Qué
maravillosa ocupación cortarle la pata a una araña, ponerla en
un sobre, escribir Señor Ministro de Relaciones Exteriores, agregar
la dirección, bajar a saltos la escalera, despachar la carta en el
correo de la esquina.
Qué
maravillosa ocupación ir andando por el bulevar Arago contando los
árboles, y cada cinco castaños detenerse un momento sobre un solo
pie y esperar que alguien mire, y entonces soltar un grito seco y
breve, girar como una peonza, con los brazos bien abiertos, idéntico
al ave cakuy que se duele en los árboles del norte argentino.
Qué
maravillosa ocupación entrar en un café y pedir azúcar, otra vez
azúcar, tres o cuatro veces azúcar, e ir formando un montón en el
centro de la mesa, mientras crece la ira en los mostradores y debajo
de los delantales blancos, y exactamente en medio del montón de azúcar
escupir suavemente, y seguir el descenso del pequeño glaciar de
saliva, oír el ruido de piedras rotas que lo acompaña y que nace
en las gargantas contraídas de cinco parroquianos y del patrón,
hombre honesto a sus horas.
Qué maravillosa ocupación tomar el ómnibus, bajarse delante del
Ministerio, abrirse paso a golpes de sobres con sellos, dejar atrás
al último secretario y entrar, firme y serio, en el gran despacho
de espejos, exactamente en el momento en que un ujier vestido de
azul entrega al Ministro una carta, y verlo abrir el sobre con una
plegadera de origen histórico, meter dos dedos delicados y retirar
la pata de araña, quedarse mirándola, y entonces imitar el zumbido
de una mosca y ver cómo el Ministro palidece, quiere tirar la pata
pero no puede, está atrapado por la pata, y darle la espalda y
salir, silbando, anunciando en los pasillos la renuncia del
Ministro, y saber que al día siguiente entrarán las tropas
enemigas y todo se irá al diablo y será un jueves de un mes impar
de un año bisiesto.
Julio
Cortázar |