Somos
una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por
obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las
tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada.
Tenemos un defecto: nos falta originalidad. Casi todo lo que
decidimos hacer está inspirado -digamos francamente, copiado- de
modelos célebres. Si alguna novedad aportarnos es siempre
inevitable: los anacronismos o las sorpresas, los escándalos. Mi tío
el mayor dice que somos como las copias en papel carbónico, idénticas
al original salvo que otro color, otro papel, otra finalidad. Mi
hermana la tercera se compara con el ruiseñor mecánico de
Andersen; su romanticismo llega a la náusea.
Somos muchos y vivimos en la calle Humboldt.
Hacemos cosas, pero contarlo es difícil porque falta lo más
importante, la ansiedad y la expectativa de estar haciendo las
cosas, las sorpresas tanto más importantes que los resultados, los
fracasos en que toda la familia cae al suelo como un castillo de
naipes y durante días enteros no se oyen más que deploraciones y
carcajadas. Contar lo que hacemos es apenas una manera de rellenar
los huecos inevitables, porque a veces estamos pobres o presos o
enfermos, a veces se muere alguno o (me duele mencionarlo) alguno
traiciona, renuncia, o entra en la Dirección Impositiva. Pero no
hay que deducir de esto que nos va mal o que somos melancólicos.
Vivimos en el barrio de Pacífico, y hacemos cosas cada vez que
podemos. Somos muchos que tienen ideas y ganas de llevarlas a la práctica.
Por ejemplo, el patíbulo, hasta hoy nadie se ha puesto de acuerdo
sobre el origen de la idea, mi hermana la quinta afirma que fue de
uno de mis primos carnales, que son muy filósofos, pero mi tío el
mayor sostiene que se le ocurrió a él después de leer una novela
de capa y espada. En el fondo nos importa poco, lo único que vale
es hacer cosas, y por eso las cuento casi sin ganas, nada más que
para no sentir tan de cerca la lluvia de esta tarde vacía.
La casa tiene jardín delantero, cosa rara en la calle Humboldt. No
es más grande que un patio, pero está tres escalones más alto que
la vereda, lo que le da un vistoso aspecto de plataforma,
emplazamiento ideal para un patíbulo. Como la verja es de mampostería
y de fierro, se puede trabajar sin que los transeúntes estén por
así decirlo metidos en casa; pueden apostarse en la verja y
quedarse horas, pero eso no nos molesta. «Empezaremos con la luna
llena», mandó mi padre. De día íbamos a buscar maderas y fierros
a los corralones de la avenida Juan B. Justo, pero mis hermanas se
quedaban en la sala practicando el aullido de los lobos, después
que mi tía la menor sostuvo que los patíbulos atraen a los lobos y
los incitan a aullar a la luna. Por cuenta de mis primos corría la
provisión de clavos y herramientas; mi tío el mayor dibujaba los
planos, discutía con mi madre y mi tío segundo la variedad y
calidad de los instrumentos de suplicio. Recuerdo el final de la
discusión: se decidieron adustamente por una plataforma bastante
alta, sobre la cual se alzarían una horca y una rueda, con un
espacio libre destinado a dar tormento o decapitar según los casos.
A mi tío el mayor le parecía mucho más pobre y mezquino que su
idea original, pero las dimensiones del jardín delantero y el costo
de los materiales restringen siempre las ambiciones de la familia.
Empezamos la construcción un domingo por la tarde, después de los
ravioles. Aunque nunca nos ha preocupado lo que puedan pensar los
vecinos, era evidente que los pocos mirones suponían que íbamos a
levantar una o dos piezas para agrandar la casa. El primero en
sorprenderse fue don Cresta, el viejito de enfrente, y vino a
preguntar para qué instalábamos semejante plataforma. Mis hermanas
se reunieron en un rincón del jardín y soltaron algunos aullidos
de lobo. Se amontonó bastante gente, pero nosotros seguimos
trabajando hasta la noche y dejamos terminada la plataforma y las
dos escalerillas (para el sacerdote y el condenado, que no deben
subir juntos). El lunes una parte de la familia se fue a sus
respectivos empleos y ocupaciones, ya que de algo hay que morir, y
los demás empezamos a levantar la horca mientras mi tío el mayor
consultaba dibujos antiguos para la rueda. Su idea consistía en
colocar la rueda lo más alto posible sobre una pértiga ligeramente
irregular, por ejemplo un tronco de álamo bien desbastado. Para
complacerlo, mi hermano el segundo y mis primos carnales se fueron
con la camioneta a buscar un álamo; entretanto mi tío el mayor y
mi madre encajaban los rayos de la rueda en el cubo, y yo preparaba
un suncho de fierro. En esos momentos nos divertíamos enormemente
porque se oía martillear en todas partes, mis hermanas aullaban en
la sala, los vecinos se amontonaban en la verja cambiando
impresiones, y entre el solferino y el malva del atardecer ascendía
el perfil de la horca y se veía a mi tío el menor a caballo en el
travesaño para fijar el gancho y preparar el nudo corredizo.
A esta altura de las cosas la gente de la calle no podía dejar de
darse cuenta de lo que estábamos haciendo, y un coro de protestas y
amenazas nos alentó agradablemente a rematar la jornada con la
erección de la rueda. Algunos desaforados habían pretendido
impedir que mi hermano el segundo y mis primos entraran en casa el
magnífico tronco de álamo que traían en la camioneta. Un conato
de cinchada fue ganado de punta a punta por la familia en pleno que,
tirando disciplinadamente del tronco, lo metió en el jardín junto
con una criatura de corta edad prendida de las raíces. Mi padre en
persona devolvió la criatura a sus exasperados padres, pasándola
cortésmente por la verja, y mientras la atención se concentraba en
estas alternativas sentimentales, mi tío el mayor, ayudado por mis
primos carnales, calzaba la rueda en un extremo del tronco y procedía
a erigirla. La policía llegó en momentos en que la familia,
reunida en la plataforma, comentaba favorablemente el buen aspecto
del patíbulo. Sólo mi hermana la tercera permanecía cerca de la
puerta, y le tocó dialogar con el subcomisarlo en persona; no le
fue difícil convencerlo de que trabajábamos dentro de nuestra
propiedad, en una obra que sólo el uso podía revestir de un carácter
anticonstitucional, y que las murmuraciones del vecindario eran
hijas del odio y fruto de la envidia. La caída de la noche nos salvó
de otras pérdidas de tiempo.
A la luz de una lámpara de carburo cenamos en la plataforma,
espiados por un centenar de vecinos rencorosos; jamás el lechón
adobado nos pareció más exquisito, y más negro y dulce el
nebiolo. Una brisa del norte balanceaba suavemente la cuerda de la
horca; una o dos veces chirrió la rueda, como si ya los cuervos se
hubieran posado para comer. Los mirones empezaron a irse,
mascullando vagas amenazas; aferrados a la verja quedaron veinte o
treinta que parecían esperar alguna cosa. Después del café
apagamos la lámpara para dar paso a la luna que subía por los balaústres
de la terraza, mis hermanas aullaron y mis primos y tíos
recorrieron lentamente la plataforma, haciendo temblar los
fundamentos con sus pasos. En el silencio que siguió, la luna vino
a ponerse a la altura del nudo corredizo, y en la rueda pareció
tenderse una nube de bordes plateados. Las mirábamos, tan felices
que era un gusto, pero los vecinos murmuraban en la verja, como al
borde de una decepción. Encendieron cigarrillos y se fueron yendo,
unos en pijama y otros más despacio. Quedó la calle, una pitada de
vigilante a lo lejos, y el colectivo 108 que pasaba cada tanto;
nosotros ya nos habíamos ido a dormir y soñábamos con fiestas,
elefantes y vestidos de seda.
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Julio
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