Para
luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución
de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de
sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y
dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se
engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará
abrir un poco la canilla para que se pierda de vista.
Sin
malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del
pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del
lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna de las
rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en
descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de
desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos
pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para
examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará
el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja,
pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años
habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para
reunir el dinero que permita comprar los cuatro departamentos
situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la
desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos
ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el
pelo ya no está en la cañería y que sólo por una remota
casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del
caño.
Llegará
el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos,
y durante meses viviremos rocleados de palanganas y otros
recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y
mendigos a los que pagaremos generosamente para que busquen,
separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de
alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos
en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente
nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un
traje especial, aprenderemos a deslizarnos por las alcantarillas a
altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara
de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores,
ayudados si es posible por individuos del hampa, con quienes
habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte
del dinero que de día ganamos en un ministerio o una casa de
comercio.
Con
mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término
de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos semejantes
al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo
tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana,
acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un
simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de
ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido
cualquiera producido por una larga permanencia contra una superficie
húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías
menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se
decidirá a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río,
la reunión tormentosa de los detritos en la que ningún dinero,
ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda.
Pero
antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros
de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo
piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que
encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos
produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por
pura buena suerte, para escoger, para exigir prácticamente una
tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a
sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el
alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha
Rayada.
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Raras
Julio
Cortázar |