para llorar por lo único que no estaba dispuesto a tolerar: la muerte de su princesa. La muerte de quien le hacía olvidar todas las demás tragedias, y hasta la propia vida por fin convertida en ajena. Ahora nos ha dejado solos frente a todas nuestras miserias para que pensemos en ellas; solos y conmovidos como necesitábamos estar. Habiéndola visto en las imágenes congeladas de un vídeo realizado sólo ocho minutos antes de su muerte, abrazada y confiada en un futuro inexistente, no queda nada por saber. Nos sedujo y la poseímos: siempre fuimos los dueños de su secreto.

(c)Martha Rivera, de su columna Enemigo Rumor, Periódico Listín Diario. Septiembre 1997. Prohibida su reproducción parcial o total sin autorización de la autora.


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